En la entrada del edificio, un pequeño zaguán abierto a la calle sirve de sala de espera. Pasando por el portón de hierro, nos encontramos con un espacio muy diferente de lo que se esperaría de un teatro. El enorme salón rectangular, largo y estrecho, de mucha altura, está coronado por un techo de hierro y vidrio. La platea, compuesta por estructuras a modo de andamios, con tres alturas, ocupa todas las paredes laterales, excepto un último trozo, a la izquierda, reservado para un parterre de plantas tropicales. El área de actuación se limita, así, a una pasarela de no más de cuatro metros de largo, que atraviesa el espacio de punta a punta, descendiendo en una leve inclinación hasta la mitad y, después, sigue al mismo nivel hasta el fondo del edificio. En la parte central, interrumpiendo la platea, se abre un área cuadrada de juego que tiene, por un lado, un pequeño tanque de agua de forma semicircular y, por otro, un estrado para los músicos. Completando el conjunto, al fondo, una construcción frontal, también en hierro y vidrio, constituye el sector de camerinos, también utilizado como área de actuación. A lo largo de la pasarela y en el área central, no hay ningún elemento que nos recuerde a una escenografía, salvo una enorme cortina recogida junto al estrado. Entran los músicos. Al unísono cadenciado de una marcha, bajo el lema «to be or not to be» – o sería «tupi or not tupi»?- se abre totalmente el portón de hierro y, a través de él, irrumpen los actores, invasión bárbara, ruidosa, que corriendo y dando saltos, se apropian del espacio para, después de algún tiempo, reunirse en el área central. Entonces un espectador es invitado a encender una estrella de pólvora dibujada en el suelo. Estruendo y humareda blanca. El grito del actor José Celso – DI-TI-RAM-BO!- consagra el espacio e inaugura la función. Pero antes de que Shakespeare hable por boca de los centinelas, la troupe de actores pondrá en escena un largo prólogopantomima: el Rey Hamlet se enfrenta y mata a Fortimbrás, el viejo; dos mujeres, dispuestas en cada extremo de la pasarela, paren a sus vástagos- al joven Hamlet y al joven Fortimbrás- que, desnudos, corren gritando en dirección el uno del otro, hasta que se chocan en un abrazo; durante la narración regresiva de los actores, Claudio mata al Rey Hamlet. En las cinco horas del espectáculo que sigue, se mantiene ese mismo ritmo. Música y canto hacen de contrapunto de la acción pudiendo comentarla, contraponerse a ella, sugerir relaciones entre texto y personajes, dar ritmo y crear el clima. Esa variedad de funciones es facilitada por la conjugación de banda sonora grabada y música en vivo y por la enorme variedad de estilos empleados: cantos indígenas, canto lírico, blues, bossa-nova, samba, rock, rap, etc. El espacio, otro factor determinante del espectáculo, es atravesado constantemente por los actores o por un mueble funcional que corre por la pasarela, descolocando el foco de la acción. El espectador se esfuerza por seguir la interpretación de los actores, que se mueven incesantemente para arriba y para abajo; con frecuencia, escenas simultáneas suceden en las extremidades del espacio; invariablemente, espectadores vecinos interfieren en nuestro campo de visión. No pocas veces la escena acontece sobre nuestras cabezas, en los laberintos aéreos posibilitados por los andamios y, en estos casos, lo que nos queda es oír las voces itinerantes, rastreando el vacío con la mirada perdida en la oscuridad. Durante todo el espectáculo, nuestra visión es así engañada, recortada, impedida, dificultada. El Ham-let de José Celso contiene la versión integral del Hamlet de Shakespeare. Más que integral, dilatada, ampliada. Todo está explicitado: la narración se desdobla en acción; lo que es sugerido se vuelve acción. A lo largo de toda la pieza ese procedimiento –operado, en un primer nivel, por la traducción- de desvelar las entrañas del texto expande la fábula, declara los conflictos, toma partido. Ofelia es violada por Hamlet y, después de eso, pasa a ostentar un embarazo; Polonio pega a su hija para acabar con su devoción por Hamlet (y para que ella, por lo menos, aprenda “a cobrar más caro”), Hamlet se dirige a Polonio e intenta averiguar si éste, en lugar de ser pescadero no sería “un chulo, vendedor de pirañas”.
Del mismo modo, intenciones y movimientos interiores sugeridos ganan literalidad escénica: en el primer encuentro con la madre y el padrastro, Hamlet impide que Claudio coloque la corona al literalmente “arrancar la alfombra”; la locura, tanto de Hamlet como de Ofelia, gana concreción en las camisas de fuerza que eventualmente visten; ellos mismos, de jóvenes, al llorar la muerte de sus respectivos padres, balan como “becerros destetados”. La narrativa es constantemente reforzada por elementos de redundancia o acción que ilustran lo que está siendo dicho –como en la escena de sexo entre Claudio y Gertrudis, que compone el panel de fondo para el primer monólogo de Hamlet, en el cual lamenta la imprudencia de la madre. El canto también se inserta estructuralmente en la escena, conduciendo el espectáculo en dirección a la opereta: muchos trozos del texto son transformados en arias. A los personajes, a su vez, se les pulen sus volúmenes y se vuelven planos, caricaturas de folletín. La Reina ostenta una ligereza casi infantil –“¡fragilidad, tu nombre es mujer!”; el Rey Claudio, con su gestualidad histriónica y llevando los emblemas típicos del poder (la corona de papel dorado y la larga y pesada capa), nos recuerda a los villanos de los dibujos animados; Polonio, llamado “el Secretario”, representa al burócrata de alto escalafón, vestido con su traje y chaleco, y el propio Hamlet se viste y se mueve con la agilidad y los gestos de un ídolo de rock, recordándonos a Michael Jackson (por cierto, de gira por Brasil en aquel momento). La expansión del tiempo-espacio de la fábula también libera a los personajes en lo concerniente a sus entradas en escena. Ofelia, por ejemplo, invade el área de actuación incluso cuando no está prevista su presencia –junto al cadáver aún caliente de su padre- o permanece en ella cuando ya no debería estar allí, como sus paseos entre los protagonistas después de su propia muerte; una extraña figura de negro acompaña el entierro de Ofelia y misteriosamente desaparece de la escena y de la obra. Dibujados con sus trazos más caricaturescos, pero confrontados con un texto de alta poesía y trascendencia, los personajes parecen debatirse en el desaliento.
El efecto es de marcado extrañamiento, todavía más acentuado por intencionadas inversiones, que sacan comicidad y grotesco de aquello cuyo acento debería ser dramático. Así, Claudio, Rosencrantz y Guildenstern confabulan la suerte de Hamlet de bruces sobre rayas de cocaína que aspiran con movimientos sincronizados, y el mismo Rey se enfrenta al retorno de Alertes, tras la muerte de Polonio, escondiéndose cobardemente detrás de un arbusto que carga como camuflaje. El monólogo de Claudio, después de la escena de la pantomima, es proferido en tono patético, mientras se emborracha y va perdiendo sus ropas, hasta quedar miserablemente tirado en el suelo, totalmente desnudo. La conjugación de todos esos procedimientos resulta del desmantelamiento estructural del texto shakespeariano, de la economía interna que le da coherencia. La insistencia en destacar, aparentemente revalorizando, los segmentos de la narrativa, acaba, paradójicamente, por vaciarla. Cuanto más pretenda el espectador apoyarse en el terreno seguro de la fábula, más perdido se sentirá. José Celso nos ofrece una interpretación de la misma, pero aglutina todas las posibilidades, juntando lo previsible con lo inesperado, invirtiendo las expectativas, dando la impresión de gratuidad donde, en realidad, se puede adivinar un criterio. A primera vista, el texto sufre una operación de “rebajamiento”, pareciendo resultar de una lectura primaria, literal, sin sutilezas. En realidad, se coloca en otro nivel, desvencijado de la arquitectura original, ganando nuevo vigor significante. Por la redundancia, lo simbólico adquiere iconicidad, o sea, presencia de pura teatralidad. Por la actuación polarizada de las acotaciones y los movimientos, obligada y permitida tanto por la naturaleza del espacio como por el desdoblamiento de los nudos dramáticos, cada escena gana cierta independencia, acentuándose el carácter de montaje ya presente en la construcción shakespeariana. La densidad dramática, desplazada del texto, pasa, entonces, a residir en la interpretación. Consecuentemente, el espectador es reunido en torno a la profusión de elementos escénicos, sumergiéndose en el universo plurisemántico de la puesta en escena. En ese trabajo de reescritura del texto, José Celso sustituye la tensión dramática que, en Shakespeare, se alimenta del conflicto entre un interior y un exterior, entre el sentimiento y la acción, y la concentra en un único registro radical. Hamlet pierde su carácter melancólico y gana cinismo y agresividad. La sexualidad descarnada es el instrumento por el cual los personajes intercambian verdaderamente sus afectos. Es por medio de ésta, por ejemplo, que Hamlet explicita su angustia y su odio. En el encuentro que ocurre en los aposentos reales, el príncipe, con los pantalones bajados, intenta violar a su madre. También en otras incontables ocasiones deambula por la escena con el sexo expuesto. La descripción de la muerte del Rey Hamlet por Claudio es representada con una clara indicación de sodomía. La presencia constante de desnudos, el homoerotismo que marca las relaciones entre los personajes masculinos, la voluptuosidad insinuada en las mujeres –Ofelia se arremanga impúdicamente el vestido para que Hamlet se cobije entre sus piernas en la escena de la pantomima- cargan el espectáculo de erotismo agresivo. El cual llega a alcanzar directamente a la platea cuando Ofelia, enloquecida, cantando sus versos, se arrodilla delante de un espectador y pretende abrirle la bragueta, siendo retirada a tiempo por dos truculentos enfermeros. La platea es, todo el tiempo, una presencia reconocida por los actores. La proximidad entre los dos segmentos (pasarela/palco y andamios/platea) es tan íntima que, al cruzar las miradas, participamos de una cierta complicidad con los personajes (e incluso con los actores que, muchas veces, afloran a la superficie de los personajes). Se suaviza, así, el marco ficcional, abriendo paso a los procedimientos metalingüísticos: cuando Hamlet, rehusando a hablar con su madre, sale por la puerta del teatro, el actor que hace de Claudio insta a la platea a llamar al actor que hace de Hamlet para que retome la pieza, a la orden de “¡Quédate! ¡Quédate!”; cuando el príncipe habla de un cielo estrellado, apunta hacia lo alto y el techo se abre efectivamente mostrando el cielo; durante el relato de la muerte de Ofelia, un actor abre el grifo y hace salir a borbotones una cascada sobre el estanque, en el cual la joven se sumerge para morir.
Obedeciendo a la arquitectura del espacio, José Celso polariza las tensiones y, simultáneamente, orquesta las miradas y los sentimientos de la platea. Conduce permanentemente la interpretación entre el regodeo en el negro mundo de la ambición, de los juegos de poder, de la mezquindad, de la traición, y la exaltación en el colorido de la fiesta, en la celebración del hombre y del teatro. En el primer registro, la visión del hombre y del mundo que nos sugiere está, sin duda, teñida de amargura y pesimismo. Asistimos a la paulatina degradación de los personajes –cada vez más despojados de dignidad, a merced de los vicios y de la locura-, unida a la degradación del propio espacio, en el cual se acumulan los vestigios de agua, tierra y vino. Éste, destilado por los poros de los actores, mezclado con el olor a sudor y a alecrín, impregna la atmósfera. El aire, al poco tiempo, se vuelve agrio. Sí, se nota que algo se pudre en el reino de Dinamarca. La parte final de la obra acaba por configurar un círculo vicioso. Todos los muertos salen de la tumba (una fosa en el centro del área principal de la actuación), mientras que el fantasma de Ofelia, en posición de parto, nos sugiere la escena inicial del prólogo. Los actores, entonces, circulan por el espacio, agitando cencerros, que también distribuyen entre el público, marcando sonoramente el final del espectáculo. Durante algunos solemnes minutos, en la penumbra, impera el sonido doliente y cadenciado de esos instrumentos rústicos que, aunque pertenezcan a los conjuntos rítmicos de las escuelas de samba, aquí nos recuerdan más propiamente a los rituales indígenas. Es un instante final de comunión, cuyo significado se abre para ser rellenado por la emoción del público. Ese lado sombrío, pesimista, durante todo el espectáculo tiene su contrapartida: es el registro de la fiesta, el lado ceremonial. José Celso evoca frecuentemente el sentido ritual de la naturaleza del teatro –en la consagración de los actores en círculo en medio del espectáculo, en la solemnidad que rigen ciertos pasajes- y lleva al palco la alegría del carnaval, presente en los cantos, en la obscenidad, en las máscaras de plástico, en las provocaciones a la platea. El momento más contundente de esa carnavalización ocurre cuando llegan los actores ambulantes, que irrumpen en el espacio, bailando y cantando, empujando su “carroza”, sobre la cual se halla un enorme pene que, erecto, suelta chorros de humo y confeti. En Ham-let, José Celso celebra, fiel a su tradición, un compromiso con el teatro primitivo, ditirámbico, y con las raíces populares. Celebra el vínculo visceral del teatro con su propia vida, con el juego entre José Celso/Rey Hamlet y Marcelo Drummond/Hamlet (su compañero en aquella época). Celebra su propia historia, incluyendo referencias, que emergen resignificadas, a sus espectáculos anteriores. En ese sentido, Ham-let es un momento de síntesis.
José Celso es un artista para quien el teatro, la historia y la vida se confunden y son la misma y única fuente de sus creaciones. Su teatro está hecho de “brasilidad” exuberante y de actualidad. Es al son del relato de la masacre de Carandiru que los actores ambulantes ponen en escena la pantomima trágica; es para nuestro país que Claudio pretende enviar a Hamlet, y el verdugo de Guildenstern y Rosencrantzinmolados en la hoguera destinada a Hamlet- toma cuerpo en escena en la figura simbólica de un “Brasil-indio” desnudo, con el cuerpo pintado, envuelto en la bandera nacional. Su teatro pacta con el registro popular y dialoga con la platea entusiasmada y conmueve, tocando la tecla de esos sentimientos que, en la década de los 80, parecían ausentes del palco, espantados por un rigor formalista que hablaba más al cerebro que al corazón. El teatro de José Celso trae la marca de su pasado, pero resurge fresco, actualizado, inteligente, provocador, tan sugerente como el espacio (proyectado por Lina Bo Bardi), que lo acoge.
(Traducción del portugués original: Carolina Martínez)