Alguien puede contar todavía
que somos reinas de no sé qué paisaje:
sensibles, soñadoras, femeninas y un poco coquetas.
No es para tanto.
Estos vestidos están ya sudados
y los tacones de aguja nos están grandes. La pura realidad
es que estamos abandonadas al deterioro de la intemperie.
Pero el que cuenta revive parcialmente, o reinventa.
Reproducimos una y otra vez posturas y situaciones
para conquistar, o para convencer:
uno está siempre maquinando su cuento, pero no basta
con contarlo o decirlo, hay que representarlo. Y lo hacemos,
ponemos todo de nuestra parte: los víveres, los enseres, los animales,
hasta el último jarrón chino. Pero siempre hay alguien que lo critica,
que le saca la puntilla o incluso nos manda a la mierda
porque hemos estado un poquito groseras.
En fin, todo cansa antes de empezar.
Nosotras gritamos viva la Pepa o a mí la guardia
para despistar, para librarnos de la muerte.
Porque estamos muertas de miedo,
o vivitas y coleando, que a veces es lo mismo.
Según se cuente.

Ana Vallés

 

Esta obra construye un universo femenino, arropado por una atmósfera estilizada, con una fuerte proyección poética, que nace de la noche de las representaciones, donde se adivina la presencia de la muerte; un mundo habitado por la reacciones de cuatro mujeres ante todo esto, ante la angustia por el miedo de «morir con las tristezas en los bolsillos», asombro y desesperación al mismo tiempo, locura. Domina la luz roja, formando tres rectángulos sobre el fondo, donde luego aparece una enorme luna. El escenario está cubierto de papeles arrugados de intenso color azul. Con el único apoyo de un banco y dos silloncitos rojos de aspecto aristocrático, cuatro actrices-bailarines, tocadas con elegantes abrigos blancos arrastrando la cola, que luego dejarán paso a la intimidad nocturna de los camisones negros, dan vida a un mundo que va pasando de la desidia y el aburrimiento a explosiones extremas de vitalismo, de la gestualidad tonta y bobalicona, a la que obligan actos sociales o situaciones cotidianas, a la sensualidad del erotismo, el grito por el dolor ante la vida, que comienza con el dar a la luz, y la melancolía final, abrigada en el silencio. El caos provocado por carreras, bailes enloquecidos y risas, en ocasiones animado por Soul Kitche, de Doors, se alterna con ritmos detenidos bañados en la poesía de la luz, con los acordes impresionistas de Philip Glass, el abatimiento del caer de unos cuerpos, una y otra vez, sobre ese fondo azul, y el extrañamiento producido por una banda sonora de tonos graves y ruidos metálicos, alternada con la música oriental de Omar Faruk Tekbilek, el réquiem de Henryk Górecki o la Música para el Funeral de la Reina María, de Purcel. La vida que emana de estos personajes queda por momentos suspendida para pasar a convertirse en cuerpos detenidos, autómatas de gesto fijo, paisajes dormidos descubiertos por la luz de una linterna. Cuadros vivientes, cuerpos que mueven a otros cuerpos, composición de escenas, nos hablan al mismo tiempo del carácter artificioso que late tras el misterio de las cosas. La extrañeza provocada por una ciega llamando a gritos a Pablo contrasta con el tono directo con el que algunos de los textos se dicen al público, como en el monólogo inicial, en boca de la propia directora: «Buenas noches, no sé nada de ustedes, ¿qué tal?».