Antígona, el antiguo y clásico texto de Sófocles ha sido objeto de inumerables visitaciones a través de los tiempos. En el contexto latinoamericano, como en el europeo, este personaje ha inspirado renovados modelos éticos: otras y más cercanas Antígonas habitaron en los textos de Guide, Brecht, Griselda Gambaro y Luis Rafael Sánchez, entre otros. Pero esta nueva Antígona peruana no podría definirse como configuración de un autor. El legendario personaje fue primero una imagen que obsesionaba a una actriz, un nacimiento en la soledad de la escena, un reconocimiento de sus dobles reales en un entorno de violencia, de desvalorización de la vida, de cuerpos desaparecidos, de cadáveres insepultos y contínuas apariciones de tumbas anónimas. Esta Antígona fue el resultado de una búsqueda y un trabajo conjunto entre la actriz Teresa Ralli, el director Miguel Rubio y el poeta José Watanabe.

Como es característico en los trabajos de Yuyachkani, la actriz se planteó un proceso de investigación como parte del trabajo creativo. Uno de los procedimientos utilizados en esta investigación fue el intercambio de informaciones: ante los testimonios que aportaban las mujeres familiares de desaparecidos en la reciente guerra sucia, la actriz ofrecía el relato de Sófocles. La investigación no era sólo temática ni tenía como único propósito recabar dolorosas experiencias personales. Durante las intervenciones de cada una de las testimoniantes Teresa estudiaba los gestos, las maneras de contar, traduciéndolos posteriormente a su proceso creativo.

La discordancia entre persona y entorno, la contraposición entre ética personal y política estatal, no eran sólo problemas que planteaba el texto poético y que deberían ser simbolizados en una representación teatral. La tragedia que habitaba en la historia griega se había impuesto en el mundo cotidiano de la actriz y en el de sus posibles espectadores. Si el gesto de Antígona había permanecido como excepción en algunas mujeres peruanas, el gesto de Ismene, su silencio, su responsabilidad no asumida, habitaba en una inmensa mayoría. En la actriz que contaba la historia de la hermana condenada por intentar dar sepultura al muerto,  emergía la voz de una sociedad que había producido la horrorosa cifra de más de sesenta y nueve mil muertos y desaparecidos.

Ileana Diéguez, CITRU

«Todos en el Perú éramos Ismene, todos necesitábamos comenzar a realizar este gesto simbólico de terminar el entierro […] A quien no ha realizado el acto de enterrar a sus muertos, le estás quitando el derecho de ubicar, de nominar al ausente, y de realizar con él la necesaria despedida. La mitad del país durante casi 20 años vivió en esta realidad» (Teresa Ralli, Fragmentos de memoria).