En Corol.la, Margarit daba vueltas sobre sí misma, y en los círculos y espirales que trazaba en torno a su eje iba dejando un rastro de presencias, que eran imágenes parciales de su propio cuerpo, imágenes que se alejaban y se perdían, pero que casi siempre eran reencontradas, recuperadas y nuevamente incorporadas en un trabajo donde el impulso no se contraponía a la memoria, sino que una y otra vez la alimentaba. Una escenografía luminosa, madera de haya; sobre el fondo, pintadas, tres corolas rojas; en un lateral, un montón de heno. Margarit en el suelo giraba, trataba de levantarse, giraba, se deja caer, conseguía alzarse, giraba, volvía al suelo. Sus brazos la sostenían en el aire tanto como las piernas sobre el suelo, que sucesivamente se convertía en agua, nube, otra vez madera, arena, cemento… Mientras su corta falda roja volaba en los giros componiendo insistentemente la imagen invertida de la corola, mucho más efímera que a la que el dibujo refería, pues depende del aire, del movimiento y de la memoria de quien la creaba y quien la observaba.

«No debo despertarte demasiado bruscamente -escribía Margarit en un momento del espectáculo- porque tu alma está de viaje mientras duermes. Debo darle tiempo para que regrese al cuerpo».Una luz verde atravesaba el metacrilato donde las letras eran escritas y se proyectaban ampliadas sobre el fondo, legibles entonces para el espectador. Margarit nunca lo olvidaba a pesar de la aparente dirección centrípeta de su movimiento. Era para el espectador para quien componía ese dibujo que sólo su mirada podía fijar, y el solo en su conjunto era también la invitación a un solitario que cada persona del público podía resolver o dejar abierto. El juego consistía en trazar imaginariamente las líneas que unían los elementos y objetos que Margarit iba introduciendo en escena y dispersando en su constante girar, que ahora se descubría centrífugo. Los objetos configuraban fragmentariamente un universo poético, íntimamente ligado a la memoria del cuerpo, que sólo asociativamente le era dado descubrir al espectador.

Pero la experiencia de éste durante el espectáculo no se reducía a la reconstrucción de ese universo objetual (inversión del desorden que en la escena final Margarit provocaba separando y dispersando las piezas de un juego de muñecas rusas), ya que sobre todo le estaba reservado compartir el placer que la coreógrafa-intérprete desbordaba más allá de la disciplina circular y la precisión de su gesto. Vestida de rojo y animada por sonoridades mediterráenas, Margarit danzaba en giros abiertos, se elevaba sobre las puntas, saltaba caprichosamente, sin renunciar a momentos de recogimiento en medio de la brisa que ella misma creaba con el desplazamiento y el giro incesante; huidas a tierra, rebeliones, afirmación en la verticalidad que a veces flaqueaba y que requería la aparición de la espiral proyectada sobre el suelo, paralela a la que trazaban sus pies, su tronco, sus brazos en un prolongado salir de escena.

En un momento dado, Margarit aparecía sentada en medio de un montón de heno y con sus brazos intentaba ahuecarlo. Se trataba de una traducción matérica de los ejercicios espaciales realizados con anterioridad. Se diría que gran parte de las idas y venidas, oscilaciones, quiebros, avances y retrocesos, desvanecimientos y elevaciones, giros y desplazamientos en círculo no eran sino procedimientos para ahuecar el espacio y al mismo tiempo cuestionar la irreversibilidad del tiempo. Es como si el cuerpo orgánico llevado al límite de la disciplina matemática fuera capaz de traspasarla, o al menos de conseguir esa curvatura que produce el hueco en el que se cobija la memoria, el sueño, la emoción que no es dado expresar de forma directa.

Las muñecas rusas carecen de hueco. Para ahuecarlas, es preciso abrirlas, descomponerlas, dispersarlas, privarlas de su definición. El cuerpo no se puede descomponer, pero sí se puede agitar hasta su conversión en sombra, en línea, en instante, y también se puede proyectar: las naranjas y manzanas, con toda la carga de sensualidad que su olor refuerza, son proyecciones de una dimensión del cuerpo, que busca su forma en el heno con una indolencia que no le es dado practicar en el espacio vacío o en relación con las formas rígidas del diseño o la arquitectura. En las proyecciones y en las huellas, en los objetos escénicos, el cuerpo se busca a sí mismo, busca su imagen con la misma obsesión que mediante el movimiento ahueca el espacio para abolirla y crear el lugar de la interioridad prohibida.

José A. Sánchez
Universidad de Castilla-La Mancha