En 2014, a través del proyecto El desenterrador, Tomás Aragay y Sofía Asensio proponen la coreografía social de la conversación guiada por unas reglas precisas que revisten el momento de una tensa teatralidad. La situación resultante está teñida por una cierta intimidad, pero al mismo tiempo todo tiene algo de extraño, una extrañeza que nace por el hecho de desnaturalizar la dimensión colectiva y aparentemente espontánea característica de la conversación. El círculo de conversadores, a título de desenterradores de palabras, forma un anillo central al que se puede unir el espectador, sentado en círculos concéntricos. La palabra no es únicamente la herramienta, sino también el objeto de trabajo de una práctica escénica que hace visible la condición colectiva de un medio del que participa cada desenterrador, pero que al mismo tiempo está por encima de él. Sin embargo, potencialmente, todos podemos ser desenterradores.

El objetivo consiste en excavar en las palabras y con las palabras, ir quitándoles capas y añadidos, hasta llegar a un fundamento último, “ la materia común de la que están hechas las palabras”, explica Sofía Asensio en el blog de la Societat Doctor Alonso en Teatrón, que está también en escena como maestra de esta especie de ceremonia que es toda conversación, cuidando las reglas, los tiempos y las palabra que se van a ir desenterrando. A lo largo de más de un año de trabajo, se invitó a personas distintas a título de excavadores, que a su vez sirvieron para formar el núcleo central de cara a los talleres con grupos más numerosos que luego harían de público cómplice durante las representaciones abiertas al público en general. La creación de una obra es solo una de las posibilidades de este proyecto de investigación que ha ido creciendo a base de talleres, encuentros y muestras. El trabajo ha dado lugar al desarrollo de unas herramientas, disponibles en el wordpress del proyecto (eldesenterrador.com). Por el momento, está planteado en tres niveles, como taller de formación, obra y propuesta de ocupación colectiva de un espacio por medio de círculos de desenterradores trabajando en paralelo.

Aunque el objetivo explícito es ahondar en el fundamento de términos relacionados con los valores sociales, el reto escénico consiste en hacer de la conversación un proceso colectivo guiado no por un líder o especialista, sino por el propio grupo, un medio del que forman parte todos, pero no son ninguno por separado. El ejercicio es ciertamente difícil, porque supone articular, con un tipo de palabra cuyo valor radica en su sentido más que en su forma, un nosotros cuya expresión, sin embargo, viene dada a través de una forma también de situarse frente al uso de la palabra. Este tipo de ejercicios colectivos, que en el caso de la danza pueden resultar relativamente fáciles, se complica cuando se trata de participar desde acciones identificadas con una capacidad intelectual en la que el cuerpo supuestamente ocuparía un lugar menor. A modo de entrenamiento se proponen unas reglas que convierten una situación aparentemente espontánea, como es una conversación, en una escena cargada de silencios, dudas, tiempos de reflexión, tensiones entre el yo y el nosotros, caminos falsos y momentos de alegría colectiva.

La primera de estas reglas es la escucha al otro. De nuevo, la escucha como herramienta imprescindible para la creación de lo colectivo. En relación a esto, se subraya la importancia de los silencios entre intervención e intervención. Otros elementos importantes son evitar las intervenciones precipitadas, eliminar la primera persona, ligada a expresiones como “yo pienso”, “según mi opinión”, “a mí me parece”, así como las conjunciones adversativas, como “aunque”, “pero”, “sin embargo”, que buscan crear oposición o anular la intervención anterior. También se recomienda no abusar de partículas de duda, como “tal vez”, “quizás”, “puede ser”, “a lo mejor”, que debilitan, no tanto el contenido de lo que se dice, sino la fe en ese camino colectivo que se está trazando. El grupo tiene que apostar por un camino y al mismo tiempo convivir con la duda sobre si ese es el camino que el grupo está siguiendo o el que uno quiere imponer. Así se crea una tensión que sostiene la experiencia del grupo. No se trata de abrir nuevos caminos, sino de seguir lo que ya está pasando. La atención a lo que se está generando tiene que ser constante, pero también el cuidado hacia algo tan frágil como esa presencia colectiva. Por eso se permite y se aconseja el uso de preguntas como “¿puedes repetir lo que dijiste?”, “¿puedes desarrollar un poco más esa idea?”, así como retomar la conversación desde algún lugar anterior, o pedir un tiempo muerto para discutir cómo está yendo la excavación. También se dan ciertas consignas para enfatizar los momentos en los que el grupo siente que ha llegado a una idea importante, momentos para expresar la emoción por una sensación de encuentro colectivo, o la posibilidad de realizar ciertas acciones en casos puntuales en los que no se sepa cómo seguir con palabras.

El interés reside, en todo caso, no en lo que cada uno opina acerca del término en cuestión, sino en lo que está pasando dentro del grupo en el momento en que está teniendo lugar el desenterramiento, en las resistencias, descubrimientos y azares que hacen posible la convivencia entre identidades distintas y un sentir colectivo. No consiste en llegar a una verdad más o menos prevista de lo que cada uno piensa acerca de la pureza, la plenitud, el pudor, la justicia o la nobleza, tomando algunos ejemplos de palabras que ya han sido excavadas, sino de una acción colectiva de reconstrucción de un fundamento compartido acerca de conceptos que determinan formas de comportamiento sociales. La tensión entre el yo pienso y el nosotros pensamos es inevitable, y también la fragilidad de ese proceso compartido que hace sentir el origen común que tiene todo lo que puede ser pensado, razonado, deseado o recordado.

En el círculo de excavadores se deja una silla vacía que puede ser ocupada por cualquiera de los talleristas, situados en el segundo círculo alrededor de los excavadores, o también por el público en general, colocado en un tercer corro. Cada vez que alguien de fuera siente que puede aportar algo, ocupa la silla vacía. La finalidad no es que participe con la idea que ya tiene en el cabeza, sino que se incorpore al grupo, perciba desde dentro lo que está ocurriendo y desde ahí contribuya al viaje. En el caso de que alguien nuevo se incorpore, uno de los excavadores deja su asiento, de modo que siempre haya un lugar libre para la participación de alguien de fuera.

Llevar la acción al campo de la palabra supone un cruce de caminos en el que la Societat Doctor Alonso, nombre del colectivo impulsado por Aragay y Asencio, comenzó a investigar en trabajos previos como el Club Fernando Pessoa, sobre textos del poeta portugués, o La naturaleza y su temblor, un recorrido sonoro por el espacio público en el que los ruidos de la calle y las palabras se terminan confundiendo como parte de un paisaje humano y natural al mismo tiempo. Por detrás quedan más de diez años de trabajos experimentando con formatos escénicos distintos, pero no especialmente con la palabra. El desenterrador no se apoya en un material textual determinado, sino que se trata de palabras de uso común que son de todos y de nadie, como dice Asensio parafraseando a Agustín García Calvo. Aunque la finalidad de cada conversación es llegar a un sentido fundamental para el grupo acerca de cada término, lo que en realidad se está haciendo, en términos de acción, es construir un movimiento abierto e imprevisto por medio de una acción mínima que pasa por el uso del lenguaje.

(extraído del libro de Óscar Cornago, Ensayos de teoría escénica. Teatralidad, público y democracia, Madrid, Abada, 2015.)