LA ÚLTIMA VEZ COMO SI FUERA LA PRIMERA
Miguel Rubio Zapata

Largo, como siempre, ha sido el camino para llegar acá.

Si alguien ingresaba a la sala de Yuyachkani temprano en las mañanas, durante estos meses previos a «El último ensayo», seguro nos encontraba bailando tango.

Pienso que el tango, siendo tan preciso, es un ejercicio que tiene mucho que ver con el sentir a partir del hacer, seguramente en este último ensayo están allí acumuladas las sensaciones de los meses de tango.

En el grupo siempre nos preguntamos cuál es el entrenamiento que corresponde a cada trabajo en el momento en que lo vamos haciendo. Claro, hay lineamientos generales que transitan por lo que llamamos cultura de actor, es decir, un entrenamiento que cada quien hace de acuerdo a su momento de aprendizaje (actitud que tratamos de preservar) intereses de búsqueda o el trabajo sobre dificultades personales. Este training lo proponen y realizan los actores cada quien de manera independiente.

Esa zona de autonomía de actor que hemos promovido, ha llevado a la realización de proyectos artísticos personales o de corto reparto y ha marcado de alguna manera la producción del grupo en los últimos años e incluso se ha reflejado en los trabajos donde está todo el grupo reunido.

Algunas veces he sido un poco ligero cuando me he referido a los recientes trabajos colectivos en los que están todos los actores como una suma de unipersonales y, seguramente no lo es tanto pero sí es una tendencia entendible en un colectivo con años de trabajo juntos.

Esta vez, hemos tenido mayores momentos comunes de entrenamiento general con ejercicios colectivos orientados a sentirnos en el sitio y de entrenamiento aplicado, que es el trabajo de búsqueda en función del proyecto, con reglas comunes para todos.

Así llegamos al tango y buscamos en él, antes que la destreza o la espectacularidad, una manera de volver al abrazo, de sentir el pulso del cuerpo del otro y danzar con él, con la confianza de ser guiado, en este caso guiada porque en el tango es el hombre el que abre los brazos y guía (que bien nos ha hecho esta regla que no la pusimos nosotros sino la maestra) un cierto desconcierto inicial, pocas palabras se oían en la sala, sólo la música, los pasos y claro, de vez en cuando, el inevitable «déjate guiar» y el «no siento tu marca».

Y es que encontramos en el abrazo la manera de volver a la escucha, a sentir la respiración, a volar la mirada, el tiempo, la distancia, la cercanía, el estar juntos en un espacio que se comparte. El estar contigo, frente al otro y frente a los demás. Algo aparentemente elemental y conocido y precisamente por eso fácil de perder.

Esta premisa de trabajo tiene su mayor sentido de verdad cuando parte de uno (no del personaje) y desde allí se conecta con el otro para iniciar un juego de tránsito-traslado de la presencia al personaje. Hay allí una frontera que aparece por momentos, es ese lugar a donde esencialmente queremos llegar, lo logramos quizás por algunos segundos, estoy convencido que nos orientamos en esa dirección pero nos gana el oficio y nos instalamos con mayor comodidad en la situación de representación.

La búsqueda de esa delgada línea donde se junta el arte con la vida, es la razón y la paradoja que da sentido a nuestro trabajo ahora.

Para buscar el tránsito del actor entre la presencia y el personaje tengo la imagen del arco iris que no tiene un inicio ni un final claro, por otro lado su gama de colores sugiere zonas de mezcla, de transiciones dadas por el color.

Investigamos para encontrar distintas calidades de energía y de comportamiento en escena. Entre la certeza que afirma y la negación rotunda hay una zona de neblina, de desconcierto.

El arco iris es esa zona entre la presencia (personal) y la representación (personaje). El actor pasa de la certeza a la incertidumbre y en ese tránsito se enfrenta al desconcierto.

La energía tiende hacia el extremo y luego tiende a regresar, siempre en movimiento, aunque sea imperceptible. Estar y no estar, entrar y salir del personaje, transformarse frente al espectador, no esconder nada o casi nada.

La polaridad desconoce matices y por tanto elabora una dramaturgia de actor fina.

Este trabajo parte de la presencia no del personaje, va de la quietud al movimiento sabiendo de antemano que la quietud es más que el movimiento porque lo contiene.

Las primeras imágenes de este proyecto tienen como punto de partida una serie de pinturas del artista Enrique Polanco referidos a edificios de la ciudad, más específicamente de Lima antigua, estructuras arrasadas por el tiempo y el abandono son devueltas en sus lienzos como arquitecturas radiantes de color, sitios recuperados quizá por una suerte de nostalgia, espacios sugerentes que parecen invitarnos no sólo a volver a mirarlos sino también a habitarlos.

El proyecto en su inicio pasaba por ampliar estos cuadros en gran formato, poblar la sala de esas imágenes, como una maqueta gigante de cuyas puertas, ventanas y cortinas salían y asomaban los personajes. ¿Con qué historias? ¿Con qué intenciones? Eso sólo se puede saber transitando los lugares, habitándolos. Es aquí donde el actor debe hallar el entrenamiento orientado al proyecto concreto que hacemos, el actor debe encontrar el impulso orgánico que lo active, soltando el cuerpo al espacio como reacción buscando la acción que lo lleve a descubrir ese comportamiento escénico que lo hará moverse con comodidad y sobre todo con verdad en aquello que buscamos.

La obra está llena de claves, según me han dicho quienes han venido a los ensayos. Suponiendo que esto sea de alguna manera cierto, nos interesa especialmente ese otro espectador que no conoce necesariamente ese supuesto código. Si nuestro trabajo se acerca a ser un ejercicio de precisión como aspiramos, diferentes espectadores encontrarán sentido en lo que hacemos. Es por eso que nos esforzamos para que cada vez que estemos en escena sea como la primera vez.