En Gritos y Medidas (2008) la acción tiene lugar en la galería superior del ala sur del Centro Cultural La Merced antiguo Convento de la Merced de Gerona y en ella se aúnan y articulan tiempo-espacio-presencia mediante una estructura perfectamente organizada. El espacio es una franja rectangular y alargada semejante a un gran corredor, con los muros lisos y dos arcos de medio punto en el interior. En cada uno de los extremos del espacio, Correa sitúa una bombilla de cuarenta vatios que conceden al lugar una leve iluminación que contrasta con la atmósfera sombría de la sala. Con este juego de luces, la artista divide el espacio en tres franjas de longitud aproximada y en cada una de ellas coloca un temporizador programado para que se active a los cinco, diez y quince minutos respectivamente. Desde el principio de la galería, Correa comienza a medir el espacio contando en voz alta el número de pasos hasta que, a los cinco minutos, suena el primer temporizador. En este momento se para, emite un grito desgarrador y lo programa de nuevo para que suene a los cinco minutos. Este mismo proceso es repetido con los temporizadores programados a los diez y quince minutos, gritando cada vez que suenan y volviéndolos a programar de forma que la reiteración se extiende durante las dos horas que dura la performance.

La relación con el público está restringida a un único contacto auditivo, de modo que el espectador no interviene ni contempla el desarrollo de la acción sino que la escucha desde otro ámbito espacial. En esta ocasión, esa barrera entre artista y público está enfatizada por los muros del corredor, ya que el espectador convertido ahora en oyente, percibe lo que acontece desde la zona exterior del claustro a través de las ventanas abiertas que comunican el interior de la galería con el jardín del exterior, pero sin presenciar la acción. Por tanto, la presencia de la artista, se transforma en una ausencia con relación al público, utilizando la voz como único elemento de unión entre ambos, artista y espectador.

La configuración del espacio está determinada por el efecto escenográfico que imprime el uso de la luz. La penumbra predominante de la galería es quebrada por dos focos leves que provocan la proyección de las sombras corporales en los muros blancos de la galería. Estas sombras, de tinte expresionista, son un reflejo de su propia presencia que queda duplicada gracias a ellas. Es la artista la única que asiste a su propia presencia de forma que la acción se construye como un proceso de reflexión íntima consigo misma.