«Hace de esto más de veinte mil años y el hecho puede interesar sólo a los que rastrean en el pasado del hombre, a los que cavan esta tierra para encontrar los ídolos y hacerse una historia.
Más abajo, más abajo, leyendo capa a capa, hoja tras hoja, el libro que el tiempo, un testigo perenne y delatado, deja escrito en el gran infolio de la tierra.
La eterna miseria que es el acto de recordar.
El horroroso paseo circular por este sitio, no importa que sea un templo en ruinas, o cráter, una casa o una tumba. Allá, más abajo, más abajo, con el mar picando en sus espaldas, habita La Siempreviva.
Una extraña caravana, no importa que sea una procesión, una conga, un desfile, un entierro, echó a andar con el sonido de la campana. Han descubierto la poderosa realidad de una puerta. La puerta de no partir. No abre ningún camino, tampoco lo cierra. El farolero ilumina paso a paso la calzada, más bien enorme.
Se dirigen a las torres.
Vienen de sitios profundos, sótanos oscuros y húmedos donde se guardan tesoros innombrables. Sus ropas están raídas, despojos de glorias pasadas salvadas de una catástrofe, escorias del huracán. Por una tira de encaje puede reconstruirse una ciudad, por una lentejuela un carnaval.
Son locos, mas no tontos. Cargan la imagen frágil de un sueño olvidado, rescatado de las ruinas de La Memoria. Portan el estandarte de La Felicidad. Y gritan:
¡El Ciervo Encantado ha muerto!
Humo en las torres, humo en las altas torres.
Hay que saltar del lecho con la firme convicción de que tus dientes han crecido, y que tu corazón te saldrá por la boca.
¿El Ciervo Encantado ha muerto? Se preguntan los que hasta ayer se negaron a bailar cuando sonaba la flauta o a llorar cuando se cantaban canciones tristes.
Sí, El Ciervo Encantado ha muerto. Pero eso ocurrió hace más de veinte mil años, por la estulticia de sus cazadores. Su tumba es la isla toda, arado en el mar.
Su cadáver se haya disperso a lo largo y ancho de los 111 111 km2 del territorio nacional.
Habrá que intentar una nueva e incansable cruzada para rescatar su sepulcro del poder de los enemigos de la patria: bachilleres, duques, barberos, canónigos y nuevos culies de pesos convertibles.
El Ciervo Encantado ha muerto, ha escogido su propia muerte, ha soñado la flecha, la espada, el rayo, el trueno cuyo estampido raje de arriba abajo el témpano de los durmientes.
Humo en las torres, humo en las altas torres.
No importan que sean de un ingenio, una catedral, un barco o un crematorio. Hay que saltar del lecho. Hay que arañar.
Ahora no pasa la descripción de un tigre o la armazón de madera de una cabeza de caballo. Es el dios del fuego mismo. ¡Candela!
Vamos a jugar a la verdad.
Las llamas derriban el templo nuevamente. Cae el disfraz, la pasión se devela.
Hace falta habitar una tumba para renacer, para que la reconstrucción sea verdadera.
El trabajo incesante del hombre ha sido desde siempre hacerse una casa, y una casa es también la cultura. Pero son los tiempos del desprecio y las catacumbas. Y cuando la patria está en peligro todo al fuego…
Vivir a la intemperie para sentir la lluvia pura y sufrida en silencio, la misteriosa llovizna tropical.
El Ciervo Encantado ha muerto, y la serpiente Pitón ya no lo engulle, asciende por sus cuernos como el árbol de la Vida.
La extraña caravana se propone una locura, cazar al mágico animal, que se desvanece en el aire triunfador y burlón, como locura fue la de El Apóstol que soñó una isla de poesía. Y gritan:
Dame el yugo oh mi madre, de manera que puesto en él de pie luzca en mi frente mejor la estrella que ilumina y mata.
Y allí donde está el sepulcro, allá está la locura, y de allá volverá a resurgir la estrella refulgente y sonora camino del cielo.
De una muerte hasta otra muerte y me apresto a despertar.
El Ciervo Encantado ha muerto.

«¡Viva El Ciervo!»