¿Cómo destruir un teatro, como construir una casa? Nosotros, juntos. En un gesto que nos acerque a Sísifo, que solo tenga sentido, que renueve su utilidad y no utilidad, en un insistir constante cargado de especulaciones suicidas y fluidos varios. Crear un enlace apasionado de cuerpos que olvidan la casa inscrita en su memoria Y con un “nosotros” que resulta del compartir una actividad exhaustiva, repetida en el tiempo, que genera cansancio… y fluidos, fluidos varios.

Un teatro y una casa. Dos entidades diseñadas para darnos cobijo, almacenar deseos, para hospedar poesías y fracasos… ¿Qué otros espacios pueden emerger de la confrontación de deseos comunes y de la acción de romper-se? ¿Dónde estará entonces el confort, la raíz, la intimidad, el compartir? ¿Y si enraizarse es una actividad tridimensional y en movimiento? ¿Y si familiear es una consecuencia de destruir mobiliario juntos?

¿Y si nuestros fluidos son capaces de unir ladrillos que después serán paredes que después serán habitaciones que después serán edificios que después serán calles que después serán barrios que después serán ciudades que después serán países, continentes, mundos, universos, constelaciones….

Aitana Cordero

La actividad de los intérpretes a lo largo de estas tres horas puede llegar a resultar, como se dice en el texto de presentación, árida, pesada, previsible y extenuante, cuando no angustiosa. La duda sobre si eyaculará o no eyaculará no es la única que asalta a un espectador que termina entrando en un mundo que al comienzo invita casi a abandonarlo. A partir de una enorme cantidad de materiales, en su mayor parte de madera, apilados al fondo del escenario, se despliega un ejercicio incesante de construcción y destrucción de estructuras que harían pensar en pequeños hogares. Vigas, puertas, palets, cajones, plafones, contrachapados, un inodoro y hasta una rueda son algunos de los elementos con los que se componen y descomponen estructuras cada vez más complejas. Desde la primera colocación de objetos por toda la superficie, con un ritmo tranquilo y unas maneras que citan claramente un abecedario coreográfico bien conocido, se pasa a la construcción de volúmenes y desplazamientos de materiales en un juego de aceleraciones y pausas hasta llegar a situaciones cada vez más arriesgadas, como la violenta destrucción de algunas estructuras, la composición en un plano vertical  o el intento de incrustar todos los materiales en una de las salidas laterales de la sala. Las estructuras tienen algo de precario e incluso de peligroso por su inestabilidad, pero también de implacables en su misma precariedad reconstruida una y otra vez. La necesidad de tener que seguir adelante opera como una suerte de imperativo biológico o escénico. Tras la primera hora aproximadamente, en la que la colocación de los materiales por todo el espacio para volver a agruparlos nuevamente en el mismo sitio tiene algo de ejercicio de preparación zen para lo que había de venir después, asistimos a una intensa actividad que termina dando cuerpo, sudor y vida a esta abstracción espacial y física adoptada como punto de partida.

La típica superficie blanca, el cubo blanco dentro de la caja negra, la conquista de la abstracción, el trabajo con el plano, la invención de estructuras y funciones hechas visibles formalmente, son ya parte ya de una historia, ahora toca repensar qué significa moverse y para qué la caja blanca y esos espacios polivalentes que sirvieron para todo hasta quedar convertidos en escaparates culturales. Después de las ideologías, que participaron del mismo proceso de abstracción denunciado por Lefebvre ya en los años 70, toca recuperar formas esenciales de convivencia con las que rehacer las prácticas de lo público y el sentido del trabajo en común. Toca reconstruir la casa y la caja, volúmenes y oscuridades, espesuras y representaciones. Replantear la posibilidad de lo colectivo desde sus formas más básicas, pero desde donde, es ahí donde nos asalta la pregunta: ¿vivir, ocupar o habitar?

Es en este contexto que habitar llega a convertirse en un gesto de disidencia, un arma política o un ejercicio crítico puesto en práctica de forma colectiva, una suerte de utopía con la que sueñan promotores inmobiliarios y directores de centros culturales. ¿Pero qué significa habitar? En la tríada vivir-ocupar-habitar, los dos primeros se situarían en los extremos más visibles (y por ello más rentables) del vivir como acción física llevada al límite o de la ocupación como gesto político, que también vende mucho. Naturaleza en bruto y política son dos grandes caras del espectáculo contemporáneo. Entre un extremo y otro estaría el difuso y amplísimo espacio intermedio del habitar, en el que se han cebado arquitectos, interioristas, promotores urbanos, diseñadores y multinacionales del mueble y la decoración que nos diseñan la vida cotidiana. Lo aparentemente menos marcado, como el habitar, un estado teñido por un cierto grado de dispersión y fragilidad, se convierte en una actividad incierta por su incapacidad para imponerse en su misma inmanencia. Queda así en un lugar de nadie que todos tratan de administrar. Habitar supone la creación de un medio sensible donde dejar de hacer lo que habitualmente se hace, lo que demanda una esfera pública hoy ya identificada totalmente con el ámbito del trabajo. Habitar es un dejar de trabajar, pensar, calcular, comportarse y representarse, para pasar a trabajar, pensar, calcular, comportarse y representarse de otro modo. Es un modo de estar dejando de estar, una forma de despreocupación y juego, una necesidad y un placer, un modo vital que convertido en una situación artística o política insiste en una relación disfuncional con el entorno.

La casa de Aitana Cordero y su equipo tiene algo de estética de ocupación justamente por esta disfuncionalidad, aunque en este caso la disfuncionalidad se termine imponiendo por su misma funcionalidad. En algún momento nos vino a la cabeza aquella otra casa, de la fuerza, con la que Angélica Liddell justo hace diez años ya no pudo repetir en el CDN, aunque sí fue aquí donde presentó su trabajo anterior, Perro muerto en tintorería: los fuertes, una tintorería que también se vivía, se ocupaba e incluso se llegaba a habitar en ciertos momentos de dispersión que se permitían sus habitantes, que tenían también mucho de supervivientes. La nueva casa del CDN podría entenderse como una nueva casa de la fuera por la insistencia en la vida en crudo. Ambas tienen algo de ocupación, una actividad espacial que se genera desde dentro pero se dirige hacia ese afuera, a un más allá de la obra o la institución. Las comparaciones, sin embargo, se acaban ahí. El mundo sin palabras de esta nueva casa, sus movimientos coreografiados por el trabajo en grupo y su funcionalidad estructural van por otro lado. El espacio oscuro, frío e inhóspito de la caja desnuda del Valle-Inclán es el horizonte de partida de una aventura colectiva e impersonal. Esta maquinaria había de tener algo de imponente y desbordante para ponerse a la altura del lugar donde se encontraba, un lugar ciertamente con muchos límites. Demasiado trabajo por hacer en dos periodos de ensayo que no sumaron mucho más de un mes; los intérpretes no se dan mucho tiempo para habitar esas frágiles estructuras que construyen y destruyen sin cesar. Hay unos momentos transitorios de descanso y cuidado entre ellos, momentos de acompañamiento y contemplación de sus preciosos hogares, que sin embargo parecen funcionar como una pasajera ilustración de lo que podría haber sido y no fue, de la función que estos podrían haber tenido, porque su verdadera función no es finalmente ser habitados, y en esto consiste la dureza de la pieza. Tampoco es la función del teatro que los alberga el ser habitado, aunque este discurso se haya impuesto como el ideal de cualquier espacio público. ¿De verdad queremos que los espacios se habiten? Por el momento como de hecho funcionan es como espacios de trabajo, esta es la razón que mantiene unas maquinarias como la construida en la obra, cuyos hogares son la excusa para un ejercicio de convivencia y creación de un espacio común enfrentado con sus propios límites artísticos y humanos. Incluso la dimensión física, el cansancio, la resistencia, el sudor y las masturbaciones, parecen las secreciones inevitables para poder seguir atendiendo a este destino económico, escénico y biológico al mismo tiempo. Sin embargo, es la intensidad del mecanismo lo que le termina dando al trabajo, en el sentido literal del término, una verdad. La obra, como las energías que la sostienen, se hace necesaria, aunque no sepamos todavía para qué. La compleja abstracción en que la danza moderna convirtió el movimiento se reconfigura a una escala (in)humana. Una sensación de precariedad, fragilidad e incluso primitivismo contrasta con la potencia de una estructura formal que apenas se permite ciertas fisuras, momentos intermedios como los que se abren cuando la directora entra en escena para acompañar a los intérpretes, recoger los restos de maderas rotas o la secreción de fluidos, o esos otros en los que  los intérpretes se cuidan, se hacen un gesto o se juntan para sentirse como grupo y recuperar fuerzas.

 

Óscar Cornago, «Vivir, habitar, ocupar»