En el Galeón no va a aparecer ese teatro que estamos esperando.  Héctor Bourges 

De ser ciertos los más recientes datos de la prensa, en el sexenio pasado  desaparecieron más de 25 mil personas. He aquí el tono del gobierno  calderonista. Pero en los intersticios de las cifras, las complicidades estatales y  los horrores cotidianos los paisanos hemos respirado, hemos soñado y hemos  tejido y destejido amores y resentimientos. La vida ha seguido. Y aunque la vida  no puede expresarse en estadísticas quizá pueda condensarse en microdosis de  deseo. Y he aquí que en el teatro El Galeón se encontraban sobre el piso los  números del diario La Jornada desde el 1 de diciembre del 2006. En la periferia  se hallaban unas mesas donde podían consultarse. Otra más disponía papel  albanene y pinturas para calcar imágenes del diario o, simplemente, imprimir un  comentario. En otro extremo del escenario, una consola funcionaba como  pequeña estación de radio donde se programaban y recibían testimonios del  paisanaje acerca de sus experiencias de vida sexenal. El espacio estuvo abierto  desde el 8 de octubre hasta el 9 de noviembre de lunes a viernes.  De manera que mientras se recorría este “teatro de la memoria” y se  escuchaban los testimonios que contrapunteaban las noticias, también se  encontraban disponibles micrófonos para que los ciudadanos presentes  intervinieran en la charla. Uno se enteró así de un buen hombre que lidia con las  adicciones de su hija, de una chica con avatares en el inicio de la vida  profesional o de un joven que ahí mismo se enteró de que el sueño recurrente  en el que veía cómo mataban a su tío no era un sueño sino un recuerdo  reprimido por la familia. Por si fuera poco, se tenía además un circuito cerrado  en el que se apreciaban las obras del monumento calderonista en el Campo  Marte. Monumento allá, memorial acá.  Lo que viene generó un archivo de afectos apuntando hacia el futuro, lo que  continúa entrañablemente la línea de marcación personal que Teatro Ojo (Héctor  Bourges, Karla Rodríguez, Laura Furlan, y otros) ha dedicado al Estado fallido y  reivindica el poder de la escena como ágora, como espacio de expresión de los  cuerpos en presencia, pero que también se pregunta – a la manera en que lo  hicieron las comisiones de cultura de los Indignados- por la responsabilidad de  los artistas que producen su obra con recursos que provienen de los impuestos  de todos.

(Texto de Rubén Ortiz)