Gómez intentó avanzar en la comprensión de esta dramaturgia caótica en su siguiente espectáculo, Tómbola Lear, una interpretación de Shakespeare nuevamente apoyada en la versión de Rodrigo García. El autor proponía una relectura de Lear centrándose en el núcleo esencial de la acción: la relación del rey con sus tres hijas y con el bufón. Pero en la versión de Legaleón-L’Alakrán, Lear aparecía como un feriante, y el objeto de la codicia de las hijas, las «chicas malas» (que actuaban como siamesas), era una tómbola. La barraca-tómbola, símbolo del poder, condicionaba el espacio tanto como el registro interpretativo y permitía el desarrollo de secuencias pseudocircenses en las que se rifaba diversos objetos enmarcados, entre ellos, los grabados de Francisco de Goya.

Toda la pieza estaba dominada por el humor, un humor ennegrecido por las referencias a Goya y a la tragedia de Lear, pero un humor que nunca llegaba a ser negro, perverso ni mucho menos cónico. Las tragedias del pasado quedaban suavizadas por la ironóa, por las constantes asociaciones que remitían a la cultura popular o al mundo televisivo, donde las muertes no son realmente muertes ni los hombres realmente hombres. Para compensar esa dosis de ficción, la interpretación de los actores estaba nuevamente marcada por la frontalidad hacia el público y la fisicalidad en sus relaciones. La violencia, no encarnizada, pero violencia al fin y al cabo, contrastaba con el esfuerzo de cada uno de los personajes-personas por relacionarse directamente con el público y transmitirles su autenticidad. El resultado era un extrañamiento, que derivaba de la continua alternancia de humanidad y objetualidad de los personajes, coherente con el extrañamiento de la acción escénica, fruto de la superposición de los diversos referentes artístico-literarios (Shakespeare, Goya, Rodrigo García) con el mundo inmediato de los actores.