En este texto me propongo discutir una cita muy interesante de Benjamin, extraída de su ensayo “Historia y coleccionismo: Eduard Fuchs”.

La historia de la cultura representa sólo aparentemente un avance de la comprensión […]. Desde luego que aumenta el peso de los tesoros amontonados en las espaldas de la humanidad. pero no le da a ésta fuerzas para sacudirlos y tenerlos de este modo en las manos (1937, 102).

Estoy particularmente interesada en una cuestión que surge de esta cita: la idea de trabajar con la historia, en lugar de colocar los documentos históricos detrás de una vitrina como si todo estuviera ya hecho y cerrado. La premisa principal es que el pasado no está cerrado. Que “los tesoros acumulados en las espaldas de la humanidad”, los documentos de cultura son sobre todo una carga que la humanidad tiene que soportar si continuamos entendiendo los documentos históricos en el sentido foucaultiano de “monumentos”. La vía de escape que Benjamin propone es la de sacudírselos de las espaldas y tomarlos en las manos. Este texto se centra en la interpretación de esta frase, que contiene una imagen muy clara y poderosa que resulta de gran ayuda para entender ciertas prácticas performativas actuales que tratan con materiales históricos. Para el análisis de esta frase me basaré en las interpretaciones de Agamben de la filosofía de Benjamin.

Como el filósofo italiano comenta, el concepto de Benjamin de un pasado redimido se ha interpretado repetidamente como la recuperación de herencias o tradiciones alternativas y olvidadas para ser insertadas en la historia. Esto significaría la restitución de un pasado olvidado dentro de la praxis dominante de escritura histórica. Pero, como Agamben señala, esta operación también implica que la tradición de ese “pasado oprimido” (recordemos que su vocación era eminentemente política), de este arte descuidado y desacreditado que hasta un determinado momento había sido invisible en el discurso histórico, es completamente equivalente, tanto en sus metas como en sus estructuras, a la tradición del pasado dominante, de aquéllos que han escrito la historia. La única diferencia residiría en los contenidos de esta historia, pero en manera alguna afectaría a su estructura general o a la forma en la que se escribe.

Continúo con otra cita de Benjamin en la que se refiere a este pasado redimido:

“Con respecto a qué algo del pasado puede ser salvado? No tanto con respecto al descrédito o al desprecio en el cual se lo tiene, como sobre todo con respecto a un determinado modo de su tradición. El modo en el cual se lo estima como „herencia‟ es más funesto que su eventual desaparición”. (Agamben 1999, 238).

La propuesta de Benjamin es muy radical. Y todavía es válida, especialmente como una herramienta para pensar acerca de ciertas prácticas performativas contemporáneas que tratan con materiales del pasado tales como piezas de Janez Janša, Boris Charmatz, Martin Nachbar, Saša Asentić y Ana Vujanović, por nombrar sólo unos pocos. Ninguna de estas prácticas se limita a reinsertar un pasado más o menos olvidado dentro de una historia ya escrita, para completarla, sino que sobre todo cuestionan los métodos historiográficos que han creado la historia que conocemos. El pasado en estos trabajos no se recupera de su abandono o de su descrédito, sino de una cierta forma de tradición, transmisión y escritura. Esta operación es equivalente a reinventar la tradición y, junto con ello, a crear otras formas de escribir historia: no guardando una distancia objetiva y siguiendo procedimientos tradicionales de escritura académica, sino en la escena, desde y por medio del propio cuerpo. El pasado no es por lo tanto una herencia colocada detrás de una vitrina y protegida del paso del tiempo por ella, sino un material que se saca de ella y se apropia.

Esta sería una interpretación de la expresión “sacudirse la historia de la cultura de las espaldas”, la primera parte de esta imagen poderosa que Benjamin creó; la segunda parte, “tomarla en las manos”, la entiendo como mirar la historia recibida a la luz del tiempo actual: esto es, descubrir el potencial escondido en ella, actualizarla como un pasado que todavía puede hablar, como una lengua viva que no ha dicho todavía todo lo que tenía que decir, utilizando una expresión de Agamben. La danza que estos artistas recuperan no representa una lengua muerta, sino material que todavía puede transmitir algo, materiales con posibilidades de cambiar nuestro presente. Se trata de entender el pasado no como algo cerrado y por lo tanto prescriptivo, sino como algo que ayuda a entender el presente y a proyectar posibles futuros.

Pero miremos esto a la luz de una práctica concreta: 50 years of dance (2009) de Boris Charmatz, una pieza en la que el coreógrafo francés retoma la obra de Merce Cunningham en su totalidad: en vez de centrarse en re-escenificar una pieza concreta, eligió un procedimiento particular: tomar como punto de partida el libro Merce Cunningham: fifty years de David Vaughan, que documenta fotográficamente el trabajo de Cunnigham desde el año 1944 hasta el 1994. Charmatz desarrolló para este proyecto un dispositivo particular: el libro estaba físicamente delante de la primera fila de asientos, sólo parcialmente visible desde la platea. Una persona va pasando las hojas una por una, mientras que en el escenario un grupo de bailarines reproduce esas fotografías saltando de imagen a imagen. Como espectador, uno compara constantemente las imágenes estáticas de las fotos -que captan momentos de gran intensidad o virtuosismo, como era usual en las fotografías de danza- con el movimiento en escena. La mirada del espectador está distribuida entre el original y la reproducción siempre defectuosa e incorrecta de la actualización de esas fotografías. Esto genera una danza extraña, interrumpida y fragmentada que se organiza en torno a estas imágenes incompletas y dispersas.

Surgen una serie de cuestiones respecto a esta pieza que nos podrían ayudar a clarificar el rol del coreógrafo como historiador: esta idea de Charmatz de sacudirse de encima el trabajo de

Cunningham y de tomarlo en las manos. Una figura relevante para entender al coreógrafo en este sentido podría ser el bricoleur, tal y como lo definió Lévi-Strauss (1962, 36-46).1 En lugar de crear un sistema de cero, partiendo de materias primas e instrumentos concebidos a la medida de su proyecto, el bricoleur tiene que organizar su trabajo en torno a una serie de materiales heterogéneos. La regla es “arreglárselas con lo que hay”, esto es, un conjunto finito de documentos: materiales y experiencias incompletos y usadas, restos. Así, la mirada o el cuestionamiento del coreógrafo-historiador no se dirige al mundo, sino a una parte concreta de la cultura.

Estos documentos, los materiales del bricoleur, son elementos que se pueden definir por un doble criterio, según Lévi-Strauss: han sido útiles como palabras de un discurso previo que hoy se desmonta. Y pueden todavía ser útiles como elementos en una composición que sigue una gramática diferente. Refiriéndonos al caso concreto de Charmatz: toma fragmentos de las obras de Cunningham. En lugar de ser fiel a ciertos principios compositivos basados en el azar o a una cierta abstracción del movimiento por ejemplo, recompone esos restos fotográficos dentro de una lógica nueva y mucho más lúdica: una que sigue parámetros de composición basados en la analogía entre imagen y movimiento y en la imaginación del espectador con la tarea de rellenar los que ocurre entre fotografía y fotografía.

Esta doble definición de los materiales históricos puede sonar como algo evidente, pero sus consecuencias no: el hecho de trabajar con materiales que ya han tenido una función y un significado que se ha fijado a lo largo de la tradición implica algo fundamental en la poética del bricolaje: el coreógrafo-bricoleur no sólo habla de las cosas, sino también y sobre todo, a través de ellas, por medio de ellas. Esto es particularmente significativo si consideramos que esos materiales no son objetos, sino movimientos que tienen que ser incorporados. Y aquí residiría una diferencia fundamental entre el historiador y el coreógrafo-bricoleur: el primero organiza un esquema o un diagrama con las cosas como objetos, mientras que el segundo estructura un sistema por medio de ellas no sólo como objetos (de estudio), sino también y sobre todo considerándolas medio y material, y con ello, dejando que su discurso se vea contaminado e influido por ellas. Ésta es la forma en la que crean un segundo discurso: uno que podría ser reificante y mistificador en el caso de que el bricoleur intente que los materiales sigan diciendo lo que ya se supone que han dicho a lo largo de su tradición, si pretende respetar esta verdad que ha sido establecido que portan. Pero si en cambio en coreógrafo asume su condición de bricoleur y trabaja conscientemente con ello, tomando en cuenta la nueva situación de los materiales en el nuevo contexto de producción artístico e histórico, quizá podamos encontrar el potencial destructivo y redentor del que hablaba Benjamin. El pasado no se entiende como una verdad o una autenticidad que uno debe respetar, sino como materiales que, una vez más, no han dicho todo lo que tenían que decir, como materiales que sugieren un nuevo discurso en el contexto y en el nuevo orden en el que ahora está dispuestos.

¿Sobré qué hablan los materiales coreográficos en el contexto de la danza hoy en día? En muchos casos, hablan sobre problemas y perplejidades que los coreógrafos encuentran en su práctica, como por ejemplo hallar maneras performativas y coreográficas de escribir historia y de tratar con ella. Una de las preocupaciones fundamentales en la danza que trata con materiales históricos, tal y como yo la entiendo, es la idea de trabajar con el cuerpo como documento. Si los documentos son la existencia física de la historia, un medio para ponernos en contacto con la historicidad o incluso para evocar un momento pasado, el cuerpo como documento es el acontecimiento histórico encarnado, hecho cuerpo. En la pieza de Charmatz se pueden encontrar dos órdenes de documentos: las fotografías del libro y los bailarines, entendidos como una especie de memoria viva del sistema de movimiento de Cunningham, ya que todos ellos era ex-bailarines de la Merce Cunningham Dance Company. Estos cuerpos son documentos de una experiencia coreográfica que de alguna manera se intenta actualizar. La cuestión interesante radica en que, a diferencia de los documentos-objeto, estos documentos-cuerpo no operan como garantes de una supuesta autenticidad de la reconstrucción o de la correcta ejecución del movimiento: estos bailarines tienen diferentes edades y algunos de ellos no han bailado Cunningham en los últimos años, una técnica muy exigente. Algunos de ellos son cuerpos que no son capaces ya de ejecutar con precisión los movimientos, de manera que son, por así decirlo, documentos caducados, sujetos al olvido, a las distorsiones de la memoria y a la vejez. Por otro lado y volviendo a las fotografías: lo que estos cuerpos-documento reconstruyen no es un pieza, sino movimientos que parten de imágenes estáticas: generan un subproducto en la traducción de un medio a otro: de la danza a las imágenes estáticas y de ellas, por medio de una reinterpretación nueva, llegamos otra vez al movimiento.

El otro aspecto relevante que me gustaría mencionar de este procedimiento coreográfico se basa en la decisión de Charmatz de poner en escena lo que de hecho constituye un método usual en las reconstrucciones de danza, uno que se suele llevar a cabo exclusivamente en el estudio: partir de materiales fotográficos para reconstruir una pieza, de forma que los momentos y entre una foto y la siguiente, los abismos entre una pose y otra se completan -en gran medida- con imaginación e intuición. Al poner en escena este método se expone de una manera lúdica las grandes dosis de imaginación y subjetividad que son necesarias en los procesos de reconstrucción; aunque pienso que ésta no era una de las metas de la pieza de Charmatz; yo diría que su propósito era uno más lúdico y divertido: ver a Cunningham finalmente desposeído de su seriedad e insertado en otra lógica: la de la oportunidad y el fracaso. No obstante, esta pieza permite una reflexión sobre las dificultades asociadas al cuerpo como documento histórico de movimiento y sobre los problemas ligados a la reconstrucción partiendo de las imágenes estáticas. Se trata de un procedimiento que, en determinadas circunstancias, podría ser llamado anti-mistificador y en el que se podría reconocer un cierto potencial destructivo (en el sentido de Benjamin) de un pasado reinterpretado.

Volviendo a la cita de Benjamin, podríamos decir que lo que este tipo de reconstrucciones proponen es considerar la tradición como un pasado vivo, exactamente lo opuesto a una historia terminada

hegeliana. El pasado con el que estas prácticas trabajan no se considera algo que haya abolido su relación con el presente y el futuro, un discurso agotado que se trata como algo fijo, hecho y cerrado. La única actividad posible con este tipo de pasado sería cerrarlo de una vez por todas y la única forma de tratar con él sería la de la fidelidad máxima al sentido y a la función que se hayan sedimentado a lo largo de su historia. En lugar de ello, la práctica de apropiación de este coreógrafo-bricoleur redime el pasado con el que trabaja extrayéndolo de su contexto y de esta forma destruyéndolo para permitir que continúe hablando. Se trata verdaderamente de destruirlo y no de tratar de re-integrarlo en el lugar en el que la historia ha determinado que pertenece; no se trata de devolverlo a su origen entendido como una posición real y eterna, como Benjamin podría haber dicho. Una vez más, redimir un pasado no es reinstaurarlo en su dignidad para transmitirlo a futuras generaciones. Sobre todo, porque esos conceptos de autenticidad y dignidad están asociados a una idea particular de la verdad: una que se debe vigilar, proteger, preservar y transmitir. La idea de Benjamin de fidelidad a la historia se opone totalmente a ella: no significa reconocer una verdad concreta, sino tratar de mantener una apertura hacia ella, lo que de hecho significa una crítica constante al pasado y a la forma en la que nos ha sido transmitido. La verdad no es algo a lo que ser fiel, sino sobre todo una apertura histórico-temporal, una memoria abierta al desarrollo histórico y al cambio. El trabajo histórico relevante no es entonces tanto la preservación de la herencia entendida como canon, sino como materiales con los que expresar el presente, como un lenguaje que todavía puede hablar, una cultura viva que no se ha cumplido todavía y que usamos para relacionarnos críticamente con el presente.

Como Nachbar, Charmatz, Vujanović, Asentić y otros artistas han demostrado, la recuperación del pasado no puede por tanto corresponderse con la actividad de colocarlo detrás de una vitrina. Estas piezas asumen el rol de la cultura y la investigación, pero no tal como se comprende tradicionalmente: los artistas que desarrollan estas metodologías creativas de investigación histórica e historiográfica asumen el rol del historiador, sí, pero transformándolo: se apropian de los materiales históricos y crean nuevas narrativas en las que exponen una serie de problemas de la danza relacionados con la memoria. Usando el cuerpo, consiguen cuestionar este sistema y junto con ello, las políticas dominantes de investigación histórica. Al mismo tiempo consiguen superar los límites disciplinares y permitir un acceso al discurso a áreas que hasta ese momento no habían disfrutado del derecho de formar parte de él. En este caso, cuando estas prácticas se toman en serio y se reconocen como investigación, las falsas jerarquías que mantienen separadas una variedad de acercamientos al conocimiento se pueden abolir; se trata de prácticas que nos pueden ayudar a deshacernos de la esquizofrenia de la cultura occidental que tanto preocupaba a Aby Warburg. Me gustaría terminar con una cita de Agamben sobre la ciencia sin nombre de Warburg Mnemosyne, en la que el filósofo italiano aboga por una asociación de la palabra que recuerda (historia) y la palabra que canta (arte) y que en este caso particular podríamos entender como la palabra que baila (danza).

Quizá la fractura que divide, en nuestra cultura, poesía y filosofía, arte y ciencia, la palabra que „canta‟ y la que „recuerda„, no es sino un aspecto de aquella esquizofrenia de la civilización occidental que Warburg reconoció en la polaridad de la ninfa extática y el melancólico dios fluvial. Seremos

realmente fieles a la enseñanza de Warburg si sabemos ver en el gesto danzante de la ninfa la mirada contemplativa del dios y si alcanzamos a entender que la palabra que canta también recuerda y la que recuerda, también canta (1999, 149).

Berlín, Abril 2011

Notas

  1. Benjamin también propuso muchas otras figuras, como por ejemplo el coleccionista, pero a mí me interesa particularmente la del bricoleur, ya que está vinculado a otras formas de racionalidad y de pensamiento (el pensamiento salvaje) dentro de las jerarquías existentes de conocimeinto. Y considero esta dimensión epistemológica especialmente relevante en el contexto de la práctica artística como investigación, que es uno de los temas principales de este artículo.

Bibliografía

Agamben, Giorgio (1999) La potencia del pensamiento, Barcelona: Anagrama, 2008.

Benjamin, Walter (1937), “Historia y coleccionismo: Eduard Fuchs”, en Discursos interrumpidos, Taurus: Madrid, 1982.

Lévi-Strauss, Claude (1962), El pensamiento salvaje, México: Fondo de Cultura Económica, 2009.