La vigencia de las artes escénicas en cuanto medio tiene que ver con su resistencia a la fijación de la representación. A diferencia de lo que ocurre con la literatura y el cine, las prácticas escénicas no pueden ser convertidas en textos cerrados. De ahí la imposibilidad de documentarlas. De ahí la frustración de la semiótica en su aproximación a lo escénico. De ahí también el interés de su estudio para abordar nuevos fenómenos de comunicación y creación derivados de la red y la implementación de las tecnologías digitales en el ámbito artístico. Al hablar de dramaturgia y no de texto podemos pensar en un espacio intermedio entre los tres factores que componen el fenómeno escénico: el teatro, la actuación y el drama. El teatro es el lugar del espectador (espacio social o de representación); la actuación («performance»), el lugar de los actores (espacio expresivo o de dinamización); el drama es el lugar de la acción, codificable o no en un texto (espacio formal o de construcción). Y podríamos entonces descubrir cómo en distintas épocas y en diferentes contextos, desde cada uno de esos lugares se ha sometido a crítica y transformación a los otros. Podríamos entender también que la dramaturgia ocupa un lugar entre esos tres factores, o más bien ningún lugar. Es un espacio de mediación. Esto es dramaturgia: una interrogación sobre la relación entre lo teatral (el espectáculo / el público), la actuación (que implica al actor y al espectador en cuanto individuos) y el drama (es decir, la acción que construye el discurso). Una interrogación que se resuelve momentáneamente en una composición efímera, que no se puede fijar en un texto: la dramaturgia está más allá o más acá del texto, se resuelve siempre en el encuentro inestable de los elementos que componen la experiencia escénica. Al definir dramaturgia de esta manera podría parecer que estamos reinventando algo muy antiguo. Y en cierto modo así es. Pero las redefiniciones tienen también la función de abrir nuevos espacios para la acción y la reflexión sin por ello prescindir de una densa red de memorias y mediaciones. Teatro en el campo expandido Desde finales del XVIII hasta principios del XX, la historia del teatro occidental se escribió ligada a la historia de la literatura dramática, incluso quedó en muchos casos oculta bajo la historia de ésta. La invención del «arte del teatro» y el «arte de la danza», en los primeros años del siglo pasado, inició un nuevo período en el que en paralelo a la introducción del concepto de autonomía en la pintura, la literatura o la música (que en muchos casos derivó en abstracción), el teatro se definió como arte autónomo respecto al drama literario y la danza como arte autónoma respecto a la música.

Comenzaron a funcionar entonces nuevos conceptos de dramaturgia entendidos como partituras, libretos, guiones, composiciones, narraciones, etc. Sin embargo, al mismo tiempo que se afirmaba la autonomía desde el punto de vista del lenguaje, una fuerte tensión heterónoma atravesó diversas propuestas artísticas de vanguardia en busca de una renovada eficacia política, social o religiosa del arte. Esta tensión provocó en algunos casos el abandono del edificio del teatro, pero también de la institución «teatro», para buscar nuevo alojamiento en circos, iglesias, cabarets, escenarios deportivos, antiguas ruinas, o bien en la radio, en el cine o en los museos. Aunque la propuesta más radical fue ya no la de sacar el teatro a la calle, sino de buscar en la calle el teatro. Algunas de las propuestas más decisivas para la historia de la escena contemporánea derivan de las búsquedas que en este sentido plantearon creadores tan distintos como Bertolt Brecht y Antonin Artaud. El primero encontró en la escena callejera un modelo para su teatro épico. El segundo, en la redada policial, un modelo para su teatro de la crueldad. Es cierto que ambos salieron del teatro para regresar a él, pero el veneno ya estaba inoculado. Y algunas décadas más tarde, algunos creadores en la época del teatro radical sacaron todas las consecuencias de ese «salir a la calle» de aquellos revolucionarios. Este salir a la calle de los creadores coincidió con el descubrimiento de sociólogos y antropólogos de los espacios sociales como teatros. En La presentación de la persona en la vida cotidiana (1959), Erving Goffman analizaba el comportamiento social de los individuos entendido como «actuación » y el de los grupos como una actuación sometida a ciertos acuerdos implícitos. Por «actuación» (performance), Goffman entendía «la actividad total de un participante dado en una ocasión dada que sirve para influir de algún modo sobre los otros participantes» (Goffman, 1959: 27). De modo que en nuestra vida cotidiana nos vemos enfrentados a la aceptación de dramaturgias preestablecidas o bien a la toma constante de decisiones dramatúrgicas. Si la sociedad es un teatro y los ciudadanos comienzan a ser conscientes del simulacro, si ellos mismos ya se sienten actores e integrados en diversos dramas sociales que se cruzan y se entretejen, ¿qué sentido tiene duplicar en el ámbito artístico esa misma estructura? Víctor Turner, por su parte, convirtió la «actuación cultural» (cultural performance) en sus distintas modalidades (ritual, teatro, danza, televisión, etc.) en un lugar privilegiado para el estudio de los cambios sociales. Entendiendo que en la actuación cultural la relación entre estructura y transformación presente en cualquier organización social humana adquiere una visibilidad especial; no sólo eso, sino que en muchos casos, la actuación cultural es el espacio cerrado en que el cambio social se visibiliza o escenifica.

Las propuestas de Goffman y Turner actualizaban en cierto modo las de Artaud y Brecht en sus respectivas escenas de calle. Y en efecto, al mismo tiempo que la antropología descubría la dimensión dramática de la vida social, numerosos creadores se lanzaron a prácticas escénicas no dramáticas, en forma de eventos efímeros, happenings, teatro de situaciones, teatro de vivencias, artes del cuerpo, guiados por la constatación de que todos somos actores y por la utopía de que todos podemos dejar de representar nuestro papel para ser artistas. Este nuevo horizonte abrió el camino para distintas formas de teatro social, teatro de intervención, teatro documental, pero también a prácticas de filiación dancística o teatral que se proponían en un contexto o en una estrategia con objetivos políticos, sociales, medioambientales, etc. ¿Quiere esto decir que el teatro estaba determinado a salir a la calle, es decir, al espacio social para no regresar más? ¿O bien es posible seguir pensando en una función mimética del teatro? De hecho, muchos artistas han optado por recuperar esta vía (la vía mimética) y reproducir sobre el escenario la compleja trama de relaciones entre lo individual y lo colectivo, entre ficción (drama) y realidad (historia), cuestionando en el interior del teatro el artificio de una representación que no está primariamente en el teatro, sino fuera de él. Al hacer esto, el teatro se hace cómplice de la reflexión de algunos arquitectos sobre el concepto contemporáneo de casa. En efecto, para muchos, la perfección teatral está asociada al teatro naturalista, que se basaba en la reproducción en escena del espacio doméstico (habitualmente burgués, aunque también proletario e incluso marginal en la obra de algunos dramaturgos). Las vanguardias escénicas rompieron la casa burguesa y Brecht concibió buena parte de su teoría a partir de la idea del abandono de la casa, de la puesta en movimiento de la casa, de la ciudad como única casa. Si quisiéramos volver a esa época dorada (aunque también agónica) del teatro dramático, ¿qué casa nos encontraríamos?

En «Paisaje arquitectónico de una ciudad envuelta en una película de plástico transparente», Toyo Ito reflexionaba sobre las consecuencias de la multifacetación de la ciudad como lugar físico pero también como fenómeno. En lo que Ito llamaba la «ciudad como fenómeno», los seres humanos mantienen relaciones virtuales en espacios pasajeros, espacios caracterizados por la neutralidad, la fluidez, la transparencia. La casa, en cambio, sigue siendo concebida como un espacio de fijación. La casa tiende a reproducir en su estructura la de las relaciones de una familia modelo, articulada en torno al salón-comedor (espacio público), al que confluyen los dormitorios y al que sirven la cocina y otras dependencias. Pero la familia contemporánea, que habita ya no la ciudad física, sino la «ciudad fenómeno », no se adecua a esa estructura: cada uno de los miembros de la familia, en lugar de estar relacionados entre sí, tienen extendidas hacia la sociedad distintas redes en múltiples capas, por medio de los media. […] Los individuos se unen entre sí por medio de innumerables redes ramificadas. El individuo se dirige de una forma directa y completa hacia la sociedad, en tanto que hacia la familia lo hace de una forma secundaria. Hay un gran desfase entre la disposición del espacio residencial convencional y la realidad actual. Podría decirse que el esquema de la vivienda en la que cada dormitorio se pusiera en contacto directo con la sociedad y en la que la sala de estar y el comedor estuviera en el trasfondo como un espacio arbitrario, estará mucho más cerca de la vida real. Cafeterías, bares y restaurantes que sustituyen al cuarto de estar y al comedor, «convenient stores» que funcionan 24 horas al día y que vienen a ser como un gran frigorífico, las boutiques que sustituyen al armario ropero, los gimnasios que sustituyen a un inmenso jardín, los establecimientos en cadena de comida rápida y lunch box, como alternativas de la cocina, etc., etc. (Ito, 2000:121-122). La desintegración de la casa familiar, la multiplicación de los modelos de familia y de casa, las complejas relaciones entre lo público y lo privado que las comunicaciones virtuales (en cuanto expansión de las comunicaciones urbanas) producen, nos llevan a considerar nuevas posibilidades dramatúrgicas. Si la casa burguesa engendró el drama burgués, ¿qué dramaturgias genera la ciudad fenómeno y la casa abierta o expandida? Teatralidad y performatividad Toyo Ito, a quien el teatro, y especialmente el teatro Nô sirve en muchas ocasiones de inspiración o punto de partida para la formulación sobre sus ideas arquitectónicas, insiste en la idea de fluidez y de metamorfosis como conceptos clave de su proyecto arquitectónico. La fijación propia de la arquitectura estaría en conflicto con la fluidez propia de los modos de comunicación y experiencia de la sociedad contemporánea. Y en esto la arquitectura encuentra el mismo problema que la institución teatral. El teatro, en cuanto institución, fija unos límites espacio-temporales, pero también asume una convención social estática, contraria a la fluidez que le permitiría presentarse como un medio adecuado para la experiencia estética contemporánea. No deja de resultar interesante que los primeros artistas que iniciaron ese tipo de prácticas que luego se llamarían arte de acción, «live art» o «performance art» concibieran su propuesta como una aproximación al teatro, y que incluso algunos de ellos, como el propio John Cage, hablaran explícitamente de «teatro». Ocurre lo mismo en el caso de los antropólogos en los que luego se basarían autores como Richard Schechner para fundamentar los «Performance Studies ».

En realidad, a Erving Goffman y Víctor Turner les interesaban las actuaciones sociales, a las que en muchas ocasiones denominaban «dramas sociales». Lo interesante es que Víctor Turner reconocía en esos dramas no un espacio de fijación, sino más bien un espacio de cambio, y se mostraba muy crítico con quienes desde una mentalidad occidental racionalista contemplaban los rituales como instituciones de fijación. Al contrario, para él lo más interesante del drama social es lo que denominó la fase de umbral o de limen, esa dimensión liminal de las actuaciones sociales donde se producía precisamente la desestabilización, la metamorfosis o como diría más tarde Toyo Ito, la fluidez. De lo que se trataría entonces es de extraer lo liminal del cierre ritual, en un movimiento paralelo al que llevó a Artaud y Brecht a sacar el teatro a la calle. La teórica alemana Fischer- Lichte recurriría igualmente al concepto de umbral para argumentar los fundamentos de su Estética de lo performativo 1 (Fischer-Lichte, 2004: 305ss). De modo que lo liminal podría ser considerado como una de las claves rizomáticas para la definición de un paradigma performativo diferente al paradigma teatral (que aún seguía utilizando Goffman en sus investigaciones sobre la dramaturgia social).

En la introducción a su último libro The anthropology of performance (1987) Turner constataba:

En la antropología se ha producido un notable cambio de énfasis teórico en los últimos años: de la estructura al proceso, de la competencia a la actuación, de la lógica de sistemas culturales y sociales a la dialéctica de procesos socioculturales. Tenemos que pensar en cambiar campos sociosimbólicos más que estructuras estables. (Turner, 1987: 21).

Este cambio de énfasis podría visualizarse, tanto en el ámbito social como en el ámbito escénico, como un tránsito de lo teatral a lo performativo. Cuando hablamos de teatralidad vs. perfomatividad no estamos contraponiendo teatro dramático a arte de acción, contraposición estéril, sino dos paradigmas de comprensión, de comportamiento y de actuación social que se pueden manifestar tanto en el medio escénico, como en el de las artes visuales, el cine, la arquitectura o en general los modos de comunicación y socialización. La teatralidad se caracteriza por una acentuación de la observación, de la consciencia de la observación, y por tanto de la representación y su construcción. La tensión extrema hacia la fijación produjo la alegoría del mundo como teatro y del teatro como mundo. En este modelo los cambios están preestablecidos y en cualquier caso no afectan a la estructura misma del universo cerrado. El cambio existe, constituye la esencia de lo dramático, pero queda clausurado por los límites de la teatralidad. La realidad social se impone al sueño individual (la realidad eterna, en el modelo barroco, se impone al sueño biográfico). La performatividad en cambio enfatiza la acción, el dinamismo, y por tanto huye de la representación en busca de la manifestación de un mundo permanentemente cambiante. Los cambios no son para ocupar otro lugar, sino para seguir socialmente vivos. La vida del sistema depende de la vida de los individuos que lo componen. No existe clausura, o al menos no existe modo de visualizar esa clausura. Los límites entre realidad y ficción son móviles y dependen de acuerdos permanentes y de las transformaciones que la situación experimenta. Podríamos considerar la expansión del modelo performativo como un síntoma de una democratización de la subjetividad, como la condición de posibilidad de una definición de identidades no sometida a modelos cerrados y una definición de situaciones de convivencia constantemente expuestas a negociación. Esta democratización de la subjetividad podría ser la otra cara de la moneda de lo que Paolo Virno llama el gobierno de las multitudes, el reconocimiento de que la agregación de individuos no tiene por qué dar lugar a la masa, sino que puede ser aceptable un sistema en equilibrio, un circuito cerrado en que la identidad colectiva está en función de las identidades individuales y a la inversa. (Virno, 2003).

Desde que se advirtió el inicio del giro performativo, comenzó a extenderse también al idea de que lo teatral ya no servía para responder a la liquidez de la experiencia. La ruptura de la teatralidad iba asociada a la alergia a la representación y a la aceptación de la lógica, entendidas ambas como imposiciones sociales / autoritarias. En contra, se optó por la autorepresentación y el azar. Sin embargo, las cosas no son tan sencillas: no hay blanco y negro. En primer lugar, porque la consciencia de la observación y la construcción de la representación permean los comportamientos sociales y cotidianos hoy en un grado mucho más elevado como consecuencia de la expansión de los medios de comunicación telemáticos. Y el gran teatro del mundo, que en el barroco europeo convertía a todos los seres en actores del drama escrito y contemplado por la divinidad, reaparece transformado en una multiplicación de representaciones individuales y colectivas para una infinidad de observadores interconectados. Por otra parte, el énfasis en la observación también lo es en la dimensión social de las prácticas artísticas y no-artísticas, y por tanto indica una voluntad de inscribirse en un espacio de debate moral y político. Junto al modelo «gran teatro del mundo» aparece entonces el otro gran modelo surgido en la ilustración: el teatro como foro (con sus desviaciones hacia el podio y el tribunal). En determinados contextos y en el interior de ciertas opciones políticas y estéticas, el recurso a la teatralidad puede resultar enormemente eficaz. En su libro Los dominados y el arte de la resistencia (1990), James Scott mostró cómo frente a determinadas situaciones de dominación, fuertemente condicionadas por lo que él denomina «exigencias teatrales», la actuación consciente, incluso el histrionismo, puede constituir un medio eficaz de resistencia. Y este recurso a la teatralidad se da especialmente cuando los oprimidos o los subalternos no encuentran el espacio necesario para el desarrollo de una acción performativa y deben recurrir a actuar su papel alterándolo dentro del propio marco. Scott analiza algunos ejemplos en el contexto de regímenes esclavistas del XVIII, el colonialismo británico en la India en el siglo XIX y XX o el apartheid sudafricano de los años setenta y ochenta. (Scott, 1990). Podríamos localizar exponentes escénicos contemporáneos de una teatralidad de resistencia en situaciones de opresión en las propuestas, por ejemplo, de Jesusa Rodríguez en México o Angélica Liddell en España. Este retorno de lo teatral en las prácticas de resistencia no contradice lo que antes he denominado «giro performativo», más bien introduce complejidad en el diagnóstico del presente, introduce diversas temporalidades en la comprensión de nuestro presente (no distintos territorios, sino distintas temporalidades también en un mismo territorio y en una misma experiencia). Y efectivamente, el gobierno de las multitudes es un horizonte y una lucha, pero no una realidad efectiva, porque la historia no se ha acabado, se ha multiplicado, se ha hecho más compleja. Ahora bien, el giro performativo no sólo tiene que ver con una definición de la performatividad desde su diálogo o tensión con la teatralidad. En los últimos años ha sido muy importante la reflexión sobre la performatividad lingüística y las consecuencias del análisis de la función performativa del lenguaje en la práctica escénica. Antes de que J.L. Austin teorizara sobre ello, Paul Valèry, como recuerda también Virno, observaba lo siguiente:

Antes todavía que significar algo, toda emisión de lenguaje señala que alguien habla. Esto es decisivo, y no ha sido relevado por los lingüistas. La voz dice por sí misma poco de las cosas, antes de actuar como portadora de mensajes particulares. (Virno, 2005: 39).

¿Qué entendemos por performatividad? Virno responde así:

[…] hay ocasiones en las que lo que se dice no tiene ninguna importancia, siendo decisivo el hecho mismo de hablar, de mostrarse a la mirada de los demás como fuente de enunciaciones. He aquí que, cuando se comunica que se está comunicando (o sea, cuando sólo cuenta la acción de enunciar, no el texto determinado del enunciado), entonces resulta literalmente cierto que «el fin último es el ejercicio mismo de la facultad». (Virno, 2005: 53).

Llevando esto al extremo, radicalizando, esta función, encontramos la posibilidad de concebir la práctica del lenguaje simplemente como una definición de la situación, que en su desarrollo produce alteraciones y reconfiguraciones de las relaciones: da visibilidad a unos sobre otros, hace existir socialmente a unos y a otros no, etc. Esta práctica lingüística no es exclusiva de lo verbal, si bien hasta hace poco se consideraba que sólo lo verbal podía tener consecuencias sociales o políticas, ya que el resto de formas de comunicación personal caían bajo el signo de lo involuntario. Esto ha cambiado drásticamente en los últimos años, y la práctica performativa ya no ocurre prioritariamente en lo verbal, sino igualmente en lo gestual, en la apariencia, etc. ¿Quiere esto decir que podemos hablar ahora de un lenguaje del cuerpo, de un lenguaje de la imagen y de un lenguaje de los ritmos, de los tonos, etc. capaz de desarrollar las mismas funciones que el verbal? Podríamos discutir los términos. En cualquier caso, aparece una consecuencia clara: los juegos sociales verbales han sido o están siendo sustituidos por juegos performativos complejos. Y esto ha dado lugar a una serie de prácticas en que la dimensión performativa del lenguaje puede ser también reconocida en actuaciones (performances) de cualquier tipo.

La palabra y el cuerpo

La performatividad nos aproxima al cuerpo de una forma muy diferente a la teatralidad. La teatralidad es el territorio de la máscara. La performatividad lo es del enmascaramiento, del tránsito constante de la sinceridad a la máscara y de la máscara a la sinceridad. Aunque hace muchos años aprendimos que la sinceridad, como la desnudez, no significan nada por sí mismas: que la desnudez ya no significa libertad del mismo modo que la sinceridad tampoco significa verdad, ni siquiera honestidad.

La honestidad no está en el cuerpo, pero sí es muy difícil ser honesto sin un reconocimiento del cuerpo propio y del cuerpo de los otros. Paul Valèry nos puede servir para introducir un eje de transformación en nuestra comprensión del cuerpo tanto en relación al giro performativo como en relación a la ampliación del concepto de dramaturgia.

Valéry habla de tres cuerpos:

Mi Cuerpo. Hablamos de este cuerpo a terceros como si se tratase de una cosa que nos pertenece; pero, para nosotros, no es completamente una cosa; y nos pertenece un poco menos de lo que nosotros le pertenecemos a él… […] Esta cosa misma es informe: de ella sólo conocemos, por la vista, algunas partes móviles que pueden encontrarse en la región visible del espacio de este Mi-Cuerpo. […]

Nuestro Segundo Cuerpo es el que nos ven los demás y el que nos devuelve, más o menos, el espejo y los retratos. Es el que tiene una forma y el que captan las artes; aquel sobre el cual las telas, los ornatos, los revestimientos se ajustan. Es el que ve el Amor o el que quiere ver, ansioso de tocarlo. Ignora el dolor, del que apenas exterioriza un ademán […]

Tercer Cuerpo, que sólo tiene unidad en nuestro pensamiento, puesto que sólo se le conoce cuando se lo divide y trocea. (Es el cuerpo de la anatomía o de la ciencia). (Valéry, 1989: 399-400).

El segundo cuerpo es el cuerpo del ballet y de la danza contemporánea entendida como imagen. Es también el cuerpo del teatro dramático, del teatro brechtiano o de las acciones conceptuales.

El primer cuerpo es el cuerpo sentido, el cuerpo del teatro y la danza expresionistas, del teatro de la crueldad, de la danza moderna. La danza posmoderna superpuso en su investigación el primer y segundo cuerpo. Y el arte corporal exploró el tercer cuerpo en relación con el primero y con el segundo. ¿Dónde se sitúa la búsqueda de los creadores contemporáneos? ¿Podemos pensar que tienden utópicamente a la exploración del cuarto cuerpo, del cuerpo real, imaginado por Valèry?

El Cuarto Cuerpo, que puedo llamar indiferentemente Cuerpo Real o bien Cuerpo Imaginario. «Llamo Cuarto Cuerpo al incognoscible objeto cuyo conocimiento resolvería de un solo golpe todos estos problemas, pues ellos lo implican». (Valéry, 1989: 401).

Quizá sería demasiada ambición intentar resolver desde la danza o la escena el problema del cuarto cuerpo. O tal vez no. Lo que sí parece cierto es que ninguno de los tres cuerpos anteriores responde por sí solo, ni siquiera en su superposición a pares, a la experiencia contemporánea del cuerpo, como la casa de Toyo Ito, atravesado por una multiplicidad de conexiones transversales y también conexiones hacia el exterior. En contraste con el cuerpo-imagen, con el cuerpo-sentido o con el cuerpo orgánico, el cuerpo contemporáneo es un cuerpo lingüístico. Y esta experiencia del cuerpo lingüístico. La reflexión sobre el cuerpo lingüístico, nos devuelve a la cuestión central de nuestro seminario, al problema de la dramaturgia entendida en un sentido primario a partir de la relación entre cuerpo y escritura. ¿La idea de un cuerpo lingüístico anularía el conflicto tradicional entre cuerpo y escritura, el desentendimiento a veces radical entre ambas dimensiones de nuestra identidad y de nuestra comunicación? La experiencia nos dice que no, que el conflicto sigue existiendo. Tal vez porque estamos planteando mal la cuestión, tal vez porque nos empeñamos en que el conflicto exista. Hay una notable diferencia al referir a un cuerpo lingüístico, pues el lenguaje implica necesariamente colectividad (o mejor conectividad). Y el concepto de colectividad que deriva de esta idea de cuerpo lingüístico es muy diferente a otras colectivizaciones del cuerpo por efecto de la raza, de la constitución o de la participación en eventos corporales grupales o masivos. Es decir, no tiene que ver con lo orgánico, no tiene que ver con lo físico, sino que tiene que ver con la incorporación de un lenguaje que es por definición colectivo y conectivo. Esto implica que nuestra consciencia del cuerpo se ha modificado, se ha ampliado o incluso, podríamos decir, se ha desplazado. A diferencia de lo que ocurre con la imagen del cuerpo, no es necesario salir del cuerpo para comprender o reflexionar sobre nuestra condición de animales lingüísticos. Y, sin embargo, esa reflexión implica una distancia en la inmanencia. Es lo que podemos constatar como la experiencia del cuerpo desapegado en contrate con el cuerpo sentido o con el cuerpo imagen que tradicionalmente ha funcionado en la danza y por extensión en la escena. Resulta muy interesante en este contexto atender a las nuevas prácticas de oralidad en la escena contemporánea, y muy especialmente en el ámbito de la danza. La comunicación oral fue el punto de mediación entre corporalidad y abstracción, el punto medio perdido en el tránsito del diálogo socrático al platónico, pero también esa esfera abandonada en el transito a la escritura que se produce en cualquier proceso de alfabetización. Del mismo modo que el cuerpo ha ido descubriendo sus mediaciones y se ha desapegado de sí, también el tratamiento de la voz en escena ha sufrido un proceso similar. En los espectáculos de coreógrafos actuales reconocemos una atención a la oralidad, que devuelve voz a la escena, pero no en la forma de una voz orgánica, sino en diferentes tratamientos de una voz mediada, de una oralidad mediada. Cuando la voz se convirtió en objeto de atención a partir de los años setenta, tanto en las prácticas escénicas como en la teoría estética y mediática, se subrayaba la materialidad de la voz, su preexistencia a la palabra, su autonomía de la palabra. Se insistía en la diferencia entre voz y lenguaje. El descubrimiento de la voz fue paralelo al del cuerpo, de ahí la posibilidad de espectáculos basados en la voz pero liberados de la palabra. La reflexión de Michel Chion sobre la voz es todavía heredera de ese descubrimiento, de la asociación de la voz a lo orgánico, a la madre, su capacidad envolvente, inmediata. (Chion, 1982). Sin embargo, el retorno de la oralidad no es tan importante por el descubrimiento de lo orgánico, sino por la recuperación de una fluidez que (redefiniendo el término de Turner) podríamos considerar también liminal. Este cambio de orientación lo podemos experimentar en la lectura de los textos de Joyce, en contraste con los textos de Beckett y Duras. Joyce hace monologar a Molly Bloom en un intento de traslación directa de lo oral a lo escrito, pero se deja llevar por su pasión materialista, materializadora, y su monólogo sigue siendo un ejercicio eminentemente literario. Algo muy diferente ocurre en la obra de Beckett y Duras. La tensión ojo-mano atraviesa toda la obra de Beckett y se convierte casi en tema de su célebre Film; sin embargo, es en la voz donde los dos polos de tensión (escritura-lectura / cuerpo-lenguaje) se encuentran para producir una revelación tan efímera como una exclamación (Sánchez, 2007:171-203). Duras recurre a la voz para escribir sus novelas de la mirada. Y este ejercicio se traslada brillantemente a sus películas, en las que la disociación de imágenes corporales y voces crean paisajes dramáticos desconcertantes: a los cuerpos convertidos en fantasma, corresponden oralidades congeladas, o más bien suspendidas, que permanecen en el espacio. Ivana Müller retomó algunas de estas estrategias de representación en sus piezas coreográficas recientes: While we are holding it together (2006) o Playing Ensemble again and again (2009). El movimiento es sustituido por las palabras en movimiento. Las palabras crean las imágenes. El único movimiento de los actores es el de su voz. Pero en un determinado momento las voces se desplazan a otros cuerpos, la oralidad ya no es la dimensión que media entre cuerpo y palabra, o si lo es, puede ocurrir en ausencia o más bien en desapego de lo orgánico. Esta idea del desapego, del cuerpo desapegado, que renuncia al movimiento coreográfico en beneficio de la palabra, pero que propone una palabra igualmente desapegada, se encuentra igualmente en el trabajo de Juan Domínguez. André Lepecki analizó Todos los buenos espías tienen mi edad (2002) recuperando algunos textos del s. XVI y XVII fundacionales de la coreografía entendida como escritura. Esta pieza supondría en cierto modo un retorno al origen, una especie de implosión de la coreografía que nos situaría en otro umbral, en tro limen (Lepecki, 2006: 55-59 y 67-73). La cuestión, muy simplificadamente, sería: ¿cómo pensar la coreografía desde la oralidad y no desde la escritura o desde el código escrito? ¿Cómo es entonces esa dramaturgia de la danza ya no condicionada inmediatamente por la imagen del cuerpo, por el tiempo de la música, ni por el código escrito, sino exclusivamente por un cuerpo lingüístico que es también voz lingüística (colectiva – conectiva) y que tiene la capacidad de desapegarse de sí mismo tanto como de su propia voz? Esta cuestión del desapego no sólo podemos detectarla en la danza, también afecta (o desafecta) a los creadores escénicos procedentes del teatro. Desde este lugar podríamos considerar, por ejemplo, el último trabajo de Forced Entertainment Void Story (2009). Los actores, como Juan Domínguez, permanentemente sentados tras una mesa, como los de Ivana Müller, inmóviles en un punto del escenario, ponen voz a una historia descabellada que en imágenes se muestra en una especie de fotonovela dibujada sobre la pantalla en constante transformación.

Relatos

La consideración de esta pieza nos enfrenta además a la cuestión de la narración o del relato. Efectivamente, Void story, como su título indica, nos cuenta una historia, una historia de una pareja que se ve inmersa en todo tipo de aventuras y de desventuras en la noche urbana, una narración acumulativa, una acumulación de desgracias, amenazas, monstruosidades, que hacen recordar la narrativa pre-moderna del Marqués de Sade. Pero se trata de una historia «vacía». Y quien pretenda encontrar el sentido a la pieza resumiendo la historia está abocado a la frustración. Porque el sentido no aparece al contar la historia. Entonces ¿cuál es la función del relato? Y al mismo tiempo, ¿por qué este retorno a relatos «vacíos»? Todas las voces a las que aludía anteriormente nos cuentan historias. Algunas son reales y otras imaginadas. También hay historias de la imaginación (la historia del propio proceso artístico en la pieza de Juan Domínguez). E historias imaginadas que nos hablan de experiencias reales (como ocurre en la pieza de Tim Etchells). Siempre existió la necesidad de contar historias, y hoy esa necesidad parece imponerse con más urgencia. Por supuesto, estos relatos no tienen la misma estructura ni las mismas pretensiones que los viejos relatos. La construcción de los relatos no se ve animada por una voluntad mimética, ni mucho menos mítica. Pero sí por una intencionalidad identitaria, que se añade a la pura actividad performativa de quien se pone delante de otros a contar una historia o cien historias entrelazadas. Un relato es aquel desarrollo ficcional que dota de sentido a una acumulación de hechos materiales o concretos. Tradicionalmente inventamos fábulas para encontrar un sentido en la experiencia vivida como caótica o inconexa. El ser humano ha usado el relato para superar el nivel de la materialidad o bien para no rendirse abrumado por su absurdo o su silencio. Tim Etchells en Void Story o Cuqui Jerez en The croquis reloaded invierten esta función del relato, y más bien muestran el absurdo del relato al enfatizar la sucesión disparatada o la supersposición casual. En su texto clásico sobre la cuestión del relato, Temps et récit (Tiempo y narración), Paul Ricoeur sostenía que el relato es lo que hace humano el tiempo. Pero ¿qué significa «hacer humano el tiempo» si no cargar de ficción y de mythos el sucederse irreversible de los instantes? El relato es la herramienta que permite distinguirnos como sujetos de vida. Pero al mismo tiempo nos convierte en personajes de una ficción que aceptamos o que incluso nosotros mismos construimos. La asunción de la ficción inherente a toda trama, a todo proceso de fabular, de construir tramas o argumentos, incluso para contar una historia efectiva, nos impedirá para siempre conocer una realidad neutra. Incluso la realidad que nosotros somos si alguien desde fuera nos viera. Paradójicamente, esta actividad fabuladora ha sido usada no sólo para dar sentido a las trayectorias individuales, a las trayectorias biográficas o a experiencias puntuales de nuestra vida. Ha sido usada prioritariamente para dotar de sentido a la realidad colectiva, y especialmente para dotar de sentido una realidad histórica que construye y justifica una determinada realidad social. La supresión de la fundamentación trascendente de la realidad en la época moderna acentuó el protagonismo de los relatos como constructores no sólo de identidad, sino también de realidad.

Ahora bien, construir no es simplemente unir elementos, es también descartar elementos, toda construcción implica un proceso de selección, de ordenación y de descarte. Por lo que en la construcción de la realidad comunitaria, de la realidad llamada ciudad o de la realidad llamada Estado, numerosos elementos son descartados, marginados, silenciados. Pues si todos los elementos fueran tenidos en cuenta sería imposible un relato coherente, un relato legible. De ahí arrancó la crítica posmoderna al relato y la apuesta por los microrrelatos en el pensamiento de Lyotard. Sin embargo, la crítica posmoderna al relato lo es sobre todo al relato científico y al relato político, sólo secundariamente al relato literario. De hecho, la opción por el microrrelato no hace más que re-denominar y hacer visible una tensión que siempre ha estado presente en la cultura de los últimos siglos. Y es que la modernidad construyó el relato de la razón, del progreso, de la libertad y de la solidaridad al mismo tiempo que construía su antirrelato. Podemos contemplar la historia de la literatura occidental moderna como una permanente construcción y destrucción del relato. De hecho, los grandes monumentos de la modernidad literaria son relatos autodestructivos: El jardín de los cerezos, de Chéjov, Ulises, de James Joyce, Final de partida, de Beckett, o Rayuela, de Cortázar. En todos ellos, la potencialidad de la fábula aparece contrarrestada por una resistencia metaliteraria, de carácter ideológico, que disuelve sus elementos constitutivos para reducirlos a palabras, a ritmos, a imágenes o a conceptos. Obviamente, la modernidad produjo grandes fábulas, pero se trata de fábulas sin proyecto: pensemos en las fábulas antiguas de Kafka, en las fábulas ilustradas de Italo Calvino, o en las fábulas amargas de Coetzee. Cuando las fábulas se proponen con pretensión de proyecto, resultan casi intolerables: es lo que ocurre con el teatro de Bertolt Brecht; probablemente el creador escénico más importante de la primera mitad del veinte, pero también el autor del más insoportable didactismo. Brecht ha sido utilizado una y otra vez para reivindicar el realismo y la causa social en reacción al narcisismo y el solipsismo derivado de una radicalización antisocial de la práctica del microrrelato. Sin embargo, Brecht fue consciente en su fase más lúcida de que el relato por sí mismo no construye la realidad, que la realidad se construye sobre el acuerdo. El acuerdo efectivamente es el otro medio de construcción de realidad, igualmente acentuado en la época moderna. El acuerdo en la forma del contrato social, o el acuerdo en la forma negativa de la tolerancia y del respeto al otro. Tradicionalmente, el relato ha servido para construir la realidad ideológica. El acuerdo ha servido para construir una realidad pragmática. Ambas categorías están muy presentes en la práctica escénica. Ahora bien, ¿qué transformaciones resultan del reconocimiento de la ficción inherente al relato en la construcción de la realidad y al mismo tiempo de la condición provisional, inestable y no fundamentada de manera trascendente de cualquier acuerdo entre seres humanos? La tensión entre estos dos elementos de construcción de realidad nos sitúa casi en un equilibrio circular: el relato crea una identidad que hace posible el encuentro del que deriva un potencial acuerdo, y el acuerdo es la condición para la construcción de un relato. Relato y acuerdo se alternan, se suman y se condicionan en la producción de realidad y en la producción de ficción tanto en la sociedad como en la cultura contemporánea. Los textos de Mario Bellatin constituyen en sí mismos ya una respuesta. Otro tipo de respuesta es el que aportan algunas experiencias recientes de escritura colectiva, que han puesto en evidencia, de un modo casi implosivo, esa circularidad de la relación entre relato y acuerdo. La más conocida es la iniciada por un grupo de «artistas, activistas y bromistas» que se autodenominaron Luther Blisset, germen de lo que sería a partir de 2000 Wu Ming, un autor colectivo o disperso y además múltiple, que ha producido desde entonces numerosas obras narrativas, de libre acceso en la red, pero también traducidas y publicadas en papel en diversos idiomas, incluido el castellano. La salida a la parálisis del relato en los tiempos posmodernos vuelve de la mano de un activismo cultural que sitúa precisamente en el contar historias un modo de resistencia contra la imposición de mitologías fabricadas en las industrias hegemónicas. En su reflexión sobre el proyecto del grupo, Reinaldo Ladagga propone:

Se trata de seguir contando historias: se trata de impedir que las historias contadas se presenten como formas terminales. Se trata de componer redes de historias que, sin embargo, se presenten como «líneas» o «huellas» (la expresión es de Bruce Chatwin). Se trata de contar historias que puedan mantener a la comunidad en movimiento y que no acaben de desprenderse de ella (Laddaga, 2006: 217).

En el ámbito cinematográfico esta recuperación de las historias se hace evidente en películas como La comuna (1999), de Watkins, Monos como Becky (1999) Jordà o Misterious object at noon (2000), de Apichatpong Weerasetakul. No por capricho, en las tres, el teatro es utilizado como mecanismo para producir comunidad y para producir narratividad.

En el ámbito escénico, la tensión entre relato y acuerdo podría encontrar su equivalente en la tensión entre acción y situación. Podríamos escribir una historia de las prácticas performativas contemporáneas desde los años sesenta a partir de esta tensión entre acción y situación. Y podríamos también concebir la actividad dramatúrgica como una mediación entre ellas, una reedición de esa tensión entre cuerpo y escritura, entre impulso y código, que marcó la actividad del dramaturgo en la antigüedad clásica. Este sería un nuevo modo de abordar la cuestión dramatúrgica.

Y, claro está, esta reflexión nos enfrenta igualmente a la relación entre ambas esferas: acciónrelato / situación-acuerdo, tanto en el plano estético como en el plano social y político. ¿Cuáles son las dinámicas que se ponen en marcha si pensamos la actividad dramatúrgica no en el espacio de la ficción cerrada, sino en el espacio de la ficción abierta, es decir, en el espacio de lo social o en lo que en el título de este artículo se denomina «campo expandido»?

Notas

  1. Véase también Erika Fischer-Lichte «La ciencia teatral en la actualidad. El giro performativo en las ciencias de la cultura», en Indagación n.º 12-13 (diciembre 06/junio 07)

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