Luego de una sesión de fotos en el complejo cultural Babilonia, realizada en medio de una ensordecedora “prueba de sonido” para la que se usaba música de rock, el dramaturgo y actor Eduardo Tato Pavlovsky (también director y médico psicoanalista) y el director Daniel Veronese (uno de los fundadores de El Periférico de Objetos y destacado autor) dialogaron con Página/12 fuera de aquel ex bastión del under –frente al cual se levanta hoy un hipermercado– sobre los inicios de un proyecto que desembocó en La muerte de Marguerite Duras.
El unipersonal, interpretado por Pavlovsky y dirigido por Veronese, se verá hoy en función de preestreno (la première será el próximo sábado) en el mismo ámbito de Guardia Vieja 3360. Escapándole a la estridencia de la prueba de sonido que, según se aclaró, era ajena al espectáculo, se buscó un lugar propicio al diálogo. La elección recayó finalmente en una concurrida cafetería-pizzería de la zona. “No fue una buena idea venir acá”, lamentaba Pavlovsky. El barullo no arrasó la memoria de aquel encuentro en el que germinó una obra que, a pesar de su contundente título, alude sólo tangencialmente a la guionista de Hiroshima, mon amour y autora de El amante. Se hallaban en la bella Florencia, invitados a un seminario de autores, cuando Pavlovsky le lanzó a su colega una frase: “Vos tenés que dirigir un monólogo mío”. ¿Qué era lo que había atrapado a Pavlovsky? “El mundo ambiguo y maquinal de los personajes creados por Daniel”, como responde ahora el actor en una entrevista conjunta.
–¿Qué significan en este caso ambiguo y maquinal?
E.P.: Quiero decir que los personajes de Daniel no están delineados a la manera de Stanislavsky. No importan la historia ni la introspección de los personajes sino la indagación sobre lo que está sucediendo entre ellos y la historia que el espectador va tejiendo en su cabeza. Es lo que defino “teatro de estados”, que no obedece a una historia sociocultural hegemónica sino a una historia fragmentada: la de quien está “actuando”, pero en el sentido de “invadir las esporas del personaje”. Lo ambiguo en el teatro de Veronese no significa alejarse de la realidad. La ambigüedad es una manera de contar la realidad actual. Una concepción estética que me interesa. Empezamos a ensayar el año pasado y ya en marzo teníamos casi todo el material. Esta obra puede parecer anárquica; sin embargo, está armada prolijamente, bloque por bloque, bien suturados por Daniel.
–¿Cuál fue el eje de esta propuesta? 
E.P.: El trabajo partió de una improvisación. Daniel me tiró un muñeco, y yo empecé a imaginar que estaba monologando con una mujer “enorme”, en el sentido de alguien que me había acompañado en mis desvelos y en los momentos más tortuosos de mi vida. Ahí aparecieron entonces los temas del amor y el suicidio, el envejecimiento y la muerte, que se instala a partir de la visión de la muerte biológica de una mosca.
–Algo bastante raro de presenciar…
D.V.: No en el teatro, donde se puede todo. Esta mosca ha cumplido su ciclo de vida y se encuentra sola frente a la muerte, la nada. Ese estado desencadena recuerdos en el protagonista.
–¿Era necesario “tirarle” a Pavlovsky un muñeco para iniciar la obra?
D.V.: Siempre pensé que Tato podría funcionar muy bien con un muñeco, y no me equivoqué. Le dije: te voy a dar un muñeco, pero después te lo voy a quitar. Y así fue. Este objeto permitió, por un lado, unir los hilos de nuestro imaginario y, por otro, cumplir la función de abrelatas: nos permitió abrir “los envases” (el universo artístico de uno y otro) y empezar a trabajar con los contenidos.
–¿Por qué eligieron una mosca?
D.V.: En realidad, había elegido primero un sapo. Quería un animal vivo, pequeño y viscoso, “pisable” por un hombre de contextura corpulenta, como Tato. Alguien como él podía pisar un sapo. Lo imaginaba a Tato de pie y alsapo delante suyo. Era una imagen muy teatral, pero después la desechamos, como muchos otros elementos. La mosca quedó. Era algo real para ese hombre que se sorprende ante la muerte del insecto, que puede pensar en un inexistente velorio y armarse él mismo una historia.
–¿Cómo es en su caso trabajar a partir de un muñeco o un objeto?
E.P.: Esta es una experiencia nueva, pero en la que seguí trabajando con mi cuerpo. Se lo dije desde un principio a Daniel: para escribir tengo que utilizar información mía, sobre cualquier cosa, y después trabajar sobre una intertextualidad corporal. A partir de eso improviso, y puedo hacerlo pensando en una lapicera. Pero antes, “tengo que verme actuando”.
–¿Esta obra refuerza esa singularidad suya?
E.P.: No. En general, en casi todas mis obras, lo que el espectador ve en el escenario no es igual al texto publicado. Soy muy prolijo en eso.
–Como en las anteriores Rojos globos rojos y Poroto…
E.P.: Sí, por eso tardo tanto en escribir el texto escénico, en buscar nuevos elementos, como en esta obra, donde cuento situaciones graciosas, incorporo “restos” de improvisaciones… Hablo de cosas muy embromadas, difíciles de decir si no es apoyándose en lo pasional y en el humor.
–¿El humor fue un punto de confluencia entre ustedes?
D.V.: A veces no soy consciente de mi humor, pero me permite tratar temas tremendos, paralizantes. Al personaje creado por Tato le sucede eso. El humor lo ayuda a desnudar sucesos de su vida que, en esta obra, creemos, tendrán al público como cómplice. A un público obligado a escuchar.
–¿Por qué obligado?
D.V.: Porque está en la sala.
–Puede estar pero ser indiferente…
D.V.: Digo que está “obligado” porque hay algo en el histrionismo de Tato a lo que uno se prende. Uno puede llegar a odiar a su personaje, pero nunca le va a ser indiferente. Tato es un actor que no aburre. Tiene una gama de matices impresionante.
–¿Podría comparar a Pavlovsky con algún otro actor?
D.V.: No, porque para mí Tato no es un actor, es otra cosa. Yo veo teatro, que me gusta a veces, pero otras me aburre. En cambio, cuando veo actuar a Tato no puedo dejar de mirarlo. El mismo es un “ser dramático”, y tuve una prueba de esto en los ensayos. No hubo ninguno en el que yo hubiera pensado: hoy no pasó nada. Los ensayos tienen en general avances y retrocesos; con él, en cambio, fueron siempre hacia adelante. Los balbuceos que produce están cargados de una gran intensidad. Esto llega al público y permite que el espectáculo se sienta y se comprenda.
–¿Qué quiere decir con balbuceo?
D.V.: El balbuceo se conecta con los fragmentos, con los nuestros y los del entorno. Se conecta con una mirada desconcertada frente al mundo y con una postura que no intenta bajar línea. Esa actitud está también en mis trabajos. Por lo general, cuando dirijo también escribo, y salvo Máquina Hamlet, no tomo un texto de otro. Aquí hice una especie de dramaturgia, de ordenamiento de un “caos”, como dice Tato de su trabajo. Pero “caos” en el sentido de algo vivo, en estado de ebullición.