La renovación de las artes escénicas en la segunda mitad del siglo XX debe mucho a la aproximación que numerosos creadores de otras disciplinas hicieron al teatro. Procedentes de la danza, las artes plásticas, la poesía o la música buscaron en el teatro un medio de ampliar o cuestionar sus propias disciplinas. Y uno de los elementos que incorporaron del teatro fue precisamente la palabra hablada. Así, en numerosas propuestas de danza post-moderna es frecuente encontrar a bailarinas que hablan, del mismo modo que no es extraño que los poetas se lancen a hablar sin la protección de la página impresa y que los músicos interrumpan sus interpretaciones para dirigirse al público y contar algo. Lo que se cuenta puede ser un relato cotidiano, una anécdota, un fragmento biográfico, una cita de alguna lectura propia… Se trata, en cualquier caso, de ejercicios puros de oralidad. Hace poco nos visitó en España una de las protagonistas de la vanguardia escénica americana, fundadora y directora desde 1963 del café La Mama de Nueva York, y como tal anfitriona de la mayoría de los creadores antes citados y de otros muchos que se situaron en circuitos más alternativos. Desde el primer momento, funcionaron en La Mama dos principios irrenunciables: el rechazo del proscenio y la búsqueda de un lenguaje que superara las limitaciones culturales del verbal. Ella lo formuló del siguiente modo: «Después de todo lo más importante en el teatro es el amor, expresado a través de la comunicación. No debería haber barreras de lenguaje que proscribieran esta comunicación. Habría que encontrar la manera de usar expresivamente el lenguaje y de mostrar lo que se quiere decir… No es que pensara que las palabras debieran ser eliminadas. Pero me daba la impresión de que debían ser ampliadas con el movimiento, la danza y las imágenes. El énfasis debía estar en esos elementos tanto como en el texto.» Así, La Mama animó a los creadores a producir un teatro de imágenes, de músicas, de cuerpos más que de palabras. Sin embargo, esta ardiente defensa de un teatro de lo sensible contrastaba sorprendentemente con su propia capacidad para utilizar las palabras. En pocas ocasiones he asistido a actos en que el conferenciante atrapara con tal fuerza a su auditorio, nunca había visto a periodistas tan anonadados como los que se atrevían a formular su primera (y última) pregunta a Ellen Stewart; ella la tomaba, la envolvía, la desenvolvía, la estiraba, la rodeaba, dejando mudo a su interlocutor, capturando mágicamente a todos los que teníamos la suerte de estar alrededor. Aquello era un triunfo de la palabra, de la palabra que relataba experiencias vividas, esa palabra que sólo siendo oral conserva toda su potencia. Fue al lenguaje oral a lo que recurrieron bailarines, músicos y artistas en los años setenta y ochenta para intentar una mayor eficacia en la transmisión de aquello que les interesaba comunicar. La introducción del lenguaje oral en la danza y en la música tiene un efecto contaminante, que propicia el desarrollo de procedimientos transdisciplinares y que estimula una creación escénica que pierde el interés por las diferencias entre los medios tradicionales. La teatralización del arte de acción, el desarrollo del teatro-danza, etc. no podían dejar impasibles al teatro, que también decidió enajenarse y engrosar ese nuevo ámbito de las artes escénicas marcadas por la transdisciplinariedad y la contaminación formal. En ese nuevo contexto, los actores de los ochenta, habituados al uso de lenguajes tradicionalmente no propios, como los de la plástica y los de la danza, recuperaron también como no-propio lenguaje de la palabra: la palabra improvisada, la palabra ocurrente, la palabra de la experiencia y de la vida. La recuperación de la oralidad en el arte escénico de fin de siglo es sintomática de una voluntad de comunicación inmediata, que contrasta con la abstracción de los lenguajes escénicos de las décadas anteriores. Se trata, por una parte, de un deseo de repensar la historia desde la experiencia subjetiva, lo que resulta muy evidente en la proliferación de espectáculos basados en la propia vida o experiencia del intérprete creador. (Uno de los más sintomáticos fue el creado por Spalding Gray, actor del Wooster Group de Nueva York, que produjo una serie de siete sesiones durante las cuales, sentado tras una mes en el escenario contaba al público su vida: al tiempo que contaba su vida, contaba también parte de la historia de Estados Unidos desde una diversa óptica). Pero tomar como punto de partida la propia subjetividad no implica renunciar a la intervención, sino más bien todo lo contrario: es desde la afirmación de lo particular desde donde se proyecta una llamada contra la indiferencia y contra la pasividad, desarmando al público que se protege en el escudo de la forma o del discurso literario cerrado, un público que se ve sorprendido ante el relato sincero de otra experiencia vivida en el mismo contexto histórico y a la que se enfrenta debido a una apelación puramente oral. Obviamente, ello va acompañado de una reducción asumida del ámbito de intervención: el uso de la lengua oral limita el ámbito de alcance de la propuesta, que ya no es pensada según los patrones del festival internacional, sino de acuerdo a los intereses y necesidades de una comunidad concreta. Las artes escénicas parecen regresar a una combinación de lo sensible y de lo oral, reapropiándose así del modelo original de la antigua tragedia que, según los reformadores de principios de siglo, pervirtieron la literatura y las poéticas. Y es que cuando se intenta una codificación del fenómeno escénico inevitablemente se lo pervierte. Mucho más cuando a lo que se aspira es a convertir en literatura lo que es puramente movimiento, visualidad y oralidad. Si bien algunos creadores han intentado una codificación no-literaria del espectáculo escénico (lo hizo Brecht con sus ‘modelos’, Artaud con sus lenguajes jeroglíficos o Wilson con sus diagramas), casi todos han aceptado y defendido la imposibilidad de conservar el arte escénico recurriendo a cualquier tipo de código, asumiendo que el espectáculo teatral es inmediato, que se disuelve en la experiencia inmediata y que, en todo caso, sólo el lenguaje oral, el relato de quien ha vivido esa experiencia, puede transmitir algo de su original artisticidad. Una vez transcrito ese lenguaje a texto escrito, la artisticidad desaparece. Muchos han olvidado esto, y han caído en la trampa de transcribir sus creaciones orales. Este olvido y este falseamiento causó la degeneración del arte escénico, según nos enseñó Nietzsche, aunque también fue el origen del género dramático, que tan geniales piezas literarias nos ha dado. El problema radica en la confusión del teatro y la literatura, una confusión en la que pueden llegar a caer hasta los académicos suecos que, sin quererlo, han dado el premio de literatura a un bufón que traicionó su propio arte transcribiendo en forma de texto impreso sus creaciones inmediatas y orales. A todos estos olvidadizos habría que hacerles leer la «bella fábula egipcia» inventada por Sócrates sobre el nacimiento de la escritura, en la cual el rey Thamus reprocha a Theuth, que se jactaba de haber hallado con la escritura un elixir de la memoria que haría más sabios a los egipcios, lo siguiente: «tú, que eres el padre de los caracteres de la escritura, por benevolencia hacia ellos, les has atribuido facultades contrarias a las que poseen. Esto, en efecto, producirá en el alma de los que lo aprendan el olvido por el descuido de la memoria, ya que, fiándose a la escritura, recordarán de un modo externo, valiéndose de caracteres ajenos; no desde su propio interior y de por sí. No es, pues, el elixir de la memoria, sino el de la rememoración, lo que has encontrado. Es la apariencia de la sabiduría, no su verdad, lo que procura a tus alumnos…»1 En Humanidad y comunicación, Leo Löwenthal interpretaba la crítica de Platón a la escritura como una denuncia de la instrumentalización del lenguaje y del pensamiento, operada en nuestros días por las empresas de la comunicación de masas, que dejan fuera la dimensión espiritual de la vida: «la comunicación es parte de la cultura consumista, en la que los que producen y los que consumen resultan difícilmente diferenciables, porque ambos parecen dependientes de un estilo de vida de la conformidad y la reglamentación. Es la principal tragedia y la paradoja de la civilización moderna y especialmente de la fase presente, el que la ideología de la formación y del convencimiento alcance su verdadero significado mediante la palabra hablada y escrita en una realidad de la mudez y la insensibilidad y que la iluminada creencia de los poderes en todos los ámbitos de la vida política, cultural y económica sea respondida por medio del convincente influjo del mensaje hablado, con un creciente escepticismo, cuando no con una fundada sospecha, hacia la palabra misma».2 En el contexto de una sociedad desmemoriada, que ha confiado la conservación de su pasado a sofisticados archivos de datos, conformándose con la fugacidad del pasado inmediato cuando no del puro presente, y que ha asumido la falsa subjetividad transmitida por el lenguaje de los media, Löwenthal descubre que sólo en los ámbitos cerrados de la conversación íntima es posible encontrar vestigios de esa comunicación auténtica, no desmemoriada y no desposeída de la palabra. Lo que en cierto modo intentan ciertos creadores escénicos contemporáneos es abrir ese espacio de la conversación íntima, es devolver a la vida pública aquello que ha sido desterrado por los medios de comunicación. En muchos espectáculos recientes, los actores cuentan historias, experiencias, anécdotas no fijadas en ningún texto previo, sino rescatadas directamente de su memoria: la conversación íntima adquiere carácter público y actúa como elemento de una propuesta colectiva y ampliable. En otros casos, se trata de subrayar la unicidad del actor o la actriz, presentarlo en el escenario como un ser único, especial, que cuenta algo o muestra algo que ningún otro podría contar o mostrar, aunque ese algo no sea en sí mismo excepcional: la inmediatez y la contextualización física del discurso evitan la uniformidad y la reglamentación propias de la comunicación impuesta por los media. Se trata, en definitiva, de un ejercicio de resistencia, que comparte el mismo objetivo de esa otra estrategia propuesta por Löwenthal basada en la defensa de la herencia de la alta cultura. En una época de quema virtual de libros, la defensa de la palabra escrita puede parecer algo tan antiguo como la defensa de la palabra oral. La filosofía, como las artes escénicas, debe asumir su antigüedad sin complejos para poder seguir dialogando con su tiempo. En su último espectáculo, surgido a partir de la idea del cambio de milenio, Sara Molina, directora de Q-teatro de Granada, utiliza recurrentemente la referencia al teatro natural de Oklahoma, probablemente una de las imágenes más antiguas de la literatura contemporánea, por contagio con la cual el resto de los elementos amalgamados en su propuesta (entre los que hay desde confesiones privadas a frases tomadas de juegos electrónicos) adquiere un halo de antigüedad que necesariamente invita a la reflexión. Lo antiguo es un valor en alza en una sociedad desmemoriada. Nada más antiguo que la palabra del cuentacuentos o la danza del chamán. Una vez más, el teatro contemporáneo, consciente de su antigüedad, indaga en sus orígenes en busca de nuevas respuestas a los olvidos de su tiempo.

Notas

  1. Platón, Fedro, en Obras completas, Aguilar, Madrid, 1979, p. 882.
  2. «Humanität und Komunikation», en Untergang der Dämonologien, Untergang der Dämonologien, Reclam-Verlag, Leipzig, 1990, p. 248.