A juzgar por lo que narra la historia de la danza, nos hemos pasado el siglo XX celebrando la aparición de nuevas y sucesivas definiciones de lo moderno para la danza. Cada una de estas rupturas señalaba un nuevo peldaño en una supuesta secuencia de evolución formal o lingüística: cada vuelta de tuerca, una nueva técnica.

Sin embargo, rara vez la historia oficial de la danza ha producido narraciones acerca de la máquina que produce la propia danza o acerca de la economía de la representación que la genera. Puestos a pensar mal (siempre con la intención de acertar, claro está) se puede sospechar que narrar la formación y transformaciones del teatro para danza podría poner en jaque no sólo los argumentos empleados en el relato sino incluso al propio sujeto que ha concebido la posibilidad misma de la “historia de la Danza”. Pero no voy a entrar en este problema ahora: lo que me interesa aquí es hacer lo que no suele hacer la historia, es decir, observar, aunque sea brevemente, cómo funciona esa máquina que llamaré “teatro para la danza” y señalar algunas consecuencias y estados que pueden resultar del trabajo de alterar o cuestionar esta estructura espacial de la representación.

De entre todas las máquinas creadas por la modernidad quizás sea el teatro, y en especial el teatro para ballet, una de las más fascinantes. Contemporáneo de los populares inventos panópticos y al drama musical wagneriano, el teatro para ballet se habría creado también como una arquitectura para la producción de ilusiones visuales totales. Sin embargo, hay algo esencial que diferencia al teatro de los otros dos ejemplos: la ilusión propia del teatro para ballet se basa en la producción y exhibición de otros cuerpos.

Podemos pensar que el teatro para ballet se compone de dos espacios yuxtapuestos longitudinalmente: la escena y la sala. Estos dos espacios están sometidos a condiciones distintas y permanecen aislados entre sí, es decir, en un principio, ningún cuerpo pasa de un espacio al otro. Separando la sala y la escena existe un elemento intermedio que es una especie de superficie virtual en la que se condensa la visión.

Si emprendemos un breve recorrido por el edificio que acabo de nombrar, nos encontraremos, en primer lugar, con la escena. La escena es el lugar que alberga las acciones que sostienen la ilusión visual. Para que esta ilusión suceda, este espacio es transformado por medio de los efectos lumínicos y, sobre todo, por el sometimiento a los principios de la perspectiva que hacen de la profundidad una dimensión virtual. De esta manera, es posible que los cuerpos que habitan la escena aparezcan como otros cuerpos, distintos siempre de quienes miran. Estos otros cuerpos de gracia extrema no tienen voz, desafían las leyes de la gravedad y responden con precisión al deseo del público: son objetos que encarnan las fantasías, gustos e intereses de quienes habitan la sala. Así, tradicionalmente estos otros cuerpos suelen ser femeninos y pueden tener forma de mujeres, silfides, willis, fantasmas, marionetas… En caso de que los otros cuerpos sean masculinos, siempre lo serán de una forma dudosa y, en todo caso, su género tiene un carácter que es radicalmente distinto al del sujeto que domina la sala.i De este sujeto me ocuparé más adelante.

Separando el escenario de la sala existe un umbral, una superficie virtual, una especie de piel que, tradicionalmente permanece intacta. El único lugar en el que dicha piel parece ser penetrada es en el punto de fuga, esa llaga que sostiene las promesas de profundidad y distancia necesarias para que suceda la ilusión visual. El proscenio o boca del teatro tiene dos funciones primordiales. Por una parte es el anuncio de la existencia de la escena, es decir, del lugar del otro. En palabras de José Ortega y Gasset, el proscenio “con un enorme y absurdo ademán nos advierte que en el hinterland imaginario de la escena abierto tras él empieza el otro mundo, el irreal, la fantasmagoría (1921: 312). Por otra parte, la boca o proscenio, cumple la función de contener y limitar lo que sucede en escena, asegurando que lo que allí aparece es todo lo que hay que ver, es decir que la visión es total.

Finalmente, la sala, el último espacio que compone el teatro para ballet, es el lugar en el que sucede la mirada, el exterior a la escena donde ocurre la visión total que justifica la creación de semejante edificio. Habitada por los espectadores, en la sala reina la oscuridad gracias a la cual los cuerpos de quienes ocupan las butacas, desaparecen y lo que sucede en la escena se convierte en el único y total objeto de la visión, produciéndose así la fantasmagoría que Ortega veía anunciada por el proscenio.ii

Pero sería un poco ingenuo pensar que la oscuridad basta para que funcione la máquina, para que se produzca el ballet. Algo más sucede en la sala. La fantamagoría, como ha explicado Susan Buck-Morss, hace que el espectador entre en cierto estado de “anestesia” que convierte su percepción visual en algo absoluto y “objetivo”. Ese estado de “anestesia” es el resultado de que, en la oscuridad, el espectador se vea inmerso en un proceso de identificación que le permite (por un rato) disolverse como sujeto singular en una subjetividad también singular pero esta vez hegemónica. Este sujeto hegemónico, es el que justifica todo el despliegue del teatro y el que establece el deseo que rige la sala con el que, además, se identifican los espectadores. Evidentemente, este sujeto hegemónico (que en el caso del ballet podemos definir sin demasiado miedo como blanco, burgués, heterosexual etc.) no está en la sala. Como dice Peggy Phelan, “aquel para el que el que hace teatro prepara su obra, nunca llega a la representación” iii. Esto es, el sujeto hegemónico que domina la sala es sólo una figura, un ojo ideal que carece de cuerpo que lo sostenga. Este ojo puede localizarse idealmente en un punto simétrico al punto de fuga al que está sometida la escena. Entre ese ojo virtual y el punto de fuga se puede trazar un eje a lo largo del que se distribuye la economía del teatro.

Así, se puede decir que este eje viene a justificar toda la estructura del edificio del teatro de ballet y que, gracias a su eficacia, dentro del teatro para ballet es posible prescindir de la propia subjetividad y consumir la ilusión de los cuerpos y lugares del otro. O lo que puede que sea lo mismo, asistir a un espectáculo de danza.

Pero aceptar la existencia de dicho eje, exige una revisión del esquema que he propuesto: si la profundidad de la escena se transforma en una promesa con el fin de crear la ilusión de que el ojo del espectador lo ve todo, entonces la sala y la escena no pueden representarse con las mismas dimensiones.

No es posible tratar los dos espacios como fenómenos equivalentes ya que mientras que la sala se puede medir y tiene filas y asientos numerados, la escena es virtualmente infinita y sus dimensiones son parte de la ilusión que, como imagen, se condensa en el proscenio. Por eso, las representaciones en forma de planta y sección longitudinal que he venido usando no son del todo adecuadas: si queremos tener una imagen aproximada de la máquina es necesario someterse a una ley que garantice que la profundidad de la escena responde sólo al ojo de quien mira, esto es, que los cuerpos y lugares son una ilusión y que jamás van a estar en condiciones de devolver la mirada. En este sentido, el eje que conecta el ojo del público con la llaga de la superficie del proscenio no revela sólo una distancia, sino

que, además debe aparecer como soporte de toda la economía de producción de imágenes propia del teatro para danza. Y, como es evidente, cualquier alteración en el funcionamiento de ese eje supone provocar una desviación en los fines de la máquina y en la subjetividad que la pone en marcha.

Tomemos ahora como hipótesis esta representación que he recorrido rápidamente: si aceptamos que, como he descrito, podemos entender el teatro para ballet como una máquina cuyo fin es producir ilusiones visuales del otro de acuerdo al deseo hegemónico del sujeto que reina en la sala, entonces podríamos decir que estamos ante una tecnología que realiza y reafirma dicho sujeto hegemónico. Si esto es así, entonces cualquier alteración de la estructura o la economía de la máquina podría suponer un intento de alterar una forma de producción de unos objetos culturales concretos como, y esto es lo que me interesa, de subvertir y cuestionar las condiciones en las que sucede el sujeto que el teatro de ballet realiza.

Lo que propongo ahora es que a la luz de esta hipótesis, consideremos TLBETME (Todos Los Buenos Espías Tienen Mi Edad) de Juan Domínguez y observemos qué pasa con el edificio del teatro.

El dispositivo de TLBETME es muy sencillo: en el espacio de acción aparece a un lado una mesa de camping para dos personas con una cámara colocada justo encima del tablero; y al otro una pantalla sobre la que se proyectan las imágenes que recoge la cámara. Juan Domínguez se sienta en el asiento de la mesa de camping de frente a los espectadores, pasa tarjetas encima del tablero y la imagen de esta acción se proyecta en la pantalla. Poco más sucede ante los espectadores.

Pues bien, creo que no es muy difícil adivinar en estos elementos tan simples cierta ruina, cierto lugar en el que las partes desmembradas de un teatro han sido esparcidas y puestas a funcionar de una forma distinta a la original. Veamos cómo ocurre éste suceso.

Quizás la reacción más inmediata como espectadores es ubicar en la pantalla el espacio para la ilusión visual, lo que antes hemos llamado escena. Sin embargo, a pesar de que, en efecto, en esa superficie las imágenes se suceden constantemente, hay dos aspectos que impiden que funcione como el espacio en el que aparece la imagen del otro. El primero y más evidente es que en la pantalla lo que se ven son tarjetas con texto escrito. Esto es, superficies que impiden cualquier ilusión penetración visual: en la pantalla lejos de encontrarnos con una promesa de profundidad, nos damos de bruces con nuestra propia mirada, que es incapaz de

ver más allá. La única manera de trascender esa superficie implacable es a través del texto que, al narrar el proceso de creación, sustituye la llaga del punto de fuga por una mirilla. Juan Domínguez prescinde de cualquier experiencia visual y, a la manera del Marqués de Sade en las 120 jornadas de Sodoma, abre un espacio literario en el que se describen con el empeño científico propio de la literatura pornografica los sucesos ocurridos esta vez no en el castillo de Schilling sino en el equivalente estudio del artista, es decir, en el lugar privado en el que ocurre lo que se ha dado en llamar “sujeto moderno”.

El otro aspecto que hace imposible acceder al lugar de la ilusión es que la imagen proyectada es tan solo una reproducción, no es la acción viva. Como apunté, Juan Domínguez pasa tarjetas sobre la mesa. Pero, al contrario de lo que sucedería en cualquier dispositivo tradicional, nosotros espectadores no tenemos un acceso privilegiado a esa acción: intuimos lo que está sucediendo pero no lo único que podemos ver claramente es la imagen reproducida de la acción que aparece en la pantalla. Con lo cual no sólo perdemos nuestra posición privilegiada de testigos visuales de un suceso vivo sino que además nuestros ojos son secuestrados por la visión única de la cámara. Recordemos que en este caso el punto de vista hegemónico no es una figura como he propuesto antes, sino que está materializado en una cámara que además está separada de la pantalla y colocada sobre una mesa según un eje perpendicular al eje de la proyección. Si en el teatro para ballet el punto de vista y la escena aparecían unidos por un eje longitudinal, en TLBETME este eje se ha partido y las partes del teatro se encuentran separadas y desplazadas. Como consecuencia, la estructura del proyector y la pantalla son sólo un simulacro de una mirada que en realidad sucede en otro lugar, en otro tiempo, según otro eje de la visión y según una economía que poco tiene que ver con la acción viva. De esta manera, se puede decir que lo que Juan Domínguez hace de una forma brillante es darnos el cambiazo: lo que en un principio pudo resultar algo parecido a una ilusión capaz de reafirmar el poder de nuestra mirada hegemónica de espectadores de teatro, resulta ser en verdad un cadáver impenetrable. Ni hay nada más allá de la pantalla, ni nuestros ojos son nuestros, ni lo que vemos es un suceso vivo sino un mero señuelo reproducido.

Ante esta situación, es más que evidente que cualquier intento de anestesiarse y desaparecer en la oscuridad disolviendo nuestra subjetividad en un punto de vista hegemónico, resulta ser un esfuerzo ocioso. O lo que puede que sea lo mismo, delatada nuestra mirada no queda otra que acarrear con nuestra propia consciencia y aceptar la derrota de que aquel que habíamos colocado en el lugar del otro, nos devuelva la mirada.

TLBETME es sólo un ejemplo de cómo se pueden alterar las condiciones en las que sucede el edificio para ballet. Sin duda, a lo largo de la historia de la danza se pueden encontrar muchas otras obras y situaciones que han agitado los asientos atornillados al suelo de la sala y desestabilizado los ojos de quienes miran. Pero, como decía al principio, estos casos, estas posibilidades narrativas parecen haber sido silenciadas sistemáticamente en los relatos oficiales de la historia de la danza. Y puestos a sospechar, este silencio quizás no se haya debido tanto a que se considere irrelevante el asunto como a que el hecho de cuestionar cómo se mira significa irremediablemente preguntarse por cómo y quién escribe o, en nuestro caso cómo y quien construye archivos. Por eso creo que es fundamental observar el edificio; enterarse de cómo funciona la máquina para ballet; saber desde dónde hablamos y en qué cuerpos se materializa nuestra voz. No vaya a ser que, llegado el momento, no vayamos a estar en condiciones de devolver una mirada. No vaya a ser que no nos demos cuenta de que alguien puede estar ocupado en la minuciosa tarea de serrar las patas de nuestra cómoda butaca y sigamos empeñados en sostener una autoridad en ruinas.

Notas

  1. La incorporación de los discursos surgidos desde la crítica feminista y los estudios de género a los estudios de danza ha dado lugar a lecturas de la danza y el ballet en las que se subrayan tanto la presencia hegemónica de una mirada masculina heterosexual como las fracturas de dicha mirada. Una de esas fracturas señalada en múltiples ocasiones es precisamente la presencia y la tradicional invisibilidad del cuerpo masculino en escena. Sobre el asunto del género en la danza son clásicas las monografías Lynn (1988), Burt (1995) y Foster (1995).
  2. A propósito de la idea wagneriana de “obra de arte total” Susan Buck-Morss define “fantasmagoría” de la siguiente manera: “Las fantasmagorías son una tecno-estética. Las percepciones que proporcionan son lo suficientemente “reales” –el impacto que provocan en lo sentidos y en los nervios es “natural” desde el punto de vista neurofísico. Pero su función social es, en cada caso, compensatoria. La meta es la manipulación del sistema sinestésico mediante el control de los estímulos medioambientales. Tiene como efecto anestesiar el organismo, no entumeciéndolo, sino inundando los sentidos. Estas simulaciones sensoriales alteran la conciencia casi como una droga, pero distrayendo los sensores mediante alteraciones químicas y, significativamente, sus efectos se experimentan colectivamente, de modo igual. Todo el mundo percibe el mismo mundo alterado, [todo el mundo] experimenta el mismo ambiente total. En consecuencia, y de modo distinto a como sucede con las drogas, la fantasmagoría adquiere una posición de hecho objetivo. Así como los drogadictos confrontan una sociedad que desafía su visión alterada, la intoxicación de la fantasmagoría en sí adquiere una posición de hecho objetivo. (Buck-Morss, 1993: 79) Este texto está bajo una licencia de Creative Commons Artea. Investigación y creación escénica. www.arte-a.org. artea@arte-a.org
  3. “The psychic problem raised by theatre is that it remains a perpetual rehearsal. The one for whom the theatre maker makes the piece never arrives to the performance. This is why thatre remains an art rather thatn a cure. (Phelan, 1997: 31)