En cierto modo, todo teatro es un teatro de los muertos, al menos de los que no están, por eso se los re-presenta. La pregunta sería: ¿y quiénes son los que no están?, ¿a quién decide una sociedad poner en sus escenarios?, ¿cuáles son las ausencias que una colectividad evoca —trata de re-vivir—, a través de su teatro? Hubo tiempo de los orígenes, tantas veces reinventado, en que el teatro representó a los dioses, que no estaban, y que era necesario hacer presente; luego se representó a los hombres poderosos, y más tarde, como explica Blanchot, a los desheredados, a los que no tenían voz; finalmente, una modernidad descreída, que mira con sospecha toda relación trascendental, ha terminado representando aquello que no se deja representar, lo que más se resiste a volver a ser, lo que ya no puede ser de ninguna manera, ni siquiera como representación; y ahí aparecen una vez más los ausentes, los más ausentes de todos, los muertos.

Ese es el misterio de la representación: volver a hacer presente lo que no está; es como un juego de magia: soy yo pero represento a otro, soy yo pero soy otro, alguien que en realidad no soy; es un imposible en el que la escena actual, en esa búsqueda de sus límites, ha encontrado un modo de seguir siendo, incluso en la era de los medios: cuando la tecnología permite la simulación de cualquier realidad, entonces el teatro insiste en desvestirse para crearse desde ese centro oscuro de la representación, el momento incierto en que una presencia (actor), vocero de un colectivo congregado en torno a él, evoca a través de sus gestos, palabras y acciones lo otro: traer a ese mismo momento, a ese ahí y ahora, algo que no está. Con este intento se inaugura el espacio y el tiempo de la representación. El lugar y el momento en el que alguien asume la función de actor quedan investidos con una naturaleza distinta, se tensan, se hacen visibles. Al final, inevitablemente… una ausencia, la huella de algo que no pudiendo ser, sin embargo, ha sido, el registro de una carencia, de una imposibilidad, que no obstante ha sucedido. Algo ha pasado, y los actuantes reciben aplausos por su destreza, y el público abandona la sala; se terminó el espectáculo, lo que era ya no es.

Beatriz Catani y Mariano Pensotti nos ofrecen nuevos resultados de una búsqueda escénica que quedó bien definida en Los 8 de julio: hablar sobre los que no están, tratar de hacer presente durante la representación algo que ya ha terminado, un proceso de creación, una serie de acciones (tareas) que los directores encargan a los que van a ser los futuros actores; el presente de la escena, físico, real e inmediato, confrontado a todo lo ya pasado, que es evocado desde ahí, pero no está. Entre estos dos espacios: uno real, otro rememorado, se construye un campo de tensiones sobre el que crece la obra. Desde el comienzo se deja ver que el intento por hacer presente esa otra realidad va a ser en vano; se parte de un sentido de carencia, de imposibilidad, que hace todo más visible, más palpable. Lo desmesurado de la empresa aconseja a los propios actores que acepten las limitaciones que impone todo acto de re-presentación; estos se dirigen al público para explicarle lo que van a mostrar a continuación, que es el resultado de lo que estuvieron haciendo durante los meses previos al estreno, durante el proceso de construcción de lo que estamos viendo, que es el resultado. En realidad, lo que le están diciendo al público es que, aceptadas las limitaciones del intento, renuncian a la posibilidad de interpretar a esas otras personas o realidades que tratan de volver a levantar en escena. El hecho de la interpretación queda apuntado, citado, como una posibilidad que se mira con recelo (un mal menor, quizá inevitable), y que solo en algún momento, advirtiéndolo previamente, se va a utilizar.

El reestreno de Los muertos tiene lugar en El Camarín, en la sala de abajo; es un espacio vacío, cerrado, un sótano de ladrillos pintados de blanco. Una escenografía a cargo de Mariana Tirantte lo divide en dos áreas: a la derecha, en primer plano, sentados frente a frente, flanqueando una pantalla de televisión, Matías Vértiz y Nikolaus Kirstein, que irá traduciendo al alemán lo que el primero va diciendo: habla de la dimensión escénica que tiene la representación de la muerte, de los cementerios, y su parecido con las escenografías teatrales, mientras que un vídeo proyecta imágenes de las tumbas de un cementerio; más tarde aparecerán un sepulturero y un escenógrafo hablando cada uno de sus trabajos. En el lado de la izquierda, con las paredes empapeladas en un blanco rayado decadente, de salón de una vivienda de hace varias décadas, ocupado por un sofá, una mesita baja con un radiocasete, unas copas y una botella de sidra, y sillas alrededor (vacías), todo ello acotado por unos focos, se encuentra Alfredo Martín, quien ha recibido un nuevo cometido (ya se le encomendó otro en Los 8 de julio): volver a levantar una obra que interpretó hace más de veinte años, una adaptación del cuento de James Joyce que da nombre a la obra.

¿Cómo se representa una representación?, ¿cómo se hace una copia de una representación?, se preguntaba también Daniel Veronese. Para ello el actor tendrá que volver a interpretar, en la medida en que se acuerde, en que su memoria se lo permita, algunas de las escenas de aquella obra, supliendo la falta de los otros actores. Sus explicaciones previas de las dificultades para llevar a cabo la tarea (contactó, por ejemplo, con el asistente de dirección, que estaba ya en un geriátrico), así como sus reflexiones finales, al término de la experiencia, serán igualmente traducidas al alemán.

El traductor utilizará siempre un tono neutro, a mitad de camino entre la profesionalidad distante y un gesto de paciente comprensión, sobre todo hacia Alfredo, el actor, cuyas palabras quedan a menudo atropelladas por la emoción. En todo caso, el traductor se limita estrictamente a su cometido (al fin y al cabo como los otros), situándose al lado de aquel que en cada momento está hablando. A diferencia de estos dos, que dirigen sus explicaciones al público, este no mira a los espectadores, sino que se coloca en la proximidad de la persona cuyas palabras tiene que traducir, concentra su atención en ella, en sus palabras, es decir, en su función. Nikolaus mantiene la compostura física, limitándose a lo que hace, a pesar de que su estatura acentúa su presencia constante en el escenario. Pensemos que para el público alemán que vio la obra en Berlín en 2004 (Hebbel am Ufer), pues se hizo a través de un proyecto del Goethe-Institut, este añadido debía introducir una interesante distancia con respecto a lo que allí se estaba mostrando. Para un público que habla castellano, esa presencia, hecha visible como una estricta acción: el acto de traducir, enfatiza el componente performativo de toda la obra, así como el tono característico de esta, combinando el aire de experimento (humano) con el de conferencia, actividades ambas que participan de una misma cualidad escénica que envuelve todo el espectáculo.

Finalmente se trata de esto: lo que se muestra no es la obra que se hizo hace veinte años, cuyos textos ni siquiera se traducen (no son el objeto en sí mismo de la obra), sino a un actor tratando de reconstruir (recordar) una representación que tuvo lugar hace ya tiempo, es decir, llevando a cabo la tarea que le han encomendado; tampoco Matías interpreta o pone en escena la idea de la muerte o los diferentes muertos a los que se refiere durante su charla, aquellos que fallecieron en los meses previos al reestreno (así comienza la obra: «Durante el tiempo que duró el proceso de esta obra han muerto…»), sino que solo muestra: muestra las imágenes, al mismo tiempo que comparte con el público reflexiones sobre el tema, en un tono entre pausado y distante, con esa frialdad que confiere la pretensión de objetividad.

Por tanto, lo que representa la obra no es la muerte o un cuento de Joyce, sino los resultados de un proyecto; se pone en escena la acción de mostrar/contar algo, así como la acción de traducir los textos. No se interpreta a unos muertos, al menos no en primer grado, para hacerlos más presentes, sino que se interpreta a unas personas reflexionando sobre un tema, y como una parte del proyecto, se interpretan algunas escenas de una obra, que a su vez, en ese texto final del cuento de Joyce, también nos habla de la muerte, es decir, de la vida.

Todo en la obra deja ver la distancia entre lo que ahí se está haciendo y aquello de lo que se habla, una distancia infranqueable: es imposible ciertamente volver a dar vida por los mismos actores a una representación que se hizo hace más de veinte años (es posible que algunos de ellos estén incluso muertos), en el mejor de los casos nos debemos conformar con recuperarla de modo fragmentario, y esto lo asumimos desde el inicio; al igual que es imposible hacer presente físicamente a alguien que se ha muerto. Los cementerios y los teatros consisten en la puesta en escena de unas ausencias, que únicamente se pueden hacer presentes a través de su no-estar, y de eso nos hablan las escenografías teatrales y las representaciones al pie de las lápidas. El trabajo de Catani y Pensotti, como Los 8 de julio, nos hacen sentir la emoción de la ausencia, la densidad que puede llegar a tener una carencia o un vacío.

Pero lo que confiere a esta obra originalidad es que esto no se hace por medio de la interpretación o la representación de unas personas que no están ahí, sino señalando este vacío de manera directa, casi con el dedo, desde la inmediatez física y real del escenario, como si nos dijeran: «Aquí lo que hay sobre todo es una ausencia, muchas ausencias; aquí falta mucha gente». Esa sensación de realidad y, por ello, quizá también de verdad, de lo que se está haciendo, que no es la verdad de lo que se está diciendo o de las tesis que se discuten, sino del modo en que estas se presentan, termina revistiendo extrañamente el contenido de todo. La renuncia al juego de la representación, que es lo que el público espera, genera una sensación de vacío (quizá también de fraude) que se convierte, paradójicamente, en la mejor expresión de lo que allí se está mostrando, de lo que es el teatro, una imposibilidad puesta en escena, que es también la imposibilidad de llegar a comprender algo (de lo que está pasando); de ello nos habla ese impresionante monólogo final del cuento de Joyce, interpretado por Alfredo como parte de su experimento: nos habla de un fracaso, mientras todo sigue pasando, mientras sigue lloviendo o nevando sobre unos y otros, sobre los vivos y los muertos. En mitad de esta desolación, que es la del personaje de Joyce, pero también la del actor, vencido por la emoción de la memoria, del tiempo transcurrido desde aquella representación, en el escenario pasa algo difícil de describir, pero que nos hace sentir con especial intensidad lo extraño que es todo en la vida, tan cargada de muertes, de ausencias que vuelven a suceder —que están sucediendo— en cada instante (escénico) de la vida, como en ese mismo instante de la re-presentación de esta obra de la que ahora escribimos, de volver a hacer presente lo que ya no está, un imposible alojado en lo hondo de la condición humana.