En los últimos diez años ha surgido un nuevo contexto de formación y trabajo denominado “arte-investigación”. No categoriza la investigación realizada por los artistas como parte de su proceso de producción. Ni tampoco la investigación académica en artes. Se trata de un espacio intermedio que aún no ha encontrado pleno reconocimiento ni en el sector artístico ni en el académico, pero que ha experimentado un fuerte crecimiento en los últimos años.

El arte-investigación es menos espectacular que el arte. Los artistas-investigadores, habitualmente egresados de escuelas y facultades artísticas, reúnen en su práctica la tradición crítica de la academia y la productividad creativa propia del arte. Se conciben a sí mismos no solo como inventores y manipuladores de formas, sino como generadores de conocimiento o agentes en una red de generación de conocimiento. Al ser aún integrantes de las primeras promociones, estos investigadores-artistas carecen de maestros localizados en un solo campo y practican más bien la transdisciplina. Pueden reclamar el legado de artistas como Marcel Duchamp, Gertrude Stein, Antonin Artaud, Jean-Luc Godard, John Cage, Yvonne Rainer o Marina Abramović, pero su objetivo no es el de producir arte ni tampoco el de negar la autonomía artística, sino más bien el de reivindicar la libertad de movimientos de la universidad a la galería, del teatro al laboratorio, y del museo al espacio social.

El icono de este nuevo campo es el del joven artista frente a un ordenador portátil (normalmente un mac). Es indiferente si se trata de un artista visual, un coreógrafo, un realizador, un arquitecto o un músico. Por más que su trabajo tenga lugar fuera del formato pantalla informática, su imagen es la del artista-portátil. Esto es así porque el arte-investigación ya no se inscribe en el marco de una disciplina, y en la tradición o la memoria generada por la misma, desde la que se accedía a la realidad y a la producción. Ahora, el medio es utilizado para la construcción de marcos provisionales (indisciplinares) que resultan generalmente de la exploración de archivos y repertorios de formas simbólicas no necesariamente artísticas.

El artista-investigador es un artista etnólogo, historiador, filósofo, o al menos un artista que se plantea cuestiones abstractas de carácter lingüístico, político o epistemológico. Se le distingue fácilmente del antiguo investigador porque en cualquier momento puede dar la vuelta a su portátil y mostrar imágenes de sí mismo haciendo, o bien vídeos, dibujos y proyectos que él mismo ha realizado. También se puede levantar de la silla y ofrecer una demostración práctica, guardar silencio mientras se mira su película o se escucha su composición sonora, bailar, gesticular, actuar o invitar a un juego. Aunque obviamente la diferencia más importante reside en la heterodoxia metodológica y la sucesión imprevisible de las preguntas que guían la investigación.

La figura del artista-investigador es inconcebible sin el proceso paralelo de digitalización de la cultura, que permite el acceso a documentos de todo tipo sin grandes esfuerzos físicos y económicos, acelera la producción y ensamblaje de materiales, democratiza la evaluación y la crítica y facilita la colaboración más allá de los equipos constituidos. El ahorro de tiempo aportado por la digitalización y virtualización respecto a la formación basada en cátedras y bibliotecas, la apertura tanto de los departamentos universitarios como de los procesos artísticos y la movilidad generada por la red hacen posible la múltiple especialización, o más bien la integración del trabajo práctico-artístico y del trabajo crítico-teórico (o incluso del trabajo científico). Para el investigador-artista la página o el lienzo en blanco constituyen un mito irrecuperable del pasado: su práctica ocurre de un modo u otro en el espacio red, y la red constantemente le invita a explorar territorios externos a lo artístico.

El artista-investigador es una figura de transición, en la que se realizan de manera inesperada la vinculación de experiencia ordinaria y experiencia estética reclamada por Dewey y la emancipación de las formas creativas respecto al arte mismo anunciada por Benjamin (ambas en los años treinta del siglo pasado). Tiene algo en común con el ingeniero decimonónico, en su comprensión de lo creativo y lo utilitario, en su preocupación por resolver problemas concretos y en su equidistancia de teoría y práctica. En términos generales, su perfil parece más adecuado a las necesidades sociales contemporáneas que los perfiles disciplinares que en cierto modo fagocita: responde al proceso de transferencia de la teoría a la práctica que se ha producido en el ámbito de las humanidades en las últimas décadas, su actividad puede resultar socialmente más justificable y además sus producciones se presentan económicamente más asequibles entre otras razones por la renuncia a la espectacularidad.

La portatilidad del artista-investigador constituye uno de sus principales valores, pero también uno de sus puntos débiles: esa misma versatilidad que les dota de un perfil muy adecuado para satisfacer las demandas actuales, le sitúa como objetivos prioritarios de explotación por parte de instituciones formativas y culturales pauperizadas no sólo por los efectos de la crisis financiera, sino por el vuelco pragmatista de las últimas décadas. La tensión pragmática que justifica y de la que es consecuencia la existencia del artista-investigador, da lugar, paradójicamente, a una política económica y cultural que amenaza a sus propias criaturas. En cierto modo, el artista-investigador aparece como síntoma de la precariedad que afecta a toda una generación (o quizá dos), a la que toca sufrir una etapa de transformaciones estructurales sin horizonte definido, en que la protección estatal no hace sino aumentar los desequilibrios generados por un capitalismo desbocado, y en que la desatención a la sostenibilidad ecológica resulta tan preocupante como la desatención a los jóvenes.

¿Y qué investigan los artistas-investigadores?

Básicamente la relación entre el lenguaje y la experiencia. Se diferencian así de quienes estudian el lenguaje exclusivamente como medio de codificación de experiencias no presentes o como huella-código-anticipo de las mismas. Y en lugar de hacerlo de una manera contemplativa, lo hacen de una manera práctica, jugando con los archivos de formas simbólicas disponibles en la red o sus usos actuales en muy diversos ámbitos, desde la vida cotidiana a la ciencia experimental, pasando por los lenguajes de la legalidad y la política.

Los artistas-investigadores han aprendido de la antropología, pero también de las ciencias experimentales, que no existe el observador neutral. Por ello una de sus premisas es hacer efectiva esa intervención de una manera consciente, no con el fin de imponer una visión o una forma, sino con el fin más bien de producir una colaboración, un diálogo o un intercambio.

El empuje de los artistas investigadores ha sido tal en la última década que muchos antiguos investigadores a secas y también muchos antiguos artistas puros quieren ser también ahora artistas-investigadores. En ciertos ámbitos académicos comienza a ser cuestionable la elaboración de discursos críticos que no impliquen una dimensión práctica en su realización. Ésta puede venir dada por los medios de elaboración del discurso: recurso a lenguajes audio-visuales, propuestas ensayísticas, dialógicas o incluso ficciones, pero también puede darse como generación de dispositivos de producción o realización de experimentos que no se dejan traducir verbalmente y para cuya transmisión se debe recurrir a formatos multimediales.

Como en todas las fases de transición, se producen aberraciones. La emergencia de los artistas-investigadores y la reconversión de los investigadores en investigadores-artistas ha dado lugar a simplificaciones y degradaciones: repeticiones de métodos básicos o descartados, reformulación de preguntas obsoletas, pauperización de la crítica o simplificación de las formas y las técnicas. Por otra parte, la permanente movilidad física, virtual e intelectual incide en el riesgo de dispersión y en el ejercicio de una superficialidad improductiva. Pero todas estas aberraciones propias de la fase de transición no pueden anular la inevitabilidad del proceso de trasvase del conocimiento y de la crítica a la práctica, y la consolidación de un campo académico que cruza transversalmente distintos ámbitos de la estructura social.

Este nuevo campo resulta en parte del cruce de lo que anteriormente se denominaba humanidades y lo que anteriormente se denominaba artes, un cruce en el que ambas resultan definidas y ampliadas. El objeto de investigación son las prácticas de lo humano, que incluyen lo que Michel de Certeau denominó «artes del hacer», pero que no excluyen el «hacer del arte» y la postulación de este hacer-arte como instrumento de crítica, laboratorio de experimentación de formas o espacio de colaboración con repercusión en ámbitos tan diversos como la pedagogía y el trabajo en comunidad, la salud integral, la historia, la arquitectura y la gestión de lo simbólico.

No obstante, tangente a este nuevo campo sigue teniendo lugar una actividad que podemos calificar sin más como artística y una actividad que podemos calificar sin más como filosófica, y que no admiten la hibridación. La persistencia de la filosofía como trabajo sobre la vida del lenguaje y la persistencia del arte como vida en el trabajo del lenguaje siguen siendo paradójicamente la condición de posibilidad, de mantenimiento y de expansión de ese campo denominado arte-investigación.

 

José A. Sánchez

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