José A. Sánchez, Ética y representación, México, Paso de Gato, Serie Teoría y Técnica, 2016.

 

En un país y un medio editorial donde una edición de 1000 ejemplares toma entre cuatro y siete años para venderse, el hecho de que el primer tiraje de Ética y representación se haya agotado en menos de seis meses resulta particularmente significativo. Y desde luego lo es mucho más de una inquietud derivada del clima que vive el país que de algún cambio sorpresivo en el consumo editorial. No hay duda, en momentos de barbarie y brutalidad inimaginadas, las preguntas sobre la ética –que, como explica el autor, “opera en el ámbito de la práctica”- resultan las más urgentes de plantear.

Si a esto sumamos la confluencia en el término representación de las esferas estética y política, un título como éste adquiere su carácter de urgencia. Cuando creadores y colectivos escénicos de todo el país se debaten en la manera de tratar las múltiples situaciones que configuran la profunda crisis de la vida pública mexicana, cuando en todos los espacios críticos se discute sobre la pertinencia de tales reacciones artísticas y sus relaciones con la acción efectiva de la política, la precisión y complejidad de un estudio como el de José A. Sánchez se convierte en una referencia imprescindible para esa concurrida conversación.

A pesar de la estructura del libro, compuesta por pequeñas -o no tan pequeñas- viñetas teóricas o de seguimiento de manifestaciones artísticas ejemplares, y donde el autor introduce una cierta propuesta lúdica que permite reordenar el contenido conforme a los personales derroteros del interés, la consistencia del tema se sostiene en una mirada que ahonda desde la definición de los conceptos básicos hasta en el escudriñamiento de relaciones entre ellos y de los múltiples fenómenos imbricados.

Y ya en las definiciones de los conceptos básicos, el estudio hace una muy importante aportación, especialmente en los territorios del pensamiento que se expresa en lengua castellana: al abordar el concepto de representación, el autor introduce una distinción analítica de los diversos tipos existentes (mental, mimética, dramática, escénica y simbólica, como delegación) y su función en múltiples ámbitos (del conocimiento, de la ética, la estética y la política) que resuelve finalmente el problema de la polisemia de la palabra, aquello que ha dificultado tanto la traducción del pensamiento que se expresa en lenguas, como el alemán, que posee vocablos para cada tipo específico, o el inglés, donde su concurrencia con otros significados del término performance ha provocado equívocos irreparables.

Mas no satisfecho con esa distinción, que tiende a separar para su conocimiento aspectos que en la realidad suelen entremezclarse, se observan a continuación  la confluencia e interrelación de modos y contextos para concluir justamente que “la comunidad del término no es casual, y el tránsito de una función a otra de las distintas representaciones no es un mero defecto resultado de la ambigüedad o de la ignorancia, sino un problema intrínseco a cualquier representación.” (p. 64) Un aserto que parece alumbrar la exploración de todas las manifestaciones aledañas y prácticas artísticas revisadas en el libro.

Particularmente importante es también una de las conclusiones a que conducen la exposición y el análisis y que zanja un problema que durante mucho tiempo empantanó las discusiones de lo escénico, por ejemplo entre el teatro y el performance. A diferencia de quienes pelean con la representación (en este caso la representación mimética) para afirmar la condición de la presencia, la revisión de obras artísticas y la reflexión de las múltiples aristas de ambas condiciones, permiten sostener que “presencia y representación no son términos antagónicos” (p. 350),  y que ninguna de ellas es per se garantía de “implicación”, una palabra recurrente en el texto, donde arraiga la cuestión ética. Una complejidad de la mirada que se extiende hasta el núcleo tabú del teatro al desmitificar también las relaciones de presencia y mediación y abrirse a la posibilidad de contradispositivos que, por medio de un uso crítico de la tecnología, se erigen como otra forma de comparecer o compartir una experiencia afectiva.

Al subrayar la palabra implicación, se hace evidente que “hablar de una ética de la representación es en gran parte hablar de una ética de las prácticas de los cuerpos” (p. 39). De aquí que la columna vertebral de las múltiples tematizaciones que atraviesan la relación sea aquella que pasa por el cuerpo (“ Cuerpo y representación, Ética del cuerpo, Poner el cuerpo, El cuerpo poético, El cuerpo expuesto, Cuerpos”) y que se inerva y adquiere toda su musculatura en temáticas derivadas de ella (“Representación y sacrificio, Ética del cuidado, Ficción y dolor, Des/apariciones, Presencias, Identidades, Reencarnaciones, Memoria y violencia”). Lo que explica de paso que la edición española –recién alumbrada- haya modificado el título del libro por el de Cuerpos ajenos.

Finalmente, el sentido de implicación como “consecuencia” o “repercusión” deriva la mirada del autor hacia ese territorio pantanoso donde naufragaron tradicionalmente las teatralidades de filiación brechtiana, el difícil paso de la toma de conciencia a la acción. El tránsito de la estética a la política. En esta rayuela ensayística, aparecen entradas que abordan su problemática (“Ética y práctica artística, Representación y teatralidad social, Representar al Otro, La representación de la subalterna, Representación y vaciamiento, Representación y virtuosismo, Documento y monumento, La histeria y la historia, Ética del testigo, Dispositivos de representación”), y van desde el peligro señalado por Rancière, de “que el alineamiento del arte con las causas éticas (y especialmente con las temáticas de la memoria) [oculte] una abdicación efectiva de la acción política” (p. 346) hasta la propuesta de revalorar a la representación como “instrumento de construcción de sentido y de comunidad”, de “juego” y de (una vez más) “implicación”.

Si Prácticas de lo real en la escena contemporánea (el libro que le antecede y que injustamente no ha tenido el mismo impacto que éste) mostraba ya la consistencia de un pensamiento sobre las artes escénicas en plena madurez, hay que señalar aquí un punto de sensibilidad e involucramiento muy peculiares de José A. Sánchez que trasluce en la “Historia de este libro” y en los momentos más intensos de su escritura. Y si la riqueza de su mirada -como allá- no se limita a los ejemplos provenientes de la escena (el cine, la literatura también están presentes aquí) o a un territorio geográfico o cultural en  específico, a diferencia de aquel libro pródigo en ejemplos, en este caso los procedimientos de un puñado de artistas y escritores le bastan como modelos que invitan a la discusión (entre los que sobresalen los artistas escénicos Angélica Liddell, Mapa Teatro, Lina Saneh y Rabih Mroué o los cineastas Abbas Kiarostami y Apichatpong Weerasethakul, todos ellos, como sostiene el autor, parte de una tradición de artistas que defiende “la teatralidad y la representación como medio de acción política, y que vinculan ésta al compromiso ético.”) (p. 37).

Muy significativo -para retomar el comentario inicial de esta reseña- es el hecho de que, a pesar de la estrecha cercanía del autor con nuestro contexto, no aparezca entre las acciones artísticas estudiadas ningún ejemplo mexicano (salvo, claro está, la temática abordada por Angélica Liddell en La casa de la fuerza y la experiencia mexicana de Roberto Bolaño presente en su libro 2666). Argumento que abona pues a la urgencia que Ética y representación tiene para aquellos que ejercen la práctica artística y el sentido crítico en un México que hace mucho tiempo se nos fue de las manos. El adjetivo “ajenos”, añadido en el título de la edición española no hace sino confirmar el planteamiento inicial. El enorme atractivo y potencial de este libro está aquí.

 

Rodolfo Obregón