El arte ejecutorio más próximo a la experiencia común del hablante es, sin duda, el teatro. En el esfuerzo del actor ambulante conviven yuxtapuestas, y a veces indiscernibles, el particular virtuosismo requerido por la recitación sobre el escenario y el virtuosismo universal que inerva, de principio a fin, la praxis lingüística del Homo sapiens. El actor reproduce, en un ámbito bien delimitado y sirviéndose de técnias especializadas, eso que todo locutor, es decir, todo hombre de acción, hace siempre: volverse visible al próximo.

Quien recita, actúa hablando. Pero quien actúa hablando, ¿recita? Esta es una pregunta menos frívola de lo que pudiera parecer a primera vista. Antes que limitarse a considerar la prestación del actor a la luz de los usos lingüísticos ordinarios, convendría proceder en sentido inverso, hipotetizando que la puesta en escena de un drama contribuiría a esclarecer algunos enmarañados problemas de la filosofía del lenguaje. Merece atención, en suma, la teatralidad ínsta en cualquier discurso, por descuidado o torpe que sea. Además de un arte empíricamente determinado, el teatro constituye, tal vez, una forma a priori que estructura y califica toda la actividad verbal. Un hecho muy concreto y circunscrito, como es preciamente la recitación profesional, exhibe de inmediato ciertas condiciones de posibilidad de la experienica lingüística en general: de ella, es quizá, el diagram vívido. Entre las numerosas nociones específicamente teatrales que pueden aspirar al papel de concepto-guía para una reflexión acerca del lenguaje en cuanto praxis, deseo extrapolar aquí sólo dos: a) la existencia de una escena, es decir, de un área delmitada que asegura plena visibilidad al acontecimeinto representado; b) las comillas entre las que está contenido todo lo que se dice en el curso del espetáculo. En la escena las comillas son una prerrogativa insustituible de la acción humana, no un simple trámite para repetir ante un público que ha pagado.

a) Cualesquiera que sean sus gestos (un beso o una traicionera puñalada) y sus discursos (monólogos desconsolados o briosas seducciones), el actor usufructúa un espacio en el que unos u otros siempre resultan evidentes. Este espacio es la escena. En ella no hay lugar para la discreción de las representaciones mentales. Todo lo que allí sucede es manifiesto, realizado a la luz pública. El palco y los bastidores son el presupuesto trascendental de todo drama o comedia, la condición que posibilita su desarrollo. La escena confiere a las acciones el rango de fenómeno, puesto que las hace aparecer. Ofrece, por lo tanto, una solución, humilde pero eficaz, al problema crucial de la fenomenología de Husserl: distinguir al particular entre visible de la visiblilidad como tal, el contenido de un fenómeno del phainesthai revelador que lo muestra. El espacio en que se desarrolla la representación no coincide con la suma de hechos y discursos que aloja, sino que es el requisito que garantiza su manifestación. El compás pronunciado por el actor atrae las miradas, pero es la escena la que instituye la aparición de todo lo que cada tanto aparece.

En la praxis lingüística común, la que hace las veces de palco teatral es la enunciación. A condición de entender el término en la acepción específica sugerida por Benveniste: “nuestro objetivo es el acto mismo de producir un enunciado y no el texto del enunciado” (Benveniste 1970: 97). La escena de la que se sirven todos aquellos que actúan verbalmente consiste en el simple tomar la palabra. La visibilidad del locutor depende de la “conversión del lenguaje en discurso” (ibid.: 98), no de los contenidos y la modalidad de este último. Para entreabrir el espacio de aparición, dentro del cual todo evento gana el status de fenómeno, existe el tránsito del puro poder-decir (“antes de la enunciación no existe la posibilidad de la lengua” [ibid.: 99]) a la emisión de una voz significante. La acción de enunciar, o sea el pasaje de la potencia al acto, es afirmada, dentro del mismo enunciado en acto, por algunos vocablos estratégicos: los deícticos “yo”, “esto”, “aquí”, “ahora”. Según Benveniste (1956: 302-04), tales palabritas se refieren únicamente a la “situación de discurso” que, precisamente ellas, han creado. “Yo” es este que está hablando, diga lo que diga; si se quiere, es el actor distinto del personaje. “Aquí” y “ahora” indican el lugar y el momento de la enunciación, el espacio y el tiempo de la puesta en escena. “Esto” señala a todo aquello que rodea al locutor bajo las luces del escenario. La enunciación “introduce al que habla en la propia palabra” (Benveniste 1970: 99); es decir, lo introduce en la parte que se dispone a recitar.

En Vita activa, Hannah Arendt pone de relieve dos rasgos característicos de la praxis humana: comenzar cualquier cosa de nuevo, sin requerir de una cadena causal; revelarse a sí a los otros hombres. El incipit contingente e inesperado, similar a un “segundo nacimiento”, constituye la acción en sentido estricto; la autoexhibición reveladora radica, en cambio, en el discurso con que el agente rinde cuentas de lo que hace (Arendt 1958: 127-32). Pero bien vistos, ambos aspectos individualizados por Arendt están ya presentes en la experiencia lingüística. Con tal que se distinga, con Benveniste, la acción de enucniar del texto del enunciado (o, como hemos propuesto hace poco, la “escena” del “drama”). Quien toma la palabra da inicio, cada vez, a un evento único e irrepetible. Utilizando el léxico conceptual de Arednt, se podría decir: el acto de romper el silencio es el inicio de la revelación. El mero pronunciamiento, de por sí privado de contenidos, procura sin embargo la máxima visiblidad a todo lo que el locutor dirá o hará: a sus relatos llenos de matices como también a sus gestos mudos.

b) Cuando el actor confiesa un secreto embarazoso, o insulta al amante infiel, o describe un huracán, sus palabras asemejan citas. No utiliza realmente aquellas palabras, sino que se limita a mencionarlas. Declamados sobre el escenario, los párrafos de un diálogo están siempre entre comillas. Agreguemos: lo estarían aún cuando no se tratara de una obra literaria, sino que constituyeran el fruto de la más desenfrenada improvisación. Es la escena como tal la que priva a las frases pronunciadas de su habitual funcionalidad. Las comillas expresan la relación entre espacio de aparición (palco y bastidores) y lo que allí aparece (el drama), condición trascendental de la represetnación y de los eventos representados, enunciación y texto del enunciado, acción de tomar la palabra y particular mensaje comunicativo. Y es evidente que esta relación traspasa el augusto ámbito de la recitación teatral, concerniendo ante todo a la praxis verbal en su conjunto.

No es casual si Gottlob Frege recurre muchas veces al teatro para esclarecer el estatuto de los enunciados que, estando dotados de un sentido (Sinn) intersubjetivo, carecen aún de una denotación (Bedeutung) comprobable. Un solo ejemplo: “Sería deseable disponer de una expresión especial para indicar los signos que deberían tener un solo sentido. Si, por ejemplo, conviniéramos en llamarlos “figuras”, entonces la palabra del actor sobre el escenario sería una figura, pues el mismo actor sería una figura” (Frege 1892: 384; cfr. también Id. 1918: 50 y ss.). Allí donde falta la “búsqueda de la verdad”, es decir, un interés preeminente por la correspondencia biunívoca entre palabra y cosa, nuestras locuciones son “figuras” teatrales, Sinn sin Bedeutung, textos encerrados entre comillas. No muy distino es el juicio de Husserl acerca dce las “expresiones sin señal”, o sea sobre los enunciados desprovistos de valor informativo: cuando se profieren, “no hacen otra cosa más que representarse como personas que hablan y se conmunican” (Husserl 1900-01: 303). Pero representarse a sí mismos como personas que hablan, ¿no significa entonces colocarse en escena, recitando las propias frases como si fuesen los párrafos de un guión? ¿No implica, entonces, esta autoexhbición teatral, el pasaje del uso efectivo de un cierto enunciado a la mera mención de él?

A fin de comprender si el empleo de las comillas es una excepción, como parecen creer Frege y Husserl, o una característica basal del discurso humano, conviene razonar inversamente, preguntándose entonces en cuáles casos es posible eliminar sin inconvenientes el ambarazoso signo gráfico. Nuestros enunciados dejan de ser “figuras” teatrales en dos condiciones, solidarias entre ambas. La primera reside en otorgar un relieve exclusivo a la función cognitiva del lenguaje, ocultando provisoriamente su auténtica naturaleza de praxis. La segunda consiste en separar lo que se dice (contenido semántico) del hecho de que alguien ha tomado la palabra (enunciación), o sea en postular la autonomía del “drama” respecto de cualquier “escena”. Ahora sí, efectivamente, de las comillas no quedan rastros. Pero estas dos condiciones son excepcionales y artificiales. El lenguaje verbal es, ante todo, acción, praxis, y sólo parcialmente deriva en cognición, episteme. Por otro lado, el texto de un enunciado envía siempre al acto de producirlo, del mismo modo que la representación presupone siempre un palco y bastidores. Anómala, o cuanto menos transitoria y reversible, es la ausencia de comillas.

La actividad lingüística no es definida por los fines extrínsecos que cada tanto la persiguen: ni tampoco, que quede claro, por el objetivo de acrecentar el conocimeinto científico. Omitir las comillas no es diferente de privilegiar por un momento uno u otro fin ocasional de nuestros discursos. Mantenerlas, reconociendo entonces su carácter originario, significa, al contrario, mantenerse fiel al funcionamiento efectivo del lenguaje. Las comillas señalan, en efecto, la arbitrariedad natural de las relgas lingüísticas, y también la consiguiente inseparabilidad de medios y fines, ejecución y resultado, uso y mención. La teatralidad de la praxis verbal humana no es extravagante sino constitutiva e inextirpable. Considerados de por sí, como algo referido al “vivir bien en sentido total”, los enunciados que proferimos son siempre “figuras” (en la acepción de Frege), Sinn todavía desvinculado de una Bedeutung. Y los agentes-locutores, digan lo que digan, no dejan nunca de “representarse a sí mismos como personas que hablan y se comunican”.

Bibliografía

ARENDT, Hanna (1988), La condición humana, Buenos Aires, Paidós, 2003.

BENVENISTE, Émile (1970), “El aparato formal de enunciación”, en Problemas de lingüística general, II, México, Siglo XXI, 1986.

FREGE, Gottlob (1892), Sobre el sentido y la denotación, Buenos Aires, CEFIL, 1962.

FREGE, Gottlob (1918), “El pensamiento. Una investigación lógica”, en Investigaciones lógicas, Madrid, LM Valdés, 1984.

HUSSERL, Edmund (1900-1901), Investigaciones lógicas, Madrid, Alianza, 1985.