En Who´s afraid of representation? (¿Quién teme la representación?), el público vuelve a su lugar convencional en el dispositivo teatral. No se le invita a entrar en escena ni a participar de ningún modo que no sea el habitual, desde una distancia que busca activar no solo la percepción sensorial, sino al mismo tiempo el pensamiento crítico. Es el modo como se plantean los materiales lo que rompe el horizonte común de expectativas. En este caso ni siquiera tienen que leer, basta con que escuchen, vean, imaginen y piensen, actividades básicas del ejercicio intelectual. Está realizada por los artista libaneses Rabih Mroué y Lina Saneh y fue estrenada en el 2005. El contenido son una serie de relatos de acciones cuya característica común es la violencia. Por un lado, son descripciones de obras de artistas de referencia de las artes de acción de los años sesenta y setenta como Gina Pane, Yves Klein, Marina Abramovic o Chris Burden, y, por otro, el relato de una masacre cometida por un empleado de Beirut entre sus compañeros de trabajo. Se trata, por tanto, de dos tipos de historias distintas que discurren en paralelo, pertenecientes unas a la tradición contemporánea del body-art y la otra al contexto social de violencia en oriente medio. En ningún momento se alude a la relación entre ambas o se explica el propósito de semejante yuxtaposición. Al comienzo y al final se proyecta en grandes caracteres la pregunta del título acerca del rechazo a la representación. Al público le queda decidir a qué tipo de espectáculo está asistiendo y qué se le quiere decir con todo esto.A través de un modo de presentación que hace pensar en un ejercicio de reflexión pública, de conferencia escénica o debate, antes que de ficción dramática, se pone en escena el conflicto entre el presente de la acción, acentuado a través de la violencia, en este caso únicamente narrada, y la capacidad de la historia para convertir en relato incluso y sobre todo la violencia. A la derecha del público, se encuentra Mroué sentado en una pequeña mesa y junto a ella Saneh de pie. Esta abre un libro de historia del body art por una página aparentemente al azar, anuncia el número de la página y el nombre del artista que aparece. Mroué mira un reloj que hay sobre la mesa y le indica los segundos de los que va a disponer, que coinciden con el número de página. Entonces Saneh se dirige al otro lado de la escena y se coloca detrás de una pantalla, de cara al público. Ahí describe en un tono informativo acciones del artista en cuestión hasta que el tiempo se agota. En ocasiones es interrumpida por Mroué que le recuerda que tiene que limitarse tanto al tiempo concedido como a la verdad histórica de lo que está contando. Le advierte esto porque a veces Saneh introduce referencias falsas situando las acciones en el contexto político de oriente medio, un desplazamiento que Mroué ha desarrollado en sus trabajos visuales.

Al acabar el relato vuelve a la mesa y el juego comienza de nuevo. Cuando la página contiene una foto, cambia el mecanismo. Saneh coloca el libro en un retroproyector que amplía la imagen sobre la pantalla, después vuelve a situarse detrás y se desploma quedando como muerta. Cuando se levanta para volver a la mesa, la imagen de su cuerpo abatido permanece. Sobre esta se irán superponiendo otras imágenes de sus sucesivos desfallecimientos, como sombras que va dejando la muerte cada vez que en el libro aparece foto. Al mismo tiempo, Mroué se levanta, se sitúa delante de la pantalla y narra en primera persona la historia del empleado de una oficina en Beirut, con la preparación y ejecución de los asesinatos. Este minucioso relato avanza de manera fragmentaria hasta completarse con la descripción del juicio y la discusión, según las distintas fuentes, de las motivaciones de la masacre, ¿religiosas, políticas, sicológicas? La discusión sobre las causas que llevan a realizar una acción de estas características, no solo la del trabajador libanés, sino también la de los artistas occidentales, queda abierta.

El problema de la historia y de los modos de contarla se focaliza más claramente que en las obras anteriores, pero curiosamente se llega a un lugar comparable: un lugar colectivo construido en torno a la posibilidad de la palabra como instrumento social. No se trata, sin embargo, de una historia ya hecha, sino de una historia que está haciéndose o rehaciéndose por parte del público. Es una historia que tiene, como todas las historias, algo de fallido. Este es el conflicto que se le propone al público en forma de pregunta no solo sobre la historia, sino sobre los entornos colectivos desde los que se construye.

Estas acciones no son interpretadas ni llevadas a escena a través de algún medio que no sea la palabra. Son simplemente referidas con una pretendida objetividad, en un tono entre testimonial y documental, aunque envuelto en un juego escénico cuyo sentido, como la pregunta del título, queda en el aire. La violencia de lo que se cuenta choca tanto con el modo de contarlo como con el marco lúdico que sostiene el juego escénico. A diferencia del carácter historicista y la fuerza emocional de los relatos, el dispositivo narrativo que organiza la única acción que se realiza en escena da lugar a una situación que no es fácil de identificar. Por un lado, los artistas no dejan de hacer de sí mismos, pero, por otro, como explica Mroué [1], sus roles son parte inevitable de una cierta ficción dramática. Lo indefinido del espacio que se abre entre ambos lugares contribuye a la creación de una palabra que interroga al público, ya desde el propio título, invitándole a una reflexión en la que se cruzan fenómenos comparables situados en lugares distintos, como el arte y la política, la violencia y la palabra, o el espectáculo y el público. La obra propone una reflexión en tiempo presente sobre el modo como el arte o la violencia se transforma en historia y el lugar de los espectadores como destinatarios de estas acciones artísticas o políticas convertidas ya en relatos.

En un debate posterior, dentro del Festival In-Presentable, en La Casa Encendida de Madrid, en 2007, los artistas explican que la pregunta del título está pensada para la sociedad árabe, donde este tipo de manifestaciones artísticas no es aceptado por lo que tiene de afirmación extrema de la individualidad a través del cuerpo. Sin embargo, vista desde la cultura occidental, donde el desarrollo de la individualidad ha sido su producto más exitoso, la pregunta adquiere otro significado; esa representación a la que se teme no es ya aquella contra la que reaccionan esas acciones como un gesto de protesta, sino la representación que termina convirtiendo las propias acciones en parte de una historia que trataron de cambiar. El relato histórico del arte moderno puede ser entendido como un rechazo a esas representaciones fácilmente manipulables con las que se construye la historia. La acción fue el modo de hacer sentir ese rechazo a la representación (de la historia) en favor de un presente inmediato y urgente, que solo puede operar como interrupción. Sin embargo, la historia vuelve como herramienta inevitable para dar sentido a aquellos actos que más cuestionan la posibilidad del sentido. Es por esto que, paradójicamente, ningún otro período habrá dado lugar a más historias, por su mismo esfuerzo de cambiar el curso de esa historia, que ese corto siglo XX en el que técnica e ideología se aliaron para crear formas de violencia que motivaron las acciones referidas.

La violencia y la palabra tienen en común que se construyen en relación al otro, aunque en un caso sea para negarlo y en otro para hacerlo presente. Si la palabra crea una ilusión de ponerse-en-relación-con, la violencia asume esta misma presencia con el fin de rechazarla. Aunque de modo distinto, de las dos maneras se deja ver el hecho social como un fenómeno plural y en todo caso conflictivo: si la palabra trata de construir representaciones que den sentido a ese estar juntos, la violencia cuestiona la posibilidad y el sentido común de ese estar juntos. Un polo no excluye al otro: la palabra puede ser un instrumento de violencia, y la violencia un modo de replantear los lazos sociales.

El debate con el público, como en el caso de El triunfo de la libertad, queda planteado aunque no forme parte de la obra. Está construido estéticamente a través del modo de proponer la escena, que produce una sensación de encuentro, pero también de desencuentro. La única acción que realiza la obra propiamente dicha, como en el caso de What if everything we know is wrong?, es la de compartir unos materiales históricos que, por su compleja forma de exposición, más que afirmar, interrogan, haciendo que la presencia del público se deje sentir como interlocutor de esas preguntas. Es el interés por este tipo de encuentros sobre los que se levanta un cierto interrogante que hace que el formato teatral haya cobrado una nueva actualidad a partir de los años noventa, no ya como espacio de representación sino de encuentro o desencuentro, del que la representación última sería la sostenida por el público confrontado con esas historias.

Notas

[1] Rabih Mroué, “It´s a total experiment. There are no limits”, en http://archiv.schauinsblau.de/rabihmroue/bild_ton/its-a-total-experiment-there-are-no-limits/. Consultado el 26 de diciembre de 2014.