Story-board de Versus

La necesidad de compañía humana es instintiva. (Rodrigo García)

 

Versus se abre con un nacimiento y se cierra con una muerte. Al comienzo, una proyección de una ecografía en una pantalla que ocupa todo el fondo del escenario. En la ecografía se ve el bebé de una de las intérpretes, que toca también la batería como parte del grupo de rock Chiquita y Chatarra; en la escena, ella sentada mostrando su barriga. Al final de la obra una profesional, no actriz, maquilla cuidadosamente a uno de los intérpretes que hace de muerto, Víctor Vallejo. Luego le meten en un ataúd y sacan tres enormes coronas donde aparece la palabra “FIN”. Víctor es un oráculo oscuro de los efectos del neoliberalismo en Latinoamérica. Forma parte de un grupo de murga de un barrio marginal de Buenos Aires con el que Rodrigo García trabajó en su obra anterior, Cruda, vuelta y vuelta, al punto, chamuscada, del 2007. Su cuerpo y su palabra son una forma airada de revuelta. Víctor también es el cordón que une al director con su infancia en la capital porteña. Nacimientos y muertes, sociales o personales, colectivas o individuales. La obra habla de las formas de ir naciendo a lo largo de la vida, y también de ir muriendo; nacer y morir a manos de los demás, con cada gesto de aceptación o rechazo, de entrega o indiferencia; el individuo frente a la sociedad, así se plantea la disyuntiva: “andar muriendo a cada rato por culpa de esas putadas o que dejes de hacerme putadas y no me pase nada y viva como una mierda de planta”. Versus es un encargo de la Sociedad Estatal de Conmemoraciones Estatales, un organismo público que subvenciona actos culturales para festejar fechas importantes de la historia. En este caso se trata de la Guerra de la Independencia de los españoles contra los franceses en 1808. Motivos de las Pinturas Negras de Goya, que ya habían aparecido en obras anteriores del autor, y de El tres de mayo de 1808 en Madrid, más conocida como Los fusilamientos del tres de mayo, son recreados en los dibujos animados por Cristina Bustos, donde también aparecen torres gemelas sobrevoladas por aviones que no llegan a chocarse con ellas y un mono violento y libidinoso que no deja de moverse, insultando a todo el mundo en inglés y haciendo preguntas insidiosas —“¿el sexo es una forma de expresar sentimientos?”, “¿el altruismo es una variante de la ineptitud?”, “la vagancia, la holgazanería, ¿es la verdadera condición humana?—, que enlazan con algunas tesis recurrentes en la obra, como, por ejemplo, la denuncia de la monogamia o de la humildad como depravaciones de la naturaleza humana. Son los temas que atraviesan Versus, un trabajo para el que Rodrigo García recupera el imaginario físico y poético que caracteriza su mundo, radicalmente personal y radicalmente social al mismo tiempo. Lo social como una imposibilidad, pero también como un destino (escénico). Dando cuerpo a la obra figuran actores y no actores que ya trabajaron con Rodrigo García, sobre todo Juan Loriente, pero también Rubén Escamila, ahora un adolescente, que ya apareció de niño en varias de sus creaciones de comienzos del 2000, o la actriz catalana Núria Lloansi. A ellos se une Tape (Daniel Romero) que recrea electrónicamente algunas partituras clásicas de Beethoven y Arvo Pärt. Con ellas se mezclará el cante flamenco de David Pino y David Carpio, una novedad en su mundo poético. Poniendo las luces, uno de los más estrechos colaboradores de La Carnicería Teatro, Carlos Marquerie, a su vez también poeta, dramaturgo y director. Ellos, junto con Víctor, aportan la materialidad física, sonora y visual, sobre la que el director esculpe su universo. Su relación con la obra, con los cuerpos de los intérpretes y los materiales que se emplean, es comparable a la que un creador plástico tiene con los colores o un compositor con los sonidos. Hay algo de estricto, de rígido, que se respira en el escenario de Rodrigo García, algo que ha sido minuciosamente dirigido, formalmente muy cuidado, hasta el detalle. Sin embargo, dentro de esta ordenación estructural, de la que dan prueba los story-board que ordenan la sucesión de acciones, existe un continuo desbordamiento, una voluntad de exceso que termina dejando ver a quien está detrás de la obra, en primer lugar, al propio director, exponiéndose en primera persona a través de los textos proyectados, y con él al resto de los intérpretes. El escenario se construye como un lugar de exposición, de fragilidad y al mismo tiempo de juego, un espacio para mostrarse, abrirse, romperse, pero al mismo tiempo ocultarse tras una voluntad de provocación o un cierto cinismo que descoloca al público, al no saber cómo situarse frente a lo que está viendo, leyendo o escuchando. ¿Me lo creo o no me lo creo? La escena, como decía Godard de la imagen, exige también un acto de fe. La obra de Rodrigo García busca un lugar de máxima apertura, de sus intérpretes, de sus imágenes y pensamientos, al mismo tiempo que se construye como un rechazo a lo social, a la dimensión colectiva del trabajo teatral, y paralelamente a la dimensión también colectiva de la historia. Desde este lugar de exposición, nace lo incomprensible, como se dice en el primer texto proyectado de la obra: Todavía no me aclaro si lo importante es lo que decimos o lo que ocultamos. Generalmente creemos, cuando ensayamos una obra de teatro como esta, que es bueno expresar esas cosas que todo el mundo piensa o sueña pero que jamás hace y siempre calla. Y al rato sospechamos lo contrario: una pieza de teatro debería ocultar las cosas, no desvelarlas y jamás mostrar nuestros sentimientos. Esto pone a prueba la capacidad poética de todos, incluido el público, enfrentándonos en soledad a instantes siempre incompletos, a realidades enigmáticas en vez de limitarnos a comentar la realidad (esto es asunto de la ciencia, no del arte). En mitad de este universo físico, atravesado por la violencia, el sexo y la comida, se deja ver el mundo de la alta cultura, de la filosofía y los libros. En medio del escenario hay un rectángulo formado por libros abiertos sobre los que Núria revuelca su cuerpo y sobre los que Rubén mea. Si el trabajo con la acción es central en la obra de Rodrigo García, no lo es menos el trabajo con la palabra, dos ámbitos disociados que se miran sin entenderse, la palabra y los cuerpos, la historia y la naturaleza. Esta es una fractura más que recorre un universo poético construido sobre contrastes violentos, quiebres y cicatrices que se resisten a un sentido único. Sin dejar de mirar hacia un horizonte social y político, la obra de Rodrigo García supone una afirmación visceral de un yo que se protege en lo oscuro de la naturaleza, donde encuentra también la belleza de lo incomprensible. Finalmente, después de ese abigarrado recorrido por lugares históricos que se precipitan desordenados, la batalla del Dos de Mayo, la dictadura franquista, la sucesión monárquica, atentados terroristas en España o en Estados Unidos, y por lugares personales desde los que se cuestiona la fiabilidad de las relaciones humanas y las emociones, lo que queda es el exceso de los cuerpos, de la naturaleza. A las dicotomías que se proyectan sobre el fondo del escenario, intercaladas entre escenas pornográficas en las que se orina sobre rostros de mujeres, guerra&placer, placer&humillación, humillación&economía, guerra&mercado, humillación&instinto, satisfacción&economía, delicia&humillación, víctimas&economía, se podrían añadir otras como naturaleza y sociedad, yo y los otros, cuerpo e historia. No es un azar que cuando aquel mono gigante vuelve aparecer proyectado sobre el fondo del escenario muestre un libro de Rousseau. ¿Qué opciones le quedan a la bondad humana en medio de la sociedad? ¿Puede sobrevivir el individuo frente al Estado? Como se lee en el texto de presentación de la obra, “Celebrar la vida y reconocer sus zonas oscuras puede que sea, a fin de cuentas, la única contribución del arte, lo poco que podemos ofrecer a una sociedad que agoniza, entretenida y jocosa”. Tampoco es una casualidad que una obra de una creadora española contemporánea como Angélica Liddell, estrenada en el 2007, Perro muerto en tintorería: los fuertes, tenga al autor de El Emilio y El contrato social, junto con otros ilustrados, como puntos de referencia. Las relaciones naturaleza y sociedad, que han recorrido toda la modernidad, vuelven a aparecer a comienzos del siglo XXI. Cuando los Estados nacionales parecen formas anquilosadas frente a un sistema económico global, el imaginario del cuerpo, la naturaleza y los instintos resurgen para seguir cuestionando el lugar del individuo en la escena pública, del yo frente a lo social. La verdad que se esconde en lo oscuro de la naturaleza se rescata frente a la transparencia oscena de los medios convertidos en estrategias de poder y formas de manipulación. En este sentido dice Agamben al comienzo de Homo sacer “que la politización de la nuda vida como tal, constituye el acontecimeinto decisivo de la modernidad, que marca una transformación radical de las categorías político-filosóficas del pensamiento clásico”, para añadir a continuación: “Es probable, incluso, que, si la política parece sufrir hoy un eclipse duradero, este hecho se deba precisamente a que ha omitido medirse con ese acontecimiento fundacional de la modernidad” (Giorgio Agamben, Homo sacer. El poder soberano y la nuda vida I, Valencia, Pre-Textos, 1995, p. 13), ese acontecimiento fundacional es la irrupción del cuerpo privado en el escenario público, de la naturaleza humana como condición de lo social, de la vida en bruto como interrogante de la historia.