Autor, director y, a veces, también actor, José María Muscari es una figura de difícil clasificación en el teatro argentino actual, no sólo por su capacidad de mezclar libre y eclécticamente estrategias de producción propias de las salas comerciales, de los centros culturales oficiales, como de los espacios más recónditos del denominado under, sino porque se propone llegar a un público amplio y heterogéneo, sin traicionar una estética bizarra, desbordada, audaz, kitsch, desconcertante que, lejos de toda frivolidad, encierra una fuerte carga de crítica social y cultural. Se inició a los 16 años con Necesitamos oxígeno, una obra de su autoría, estrenada da en el Centro Cultural Ricardo Rojas de la Universidad de Buenos Aires y, posteriormente, se formó en la Escuela Municipal de Arte Dramático (EMAD) de esa ciudad. Durante los últimos diez años, en cada temporada porteña, Muscari ha mantenido simultáneamente en cartel dos o tres espectáculos, a veces muy diferentes entre sí, en una parábola que va de del gesto irreverente y casi pornográfico a las puestas de teatro infantil con ritmo vertiginoso de videoclip (Alicia Maravilla y Estrellas intergalácticas).
Muscari suele convocar tanto a actores y actrices sin cartel, a figuras mediáticas, como así también a recordadas glorias del cine y de la televisión argentinos de décadas anteriores. Interesado sobre todo en la dirección de actrices, ya que las mujeres le parecen más carnales, más pasionales y, por lo tanto, más próximas a su concepción de la interpretación teatral, Muscari indagó el mundo femenino tanto en su conflictiva relación con la corporalidad (bulimia, anorexia, adicción a las drogas, deformidadas físicas, enfermedades de las modelos de perversas pasarelas en Mujeres de carne podrida; como en las inconfesables relaciones entre madres e hijos resuelta en la abominable animalidad del incesto (Belleza cruda). Asimismo, exploró las distintas formas de metarrealidad del teatro a través del mundo de la noche (Disco. Genética en movimiento); la frágil y voluble idolatría de los fans de las bandas de rock (Pulgarza ¡Qué pop teatral!); la frustración de los jóvenes paralizados por la languidez posmoderna (Fracaso Fashion) y los desbordes mediáticos de talks shows desenfrenados, que disuelven las categorías de lo público y lo privado, en tanto expresión de las políticas neoliberales de los 90.

Con una puesta minimalista, cool, atravesada de sonidos electrónicos y de procedimientos habituales en la estética del videoclip, Grasa habla con crueldad de una Argentina del futuro, invadida y controlada por bolivianos, en la que sobreviven unos pocos y aterrados nativos y un niño de 12 años. Eludiendo la obviedad de las posiciones «políticamente correctas», el tema de la xenofobia planteado en Grasa no se resuelve en el panfletismo de la crítica frontal, sino en la apertura de una compleja red conceptual que pretende estimular la reflexión del espectador.

Derechas (2003) de Bernardo Cappa y José María Muscari, también director, proponía un evento participativo en el que el público compartía la cena -sentado a la misma mesa- con los diez personajes (cinco madres de entre 60 y 70 años, y sus respectivas hijas), mientras se desarrollaba una historia de intrigas y resentimientos que encubría el verdadero conflicto de las mujeres: el reclamo de la herencia de Eva Perón. Las guirnaldas de lamparitas y triángulos de papel multicolores y las banderas argentinas que decoraban la sala en la que se desarrollaba Derechas remitían a los festejos vecinales, a aquellos que solían realizarse en los clubes de barrio, en los comités políticos o, tal como parece sugerir la obra, en las unidades básicas del Partido Justicialista. Las empanadas, con su carga simbólica de plato criollo popular, reforzaban y, al mismo tiempo, parodiaban la iconografía del Partido Justicialista que, con astucia y voluntad manipuladora, al hacer propios los colores de la bandera nacional, buscó erigirse en la ideología política argentina por antonomasia. El «derechas» del título aludía, entonces, tanto a la supuesta rectitud moral de madres e hijas, cuyo enfrentamiento repite los conflictos entre verticalismo pertinaz y trasvasamiento generacional que agobiaron durante décadas al peronismo, como así también al baldón filofascista que tradicionalmente se le atribuyó.

Catch (2003), subtitulado «Lucha en el barro+sexo entre chicas» resultaba un espectáculo incómodo, desconcertante: cuerpos desnudos, innumerables obscenidades verbales y gestuales, intentos de autodefinición a través de un sistema de referencias explícitas basado en la oposición culto/popular, problematización de las nociones de género y de géneros teatrales. Sin embargo, Catch nunca llegaba a ser ni el pornoshow prometido en el subtítulo (se incluían algunas pocas y moderadas escena de sexo, que difícilmente podía ser considerado explícito) ni tampoco la anunciada lucha femenina en el barro, ya que la estudiada y armoniosa coreografía de la secuencia que la ponía en escena poco tenía que ver con la sórdida lógica que estructura tales espectáculos. Catch oscilaba entre el teatro y el evento deportivo; entre las formas de circulación del teatro comercial y las del otro que, apriorísticamente y sin mucha precisión, podríamos llamar no-comercial, pues la obra tematizaba de manera directa la siempre conflictiva relación entre arte y dinero. En efecto, después del saludo final, la misma actriz que al comienzo sancionaba el carácter teatral del espectáculo le aclaraba a los espectadores –quienes a lo largo de la obra fueron insistentemente llamados voyeurs y onanistas- que el mismo no era gratuito, sino a la gorra, y, por lo tanto, que no se les pedía limosna, sino la justa retribución por lo que se las había ofrecido, retribución que, muy significativamente, el público debía depositar en tachos similares a los usados por los intérpretes para escupir y orinar en escena, sin truco alguno y a la vista de todos.

Catch fue presenciado por más de 40.000 espectadores en tres temporadas argentinas y un montaje en Santiago de Chile que escandalizó a la sociedad y a las autoridades locales.

En Shangay [sic] Té verde y sushi en 8 escenas (2004), Muscari cumplió la triple función de autor, actor y director. Ambientada en un restaurante chino, los espectadores saboreaban en sus respectivas mesas maní japonés, sushi y té verde, mientras presenciaban los distintos avatares de la ruptura de una pareja gay: escuchaban la discusión y visualizaban los flashes back eróticos de la historia de los amantes. Una importante clave interpretativa de la obra se encuadraba en la problemática de la identidad (cultural, social, sexual, étnica) articulada con el desborde plurisémico del kitsch orientalista, a su vez vinculado tanto con las recientes modas culinarias de Buenos Aires, como con la new age y con ciertas modas referidas a las técnicas de entrenamiento corporal en el ámbito teatral y en el de la vida social. Las grotescas mixturas culturales del espectáculo (posters de imágenes de la Sagrada Familia con rasgos asiáticos; geishas japonesas en un restaurante chino; maní japonés, un invento argentino inexistente en Japón) en tanto parodia del resultado de la asimilación de los grupos inmigratorios que, en los distintos períodos de su historia, constituyeron uno de los rasgos distintivos de la sociedad argentina, remitían a las imprecisiones habituales en el imaginario porteño referido a la especificidad cultural de los extranjeros.

En Electra Shock (2004), una convencional versión de la obra de Sófocles, el conflicto originario tenía como fondo el clima de violencia de las tribus urbanas contemporáneas. Atravesado por la estridencia de la música de rock, los grafitti de los muros, los maquillajes y peinados estrafalarios y la ropa punk, la metaficción de un supuesto ensayos y los datos curriculares de los intérpretes y las anécdotas de su relación personal con el director, proyectados en diapositivas durante el espectáculo a modo de didacalias escénicas, se convirtieron en estrategias para explorar una vez más los distintos niveles de realidad del teatro.

El grupo cordobés La Cochera, dirigido por Paco Giménez, en ocasión del festejo artístico de su vigésimo aniversario, invitó a Muscari a dirigir Cagaret. Raída sensualidad cordobesa (2005). Un grupo de artistas luchaban contra el derrumbe corporal por medio de un entrenamiento frenético, para divertir a un público que sólo se ríe cuando los ve desnudos. El espectáculo, que recupera trabajos anteriores del grupo, cruza la estética de ambos realizadores para poner en evidencia lo patético, el sinsentido, la disolución del personaje.

En Piel de chancho. Fuego entre mujeres (2006), su último estreno, aborda nuevamente los conflictos del mundo femenino (la cirugía plástica reparadora, la anorexia y la bulimia, la difícil relación madre-hijas, las dificultades de autoaceptación de la identidad lésbica).

A lo largo de 2006, Muscari estrenará Sensibilidad, una mirada crítica sobre las políticas de salud pública en la Argentina ante las catástrofes, en ocasión de la epidemia de poliomielitis que afectó al país durante la década del 50, y Dureza extrema, un espectáculo basado en el trabajo corporal de alta exigencia y de fuerte impronta crítica, dirigido e interpretado conjuntamente con Mariela Asencio.

Muscari fue asimismo el responsable de las célebres Fiestas del Deseo realizadas en discotecas, después de medianoche, desde 2000 hasta fines de 2004. En estos encuentros temáticos semanales, a los que asistían por noche aproximadamente mil personas, música, tragos y shows multimediáticos giraban en torno de distintas visiones del deseo (carnal, amoroso, romántico, retro, puro). Si bien los ocho actores ensayaban previamente ciertos lineamientos estéticos, Muscari, atento al clima particular que se vivía cada noche, proponía situaciones performáticas ad hoc. Los eventos lograron que un gran sector del público joven, habitué de las disco, se entusiasmara con el hecho escénico y se constituyera en fieles seguidores de sus espectáculos teatrales.