La puesta en escena del relato de vida ha merecido hasta el momento muy poco interés por parte de los teatrólogos. Un ejemplo de ello, lo constituye el hecho de que la voz “Teatro autobiográfico” no aparece en la primera edición del Diccionario del teatro (1980) de Patrice Pavis, sino en una edición posterior ampliada de 1996. En ella, el autor establece tres formas de la autobiografía escénica: contar su vida, en la que el actor-autor hace referencia a hechos y personas de su pasado; la confesión impúdica de casos límites como el de enfermos de SIDA y el juego de identidades, que se ejemplifica con los trabajos de Laurie Anderson y de Spalding Gray, en el que se cuestiona la identidad, el yo fracturado por la temporalidad y las imposiciones de la memoria y de la organización formal del relato. El problema de la relación entre autenticidad e invención, entre ficción y realidad, resulta primordial en la práctica y en la teoría de la narración autorreferencial. Cabe preguntarse, entonces, cuáles son las características que asumen emisores y espectadores de los espectáculos autobiográficos; esto es, de la performance del actor-autor que cuenta su vida, teniendo en cuenta la pluralidad de enunciadores y la simultaneidad temporo-espacial de producción y de recepción propia del hecho teatral, cualquiera sea la forma que asuman tales performances. La transcripción del testimonio es, en todos los casos, la escritura de una lectura, una mirada crítica que decanta y transcodifica, una forma de reinvención generada por la interpretación del mediador. Sin forzar demasiado las analogías, podría decirse que, de igual modo, toda puesta en escena es el resultado de la lectura que los responsables de su realización (actores, escenógrafos, músicos, iluminadores, diseñadores de vestuario y maquillaje), coordinados por el director, hacen del texto dramático, en tanto pretexto. En la entrevista, más allá de las circunstancias que rodean la relación interpersonal entre los interlocutores y de los presupuestos ideológicos asumidos por cada uno de ellos, sólo es posible acceder al testimonio de vida a través de la transcripción resultante, cuyas estrategias distinguen al género de otras modalidades biográficas similares. Del mismo modo, el relato autobiográfico que conocemos a través de su puesta en escena también supone específicos procedimientos de enunciación. El relato de ficción no exige la identidad entre autor-narrador-personaje. Si la misma se verifica como mera estrategia narrativa (pensemos en ciertos relatos borgeanos), las informaciones exteriores que posee el lector y, fundamentalmente, los paratextos (subtítulos que designan el relato como novela, cuento o sus múltiples variantes) señalan claramente el carácter ficticio de la autodiégesis. Por el contrario, la autobiografía, el autorretrato, la memoria y el diario íntimo tienden a plasmarse en la primera persona singular y en la identidad entre autor/narrador/personaje, si bien en algunos casos se indica expresamente que un escritor -muchas veces, un periodistaha dado forma literaria a la historia narrada. El estilo es la marca personal que agrega valor autorreferencial (Starobinski,1970), confronta temporalidades en tanto remite al yo actual, al momento de la escritura, e instala la autobiografía en la intersección de dos modalidades extremas: por un lado, el relato en tercera persona (para lo cual sólo un dato exterior conocido por el lector le permitiría atribuir al texto carácter autobiográfico); por otro lado, el monólogo puro que, cercano a la ficción lírica, acentúa más la problemática personal que los acontecimientos narrados. De hecho, los cambios en la aceptación o el rechazo del monólogo escénico fueron consecuencia directa de las concepciones estéticas predominantes en el teatro occidental durante los diferentes momentos de su historia. Sin embargo, aunque siempre postergado en el interés de la crítica y la historiografía teatrales, el monólogo fue y sigue siendo, por un lado, la estrategia clave del trabajo solitario del actor de music-hall y la modalidad más adecuada para que la alusión autobiográfica se convierta en guiño cómplice entre escenario y espectadores; por otro lado, el monólogo resulta también el procedimiento más apto para el relato autobiográfico en el teatro de representación, ya que “la voz que siempre desafía a la escritura, supone un compromiso afectivo, una actividad interactiva donde la escucha se aproxima tanto al psicoanálisis como a la confesión” (Arfuch,1995:144).

El relato de vida testimonial hace ostensible la función del mediador que busca preservar, transcribir y transmitir la voz del Otro, sin contar la propia vida (como en la autobiografía) ni la ajena (como en la biografía), ni inventar personajes o situaciones (como en la narración ficcional). Sin embargo, comparte con la autobiografía y la biografía el carácter referencial, ya que los tres aportan datos sobre realidades exteriores y están, por ende, sometidas a pruebas de verificación. El testimonio de vida puede ser transcripto tanto como entrevista, es decir, con preguntas y respuestas; como pretendida autobiografía en la que la intermediación se disimula; o bien, como resultado de un trabajo de investigación, bajo la forma de relato en tercera persona. Es importante recordar que, mientras el autorretrato es errático, discontinuo y, sobre todo, descriptivo, porque no parte de un proyecto curricular fuertemente centrado en el devenir cronológico, tanto la autobiografía perteneciente al ámbito de la literatura testimonial como la que se relata sobre un escenario están moduladas por matrices eminentemente diegéticas, ya que hacen del propio pasado su temática básica y ponen especial énfasis en el balance y justificación de aquellos acontecimientos que marcaron transformaciones radicales en la vida del narrador (Beaujour, 1977). En este sentido, el relato de vida puede asumir en el teatro formas diversas, las que rara vez se presentan en estado puro. Inclusive lo descriptivo del autorretrato y lo narrativo de la autobiografía pueden matizarse y enriquecer la contraposición entre la persona real del actor y la personalidad de los personajes que ha encarnado a lo largo de su trayectoria escénica y que sin duda se tematizan en el relato. La transcripción de los testimonios orales puede incluir artificios lingü.sticos tendientes a la búsqueda de impacto estético, propio de la convención literaria o, inversamente, indicar de manera gráfica las marcas de la oralidad del narrador a través de determinados procedimientos escriturales (puntos suspensivos, dislocaciones sintácticas, errancias semánticas, reiteraciones, digresiones, léxico coloquial) para crear una ilusión de máxima fidelidad con respecto a la enunciación y reforzar así el requisito de autenticidad, propio del género. Dicho requisito de autenticidad resulta necesario aunque no suficiente para ser creíble: tampoco bastan los procedimientos retóricos que tienden a acentuar el efecto dialógico entre el yo pasado evocado y el yo presente del emisor que narra, ni la fragmentariedad habitual en el esfuerzo de recuperación del pasado, que rechaza el gesto monológico totalizador y que se modela en rupturas y continuidades, en linealidades y cambios, en permanencias y evoluciones para establecer la autenticidad del testimonio (Yúdice,1991).

La institución literaria (en la que se incluye la narración histórica) exige, además, las declaraciones de principios de los autores-mediadores, a fin de establecer claramente la posición asumida frente a los materiales orales transcriptos. Los paratextos (títulos, indicación del nombre del autor, notas al pie de página, glosarios, apéndices) y los metatextos (prólogos, escritos de solapas y contratapas, textos críticos referidos el testimonio), convertidos ya en convenciones del género, remiten al autor/transcriptor, al narrador/informante y a las circunstancias contextuales de enunciación. Los principios de verdad (posibilidad de corroborar lo enunciado a través de la confrontación con otros testimonios tenidos por verdaderos), de acto (acción personal que devela al que narra y a lo narrado) y de identidad (entre autor-narrador-personaje) son, según Elizabeth Bruss (1991), los parámetros que definen la autobiografía literaria. En el teatro de representación dichos parámetros se resignifican. La pluralidad de enunciadores (inclusive en los casos de puesta en escena sumamente despojadas de artificios visuales y sonoros) hace que los principios de acto y de identidad, sin desaparecer del todo, operen según una dinámica diferente. Por otra parte, la constitutiva duplicidad del signo escénico -al mismo tiempo presencia y ausencia, verdad y no verdad- y su específica capacidad de “ser siempre ficticio, no por ser fingido o porque comunique cosas inexistentes, sino porque finge no ser un signo” (Eco,1975:96) reduce no sólo la función orientadora de los para- y metatextos sino también el efecto de autenticidad de lo expresado sobre el escenario. Esta ambigüedad propia del teatro de representación lleva a Martine de Rougemont (1986), a sostener que, en nuestra época, el yo de la parábasis sólo se legitima en los escenarios de varieté; esto es, en el teatro de presentación. En efecto, se trata de un género paradojal por excelencia pues, si bien es el ámbito de ficcionalidad pura, de la instantaneidad, de la fantasía antinaturalista, de la permanente metamorfosis, de la ruptura espacio-temporal, al mismo tiempo derriba la cuarta pared y, por lo tanto, posibilita la anulación de la distancia entre persona y personaje. La credibilidad y la eficacia de un relato de vida no dependen, tal como ya se ha señalado, de lo vivido sino, básicamente, de su acuerdo con los modelos de la narración autobiográfica, tanto en lo referente a su retórica como al verosímil de lo narrado. Esta adecuación a los cánones vigentes remite al concepto de derecho a la palabra, que Mirna Velcic-Canivez analiza en cuanto a las modalidades escriturales de los diarios íntimos, pero que pueden extenderse a otras formas de narración autorrefencial. En efecto, contar la propia vida no supone necesariamente que se tiene derecho a hacerlo y, en ese sentido, el diario demuestra la preocupación del redactor – que es al mismo tiempo su específico y privilegiado interlocutor- por encontrar la forma más adecuada para comunicar un recuerdo, un detalle, una trivialidad; preocupación que se canaliza a través de la habitual metatextualización del género. El emisor y el receptor de un texto autobiográfico fundan la competencia de sus respectivos roles en el entramado intertextual, jerarquizado culturalmente. Así, “tal como el que busca adquirir el derecho de contar su vida, el destinatario del discurso autobiográfico aspira igualmente a una asociación de discursos en los que sólo los interlocutores considerados poseedores de una legítima competencia participen en el desarrollo del mercado de bienes autobiográficos” (1997:252).

La presencia física de quien cuenta su vida en los medios masivos de comunicación o sobre un escenario complica la eficacia de la recepción del proyecto autobiográfico. Como en el caso del lector, el espectador común no suele tener la posibilidad de confrontar los datos que se dan como autobiográficos con otros documentos tenidos por verdaderos Por cierto, las condiciones de enunciación propia de la televisión y del teatro, junto con el imaginario social, inciden en la validez del principio de verdad. De hecho, el testimonio de vida, narrado frente a las cámaras de televisión en un espacio considerado periodístico, resulta más creíble que si esa misma historia es relatada por la misma persona desde un escenario a los espectadores presentes. Asimismo, es más fácil considerar auténtica la autobiografía contada por un individuo ajeno a la práctica escénica que la narrada por un actor o actriz, siempre asociado a la impostura que supone representar personajes teatrales. Sobre la escena, todo es (o parece) ficción. La credibilidad resulta, entonces, una cuestión pragmática. A ello se agrega el hecho de que la narración oral es la matriz productiva del relato de vida escénico y, por ello, la refuncionalización y resemantización teatral de los tres rasgos esenciales de la autobiografía literaria actualizan la siempre vigente desconfianza en la palabra, en la posibilidad de una representación plena y perfecta del pensamiento sólo a través del lenguaje verbal (Trastoy, 1995, 1996 y 2002). Frente a la permanencia de la escritura que ilusioriamente parece darnos tiempo para corroborar su veracidad, en teatro se narra con la voz y, ya se sabe, verba volant. ¿Cómo narrar entonces para despejar dudas, para que el principio de autenticidad no se resquebraje? La perimida dicotomía texto/imagen se plantea nuevamente. “Se miente con la palabra, no con el cuerpo” es el inaceptable precepto repetido una y otra vez por los teatristas. De hecho, si en la vida real abundan los gestos falaces, ¿por qué no habría de verificarse lo mismo en escena cuando se cuenta la propia vida?; ¿es posible trasmitir los claroscuros de la historia personal apoyándose casi exclusivamente en la corporalidad?; ¿los lenguajes escénicos no verbales son capaces de transmitir la riqueza de los matices, las sutilezas semánticas que encierran los silencios y los sobreentendidos que comunica la palabra? En síntesis, ¿los sistemas expresivos no verbales tienen la misma capacidad diegética que las palabras? La peculiaridad de los procedimientos productivos señalados, fundantes de un específico pacto de lectura, sumada al hecho de que, a diferencia de la literatura de ficción, no consagra a su autor y se legitima por la autenticidad y la ejemplaridad, determina que el género testimonial sea considerado por muchos estudiosos como una modalidad para-literaria (Terray, 1982) o directamente periférica (Colombres, 1997). Algo similar sucede en el campo de la escena: parafraseando a ciertos teóricos que sostienen que la autobiografía es el arte de los que no son artistas, la novela de los que no novelistas, podríamos preguntarnos –siguiendo a la ya mencionada Martine de Rougemont- si contar la propia vida en escena no es acaso el teatro de los que no son dramaturgos. Cualquiera sea la respuesta, tal cuestionamiento supone sin duda una excesiva rigidez en la concepción de los cánones relativos a los aspectos formales y semánticos que definen los géneros y las convenciones específicas que los constituyen. La autobiografía escénica no sólo remite a demasiado obvias oposiciones entre identidad estable y sujeto fragmentado, verdad y ficción, persona y personaje, memoria e introspección, ni a determinadas matrices de comportamientos sociales que el discurso de los medios modela según su lógica implacable. Contar la propia vida sobre el escenario es una forma de reafirmar la identidad, de sentirse menos solo al saberse escuchado, de confesarse para obtener de los demás el perdón que no es posible otorgarse a sí mismo.

El autor/actor que narra su propia vida sobre el escenario está allí para hablarnos de sí mismo; pero, en la impúdica y ambigua teatralidad de ese gesto exhibicionista, está allí para hablarnos también de otra cosa. Porque contar la propia historia sobre el escenario es una forma de iconizar el drama de la existencia humana, es poner en escena el flujo narrativo de la vida que un único silencio detiene, el de la inefable experiencia de la muerte. 3. Autoperformance y teatro argentino. El autoperformance floreció en los Estados Unidos durante la década del 70. Siguiendo el modelo de Spalding Gray, quien, sentado frente a una mesa y con la ayuda ocasional de un grabador que permitía escuchar voces o fragmentos musicales, relataba improvisadamente ciertos episodios de su vida, con frecuencia atravesados por el recuerdo de la locura y la muerte de su madre (Shank, 1988); o bien el de Linda Montano, en cuyo monólogo La muerte de Miguel revivía noche tras noche el suicidio de su marido, muchos otros se tomaron a sí mismos como temas excluyentes de sus espectáculos a fin de experimentar con las categorías de representación y presentación. “La conversación de lo autobiográfico en espectáculos es paralela a la utilización espectacular de lo autobiográfico y del testimonio real en los medios y contribuye a despertar la atención sobre los límites de lo ficticio” (Sánchez,1994:125). El género se fue eclipsando poco a poco frente al deslumbramiento que los espectáculos multimediales ejercían sobre el gran público. En efecto, hacia mediados de los 90, el Critical Art Ensemble, un grupo de artistas, escritores y pensadores neoyorkinos, señala que “frente al teatro virtual, la mayor parte de los espectáculos contemporáneos son sumamente anacrónicos, en particular esa seguidilla de espectáculos autobiográficos que se manifiestan bajo la forma de monólogos y de bits psicológicos. Por sobre todo, éstos sirven para recordar el pasado de un modo nostálgico, esa época en que la matriz de la representación estaba anclada en la vida cotidiana y articulada en torno de actores de carne y hueso. Intentan inscribirse en una práctica de resistencia cultural y de ostentar una ambición subversiva, esforzándose en restablecer el sujeto sobre la escena arquitectural, pero en vano… Pues, como sucede frecuentemente en el teatro de restauración, la partida está perdida desde el comienzo” (1996:70). 3.1. Estímulos externos en nuestra escena. Si bien prefiero descartar la categoría de influencia por el semantismo epigonal que la misma implica, es indudable que la aparición de lo que, más por cuestiones de economía que de precisiones terminológicas, denominaremos autoperformance, verificada en la Argentina a mediados de los años 80, remite a la impronta dejada por la presentación en los escenarios porteños de ciertos creadores, fuertemente interesados en la estetización de su mitología personal. Aunque Tadeusz Kantor visitó nuestro país al frente del Teatr Cricot 2 de Cracovia, e hizo conocer Wielepole, Wielepole en 1984 y Que revienten los artistas en 1987, parte de sus trabajos teóricos y escénicos ya eran conocidos entre nuestros teatristas. En efecto, unos años antes su puesta La clase muerta alcanzó renombre a través de la difusión de una versión fílmica y su libro El teatro de la muerte, que reúne las notas sobre sus experimentaciones, comenzó a circular en 1984. Revolucionario en relación con el texto (que no está representado, sino discutido, comentado), la actuación (el actor debe ofrecer su despojamiento, su dignidad y aparecer sin ningún tipo de máscara protectora) y al tratamiento del espacio (lugar de aparición de los muertos, espacio de la memoria en el que prolifera lo insignificante), Kantor generó en Argentina admiraciones y adhesiones que se expresaron en experimentaciones referidas tanto a la metamorfosis del actor exhibida abiertamente, a una nueva postulación del objeto escénico- especialmente en las realizaciones del grupo El Periférico de Objetos- como a la revalorización y estetización de lo autobiográfico. Por otra parte, durante la ya comentada presentación de Franca Rame y Dario Fo en Buenos Aires en 1984, la actriz puso en escena Tutta casa letto e chiesa, un espectáculo integrado por tres monólogos sobre temática femenina. Uno de ellos, “La violación”, tematiza no sólo la violencia ejercida por los agresores, sino también la que instrumenta la sociedad a través de procedimientos policiales y jurídicos humillantes, que, al poner en duda la moral de la mujer atacada, terminan invirtiendo los términos de la relación víctima-victimario. Se trata de un monólogo autobiográfico, una suerte de acotado relato de vida, ya que Franca Rame narra, aunque implícitamente, la agresión que ella misma sufriera cuando fue secuestrada y violada por un grupo de neo-fascistas en 1973. Asimismo, en tanto reelaboración de las teorías de Grotowski, las propuestas de teatro antropológico de Eugenio Barba, fundador y director del Odin Teatret de Holstebro, Dinamarca, quien visita la Argentina casi anualmente desde 1984, parten de un proceso de autodefinición y de autodisciplina que involucra numerosos aspectos autobiográficos. Un ejemplo de ello es Itsi Bitsi, el monólogo autobiográfico que Iben Nagel Rasmussen, actriz principal del Odin Teatret, presentó en Buenos Aires en 1996 y que fuera concebido como homenaje a la memoria de su compañero Eik Skaløe, el primer poeta beat que cantó en danés, muerto en la India en 1968. A través de una mirada retrospectiva a la cultura hippie de los años 60, a la militancia antibelicista y a las postulaciones estéticas vanguardistas asumidas en común, la intérprete hace un desgarrador balance de su experiencia con las drogas y del rol fundamental de Barba y del Odin en su posterior recuperación. 3.2. Historias de mujeres y otros marginados. Uno de los aspectos más destacables en la configuración de la autoperformance, este nuevo modelo de espectáculo de un solo intérprete elaborado sobre la base del relato de la propia vida (y sus múltiples variantes), es la preeminencia de la autobiografía de mujeres, que no sólo se verifica en el marco de nuestro teatro, sino también en el norteamericano y europeo en general. “¿Tienen más garra lingüística, una vida interior más intensa, unas luchas internas más interesantes, una retórica más rica? ¿Se presenta a la mujer monologando porque se la considera más dispuesta a desvelarse psicológicamente?; ¿porque demuestra más emoción cuando destapa sus sentimientos? ¿Se elige el monólogo/soliloquio femenino porque se intuye o porque se quiere plasmar que la mujer sufre en mayor medida los males universales de la soledad, la marginación, la frustración? ¿Los hombres centran el monólogo en la mujer por su asociación con la tradición oral? ¿O lo hacen con el fin de explorar el interior del sexo contrario para acercarse a un mundo misterioso y enigmático? ¿O para expresar un ideal o un temor?” son algunos de los interrogantes que plantea Patricia O’Connors (1991: 91), a fin de explorar determinadas psicologías, formas de hablar, estilos y problemáticas existenciales reflejadas teatralmente.

Como sucede con todo lo relacionado a las cuestiones femeninas, los prejuicios y los lugares comunes fundan una determinada lectura de la producción autorreferencial de mujeres, similar a la que prevalece en torno de los testimonios orales recogidos en investigaciones historiográficas o antropológicas. “Se dice que las mujeres hablan más que los hombres y sólo en torno a asuntos insignificantes, no cuentan chistes, son malas oradoras y no estructuran su pensamiento lógicamente. Lo que sucede -explica Ana Lau Jaiven (1994:97)- es que ellas hablan acerca de cuestiones personales e íntimas que reflejan quiénes son; en cambio, los hombres hablan sobre su trabajo y sobre el poder, lo que refleja qué es lo que hacen”. El análisis cuidadoso de la literatura autorreferencial escritas por mujeres demuestra, sin embargo, las fuertes reticencias de las autoras a hacer públicos aspectos de su vida afectiva y, sobre todo, sexual, expresadas a través de perífrasis, alusiones, lítote, desdoblamiento de personajes o empleo de persona interpuesta. Si la autobiografía femenina es un fenómeno del siglo XX, en la centuria anterior prevalecen las memorias de mujeres de mundo y de artistas, mientras que los diarios íntimos eran una práctica frecuente que se inculcaba en las niñas burguesas como preparación al matrimonio. Al respecto, Lejeune (1993) señala que en la sociedad europea la redacción de los diarios comenzaba antes de la primera comunión, no sólo como gesto de autoexamen interior y de rendición de cuentas del empleo del tiempo, sino también como ejercicio de estilo para mejorar la ortografía y la expresión, y concluía antes del casamiento, aunque en algunos casos se agregaba un post scriptum en el que se sintetizaban los sentimientos de la joven esposa. Dado que las opciones de las mujeres eran casarse, hacerse monja o permanecer soltera con una suerte de celibato que, en la mayoría de los casos, implicaba militancia laica, los diarios íntimos -que solían ser supervisados por institutrices o confesores- podían ser espirituales, en los que se desarrollaba la preparación para entrar al convento, o crónicas, que puntualizan el aprendizaje de la autora para llegar a ser una buena madre y esposa cristiana como paso previo a su boda. La crítica feminista -que, al menos hasta el momento, no suele ocuparse de los diarios íntimos- busca estudiar en qué medida las ficciones de la memoria, del yo, del lector imaginario y de la historia, propias de la autobiografía, afectan el proyecto autorreferencial de la mujer, así como las formas que éste asume en la cultura patriarcal (Smith, 1991). Tales investigaciones incluyen, no sin ciertas reservas y mala conciencia, la consideración de la problemática de las mujeres privilegiadas (clase media o alta, educación universitaria) quienes no se ofrecen como modelos, sino como favorecidas por la suerte, en la medida en que no se hacen responsables de sus méritos y éxitos, sino sólo de las culpas, silenciando el dolor y el sufrimiento (Heilbrun, 1991). Si bien no resulta fácil establecer estrategias escriturales de género, las autobiógrafas parecen darle más importancia al otro que sus equivalentes masculinos: denigrado o denunciado, el otro es siempre una presencia que tiene existencia y que forma parte de la problemática de la identidad que, en la mujer, siempre se da en relación con el grupo. Al hablar de sí misma cada mujer habla de las demás, por semejanza o diferencia, con plena conciencia de pertenecer a un género condicionado por cánones androcéntricos. Su cuerpo, en su belleza o fealdad, en sus tiempos pautados por la fisiología (de la menarca a la menopausia) o por lo social (casamiento, maternidad, viudez) no es el único tópico estructurante; también lo es su desarrollo profesional; las etapas de su emancipación; las relaciones filiales (el vínculo de adhesión y rechazo hacia la madre, el papel del padre en su evolución intelectual y profesional); la problemática del nombre, que no es un punto de referencia fijo, ya que suele cambiar después del matrimonio; la pareja y sus conflictos. No obstante, las diferencias semánticas entre autobiografías femeninas y masculinas tienden a borrarse cada vez más, ya que la marginalidad, el aislamiento, el abandono, el temor ante un futuro incierto parece alcanzar a todos por igual en la sociedad contemporánea. “En la pérdida de la subjetividad, en la destrucción de la individualidad, hombres y mujeres se descubren al fin iguales, igualmente víctimas de un complejo socio-tecnológico que amenaza con eliminar lo subjetivo y lo personal” (Sotelo,1987:153). Dejando a un lado el caso particular de la narración oral como expresión teatral, a la que me referiré extensamente en otro capítulo, el nuevo modelo de espectáculo de un solo intérprete, que predomina en la escena argentina de las últimas décadas, signado por el relato de vida en tanto principio constructivo, se caracteriza por dos tendencias claramente delimitadas. Por un lado, la que se refiere a personajes ficcionales (tipificados) pertenecientes a sectores sociales marginales y marginados, ya sea femeninos o masculinos. Con elementos remanentes del café-concert setentista, en el primer caso, No se puede vivir sin shikse (mucama) (1996) de y por Perla Laske y La reina del hogar (integrada por los monólogos Informe de Paula Gómez de Néstor Sabattini y La Nancy de Beatriz Mosquera) (1998) por Edda Díaz, citados a modo de ejemplo, ponen en escena la situación de la mujer en sus roles sucesivos y simultáneos de esposa, madre, amante y sirvienta, así como los ideologemas que caracterizan a patronas y servicio doméstico. En lo que concierne a las figuras masculinas, con El perro que los parió (1995) y Boster Kirlok (1997), ambos de Luisa Callau y Favio Posca, interpretados por éste último, y, en menor medida, Pará, fanático (1997) de y por Carlos Belloso, la figura del marginal asume un protagonismo inusual en la escena argentina. Proxenetas, adictos y traficantes de drogas, corruptores de menores, psicóticos, travestis de burlesque, animadores de bailantas, linyeras, alcohólicos, presidiarios, seres deformes por dentro y por fuera, cargados de odio y resentimiento, cuentan los aspectos más abyectos de sus vidas. Sin el habitual paternalismo de las piezas de denuncia social, sin juzgar ni mucho menos condenar, estas autobiografías ficcionales, narradas en forma brutalmente soez, pretenden develar lo oculto, lo obsceno, aquello que la sociedad conoce, pero prefiere ignorar. En casi todos los casos, las historias de estos personajes ficcionales, femeninos o masculinos, se inscriben en espacios cerrados, clausurados, aislados. Cárceles, cabarets, burlesques, tugurios de toda laya, hogares cuya aparente normalidad encierra y asfixia o bien, la calle, como paradójico emblema de un lugar (social) del que no es fácil escapar indemne, metaforizan el gesto fundante de la escritura autorreferencial, pero también el riesgo de la impotencia del monólogo, la oquedad del soliloquio y, en última instancia, la impugnación de la validez de la palabra como posibilidad de intercambio simbólico, de socialización efectiva (Bueno García,1993). Asimismo original para el teatro argentino resulta la aparición de espectáculos de un solo intérprete en los que un actor asume ya sea uno o varios personajes femeninos que cuentan su historia, tal como sucede en Los Oles (1992), Las Tilas (1993) y La Cuquita (Pequeño teatro sexual) (1995), escritas y dirigidas por Emeterio Cerro, interpretados por Roberto López. El travestismo, que sin embargo no constituye la problemática central de las obras mencionadas, deviene elemento distanciador de la parodia carnavalizada y barroca de las obras canónicas del teatro y de la literatura argentina, de los géneros consagrados por la tradición académica e, inclusive, de los símbolos sacralizados por el imaginario popular. La segunda de las dos tendencias (auto)biográficas antes señaladas es la que se refiere, con mayor o menor grado de componentes ficticios, personas reales. Por una parte, y en términos generales, se trata de enfoques biográficos sobre hombres a cargo de hombres, a la manera de Donde madura el limonero (1983) de y por José María Vilches, Santucho, hijo del caos (1984) por Juan López; Pepe-Pepino (1984) de y por Máximo Soto; Luca vive (1996) de Carlos Polimeni, por Daniel Rito y Santucho por Santucho (1999) de y por Daniel Rito; excepción hecha de Yo… Lola Mora, una mujer (1985) sobre textos (auto)biográficos de Lola Mora adaptados por Héctor Barreiro, por Eloísa Cañizares. Por otra parte, pueden señalarse las autoperformances, casi exclusivamente, a cargo de actrices. Por ejemplo, en Nacha de noche de Alberto Favero y Nacha Guevara, estrenada en 1985, pero presentada durante varias temporadas teatrales, la intérprete no sólo interroga al público sobre lo que fantasean acerca de ella, de su verdadera edad, de sus romances, de sus muchas cirugías estéticas, sino también autoparodia sus programas televisivos en los que promovía la alimentación naturista, la medicina alternativa y la filosofía orientalista. En Buenos Aires me mata (1996) de Oscar Balducci, junto al recuerdo de sus antepasados y al repaso de anécdotas personales, Cecilia Rosetto transita la problemática de la mujer de más de cuarenta años y, sólo al final, encarna a Alicia, un personaje ficcional que parece resumir muchos de los temas revisados en el espectáculo. Una línea similar, aunque más centrada en la autorreferencia, es la que caracteriza La Campoy en vivo (1994), espectáculo autobiográfico de Ana María Campoy, escrito y dirigido por su hijo, Pepe Cibrián Campoy. Tras relatar la historia de su ocasional nacimiento en Colombia, de su pertenencia a una familia de cómicos de la legua, de su debut teatral, de las anécdotas de sus compañeros, de la evocación de su juventud en España durante la guerra civil y de su decisión de radicarse en Buenos Aires a fines de los años 40, la intérprete recita poesía española y encarna a la ficcional Concha Morena, una típica actriz peninsular, máscara que le permite ironizar sobre los tics de las grandes figuras internacionales. El espectáculo termina con un emocionado homenaje a todos los actores y, en especial, a su marido, Pepe Cibrián. El espectáculo de la actriz mapuche Luisa Calcumil, Es bueno mirarse en su propia sombra (1986), se encuentra a medio camino entre la autoperformance y la ficcionalización de una figura emblemática tipificada. Los personajes que encarna están elaborados según las técnicas teatrales habituales pero, sobre todo, a partir de las estrategias diegéticas de los narradores orales populares. El texto, basado en una recopilación de poemas, relatos y canciones vinculados a su tradición familiar a la que se suman dramatizaciones de su autoría, gira en torno de la problemática de la comunidad indígena a la que pertenece Calcumil, de sus luchas por lograr un reconocimiento social y cultural, en el que entran en juego los mestizajes, los procesos de aculturación y deculturación y los prejuicios sociales que aún persisten en el resto de la sociedad (Zayas de Lima, 1993-4). Más fuertemente ligada al gesto autobiográfico que a su reelaboración ficcional es la perspectiva adoptada por Marzenka Nowak, en el espectáculo que lleva su nombre, estrenado en 1999. El relato de las diferentes etapas de la vida -su infancia como hija de un jefe de la resistencia polaca durante la Segunda Guerra, las persecuciones, la fugas con identidades falsas, el trato inhumano recibido en el campo inglés para refugiados, la radicación definitiva en Argentina, la llegada del amor, la pérdida de los seres queridos, su vocación artística- se universaliza al enhebrarse con canciones de la época (las emblemáticas “Lili Marlene”, “It’s a long way to Tipperary”, así como temas populares en italiano, en polaco y en idisch) que favorecen la identificación emocional del espectador. Una foto ampliada (que también se reproduce en el programa de mano) en la que se ve a Marzenka de dos años de edad junto al resto de su familia, en tanto única escenografía del espectáculo, no sólo funciona como documento de verdad extraescénica, ya que muestra al padre y al tío de la actriz con sus uniformes del ejército polaco, sino que, al proponer la confrontación entre el pasado y el momento presente de la protagonista, condensa los rasgos esenciales de todo discurso autobiográfico, sus contradicciones y sus problemas teóricos. En una línea similar de incorporación explícita de elementos autobiográficos sobre la base de personajes, chistes, cuentos, anécdotas y reflexiones sobre la condición femenina, pueden señalarse Mis amores y yo (1998) de y por Mercedes Carreras y Me permite una sonrisa (1999) sobre textos de diversos autores y de/y por Henny Trailes. Como excepción a este casi exclusivo predominio de la autoperformance femenina, pueden señalarse las pinceladas autobiográficas articuladas con el devenir real de la historia de otra vida, la de los argentinos como cuerpo social, que daban sentido a los monólogos con los que Enrique Pinti abría y cerraba su Salsa criolla (1984) -a la que me referiré más adelante- durante los doce años en que se mantuvo en cartel, y las autoperformances de Ángel Gregorio Pavlovsky, en las cuales el travestismo desplegado resulta mucho más provocativo y ambiguo que el que se verifica en la propuesta estética de las últimas piezas de Emeterio Cerro, antes mencionadas. En efecto, hasta en los detalles más insignificantes, todo el aspecto físico de la Pavlovsky, reforzado por las marcas de género del discurso verbal y gestual, construye una imagen de femineidad que se quiebra abruptamente cuando la transparencia de la blusa deja ver el vello de un pecho sin senos. El travestismo tematizado en escena, al que se suma la autoproclamada homosexualidad del actor, no sólo opera como iconización de la crisis de la supuesta binaridad que organiza comportamientos y mecanismos sociales, sino también como espejo de las pulsiones reprimidas en el receptor. Uno de los momentos más densamente autorreferenciales de sus espectáculos, es, sin embargo, aquel en el que la Pavlovsky invita a los espectadores a que le formulen preguntas sobre su vida privada y su historia personal. Sin embargo, el travestismo más audaz y radicalizado de Batato Barea, quien desde mediados de los 80 hasta su muerte, ocurrida en 1991, se convirtió en una de las figuras más representativas del nuevo teatro argentino, asume características decididamente autorreferenciales. Excesivo, descentrado, indefinible en la fragmentación de los discursos múltiples que configuraban sus espectáculos -en su mayoría, aunque no exclusivamente, unipersonales-, a través de un vestuario elaborado con desechos, con objetos que recogía de la basura, con pelucas y bijouterie estrambótica, exhibiendo sus senos femeninos, Barea hizo de la androginia emblema posmoderno, desconcertante mise en abîme de sí mismo.

Con diferentes grados de intensidad y vehiculizado a través de procedimientos escénicos disímiles, el gesto autobiográfico continúa atravesando una parte importante de la producción teatral argentina de los primeros años del nuevo siglo. El relato literario de la propia vida, que por carácter escritural admite infinitas relecturas, parece -sólo ilusoriamente- darnos el tiempo necesario para corroborar la veracidad de sus enunciados. Si la sensación de inasibilidad con que el receptor enfrenta el discurso oral acentúa la certeza de su inverificabilidad, al mismo tiempo, el hecho de visualizar escénicamente al individuo que narra su propia vida parece intensificar dos actitudes opuestas: por lado, la creencia en la veracidad de lo enunciado, y, por otro, un fuerte sentimiento de incredulidad por parte del receptor, pues a la tradicional desconfianza en la posibilidad de una representación plena y perfecta del pensamiento sólo a través del lenguaje verbal se suma la imagen ficcionalizada del actor o de la actriz que narra aspectos -digamos reales- de su vida personal. En otras palabras, sobre el escenario, todo es (o parece) ficción. Profundizar la problemática de la verdad en la teoría y la práctica del relato autorreferencial, así como tratar de establecer si, en última instancia, es algo del orden de lo real lo que verdaderamente persiguen quienes, como escritores o como lectores, encaran el proyecto autobiográfico excedería el objetivo de este trabajo. No obstante, la breve consideración de los ejemplos señalados nos permite concluir afirmando que, en el caso de La hija de…, la no coincidencia entre autor y narrador-protagonista y el empleo de artificios fuertemente teatralistas (despliegue de recursos visuales y sonoros, parlamentos humorísticos, vestuario llamativo, cambios de escenografía, empleo de objetos escénicos, canciones, algunos pasos de baile e, inclusive, la participación de un partenaire que realiza trucos de magia o intercambia breves réplicas con la intérprete) no resultan obstáculos para que el espectáculo esté fuertemente inclinado hacia el modelo autobiográfico en sentido tradicional. Por el contrario, Memorias de una princesa…, en el que la autoría pertenece a la protagonista y en el que los artificios escénicos se reducen al mínimo y se vuelven más próximos a los de los espectáculos de narración oral, se convierte en una evidente autoficción por el título, la declaración de intención y la convencionalidad de los campos temáticos en él desarrollados. En ambos casos, no obstante, se cumple el proyecto productivo y receptivo que caracteriza la escritura del yo. Por un lado, obviando la carga narcisista y exhibicionista ineludible en el género, se concreta la intención de hacer un balance personal positivo, de dar significación a la interioridad, de recuperar el pasado a través de la reconciliación para dilucidar el presente y la alcanzada identidad no textual que llevan a asumir el control de la propia vida. Por otro lado, obviando también la carga de perversión que supone el deseo voyerista del público de acceder a la intimidad ajena, ambos espectáculos no sólo dan testimonio de una época vivida y compartida por realizadores y espectadores, sino también, a través del inevitable proceso de identificación, movilizan los propios recuerdos. Para los lectores, la fascinación de la escritura del yo no radica en la posibilidad de conocer vidas ajenas, sino, sobre todo, en el autoconocimiento, pues, como señala Georges May, “Inclinados por encima del hombro de Narciso, es nuestro rostro, y no el suyo, el que vemos reflejado en la aguas de la fuente” (1979:111).

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