El título de esta ponencia apunta en dos direcciones: a) La afirmación de la libertad como condición del ser humano y el compromiso del artista con la defensa de la misma. No existe arte sin libertad. Y el arte comprometido sólo es arte en tanto su compromiso (sea del tipo que sea, político, comercial o estético) no condicione la libertad del individuo o los individuos sujetos de la práctica artística. b) La afirmación del placer como dimensión inexcusable en la vida humana y, por tanto, el compromiso del artista en la búsqueda del mismo, aunque la construcción de las situaciones placenteras requiera un enorme esfuerzo. En el título hay, obviamente, una referencia a Voltaire. Las “Delicias” fue el nombre que el escritor francés dio a su casa de Ginebra. Para Voltaire las “delicias” no eran necesariamente las mismas que podemos imaginar o disfrutar ante o en las piezas de L’Alakran: eran, por decirlo de algún modo, más refinadas, no tan corporales. Sin embargo, lo placentero estaba también para Voltaire muy ligado al humor, a la ironía y al desapego a los compromisos sociales impuestos, empezando por el de la religión. La sensación de libertad que Óskar Gómez y compañía experimentaron al instalarse en Ginebra puede ser similar a la que experimentó Voltaire al retirarse de las intrigas políticas y culturales que le habían llevado a circular de corte en corte por el centro de Europa. Ginebra suele ser considerada, junto con Ámsterdam, la ciudad más tolerante de Europa. A ello contribuye una cierta invisibilidad de los poderes políticos y económicos, la interiorización de los credos religiosos, y la presencia de múltiples organismos internacionales, que en cierto modo justifican la muy variopinta población inmigrante. También puede deberse, como el propio Voltaire recuerda, a que fue vacunada tempranamente contra la intolerancia en el momento en que Calvino ordenó la ejecución en la hoguera del teólogo y fisiólogo español Miguel Servet (un admirable pre-ilustrado aragonés quemado en efigie por los católicos franceses y en persona por los calvinistas suizos y a quien por cierto Alfonso Sastre dedicó una de sus obras). Desde mis ventanas veo la ciudad donde reinaba Jean Chauvin, el picardo llamado Calvino, y el sitio donde por orden suya quemaron a Servet para bien de su alma. Casi todos los clérigos de este país piensan hoy como Servet, y hasta van más lejos que él. No creen en modo alguno en la divinidad de Jesucristo, y estos señores, que en tiempos pasados hicieron tabla rasa del purgatorio, se han humanizado hasta el punto de indultar a las almas del infierno. i La idiosincrasia suiza permite la apariencia de tolerancia de un modo tan fuerte que casi es efectiva. Y esa idiosincrasia sostiene no sólo el modelo de tolerancia, sino otros muchos modelos, empezando por el de Estado. ¡Qué Estado tan raro el suizo, sin identidad cultural, sin instituciones centrales fuertes, resultado de la amalgama de franceses, italianos, alemanes y, en menor medida, españoles, asiáticos y africanos! Su pacifismo es resultado de una singular neutralidad, pero a fuerza de insistir en ella ha llegado también a convertirse en real. ¿Y qué decir de la religión? Indudablemente, habitar en ese teatro estatalizado resultaba mucho más cómodo que en un país en que los abrazos son tan fuertes que pueden hacer daño y las palabras tan directas que pueden agujerear. Sin embargo, del mismo modo que Voltaire no podía dejar de pensar en París y escribir sobre ella, aunque fuera mal; tampoco Oskar Gómez, aun trabajando con L’Alakran con todas las ventajas que le facilitó el Théâtre Saint Gervais, podía dejar de pensar en Irún, en el País Vasco y también, qué remedio, en España. Y así, mientras con Legaleón se miraba hacia fuera: hacia los Pixies, hacia Hannah Schygulla o hacia Alfred Jarry, desde Ginebra se miraba hacia la carnicería del español emigrado a Argentina, los grabados de Goya o la iconografía taurina. (Aunque es cierto, con otro ojo se miraba hacia China, no sabemos por qué) En el prólogo a las Memorias de Voltaire, traducidas en su día por don Manuel Azaña, César Rodríguez Sepúlveda recordaba cómo en algunos diccionarios todavía puede leerse la siguiente definición de volteriano: se dice de la persona que se burla irreverentemente de cosas generalmente respetadas o hace crítica de cosas a las que en general se tiene por inatacables; particularmente, de cosas de carácter religioso; así como de los escritos en que se hace dicha burla. ii Una simplificación despectiva del pensamiento y la obra del literato francés, que sin embargo podría ser asumida en positivo por muchos espíritus libres. De hecho, Voltaire se presentaba a sí mismo como representante adelantado de lo que anacrónicamente podríamos denominar “razón cínica”: el hombre culto y sensible, creativo y refinado, que saca partido de los poderosos para construirse su propia casa, su propio pequeño palacio, en el que a diferencia de quienes le han protegido, puede ser realmente libre: por no depender económicamente de nadie, por sentirse dueño de la tierra que pisa, por no estar sometido a creencia o religión o vasallaje, y por poder construir en ese recinto su propio edificio artístico, alejado de las burdas realizaciones artísticas cortesanas. Pero Óskar, Delphine y Espe no marcharon a Ginebra para, como el viejo Voltaire imitando a su personaje Cándido, “cultivar su jardín”, sino más bien para construir una casa, o quizá, recordando a su más directo maestro Robert Filliou, una cabaña de madera en el interior de una casa. La vida de ciudadanos útiles parecía dejar paso a una vida de personas que ponen en cuestión su condición de ciudadanos y prefieren concebir su contribución a la sociedad en términos lúdicos. Pero ¡qué mejor lugar para jugar que una sociedad como la suiza y un estado como el suizo tan eficaz en el ejercicio de convertir la realidad en apariencia y la apariencia en realidad! Tal vez para escapar al riesgo implícito en esa opción, que el juego se quedara en las apariencias, o que los discursos se quedaran en las superficies, L’Alakran insistió de una manera mucho más incisiva en algo que había formado parte de su trabajo desde el inicio: la carnalidad y el grotesco. La mera idea de un pensamiento asociado al cuerpo habría sido calificada como aberrante por el ilustrado Voltaire; sin embargo, dos siglos más tarde se podía leer como una opción casi necesaria en tiempos de virtualidad, hipermediación y aceleración inhumana de las acciones y los discursos (triunfo de KRONOS) La atención a lo corporal había estado presente desde el inicio del trabajo de Legaleón y, posteriormente de L’Alakran. Pero la reflexión sobre el cuerpo o, más bien, la reflexión desde el cuerpo es algo que se introduce en su trabajo a principios de los años noventa, y de forma más concreta en la pieza El silencio de las Xygulas (1994).iii En su ensayo sobre Rabelais, Bajtín observaba que el rasgo principal del cuerpo grotesco era su apertura al mundo: “El énfasis está puesto en las partes del cuerpo en que éste se abre al mundo exterior o penetra en él a través de orificios, protuberancias, ramificaciones y excrecencias tales como la boca abierta, los órganos genitales, los senos, los falos, las barrigas y la nariz”, y en los actos asociados a estas aperturas: “el coito, el embarazo, el alumbramiento, la agonía, la comida, la bebida y la satisfacción de las necesidades naturales” 1 El cuerpo grotesco enfatizaba la parte baja del cuerpo, siendo la boca (I CHIN) o la nariz meros accesos a ella. Excluía la mirada y excluía al cerebro. Al desnudar el cerebro, al exhibirlo como víscera en una urna sobre el escenario de Cerveau Carbossé, L’Alakran hacía explícita una actualización del cuerpo grotesco que, sin renunciar a los rasgos propios de la bufonería y la liberación carnavalesca, apostaba por la inclusión de las consideradas “altas capacidades” del ser humano: la reflexiva y la poética (de ahí que tanto en Cerveau Carbossé como en Kairos, la reflexión y la poesía se simultaneen con la exhibición de la parte baja del cuerpo). Ahora el cerebro también se puede encontrar entre las partes blandas del cuerpo (esas partes que la moral convencional considera no mostrables en público), y por tanto también entre las partes obscenas del cuerpo. Se abre así la vía a una obscenidad del pensamiento, paralela a la obscenidad del cuerpo bajo, que permitirá la formulación de discursos burlescos de carácter moral o político y la superación de los tabús que impiden su emisión pública mediante la máscara carnavalesca. Obviamente, la opción por el grotesco es política. Se trata en primer lugar de responder a eso que hemos llamado idiosincrasia suiza, pero que podemos reconocer en cualquier país occidental (incluido el vasco) bajo diferentes formas de hipocresía, un vicio muy extendido entre las clases acomodadas desde la antigüedad, pero que afecta masivamente a las clases medias actuales, aunque sea de un modo no del todo consciente. La domesticación del cuerpo forma parte de esa actitud hipócrita que nos lleva a adoptar máscaras sociales tras las que la inmoralidad de nuestro comportamiento básico queda justificado. Sacar al espacio público lo que escondemos en el lavabo de nuestros domicilios o en los escondrijos de nuestra conciencia. Pero hacerlo de una forma festiva, no culpabilizadora: éste es el objetivo del grotesco en L’Alakran. La apertura del cuerpo grotesco, por otra parte, y como observaba también Bajtín, es índice de su incompletitud: […] el cuerpo grotesco no está aislado o acabado ni es perfecto, sino que sale fuera de sí, franquea sus propios límites. […] Es un cuerpo eternamente incompleto, eternamente creado y creador, un eslabón en la cadena de la evolución de especie, o más exactamente, dos eslabones observados en su punto de unión, donde el uno entra en el otro. […] Además, ese cuerpo abierto e incompleto (agonizante-naciente-o a punto de nacer) no está estrictamente separado del mundo: está enredado en él, confundido con los animales y las cosas. /30 Esta idea de incompletitud es otro de los rasgos del estilo de Legaleón que se trasladará al concepto dramatúrgico mismo. Y ambos, el tratamiento del cuerpo y la dramaturgia de lo abierto, de lo mal acabado, de lo imperfecto, derivan de ese cuerpo carnavalesco aplacado por la modernidad. Nuevamente en la apuesta por la incompletitud hay una opción política: la de hacer entrar al otro en el juego abierto de la significación. No es de extrañar que, en su búsqueda de estilo, Legaleón recuperara la dramaturgia de la provocación y el grotesco de Alfred Jarry. Ubú, como el propio Bajtín observó, es un heredero directo de la creación rabelesiana, un texto contra-actual en una época marcada por las introspecciones psicológicas y las búsquedas simbólicas en las zonas de la espiritualidad y el más allá. Ubú vuelve a ser un personaje dominado por la parte inferior de su cuerpo, con la particularidad de que él detenta poder y que además sirve a su autor para reírse de la alta cultura y de la alta tradición dramática y teatral. El Ubú Legaleón fue un tránsito necesario en la definición de un lenguaje propio, como lo fue el encuentro con las piezas de Rodrigo García, Carnicero español y Tómbola Lear. En sus versiones de los textos de Rodrigo, Óskar Gómez recurrió a factores descontextualizadores aprendidos de Jarry y de Reixa: las situaciones y los espacios son sometidos a una degradación simbólica. Del mismo modo que Jarry trasladó los ecos de la dramaturgia isabelina y romántica a la chabola destartalada de Ubú, sucintamente indicada en escena, Óskar Gómez situó los textos de Rodrigo (que a su vez utiliza a Shakespeare), en espacios abigarrados, con ecos de cabaret pobre o directamente, barraca de feria. Además, acentuó la fisicalidad de la escena, dando a las acciones el mismo valor que las palabras. También Rodrigo García practica lo que podemos denominar una dramaturgia del cuerpo, es decir, una escritura que surge del cuerpo de los intérpretes, algo que le ha permitido concebir la corporalidad y la persona del actor como una membrana a través de la cual se destilan las palabras, se destilan ocurrencias, imágenes, acciones… no sólo las inventadas por el autor-director, sino también aquellas tomadas del entorno histórico o cotidiano, sometidas siempre a un orden no lógico, aparentemente caótico, y siempre con ese aspecto de “mal acabado”, que exige la activación de la mirada y el posicionamiento crítico del espectador. “Los espectáculos musicales -comenta García- tienen siempre un acabado tan satisfactorio: los colores son bonitos, las formas son bonitas, los tiempos son adecuados para evitar la reflexión. Trabajar a la contra de todo eso es lo que me interesa. Trabajar el feísmo, lo sucio, lo mal hecho. Pero no porque no sepas o no hayas tenido tiempo para hacerlo bien, sino porque te has empeñado en conseguir ese aparente mal acabado. Me interesa mucho la idea de un espectáculo imperfecto.” iv Lo feo y lo imperfecto, al igual que lo abyecto, lo caótico y lo excesivo funcionan como mecanismos de alerta que descubren las fracturas de la realidad, los intersticios de esa construcción aparente que llamamos realidad, por los que se cuelan los destellos y los sonidos de lo real. La fijación de la forma es contraria a la percepción de lo real, de ahí la necesidad de destruir la forma, o al menos ensuciarla. Y qué mejor medio que contaminar la forma con las imperfecciones (sólo aparentemente feas o caóticas) del cuerpo.

El bufón ilustrado

Esa preeminencia del cuerpo, ¿no va en detrimento del discurso? Ya Voltaire, el antiguo vecino de L’Alakran, había puesto sobre aviso de los excesos cometidos por personajes como Rabelais (en un texto que podría parecer una columna de algún respetable crítico de prensa actual de no ser por la brillantez del estilo): Rabelais, con su libro extravagante e ininteligible, ha difundido una enorme alegría y una impertinencia aún más grande; ha producido la erudición, las basuras y el hastío; se encuentra un buen cuento en dos páginas a cambio de volúmenes de estupideces; sólo algunas personas de gusto extravagante se obstinan en comprender y estimar esa obra; el resto de la nación se ríe de las ocurrencias de Rabelais y desprecia el libro. Se le considera como el bufón número uno, la gente lamenta que una persona que tenía tanto espíritu como él, haya hecho tan mal uso de éste; es un filósofo borracho que ha escrito bajo los efectos de la embriaguez”. / 107 Sin embargo, no sería descabellado considerar al propio Voltaire, en cierta medida, como un heredero de los viejos bufones. Un bufón descorporeizado, un bufón de los tiempos modernos. ¿Es posible el enlace de estos términos, el de bufonería y el de ilustración? Leo Bassi parece tenerlo muy claro y se reconoce discípulo directo de Voltaire. Él se sitúa en la mejor tradición de los bufones, la de quienes bajo su máscara o su identidad alocada, sus acciones infantiloides, son capaces de lanzar críticas y ataques a las redes de poder que pueden eventualmente dar lugar a acciones políticas efectivas. En la Edad Media, los bufones que cumplían una función mediadora entre el discurso oculto y el discurso público y que en las sociedades democráticas de herencia ilustrada ya no tendrían sentido. Sin embargo, lo vuelven a tener. En la presentación de su polémico espectáculo La Revelación, escribía:

Los Bufones, antigua institución y parte también esencial de la tradición laica, siempre han sido profundamente conscientes de lo que puede pasar cuando se pierde la batalla de la racionalidad, ya que son los más expuestos cuando las tinieblas vuelven.v

Los bufones laicos se caracterizan por la puesta en juego de los instrumentos de la teatralidad para hacer visible la teatralidad misma del sistema, la monumentalización y el enmascaramiento. De ahí que sus propuestas resulten especialmente molestas cuando van dirigidas contra los grandes constructores de teatralidad institucional: la iglesia católica en España, la televisión, etc. Con La revelación Bassi reivindicaba explícitamente la función del bufón ilustrado, enemigo de príncipes y de sacerdotes, discípulo de filósofos y científicos. Sin duda podemos reconocer algunas afinidades ideológicas entre los planteamientos de Leo Bassi y los de Óskar Gómez: la laicidad, en antinacionalismo, el anarquismo… Y también algunos planteamientos escénicos afines: la preeminencia de lo corporal, el tratamiento directo de la acción, la búsqueda de una relación inmediata con los espectadores, la activación del público… En Psicofonías del alma, Oskar Gómez descalifica el irracionalismo de la lógica militar (la manzana de la discordia), de la fe religiosa (la manzana de Adán y Eva) y ensalza en cambio la lógica de la ciencia (la manzana de Newton) y del socialismo (Charles Fourier). La referencia al pensamiento socialista marca una ligera distancia respecto al anarquismo festivo de Leo Bassi: Óskar parece insistir más en la necesidad de conservar una cierta herencia de la modernidad: en su defensa del individuo y en su defensa del espacio público, de la cultura pública, cuando por ejemplo, reivindica la función social del artista y la obligación del Estado de financiar y hacer posible una cultura para todos. (Esto es lo que pone en evidencia en su cadena de pagos y agradecimientos en Kairos.) Quizá ese mayor reconocimiento en la modernidad marque otra diferencia importante entre ambos: Bassi juega directamente a la bufonería, el suyo es un tablado de bufón, un bufón que no tiene problemas en acudir a lo espacios de la televisión o a los barrios del enemigo. Óskar Gómez teatraliza la bufonería, el suyo es un escenario burgués en el que se cuela un bufón enmascarado de actor, en el que se cuela también la televisión y los recursos propios de la bufonería televisiva (muy presente tanto en Optimistic como en Kairos). Esta complejidad tiene sus consecuencias en el tratamiento de los personajes, y es algo que aparece tematizado en varias obras. Desde el punto de vista actoral, los bufones no se transforman:

[…] ellos seguían siendo bufones y payasos en todas las circunstancias de su vida. Como tales, encarnaban una forma especial de la vida, a la vez real e ideal. Se situaban en la frontera entre la vida y el arte (en una esfera intermedia), ni personajes excéntricos o estúpidos ni actores cómicos. / Bajtin, 1  / Mijail Bajtín, La cultura popular en la Edad Media y el Renacimiento. El contexto de François Rabelais  (1941), Alianza, Madrid, p. 30

El bufón no se transforma, simplemente se enmascara. Esa máscara le libera para hacer y decir lo que sin máscara podría ser constitutivo de delito. La máscara (la peluca, el casco, la bata, etc.) salvaguarda al bufón. Pero el bufón no se transforma, simplemente se libera. Y cuando el bufón representa una acción en la que se hace necesaria la intervención de otros personajes, simplemente los cita, sin necesidad de incorporarlos. Esto permite, por ejemplo, que su cuerpo contradiga al personaje, que lo haga grotesco, que lo sublime, es decir, esa distancia que Brecht pretendía, y que aquí se logra mediante recursos toscos. En cuanto actor que no se transforma, el bufón es una figura a la que lógicamente han llegado numerosos actores conscientes de los límites impuestos por la modernidad pero descontentos con las soluciones dadas durante la posmodernidad. La teatralidad de L’Alakran se debate entre la no-transformación de bufón y la inmersión de los actores en situaciones que necesariamente les transforman. Por una parte, los actores efectivamente mantienen su personalidad, incluso se llaman por sus propios nombres, muestran sus debilidades y sus fortalezas reales. Sin embargo, se encuentran siempre en una situación de actuación, en ocasiones desmesuradamente enmascarados. En dos piezas, esta tensión ha sido puesta en evidencia: La primera vez fue en Bancarrota. En sendas secuencias de Bancarrota, los actores de Legaleón T. interpretaban simultáneamente el papel de amo (director escénico o actor distante) y el papel del esclavo (actor sumiso): con mínimos cambios de tono y gesto, el actor o actriz se instruía a sí mismo, se forzaba a decir aquello que no quería decir o a decir aquello que se sentía incapaz de hacer.vi Y es que el amo pretendía que el esclavo pusiera en juego sus sentimientos, su privacidad, su persona y que al mismo tiempo resultara espectacular e interesante para el público. En el juego propuesto por Óskar Gómez, la persona del intérprete quedaba diluida entre los dos personajes que de algún modo se proyectaban como figuras reducidas de sí, y forzaban al espectador a leer la autenticidad como algo complejo si no quería reducirla a vacío. Y al mismo tiempo seguía presente en escena, en una suerte de espacio intermedio entre la ficción y la cotidianidad, en que el valor del presente, del aquí y el ahora resultaba acentuado. La escenificación de esta paradoja del comediante se repitió nuevamente en Psicofonías del alma, cuando el director Óskar Gómes ordena al actor Óskar Gómez que se desnude en un momento de la pieza, justo después de que el director Óskar Gómez haya confesado su identidad de artista surfero y mostrado su comprensión hacia los gustos, las debilidades y los hábitos de los pequeño burgueses como él que acuden a ver su espectáculo. La puesta en escena de la paradoja del comediante facilita, pero al mismo tiempo altera una de las características más interesantes del bufón: la burla de sí mismo. Una importante cualidad de la risa en la fiesta popular es que escarnece a los mismos burladores. El pueblo no se excluye a sí mismo del mundo en evolución. También él se siente incompleto; también él renace y se renueva con la muerte (Bajtín, 17) Este es un rasgo de los antiguos bufones: que se ríen de sí mismos. Hay una aceptación de la individualidad débil, una concepción premoderna del individuo, que sin embargo vuelve a tener un cierto interés en épocas de individualismo programado e incompatible con la sostenibilidad de nuestro entorno. En Cerveau Carbossé, como antes en Carnicero y después en Psicofonías, esa burla se manifestaba como crueldad sobre el físico de los actores. Los actores se ríen de sí mismos, se exhiben y se someten a la burla. La burla de sí mismo por parte del bufón produce en el espectador una sensación extraña: en un primer momento, cree sentirse libre de la agresión del bufón sobre sí mismo, pero esa violencia le incomoda, no deja de ser un atentado a una cierta dignidad individual; si la dignidad individual de aquel a quien estamos observando, pasivos, sentados en una silla, es atentada, ¿no resulta también atacada la mía propia? En un segundo momento, el espectador reconoce que aquel que reconoce su propia debilidad y que renuncia a una dosis importante de individualismo lo que en realidad está haciendo es desprenderse de la máscara social, de la máscara impuesta, se está liberando, y al hacerlo ocupa una posición envidiable respecto a quien lo observa, inmóvil, en silencio, y con su máscara social intacta. Pero el objetivo del bufón no es humillar o avergonzar al espectador. Al contrario, en las piezas de L’Alakran está implícita una constante invitación al juego, un permanente empujar al espectador hacia la liberación efectiva. (En Kaïros, mediante esa invitación a silencio y en Psicofonías del alma mediante el dispositivo espacial mismo). En esa invitación a la participación real, al juego anárquico, resulta fundamental la aportación de otro tipo de bufones.

El bufón situado

Si el retorno al origen de la modernidad nos permite hablar de un bufón ilustrado, que se rebela contra el dogmatismo y contra la servidumbre y permite vivir con su propio trabajo, desde la iniciativa privada, sin las ataduras que convertían tradicionalmente al bufón en un gracioso consentido, en una conciencia crítica bien alimentada, la memoria del modernismo nos puede hacer pensar en otro tipo de bufonería: la de los artistas que voluntariamente se han situado en los márgenes y recurriendo al humor han intentado dinamitar la institución artística. Estoy pensando en figuras como el músico Erik Satie, el dadaísta Arthur Cravan, el poeta Joan Brossa, el novelista Georges Perec, o el artista fluxus Robert Filliou. Todos tienen en común la modestia, la alegría de la creación, la pobreza a la que su opción por la libertad les condujo y, seguramente, la bondad. La modestia del bufón moderno aparece al inicio de Optimistic versus pesimistic, en esa declaración de principios que lleva a Óskar Gómez a pronunciar ese brillante discurso (que en cierto modo se reformula en el discurso de los zombis de Kairos): Desde ahora seguimos la corriente, apoyamos lo que sea con tal de no crear problemas, renunciamos al conflicto y a toda suerte de pensamiento crítico, renunciamos a resistir (es una jilipollez), renunciamos a ser moralistas y a beneficiarnos de la complacencia de los otros.

¿Y por que hacemos esto?

Porque pertenecemos a la generación equidistante, es decir, aquella que se ha situado a la misma distancia de todos los puntos de vista. Hacemos esto por placer o por simple nihilismo. Y sobre todo porque continuamos siendo verdaderos socialistas. Porque pensamos que si todos nos giramos, todas y todos, en la misma dirección, llegaremos más rápido al fin absoluto, a la destrucción total y , de este modo, los que vengan después de nosotros llegaran a la meta más rápido. Nosotros, como la mayoría, seguimos la corriente.vii En contraste con otras formas de resistencia teatral, Óskar Gómez propone una figura que rescata otra de los modos de visibilización del discurso oculto: la muy elemental de “hacerse el tonto”. Era la estrategia practicada por los campesinos o los esclavos para evitar la represión o el castigo. Es la estrategia practicada por un socialista convencido como Óskar Gómez en la muy democrática y bienestante Suiza para sobrevivir sin renunciar a su dignidad y a su horizonte utópico. El principio de modestia, la opción por un modelo de artista no soberbio, estaba en la base de la formulación del principio de economía creativa de Robert Filliou, que los actores de L’Alakran hicieron suyo. Cada vez que pienses, piensa otra cosa / Hagas lo que hagas, haz otra cosa / El secreto de la creación permanente es: / no desear nada, no decidir nada, no escoger nada, / completamente consciente, completamente alerta, / tranquilamente sentado, sin hacer nada. (Filliou, 1971: 25) En coherencia con estas ideas, Filliou defendía que desde el punto de vista de la creación permanente, resultaba indiferente que una obra estuviera bien hecha, mal hecha o no hecha, y que su especialidad, en cualquier caso, era la de lo mal hecho. Se trataba de reivindicar el arte como una dimensión de la experiencia y no como el terreno acotado de los especialistas y atacar así las causas de la “verdadera alienación”, es decir, “la pérdida de la creatividad”. “La utopía para mí -añadía su discípulo Óskar Gómezsería que el arte se disolviera en la vida.” 13 La extensión del arte a la vida había llevado a Robert Filliou a una opción por la pobreza, que se traduce en una recuperación del bricolaje como práctica artística. Esta opción por el bricolaje resulta igualmente reconocible en el tratamiento escénico de las piezas de L’Alakran. Todo parece precario, todos los objetos parecen salidos de un rastro, de “un marché aux puces” o de un bazar de todo a cien, y toda la construcción escénica tiene ese aspecto frágil, provisional, el de los tenderetes de mercado o las barracas populares de feria de pueblo. (En Kaïros, el uso de las máquinas de pelotas de tenis y golf; en Psicofonías, las instalaciones pobres). El mismo tratamiento precario se aplica, aparentemente, a la escena: a la actuación, a la composición escénica… ¿Todo ello por qué? Por puro placer. ¿Todo ello para qué? Para facilitar el acceso. En Carnicero español, la ruptura de la distancia física espectador-escenario era resultado de una violencia. Pero la relación con el espectador no se da solo en términos de violencia. La voluntad de incluir al espectador estaba presente ya en los primeros trabajos de L’Alakran, en una voluntad de componer piezas abiertas. Lo mismo en Optimistic vs. Pesimistic: la imagen que da la obra es defectuosa, accidentada y por lo tanto frágil. Se trata de provocar una selección mental por parte del espectador. Se trata que el espectador defina el accidente real o el falso, y nosotros jugamos a estar entre los dos. En ese sentido la obra tiene bastante de happening ( inconsciente ). Todo esto para que el espectador defina y opte personalmente y no en función de una actitud de masa. Salga de su posición de figurante y asuma una posición política, quizás inevitablemente solitaria. La soledad contemporánea es vista aquí como un valor positivo y algo que se puede compartir saludablemente en grupo. La mayoría de las proposiciones hechas en la obra, se hacen en un tono de ludismo televisivo, que hace que el público seleccione intuitivamente y rapidamente. Hay una insistencia didáctica para que haya una especie de impresión retroactiva de los contenidos propuestos. En los últimos espectáculos, esa invitación a “entrar” es mucho más fuerte. Está en el borrado de la disposición fija para los espectadores, muy radical en Psicofonías del alma y en Optimistic vs Pesimistic. Se trata de que el público entre, y para ello hay que hacerle trabajar, incomodarlo, en el sentido literal de la palabra, hacerle consciente de su cuerpo, de su presencia. Para que así entre en el juego. Y esa invitación a entrar (y a salir y volver a entrar de la sala) se cierra en Psicofonías con esa realización melancólica del anarquismo social que enfrenta al público con su imagen en el espejo. Nuevamente un retorno a la teatralidad medieval: […] Los espectadores no asisten al carnaval, sino que lo viven, ya que el carnaval está hecho para todo el pueblo. Durante el carnaval no hay otra vida que la del carnaval. Es imposible escapar, porque el carnaval no tiene ninguna frontera espacial. (Bajtín, 13) En los últimos años, hemos asistido a la reedición de esas tensiones que en los años sesenta condujeron a numerosos artistas a tratar de alterar las relaciones establecidas entre autor, actor y espectador. Sin la radicalidad ni el dramatismo con que acometieron tales cambios los directores y coreógrafos de la segunda vanguardia, los artistas del nuevo de siglo se han empeñado no sólo en hacer que los espectadores actúen, sino incluso en convertirse ellos mismos en espectadores de la actuación de éstos. Podría considerarse este fenómeno una consecuencia de la democratización de la producción simbólica en las sociedades desarrolladas de no ser porque la aparición de las utopías concretas no constituye más que una excepción en el contexto cada vez más irrespirable de la “sociedad de los figurantes”. Concebir al autor como espectador implica invertir la jerarquía de valores que consideraba pasivo y cobarde al espectador en contraste con el actor en cuanto símbolo del sujeto histórico. Se puede actuar y ser objeto, se puede ser sujeto desde la observación: la clave reside en la posibilidad de intervenir para establecer y modificar las reglas del juego, así como los tiempos durante los cuales son asumidas las diferentes funciones. La “sociedad de los figurantes” fue un término utilizado por Nicolas Bourriaud en su Estética relacional (1999). Actualizaba así la idea propuesta por Debord de la “sociedad del espectáculo”. Los figurantes creen participar en la acción, pero en realidad solo participan guiados por las directrices del poder. Este es el papel que cumplen los figurantes en Optimistic vs. Pesimistic, explotados por los actores reales de la pieza. Y es el papel que cumple el extra, en inmigrante sin papeles a quien se paga en escena, haciendo visible la cadena de deudas y agradecimientos. ¿Pero no es también el papel de público? ¿Realmente los espectadores están en lo alto de la cadena, como bondadosa, o tal vez cínicamente, sugiere la secuencia representada en Kaïros. ¿O están fuera de ella? Al tratar de incluir en el proceso creativo a los espectadores, el arte recupera la función original de propuesta lúdica. Mediante el juego se crean nuevas relaciones intersubjetivas reales que no se habrían producido de no existir la invitación. En el juego se obtiene un placer inaccesible en lo cotidiano, incluso cuando los instrumentos del juego sean eminentemente cotidianos. Y desde lo lúdico recupera su función política: crea un espacio de libertad autónomo. Pero ese espacio de libertad autónomo funciona como utopía de proximidad, activa la reflexión y el deseo real, al menos, de no adormecerse, de no dejarse guiar del todo, de no caer por completo en el estado del zombi en el que el director de L’Alakran nos sitúa en su introducción a Kaïros. Ni los dios(es) de Psicofonías ni los zombies de Kaïros. ¿Cómo evitar la condena? Las claves están contenidas en los espectáculos de L’Alakran. Pasen y vean.

KAIROS

Kairos es el tiempo de la vivencia. No existe solo, existe siempre en compañía de Kronos, el tiempo de la sucesión, el tiempo de la historia, de la economía, el tiempo que se escapa continuamente. Kairos es el tiempo que se puede detener si uno está atento, y que se puede expandir desafiando la sucesión inexorable de los segundos y los minutos. Se expande mediante la intensidad, mediante el vacío, mediante la memoria, mediante el deseo. Hay momentos en la vida que recordamos expandidos. Esos momentos retornan: desafiaron a Kronos y lo continúan desafiando. Sin embargo, Kairos está condenado a sucumbir a los pies de Kronos. La suya es una resistencia ilusionada, y al mismo tiempo melancólica. Quizá por esto Oskar Gómez, en uno de los momentos más hilarantes de la pieza, habla de caracoles, esos animales que se pasan media vida escondidos, que se desplazan con lentitud desesperante y que nos resultan tan anacrónicos: con ese tiempo vital tan lento y esas defensas tan obsoletas, tan desproporcionadamente frágiles. Los caracoles perciben la realidad tan lentamente como la viven, por lo que es fácil engañarles. ¿Pero no somos todos también caracoles? Tan preocupados en proteger nuestra individualidad bajo una concha que cualquier aliado de Kronos puede aplastar sin problemas o que cualquier sensor electrónico puede traspasar, tan cautos en nuestro camino, tan escondidos, que la vida se nos escapa y, por protegernos de Kronos, somos incapaces de atrapar a Kairos. Este es el tema de Kairos. Oskar Gómez lo introduce en el vídeo que precede a la pieza. Ahí se define como uno de los seres intermedios: de quienes no se habla mal, porque no son criminales, ni bien, porque no está muertos. Los seres intermedios son zombis, es la clase media narcotizada por los miedos, por los deseos prefabricados, por la impotencia, por la conciencia de la propia debilidad. Y lo que Óskar propone no es que perdamos nuestra condición de zombis, sino que al menos nos reconozcamos como tales, adquiramos conciencia de ellos. ¿Cómo? Agujereando la realidad. Agujerear la realidad implica también plantarle cara a Kronos, encontrar el tiempo de la vivencia, el tiempo esférico, que en la pieza se presenta mediante globos de helio blancos. Pero también mediante vacíos en la estructura narrativa. Y vacíos también en el dispositivo espectacular, cuando ya bien avanzado el montaje se propone a los espectadores abandonar la sala y practicar diez minutos de silencio y meditación mientras responden un sencillo cuestionario y componen un “haiku”. El agujereamiento de la realidad se realiza en primer lugar mediante un agujereamiento del espectáculo. Óskar introduce a su madre, disfrazada con peluca y zapatillas étnicas, a la que invita como espectadora en escena de la pieza. En diversas ocasiones, como ya es habitual en L’Alakran, los discursos se dirigen a los espectadores, y en ocasiones los actores parecen perder su personaje, por más que su personaje seauna elaboración de su propia personalidad, para entrar en un terreno casi coloquial. Y en un momento dado aparece un extra, un chico negro, sometido a cuestionario vergonzante, igualmente disfrazado, aunque la invisibilidad de su disfraz para nosotros espectadores resulte más lacerante que las preguntas irrespetuosas de la entrevistadora. Otros recursos habituales en el estilo de L’Alakran son el juego de amo/esclavo (Espe y su perrito, la entrevista al extra, etc.), la desnudez masculina asociada al pensamiento o la poesía, la traducción de códigos en reinterpretación humorística (la secuencia de I Chin), o el recurso a las máquinas convertidas por su disfuncionalidad en animales estúpidos o fenómenos de circo (la lanzapelotas de tenis y la coloca pelotas de golf). El circo pobre, el cabaret casi doméstico están presentes igualmente en el tono y en la construcción narrativa de la pieza. Del mismo modo que el grotesco tiña todo el espectáculo y lo sitúe continuamente próximo a la tierra (y a la conciencia de la muerte): los disfraces, la exhibición del cuerpo bajo, los excrementos, hasta la boca abierta que resulta del I Chin. Lo nuevo es la introducción de algunas agujas políticas: la secuencia en la que se escenifican los presupuestos y los agradecimientos: 30 euros para el figurante, 3900 para la compañía, 210000 para el festival, 43000000 para la Concejalía de cultura. Cada uno agrade al otro el cheque simbólico de rodillas y con la cabeza agachada y la representante del ayuntamiento lo agradece al público. O la secuencia que enlaza con la historia de los caracoles en la que se descubren los negocios vergonzosos del BBVA. Kairos practica nuevamente la bufonería ilustrada. La del bufón que se exhibe ridículo, que exhibe su cuerpo frágil, que sale de su concha de caracol y se presta al pisotón.. Pero que al hacerlo, se libera para la reflexión, para la crítica, incluso para la moralización. Eso sí, siempre desde el humor, retornando continuamente al humor, pues sabe que sólo en el humor es eficaz su discurso. El bufón ilustrado es un bufón melancólico, capaz de domar su melancolía y transformarla en risa. La risa también es una expansión del tiempo, la risa también es Kairos. Por más inalcanzables que parezcan las soluciones a los problemas debatidos en la dimensión de Kronos, el bufón sabe que no puede correr tras ellos, que a él sólo la risa le permitirá triunfar (y ser feliz), en la dimensión de Kairos. ¿Y el espectador?

Notas

i Voltaire, Memorias / 3 Cuentos Orientales, trad. De Manuel Azaña, Lípari Ediciones, 1998, p.73.

ii Citado por César Rodríguez Sepúlveda, “Prólogo” a Memorias / 3 Cuentos Orientales, ed. citada, p. 10

iii El contexto en que se produjo aquella pieza fue el de una profunda crisis de los medios de producción destinados a la creación contemporánea. Al igual que otras muchas compañías a final de los ochenta, Legaleón había tratado de construir lo que entonces se llamó “teatro contemporáneo”, un teatro de imágenes, de ritmos y de sentidos asociativos, con el que se estaba en sintonía con cierta creación europea muy presente en el circuito de festivales internacionales. Pero la deriva conservadora provocó una disolución de aquel movimiento (liderado por La Tartana, Arena Teatro, Cambaleo, Atalaya, y en danza Mudances, Danat Danza, etc) y la aparición de nuevas propuestas de pequeño formato que tuvieron la virtud de focalizar de una manera más directa en el cuerpo y en la relación con el espectador. El silencio de las Xygulas fue una respuesta a las dificultades de producción del momento en sintonía con las piezas de pequeño formato de Mónica Valenciano, La Ribot o Rodrigo García. Su opción fue la del cabaret, la del grotesco y la de una práctica desestructuradora que marcó la trayectoria del grupo desde entonces. Como sobre esto he escrito en diversas ocasiones, me remito a los textos y recupero sólo algunas ideas que me parecen importantes.

iv Gómez, Óskar, García, Rodrigo y Sánchez, José A., “En un café de Ginebra”, Fundación Contamíname, Ciudadanos de Babel. Diálogos para otro mundo posible, Suma de Letras, Madrid, 2002, pp. 387-414, p. 404.

v Leo Bassi, La revelación: http://artesescenicas.uclm.es/obras/index.php?id_obra=17042007201416

vi Más adelante, la referencia beckettiana se hará explícita cuando los actores aparezcan ataviados al modo de Lucky y Pozo (Esperando a Godot), uno de ellos tirando de la cuerda que rodea el cuello del otro.

vii Óskar Gómez y Espe López, Optimistic vs. Pesimistic, en http://artesescenicas.uclm.es/obras/index.php?id_obra=08022006200731