Así pues, se tratará de presentar eso que en Francia se ha intentado denominar nueva danza o joven generación. Ante todo, los presupuestos de tal terminología, que tiende a oponer a los artistas tanto sobre una cuestión de edad como sobre la idea peligrosa de renovación. Porque la ‘novedad’ es una tentativa, o mejor dicho el engaño siempre formulado por aquellos que piensan la historia del arte, sea cual sea la disciplina, como un proceso en progreso. Y es precisamente esta aprehensión inocentemente progresista la que constriñe sistemáticamente las producciones de ciertos artistas: Jérôme Bel, Boris Charmatz, Myriam Gourfink, pero también Alain Buffard, Xavier Le Roy o Emmanuelle Huynth -por no citar más que algunos de estos coreógrafos nacidos en su mayoría a fines de los sesenta y principios de los setenta-, que se resisten a ceder a la lógica de lo nuevo y prefieren recuperar la historia de la danza, no para referirse a ella desde una óptica postmodernista e irónica, sino para establecer estados del cuerpo iniciados, por ejemplo, por la ‘Judson generation’, generación americana que parece haber tenido poca influencia en Francia hasta hoy. No se trata de oponerse frontalmente a las generaciones precedentes, actualmente a la cabeza de los centros coreográficos nacionales, sino de proponer una alternativa a espectáculos demasiado enmarcados, afectados de una especie de clausura compositiva; esa sería la propuesta de ciertos artistas de este fin de los años noventa, sin que por ello resulte evidente que se pueda hablar de un efecto generacional. Porque las búsquedas se inscriben en la trayectoria inclasificable de un Mark Tompkins, se reencuentran en las experiencias deceptivas de un François Verret o en las creaciones de Mathilde Monnier, coreógrafos ‘instalados’ que no dejan de minar la idea de una danza pura al integrar las preocupaciones ya localizadas al nivel de las artes plásticas: deceptividad, work in progresss, performance. Esta permeabilidad de las artes vivas, que se redobla mediante una organización de artistas en red más allá de una preferencia nacional (la americana Meg Stuart afincada en Bélgica reúne en un proyecto de improvisación a Crash Landing, Jérôme Bel, Tompkins, Nasser, Martin Gousset…); he aquí los elementos disgregadores de una tendencia que se anuncia hoy en la danza -y no sólo en la francesa. Hablar de nueva danza nos lleva una vez más a pensar -sea cual sea por otra parte la disciplina artística- en términos bien de oposición, bien de ruptura. Esto presupone la existencia de una vieja danza -porque hay una nueva-, e induce a pensar en una cuestión generacional. Aceptar esta terminología implica tener que hablar entonces de una tercera generación, la de quienes están en los 20-30 años, nacidos a fin de los años sesenta o a principio de los setenta.

De hecho, es en el momento en que la danza contemporánea emerge verdaderamente en Francia a partir de Bagnolet. La generación Bagnolet: Dominique Bagouet (galardonado en 1976), Jean-Claude Galotta (actualmente en Grenoble), Régine Chopinot y Bouvier/Obadia (1981), Maguy Marin, pero también Karine Saporta… y me dejo alguno. Así pues, la nueva danza de los años noventa, si es que se admite, repito, la denominación, no sólo habrá visto a sus predecesores acceder a la institución -la creación y la ocupación de los CCN-, sino también el reconocimiento del público francés y de los media, que otorgan una acogida entusiasta y que no se escandalizan lo más mínimo con estos coreógrafos. Y estos predecesores que constituían la primera o segunda generación se convertirán en sus maestros: Jérôme Bell ha trabajado con Bouvier-Obadia, Larrieu, Preljocaj. Boris Charmatz con Chopinot y Odile Duboc. Emmanuelle Huynh con Robbe y Duboc, Xavier Le Roy con Christian Bourrigault… también se podría citar a Claudia Triozzi… Es decir, hoy por hoy los puestos están ocupados, la danza se ha instalado en Francia, una instalación siempre frágil como demuestran los ataques de la extrema derecha, especialmente en los consejos generales. Ataques múltiples: rechazo a la concesión de subvenciones, rechazo a financiar en parte la Bienale de Lyon, volcada hacia los países mediterráneos, o incluso la puesta en cuestión personal de algunos coreógrafos: Mathilde Monnier, denunciada por Bruno Megret por sus preocupaciones sociales y sus talleres abiertos a los enfermos, su trabajo con los autistas, etc.

Hablar de una generación de danza adquiriría entonces pleno sentido hoy, porque se trata de señalar la cuestión de la herencia de una situación política, económica y estética definida por los años ochenta, fundadores de la emergencia de la danza contemporánea francesa. Una herencia difícil, ante todo con una situación económica espinosa, en la medida en que la emergencia de una abundancia de proyectos en los años ochenta ha sido sustituida por una voluntad de naturaleza política, es decir, la llegada de la izquierda al poder, que concede en principio de manera un poco anárquica el dinero para que exista la joven danza. Después las cosas se estructuran: creación de redes de producción, de difusión y de formación con los conservatorios nacionales, regionales… Al formar a personas que son a la vez bailarines y potencialmente coreógrafos, el Estado ha puesto a disposición de la danza créditos que permiten hoy la emergencia de un gran número de proyectos. Sólo que el envoltorio presupuestario asignado a la danza contemporánea no es ampliable y resulta insuficiente a la vista de la determinación política que estaba al origen de su desarrollo. De modo que nos encontramos hoy con las dificultades heredadas de la distancia entre el juego político y la realidad económica. Se puede, pues, apreciar una desigualdad entre los artistas, entre las compañías, tanto a nivel de su difusión como de su reconocimiento por parte de los profesionales (programadores, críticos) que, de hecho, mantiene al público alejado de estas nuevas producciones tan ambiciosas como las de sus predecesores. ¿Cómo explicar que Jérôme Bel sea extremadamente -y la palabra es débil- conocido y programado en Europa, sobre todo en Bélgica y Portugal, y que en Francia en cambio sea tan difícil programarlo? Por no hablar del exilio de Xavier Le Roy en Berlín… Sabiendo que todo el mundo no tendrá acceso a la dirección de un centro coreográfico nacional, la nueva danza se organiza, intenta imaginar nuevas modalidades para hacer circular y difundir sus obras: se trata entre otras de las redes europeas más o menos estructuradas, fundadas sobre amistades entre artistas. Las redes transnacionales se tejen a partir del establecimiento de conexiones y llegan a producir un nomadismo artístico que no tiene nada de un efecto de moda, ya que logra tener una influencia sobre las programaciones. Lo que se demuestra en los vínculos entre los franceses Jérôme Bel, Martin Gousset, la portuguesa Vera Mantero y el americano Mark Tompkins… puestos de manifiesto en los Crash landings de la americana afincada en Bélgica Meg Stuart. Sin olvidar las amistades entre Bel, el suizo Gilles Jobin y la española La Ribot, que los programadores saben reconducir para los festivales organizados en Madrid (Desviaciones), Palermo, Montpellier…

La nueva danza debe encontrar su lugar en un mundo hipotecado por la importancia de los predecesores, la falta de educación del público, los problemas de difusión. ¿Pero tiene esta nueva danza una existencia estética? ¿Es posible a la vista de los espectáculos extraer los ejes de creaciones homogéneas? Interrogar la historia de la danza Lo que se puede observar a primera vista es el deseo de conocer y reivindicar su historia. Resulta evidente en el discurso o incluso en la trayectoria de los coreógrafos-intérpretes que existe una voluntad de interrogar la historia de la danza, y no solamente la francesa. Esto no tiene nada que ver con la gestión simpatética, a veces perezosa de una herencia post-Bagnolet, de la cual se libran ciertos artistas de la segunda generación, y es contrario formal y esencialmente a los espejismos y tentaciones neoclásicas de algunos que allí se equivocan de historia. Ha pasado el momento en que era posible hacer sin saber. El pasado se trabaja, intelectualmente por una parte -Boris Charmatz alude en sus entrevistas a la historia de las formas, Emmanuelle Huynt o Christophe Wavelet siguen cursos de estética y han hecho o están haciendo un doctorado. Y este aprendizaje intelectual tiene tanta importancia que llega incluso a producir una obra coreográfica vinculada a la historia de la danza: el grupo del Quatour Knust monta tanto piezas de los americanos Paxton y Rainer como de Kurt Joos o Doris Humphrey; Alain Buffard sigue en parte la enseñanza de Ann Halprim y sus técnicas de improvisación en Nueva York, improvisación que está en el centro de las preocupaciones actuales de Mark Tompkins. Y Jérôme Bel pretende apropiarse para su próxima creación de los faldones de Wandlung de Susanne Linke (1978). Este trabajo de memoria, pero sobre todo de interpretación, manifiesta el rechazo absoluto a jugar la carta de la amnesia en nombre de una pseudoespontaneidad, lugar común del ‘pensamiento joven’.

La amnesia no ha garantizado nunca qué se yo qué fantasma de libertad de creación. Pero el conocimiento de las producciones anteriores y movimientos estéticos, la capacidad de referirse a ellos sin por eso sentirse limitado en el ejercicio de su arte no tiene nada que ver con una relectura del pasado. No, se trata más bien de liberarse de él con conocimiento de causa, de poder presentar proposiciones desapasionadas de claves anteriormente formuladas. Un arte deceptivo Contra la idea y las expectativas de lo nuevo Consciente de llegar ‘a destiempo’, el coreógrafo contemporáneo debe cuestionar el lugar de la danza en la edad contemporánea. Jérôme Bel de Jérôme Bel. Es lo que hace por ejemplo Jérôme Bel con su Jérôme Bel, una danza de la edad del luto -nada de mórbido, se afeita-, es decir, una puesta al desnudo radical de los conceptos mediante los que los elementos constitutivos de un espectáculo -luz, cuerpo, sonido-, todos formidablemente encarnados: una primera mujer desnuda escribe sobre una pizarra «Stravisnky» y ésta es la música (Jérôme Bel dura el tiempo de canturrear la Consagración de la primavera); una segunda, también desnuda, que escribe «Edison», y ésta es la luz (ella sostiene la lámpara que ilumina el espectáculo); por fin un hombre (Frédéric Seguette) y una mujer (Claire Hennin), siempre desnudos, escriben su nombre, una serie de números (seguridad social, fecha de nacimiento, apunte de cuenta bancaria…) antes de avanzar y tocarse cada uno su propio cuerpo. Van a entregarlo todo, a dejar escapar hasta la baba, la orina. Y el espectador asiste a esta parte, una parte que al menos llega. Ofrecer algo sobre la moda de la pérdida no sería sino el título de una canción de Sting cuyo enunciado queda grabado sobre la pizarra después de que Frédéric Seguette ha borrado con su orina las cifras y algunas letras: Éric canta Sting. La canción será, tal como se anuncia, cantada por alguien denominado Éric Lamoureux. Concentrado sobre el advenimiento del cuerpo, punto esencial donde los haya de la danza contemporánea, el arte deceptivo de Bel no pretende innovar un nuevo cuerpo que ya sabe definido e interrogado por las prácticas modernistas. No, su recurso al ‘tracing’ desplaza las posturas de este método ya utilizado por Trisha Brown, trazando de nuevo la historia del cuerpo: historia personal con la escritura en torno al pubis de la fecha en que perdió la virginidad Claire…; historia de la danza memorizada en el cuerpo del bailarín. También sin renegar de los años setenta (referencia evidente al Body Art), el espectáculo concilia la idea de un cuerpo magullado, siempre de actualidad en los años ochenta (Sida) y noventa (Bosnia). El espectador reencuentra la desnudez: Bel propone una realidad en lugar y en puesto del cuerpo del bailarín idealizado o fantasmal. Encontrar un medio de hacer existir su cuerpo.

Al mismo tiempo el espectáculo no presenta un cuerpo en acción, sino pasivo. Y la gente de vuelta a casa ha tratado, al menos eso ha dicho, de rehacer algunos trucos vistos sobre la escena, como el del mechón de cabellos arrancado de entre los muslos. Es anecdótico, pero sitúa el lugar reservado al espectador. A éste el espectáculo no se le presenta como algo superior, ni le muestra un cuerpo que actúa. He aquí en efecto toda su tranquila subversión. Su fuerza subversiva es su inactividad, su debilidad reconocida: uno se desnuda y a ver qué pasa; o no pasa nada y poco a poco, hasta dejarse caer, hasta la orina. Jérôme Bel no se apodera de su espectador. Y como dice el propio coreógrafo: «Soy contrario a la idea del artista redentor del que cabe esperar todo. Yo no funciono así». Este ejemplo muestra bien a las claras que la apuesta no es precisamente por la novedad. La originalidad no es el objetivo buscado, la novedad no sirve a ninguna dinámica. Y es a propósito. La intención es clara, más que inventar, innovar, lo que interesa es practicar. No se pide a un fiel que reescriba el dogma. Por lo mismo en adelante uno se hace artista/coreógrafo en el interior del dogma del arte ya escrito. La derrota del sentido Este déficit aurático del artista que ya no transmite su saber-hacer ni su ego problematiza la recepción de la obra por el público siempre a la búsqueda de una revelación del objeto coreográfico, un objeto portador de sentido. Pero puede ser justamente esta derrota del sentido la que se convierte en clave, cuando no en tema de ciertas obras actuales. Les disparates de Boris Charmatz. Es el caso de los Disparates de Boris Charmatz, que demuestran una auténtica reflexión crítica sobre la colaboración con los artistas plásticos. Este solo, surgido de la colaboración de Dimitri Chamblas y Boris Charmatz, presenta en escena una enorme escultura del artista Toni Grand. Se trata de un bloque resinoso traslúcido. Y toda la danza de Boris lo ignorará, sin intentar siquiera bailar con ni para ni contra ese objeto plástico meramente colocado ahí. Indiferencia, cohabitación… Esta no-utilización contradirá la colaboración habitual, no siempre pertinente, con los artistas plásticos en nombre de una generosa -pero a veces limitada a la buena intención- colaboración entre las artes. Es cierto que los proyectos son encomiables por permitir la permeabilidad entre las artes, pero son raras las colaboraciones realmente convincentes. Basta para convencerse recordar la extrema inteligencia de la colaboración de la que se ha desdicho Cunningham: el encuentro con las obras de Cage, de Rauschenberg implica la cohabitación, la yuxtaposición, o sea, mantiene cada posición artística aislada, preservando así su identidad. Aquí la escultura no ha sido hecha para el espectáculo, lo estorba: aunque es muy pesada, parece no pesar nada, contrariamente a las piezas tradicionales de decorado, que juegan con la ilusión: rocas de cartón piedra, etc. Se trata de una aportación del escultor a la solicitud de coreógrafos a quienes gusta su trabajo, razón suficiente para su presencia.

Lo que me parece realmente formidable en este abandono y esta suficiencia del objeto plástico es el proyecto discursivo, que viene a decir claramente: aquí está, ya no basta poner en escena un decorado de artista para apelar a la mixtura plástica. Más vale como aquí integrar en la práctica de la danza las apuestas realizadas por otros en las artes plásticas. Se piensa entonces en el apropiacionismo, concepto plástico que Jérôme Bel importa para su espectáculo incluyendo la composición de Linke; en el work in progress de François Verret, en las piezas no definidas de Mathilde Monnier, en las performances de Mark Tompkins (tres coreógrafos cuyo trabajo demuestra que la nueva danza no es una construcción que se apoye en una cuestión generacional); en las ambientaciones ficticias de Claudia Triozzi (Park), o incluso en el cuerpo óptico de Xavier Le Roy (Narcise Flip). Todo esto, podría pensarse, a riesgo de poner la danza en peligro en tanto se trate solamente de volverse a centrar sobre el cuerpo, un cuerpo demasiado a menudo olvidado en las proposiciones espectaculares de las generaciones precedentes. La lección da a entender al espectador que debe renunciar a sus expectativas, le hace ver que de ahí delante se está desarrollando todo un proceso. ¿Éxito? ¿Fracaso? Estos juicios no tienen razón de ser. Improvisación, he aquí cómo se concibe de la recepción contemporánea de la obra. Por un arte deceptivo, por tanto, un arte dinámico que se dirige al espectador no ya con la intención de vedar el discurso, de hacer fracasar la crítica o de negar el juicio, sino de problematizar el lugar que le es dictado por las expectativas. Porque las expectativas existen: lo nuevo, lo original, el mensaje, la universalidad…, expectativas que la creación contemporánea no puede satisfacer. No es tanto una cuestion de incapacidad (y aunque lo fuera: ¡todo es preferible a una obra colmada, totalitaria, creadora de su espectador psicótico!) como de renuncia, a veces manifiestamente articulada. Deceptiva, la obra confunde las expectativas del espectador, le propone ya no servirle para verificar sus a priori, sino que se apropie del tiempo para ser verdaderamente su contemporáneo. En el plano estético, el concepto de generación funciona, pues, en la medida en que el imperativo categórico que funcionaba en los años ochenta o principios de los noventa era una disposición no cuestionada hacia proyectos que aspiraban a formas clausuradas. Me parece que ahora se descubre una nueva preocupación que consistiría en rechazar esa clausura compositiva en beneficio de un acento que se pone sobre el trabajo de recepción que entraña la presentación de una danza. Hay una toma de conciencia de que todo dispositivo coreográfico, siendo en sí al mismo tiempo un dispositivo escénico, entraña un trabajo de percepción o incluso eso que estaría tentado de llamar «estética relacional» (teorizado por el crítico de artes plásticas Nicolas Bourriaud). Así, Jérôme Bel, refiriéndose expresamente, en relación a su primera pieza Nombre dado por el autor, a la definición misma de espectáculo -«conjunto de cosas o de hechos que se ofrece a la vista, capaz de provocar reacciones»- encuentra en la recepción la clave última o el tema de sus creaciones. Es a este cuestionamiento -crítica- de la herencia formal y la profusión de escritura de los años ochenta a lo que aspira en Francia la joven generación con los espacios de representación restringidos de Charmatz, la proliferación de solos, en resumen todo aquello que conduce de hecho a un recentrarse sobre el cuerpo. Recentrarse sobre el cuerpo. Waw de Myriam Gourfink. Enmoldada en látex rojo, la bailarina emprende la larga exploración de un estado de cuerpo deceptivo con un trabajo en el suelo basado en las nociones de peso: coincidencia de relajación (flacidez del cuerpo) y de tensión muscular, en el abandono muscular del muslo, de la pantorrilla, contrarrestado por el afán forzado del pie: el brazo izquierdo replegado reposa sobre la cabeza, el hombro de la derecha hasta el codo como hundido, pero el puño se rompe y un dedo estirado apunta al suelo. Más perceptibles que visibles, estos equilibrios siguen aún amenazados por las deflagraciones de la banda sonora mezclada en directo por Norscq. ¿Resultado? El espectador descubre que su atención se vuelve sin cesar del espectáculo mudo del cuerpo al dispositivo sonoro que le atrae a la espalda. Los altavoces situados detrás de las gradas multiplican las provocaciones, juegan con el crujir del látex hasta la frustración del espectador: el cuerpo desactiva el fantasma visual de látex rojo, pretexto abandonado de contorsiones eróticas: la banda sonora hace creer que algo más ocurre en otro lado y al mismo tiempo. El deseo de ver queda insatisfecho.

El espectador encuentra ahí su lugar: en el centro del dispositivo coreográfico, encajado entre el espectáculo de un estado de cuerpo deceptivo y el fantasma del cuerpo que goza de la danza, y éste a sus espaldas. Se convierte por tanto en clave de la pieza, cuando no en el tema mismo de ella. Good Boy d’Alain Buffard. En tanto que ejecuta un trabajo corporal, el bailaríncoreógrafo inscribe su práctica en una reflexión próxima a la que anima hoy ciertas producciones plásticas. Alain Buffard, bailarín emblemático de los años ochenta, años de la clausura compositiva, parece comprender las claves cuando renuncia con su solo Good Boy (1998) a poner en juego las utilidades de su cuerpo. Su trabajo en el suelo explora las posibilidades de transformación, busca lo inesperado invirtiendo, por ejemplo, las proporciones relativas de hombro / rodilla. Sin ninguna finalidad práctica, el cuerpo se deja ver en sus estiramientos, sus repliegues de formas borrominianas y sus estados insospechables. Un cuerpo articulado más allá de todo criterio estético, no sometido ya a una exigencia exterior, sino embriagado por su propia mutación y sus posibilidades: producir mediante sus crujidos y frotamientos su propia partitura musical. Pieza deceptiva a la vista de las expectativas de la danza, Good boy da en el clavo al colocar en su lugar un tiempo de improvisación. Ciertamente, se podría descubrir una intención disgregadora, la del cuerpo, que desbarataría los modelos dominantes. Y la intención de operar tal transgresión la comparte la danza con las artes plásticas; esto que lleva a un artista como Made in Éric en Francia -que trabaja con la inactividad de su cuerpo: en dos palabras, hace de su cuerpo un objeto, sea un pie de micro para las conciertos de un grupo de rock, sea una silla, etc.- a contactar con Jérôme Bel para proponerle trabajar juntos. La oferta será finalmente rechazada: el coreógrafo, que se siente familiarizado con las artes plásticas, o como mínimo con sus claves, para poder pasar de lo que no será más que una colaboración, con todo lo que el término tiene de peyorativo en Francia.

Del mismo modo que el solo hecho de ponerse unos tacones y de efectuar una ligera elevación de las caderas bastará a Alain Buffard para convertirse en mujer sin por ello, no obstante, actuar a lo drag Queen, del mismo modo los andares de Jérôme Bel en Jérôme Bel ponen en cuestión las visiones académicas del cuerpo, visiones que vehiculan aún ciertos bailarines. Es decir, un medio de resistir a las empresas corporales del poder. La integridad del cuerpo Se podría estrechar un poco más el cerco y advertir que los formatos que parecen adoptar la mayoría de las producciones son los del solo o en todo caso los del dúo: Good Boy de Alain Buffard, Park, de Claudia Triozzi, Mua o Passages, de Emmanuelle Huynth, A bras le corps o Les disparates, de Charmatz o también Narciso Flip de Xavier le Roy. Y este formato indica ante todo una preocupación por no empañar la integridad del cuerpo de los intérpretes, preocupación que se reencuentra en los formatos más grandes, tales como la Shirtologie para 15 adolescentes de Bel o el Herses de Charmatz. Es decir, que en ningún caso se compondría un movimiento de conjunto, una composición en eco. En la última creación de Mathilde Monnier, el conjunto se mueve gracias al individuo, que es quien determina el sentido de los desplazamientos gregarios de los bailarines. Les Lieux de là de Mathilde Monnier. Se trata de retomar el estado del cuerpo abordado como dúo en su creación precedente Arrêtez Arrêtons Arrête, con Corinne García y Hermann Diephius, que juega con la danza en volandas de la intérprete, que pesa muy poco. El cuerpo paseado por el aire de García, motivo de la pieza precedente, sirve de modelo, convertido en imagen de acontecimiento desintegrador, para el desplazamiento de todos los bailarines en Les Lieux de là. Circula a golpe de brazos, funciona como centro de atracción. Así pues, con su trabajo Monnier propone una danza de contacto, no de choque, que confrontaría la individualidad de los intérpretes, sino de contacto, que define el cuerpo del bailarín como ‘cuerpo de ballet’, es decir, una excrecencia del cuerpo de los otros. Esto da lugar a una danza agregativa, impulsada por un cuerpo animador: provisto de propiedades y de una fuerza atrayente, es de este modo llevado hacia el otro, sobre el otro. Entonces los llevados ya no son meramente una figura impuesta de la composición tradicional, sino una función.

El cuerpo en la obra de Monnier no sirve para la figuración, es político sin por ello sustentar una ideología, porque sabe que es la clave del espectáculo. Aspirando a la energía al mismo tiempo atrayente y atraída, el cuerpo que baila en las obras de Monnier es «el espacio de acá» en cuanto en él y en ninguna otra parte tiene lugar durante la representación lo que tiene lugar también en el otro: contactado, presionado (también en el sentido de urgencia), contactando, presionando… Individual pero solitario, el cuerpo del bailarín no participa de una comunidad, sino de una experiencia de lo diverso. El trabajo de composición renuncia a fundir los cuerpos, irreductiblemente diferentes, en un mismo ‘organum’ de movimiento. Se trata de trabajar con más proximidad y la atención prioritariamente centrada en las diferencias que cada cuerpo comporta de forma singular. El dispositivo Todas las piezas de Boris Charmatz exploran sistemáticamete las condiciones de representación y anotación de su espacio. À bras le corps de Boris Charmatz y Dimitri Chamblas. Este dúo es al mismo tiempo su primera pieza, un modo de salir de sus años de estdiantes. Ni hablar entonces de trabajar en un estudio de danza, tampoco había medios para trabajar en un teatro. Se impone entonces la idea de crear una área de juego mínimal: un cuadrado de sillas que delimita una danza, o la escenografía misma constituyendo el público. Forzosamente con un dispositivo como éste se eleva la distancia de juicio habitual que impone la frontalidad de los teatros tradicionales. Pero no se propone, sin embargo, una danza más intimista que si estuviera sobre escena, al contrario, es explosiva. Lo que irremediablemente se evita es la distancia que permite juzgar, pero también afrontar todos los ‘defectos’ de la danza, es decir, el exceso de ruido, de jadeos, de transpiraciones. De hecho, un montón de cualidades que pertenecen a la danza pero que resultan habitualmente negadas por el hecho de mantener al espectador a distancia y deslumbrado con la iluminación que enmascara las imperfecciones. Este cuadrado de sillas enriquece una danza, que es del tipo del puro derroche de movimiento, por sus cualidades sonoras, visuales, etc. Además, el hecho de contar con un dispositivo diferente del frontal permite pensar la danza menos en términos de imágenes que en términos de actividad. No se trata tanto de ver la danza desde otro punto de vista. La forma será ciertamente diferente según el espectador vea À bras le corps de un lado u otro del cuadrado, pero la propuesta de trabajo se mantiene idéntica. Así que la imagen (lo que se ofrece a la vista) ya no es pensada en función del lugar que ocupa el espectador: la estética pictórica a la que obedecen la mayor parte de los espectáculos se ve relativizada. El espectador se recentra entonces sobre la actividad (lo que ocurre) y no meramente sobre lo que ve. Aatt enen tionon de Boris Charmatz. Otro recentramiento, en esta ocasión con Aatt enen tionon, que propone tres cuerpos desnudos sobre una estructura en varios niveles. Recentramiento, pues, sobre el cuerpo, sobre su piel, a riesgo de perder la danza en un espectáculo que se percibe como exhibicionista. Pero incluso ahí el dispositivo invita al espectador a desplazarse -girar en torno al andamio-, lo que sirve para contrarrestar la desnudez y pensar la pieza en términos de actividad, ya que los cuerpos son colocados en posiciones que no muestran un cuerpo triunfante, colmado por la demostración técnica. Ciertamente la desnudez es importante, pero la danza también lo es, una danza desnuda donde no se trata ya de juzgar la calidad de ejecución de una figura. Lo que se cuestiona es cómo se provoca la danza, cómo puede salir de una cosa no muy grande. La desnudez no se piensa, digiere y coloca como un objeto de maestría: no deja de modificar la danza y da lugar a un cuerpo complejo, no claro, en tanto es perturbada por el porte de pelucas en la última pieza Herses, accesorios incongruentes destinados a desplazar una vez más la atención del espectador, al menos a cuestionar lo que ve.

Acercamiento del bailarín, la idea no es nueva (¿debería serlo?), pero funciona aquí para captar «à bras le corps» [por medio del cuerpo] la danza deceptiva de Charmatz, de Triozzi (Park) o de Monnier (el cuadrado de espectadores para Arrètez Arrêtons Arrête)… ¿Qué significa esta proximidad cuando parece que nada ocurre en escena? Puede ser precisamente cuestión de reajustar la mirada, de acabar con la tiranía escenográfica para reencontrar el estado de la danza en el trabajo del cuerpo. Porque el cuerpo trabaja, se abre, se despliega, suda, siente, en resumen, se encarna. Bien tienda hacia la performance física -el calentamiento a la vista del público con ropa de entrenamiento y música de PJ Harvey de Aatt enen tionon-, bien hacia el objetivo de demostrar la salud juvenil (À bras le corps) o bien sea delimitado por el deambular (Herses), rechaza ser una imagen y en efecto no se deja encarnar en un dispositivo frontal. No se trata de una coquetería de coreógrafo, o de un golpe de falso joven rebelde que se opone a la separación convencional escena-sala. Se trata meramente de interrogar esta convención y de saber servirse de ella cuando el espectáculo encuentra en ella sentido. Es el caso de Disparates, ya que la pieza está enteramente construida sobre la noción de distancia. La distancia que se establece entre el bailarín y la escultura de Grand, redoblada por el efecto de distanciamiento que el intérprete opone a su danza, de la que es, recuerdo, signatario -lo que se opone a la idea convenida del arte como expresión personal, tribal y romántica- se reencuentra naturalmente en la separación cifrada escena-sala. Repercusión sobre la difusión Pero estos formatos desafían a los espacios de recepción y a los habituales de difusión. Porque estas piezas proponen además una reflexión sobre las condiciones de representación, insisto, que persiste en la pura frontalidad: cuadrado de sillas, disposición en cuadrado para Arrétez arrêtons arrête de Monnier, estructura en niveles… los dispositivos escénicos no son evidentes en términos de difusión y recepción. Esto pone de manifiesto evidentemente por parte de los creadores una voluntad de no obedecer meramente a los criterios de viabilidad económica. Es en este punto en que la reflexión estética y coreográfica impone al mismo tiempo una aprehensión política, como una respuesta al endurecimiento del imperativo económico. Porque un espacio de representación restringido supone también un número restringido de espectadores, lo que obliga a programar varios días el mismo espectáculo, permitiendo de hecho la instalación de los artistas en el espacio de recepción: «retrospectiva» Charmatz en Montpellier, la de Bel en 1999. O incluso la programación de Arrêtez arrêtons arrête de Monnier: el dispositivo elegido hacía inviable un espacio a la italiana, la utilización de otros espacios (gimnasios) con un aforo que este dispositivo reduce a 175 personas exige la programación de bolos de 3 o 4 representaciones, de las cuales tal vez dos el mismo día. Y esto funciona, como demuestra una sesión en 1998 en Valence: 5 días con el espectáculo de Dominique Rolvin en una sala de 600-700 butacas con un índice de asistencia de 400 cada día. Las ventajas son múltiples, primero para el público, que puede ver en perspectiva y comprender mejor la obra coreográfica, cuyo sentido se muestra entonces claramente, al menos ciertamente mejor que en una programación que obedeciera a la dinámica cuantitativa de «el siguiente». Ventaja también para los artistas que habitualmente no son presentados más que una sola vez en una ciudad, sin ninguna relación con los directores de la sala y los equipos. Alejándose de una política de consumismo inflacionista de espectáculos tanto por parte de los artistas (presionados para ofrecer su última creación: Charmatz llegó a Montpellier sin una pieza nueva) como por parte de los espectadores, a quienes ya no se pretende atiborrar, el mercado debería ganar en lógica y viabilidad. Es decir, sea por la renovación del solo, o por los diversos formatos de las piezas, existe un movimiento que problematiza el orden establecido. Los hábitos comienzan a cambiar: búsqueda de nuevos espacios, de nuevos horarios, adaptarse a los proyectos artísticos y no al contrario, como ocurre aún con demasiada frecuencia hoy.

Pero, ¡atención!, la búsqueda de nuevos espacios (por ejemplo À bras le corps en un campo de Uzès), no tienen nada que ver con la presentación en los años sesenta de proyectos en el exterior, como hizo Trisha Brown, que podía bailar sobre los tejados, en los parques, las calles… No, nada que ver. Esto está perfectamente integrado, seguir esta vía significaría dar muestras de una inocencia cuando menos desconcertante. No se trata hoy por hoy de probar que la danza existe independientemente de los espacios generalmente consagrados (teatros, etc.) No, se trata simplemente de imponer la idea de su formato. Y esta cuestión no parece evidente a la vista de la programación de esta danza en Francia. Porque basta echar una ojeada a los programas para darse cuenta de que faltan espacios de difusión, lo que implica la casi total ausencia y representación de esta nueva danza sobre los escenarios franceses, a pesar de que es formidablemente acogida a nivel europeo. En primer lugar en París: la Ménagerie de Verre, que alcanza, ya se sabe, a un público de profesionales y amigos, la red próxima al bailarín y a los programadores cuando la hay, el Tipi, el TCD, el teatro de la Bastilla, la Étoile du Nord (aunque su programación no incluye a los bailarines mencionados), pero también espacios híbridos y privados, como la Fundación Cartier para las Veladas nómadas, las galerías de arte contemporáneo, la de los Filles du Calvaire o también la galería Anne de Villepoix. Muy poco de hecho, teniendo en cuenta que estos espectáculos no pueden movilizar, y es perfectamente comprensible, al Teatro de la Ville. Pero ni siquiera nada comparable a lugares como la Fonderie, le Théâtre du Radeau o el espacio de Franços Verret en Aubervilliers. Espacios que de hecho instauran una relación diferente con el público, no para anular la obra, ni para jugar a la postmodernidad, sino para crear espacios de encuentro capaces de mostrar trabajos en proceso de formación, para escapar a la lógica del consumo. Sin contar los festivales que tienen el mérito de ser justamente los no-espacios de la danza, lo que permite una apertura y una atención particular a las exigencias de representación: Nouvelles scènes en Dijon en octubre, Danse à Lille, Uzès, Montpellier y algún otro. Sin embargo, existen en Francia 18 espacios que podrían responder a estas exigencias: los Centros Coreográficos de Danza, que habrían de tener una actividad de difusión notablemente superior de este tipo de espectáculos, lo que entroncaría con su finalidad pedagógica y de proyección. Podríamos lamentarnos de la falta de compromiso de los CCN en esta etapa de la danza, tanto como lugar de recepción como espacio de difusión. Resulta verdaderamente lamentable que los CCN no hayan sido pensados a semejanza de los centros dramáticos nacionales como espacios de difusión. Y, es preciso reconocerlo, la difusión (es decir, el enlace entre espectáculos y público) se encuentra aún en Francia en manos de programadores para quienes el teatro es una prioridad. Los CCN deberían ser considerados hoy -retomando un estudio de Philippe Brzezanski- como auténticos cómplices en la producción, difusión y proyección de la cultura coreográfica. «A ellos corresponde imponer las series de representaciones en sus ciudades de implantación, iniciar las programaciones de danza, los proyectos de coproducción, de acoger los proyectos de creación de compañías independientes en residencia o en coproducción, inventar en su zona de influencia espacios alternativos de representación. ¿Cuántos CCN hoy pueden responder a esta imagen?»