Los diferentes autores que asumen las entradas relacionadas con las artes escénicas en la Enciclopedia se sitúan entre el estudio y la crítica de los géneros espectaculares barrocos, la reflexión sobre la comedia y la tragedia en la época contemporánea en relación al clasicismo del siglo anterior y al modelo grecolatino, y la definición de un nuevo drama burgués. Teniendo en cuenta que el horizonte de los ilustrados es la definición de un teatro concebido como institución moral, no es de extrañar que, a pesar del espacio dedicado al estudio de las decoraciones y las maquinarias, no se valore tanto al constructor de lo sensible, el escenógrafo, cuanto al responsable de hacer llegar la emoción y la palabra. Si el actor puede o no ser considerado artista es uno de los debates que ocupan a los intelectuales del XVIII, y en el que Diderot, editor de la Enciclopedia, participó activamente. De lo que no cabe duda es de que en este período se inicia una reflexión sobre el arte del actor que incidirá decisivamente en la evolución del arte dramático y que culminará en la práctica y en la teoría de Konstantin Stanislavski. La definición del arte del actor es indisociable de la construcción del drama burgués, que renuncia al ornato, a los acompañamientos musicales no justificados, por tanto igualmente a los intermedios danzados, y que apuesta por ofrecer al espectador acciones y discursos verosímiles encarnados por actores que deben estar a la altura del “fantasma” o modelo ideal creado por el autor. Se inicia en este momento, por obra de Diderot o Lessing, un camino que atravesará todo el siglo XIX y que concluirá cuando a principios del XX Gordon Craig se desmarque de Stanislavski y de Chejov y proponga como alternativas al arte dramático y al arte del actor un nuevo arte del teatro.

Si los límites posteriores del arte dramático dieciochesco, del teatro burgués, son los que marca el arte escénico autónomo de la época de vanguardias, los límites anteriores están marcados por las poéticas del XVII y las escenificaciones barrocas al gusto de la aristocracia. Para los creadores del arte dramático ilustrado, que aspiraban a reflejar con naturalidad y responsabilidad ética las transformaciones de la sociedad, el primer objeto confrontación debía ser necesariamente el teatro heredero del barroco, alejado de la realidad histórica y únicamente preocupado de la representación de lo maravilloso.

 

Los teatros del dieciocho

 

En su texto sobre los “espectáculos”, el caballero de Jaucourt señala que el hombre, compuesto de cuerpo y alma, ha inventado espectáculos a la medida del primero (los combates, el circo, los carnavales…) y otros a la medida de la segunda: “las óperas, las comedias, las tragedias y las pantomimas” (XIV, 446). En la categorización de la Enciclopedia, la tragedia sigue ocupando el lugar más elevado, seguida de la comedia y los géneros musicales. Sin embargo, no por inferiores merecen éstos menor atención por parte de los enciclopedistas.[1]

Tanto Cahusac como Grimm asumen que la ópera o poema lírico tuvo sus orígenes en Italia, concretamente en Venecia, y que la ópera francesa es una adaptación de esa primera tradición italiana. La ópera es definida como “representación de una acción maravillosa”, aunque no por ello esté exenta del cumplimiento de las leyes de la imitación: también el compositor está obligado a elegir “aquello que hay de más bello y de más conmovedor en la naturaleza”. (XI, 494)

La ópera francesa es definida como “epopeya puesta en acción y espectáculo” o bien como “representación de lo maravilloso visible, protagonizada por dioses y diosas, semidioses, sombras, genios, hadas, magos, virtudes, pasiones e ideas abstractas” (XII, 827). M. Grimm se pregunta si este género puede merecer la aprobación de una nación ilustrada y responde con una larga serie de preguntas que inducen a pensar en las múltiples sospechas que los enciclopedistas tienen sobre el género operístico. En primer lugar, por tener como objeto la representación de lo maravilloso, pero además porque priva al espectador de imaginar libremente a partir de las palabras del poeta, ya que reproduce ante él todas las imágenes por medio de las danzas, las escenografías y las máquinas. A juicio de Grimm, las agitaciones de la emoción y del sentimiento no deberían ocupar el lugar de la escena, sino un lugar interior, en el corazón de los actores, responsables de su expresión.

Grimm y Cahusac se confrontan con la ópera barroca, liderada en ese momento por Jean-Philippe Rameau (1683-1764), continuador de la obra de Jean Baptiste Lully (1632-1687), quien en la corte del rey Sol había desarrollado un modelo de ópera muy determinado por el interés personal del rey por el ballet y la mitología clásica. Lully había definido su ópera como “tragedia musical, adornada con diversiones de ballet, de máquinas y de cambios teatrales”. A pesar de tal combinación de elementos, el tratamiento escénico estaba marcado por la elegancia y la austeridad al gusto del Luis XIV. A la muerte de éste, se produciría un nuevo desplazamiento hacia lo barroco que daría lugar a la estética rococó; ésta, en el ámbito de lo escénico, fue sinónimo de todo tipo de excesos.

Los excesos fueron muy evidentes en el diseño del vestuario: Louis René Boquet, el fantasioso maestro del traje rococó, vistió a las bailarinas de su ballet con crisolinas de seda acolchadas, con mangas de gorguera, con mantillas, con plumas de avestruz y guirnaldas. Los protagonistas de Castor y Pollux, de Rameau, aparecieron con largos penachos; Febo llevaba un voluminoso miriñaque; las Furias resplandecían con una amplio escote y con un adorno postizo de serpientes. La Iphigeniede Gluck o el Zemire de Gréty aparecían en escena con el mismo ornato de trajes que las figuras mitológicas del ballet de Noverre.

Aunque Rameau participaba en cierto modo del pensamiento ilustrado y sostenía que su objetivo era “restituir a la razón los derechos que perdió dentro del campo de la música”, algunos de sus contemporáneos contemplaron sus aportaciones como un retroceso hacia la barbarie y el barroquismo y, en cualquier caso, sus óperas contaron con un despliegue espectacular más amplio que el de Lully.[2]Que el nuevo espíritu ilustrado no desdeñó tajantemente las formas heredadas del siglo anterior resulta evidente en la ópera-ballet que Rameau compuso en colaboración con Voltaire, La princesa de Navarra, representada en Versalles en febrero de 1745 y que se puede considerar heredera directa del género de la comedia-ballet practicado por Lully en colaboración con Molière.

El ballet y la comedia-ballet son también objeto de estudio en la Enciclopedia. Si Venel define la danza como una serie de “movimientos reglados del cuerpo, saltos y pasos medidos, hechos al son de los instrumentos o de la voz” y considera que su función primaria es la expresión de los sentimientos (IV, 625), Cahusac define el ballet como “una especie de poesía muda que habla, según la expresión de Plutarco, porque sin decir nada, expresa mediante los gestos, los movimientos y los pasos” (II, 43). Como todo arte, también el ballet tiene sus reglas[3], que Cahusac resume del siguiente modo:

La primera regla es la unidad de diseño. En favor de la dificultad infinita que conlleva someterse a tal constricción en una obra de este género siempre se la dispensó de la unidad de tiempo y de la unidad de lugar. La invención o la forma es la primera de sus partes esenciales; las figuras son la segunda; los movimientos la tercera; la Música, que comprende los cantos, los ritornelos y las sinfonías, es la cuarta; la decoración y las máquinas son la quinta; la Poesía es la última: ésta se encarga nada más que de ofrecer mediante unos cuantos relatos las primeras nociones de la acción que se representa. (II, 44)

A continuación, el autor da noticias de numerosos ballets representados en Francia durante el reinado de Luis XIV, quien era conocido por su afición a la danza y por intervenir él mismo en los ballets de la corte. De hecho, Lully, que fue también bailarín antes que compositor, incluyó en todas sus óperas escenas de ballet. Se trataba por lo general de escenas alegóricas sin una relación clara con la acción dramática. Esta costumbre es calificada de “bárbara”, al haber convertido la ópera francesa, según Grimm “en un espectáculo donde toda la felicidad y toda la desgracia de los personajes se reduce a ver bailar en torno a ellos” (XII, 833).

Sobre  el protagonismo de la danza en la ópera contemporánea resulta sintomática la amplitud del cuerpo de danza de la ópera de París. Según Cahusac, ésta contaba con ocho bailarines y seis bailarinas solistas, más doce bailarines y catorce bailarinas figurantes. Grimm considera un error incluir en la misma obra dos tipos de expresión distintos (el canto dramático y la danza), y sólo aceptaría un espectáculo así si hubiera intérpretes que al mismo tiempo fueran buenos actores y buenos bailarines. El extremo de esta combinación de géneros sería la “comedia-ballet”, “una especie de comedia en tres o cuatro actos, precedidos de un prólogo” con intermedios, de la que serían ejemplos El Carnaval de Veneciade Renard, con música de Campra (1699) o El carnaval y la locura, de Mothe (1704), que recibe los elogios de Cahusac (III, 671).

A diferencia de los actores, los bailarines no son bien considerados por los enciclopedistas, quienes de este modo también se distancian o incluso se burlan del rey Sol y su corte. Venel critica la incultura de los bailarines, su desprecio por la lectura y la reflexión como actividades no necesarias para quienes sólo desarrollan un trabajo corporal. Ve en esta incultura la razón de la ausencia de progreso en la danza y las múltiples incorrecciones en las que incurren (VI, 651). Grimm, por su parte, estima que el maestro de ballet y los bailarines no desempeñan una función creativa en la composición de lo que él denomina “poema danzado”. El poema danzado, que consiste en la imitación de la naturaleza mediante el gesto y la pantomima “sin otro acento que el que la música instrumental aporte a la interpretación de los movimientos”, requiere la aportación de un poeta, un músico y un maestro de ballet. Pero el maestro de ballet y sus bailarines no tendrán que inventar nada, sino que encontrarán en la música todo lo necesario para su composición. Ahora bien, están obligados a no ilustrar meramente la partitura con saltos y piruetas, sino a estudiar en profundidad la naturaleza y la verdad de sus movimientos (XII, 835).

Tampoco al decorador del ballet y la ópera se le concede ninguna categoría artística. Se llega a decir que no es necesaria la inteligencia como condición del decorador, sino más bien la experiencia. Una vez más, la invención de la decoración, que en la ópera y el ballet tiene como fin la creación del espacio ilusorio, corresponde al poeta, cuyas instrucciones deben seguir los responsables del diseño y la pintura del decorado. Ahora bien, para explotar con la máxima eficacia los recursos técnicos del teatro, el poeta ha de tener un buen conocimiento de los mecanismos teatrales y de las posibilidades pictóricas, es decir, el poeta debe preocuparse también del funcionamiento de las máquinas (IV, 702)

Bajo el epígrafe “máquinas de teatro” se encuentran veintidós planchas que reproducen las máquinas utilizadas en la ópera de París para el cambio de decorados y la producción de efectos. En la primera sección se muestra y se describe minuciosamente los diferentes mecanismos utilizados para el movimiento general de la escena, incluidas algunas máquinas específicas para producir el efecto de las olas marinas y el movimiento de los barcos, hacer funcionar las fuentes o las emisiones de humo. En la segunda sección se contrasta el ingenio mecánico (en grande) con la imagen escenográfica que produce (en pequeño): máquinas para hacer descender dioses y dragones, para hacer volar a Mercurio, para simular la erupción de un volcán, para hacer caminar a un actor sobre los árboles o las nubes, para mover las nubes y hacer rodar sobre ellas un carro, para hacer navegar un barco sobre las aguas agitadas, o simular el movimiento de una cascada, para hacer avanzar piezas de decoración del fondo a primer término…

Ya se ha señalado la desconfianza con la que tanto Cahusac como Grimm contemplan el uso de la maquinaria teatral, algo pensado “para satisfacer la magnificencia y el gusto del monarca”, pero que constriñe la imaginación del espectador y condiciona la recepción de las ideas.  La brillantez con que las óperas “hacen volar a un hombre por los cielos o le hacen descender a los infiernos”, o la rapidez con que colocan “un palacio soberbio donde había un desierto amedrentador” resulta sin duda efectiva desde el punto de vista espectacular, pero al mismo tiempo provocan que la ilusión resulte tan palpable que llegue a anular su propio efecto de sorpresa. Es decir, la ópera, cuyo fin es la representación de lo maravilloso, vería anulado su objetivo a causa de la evidencia en el empleo de la maquinaria a la que confía el efecto.

La minuciosidad con que se describen las máquinas del teatro de ópera podría responder a la necesidad de ofrecer al poeta ese conocimiento necesario para someterlas a su voluntad creadora. Pero también es síntoma de la voluntad esclarecedora de los enciclopedistas: se trata de mostrar el funcionamiento de aquello con lo que se construye físicamente el mundo de la fantasía que se despliega en los grandes escenarios cortesanos. La reducción de la fantasía cortesana / divina a mecanismo es paralela al cuestionamiento de la legitimidad de la monarquía que sostiene y contempla estas fantasías teatrales. Una vez más el teatro se convierte en gran teatro del mundo. Y la actividad de quienes desentrañan la maquinaria teatral es cómplice de quienes socavan la legitimidad divina del poder monárquico, que se refleja en el mundo maravilloso del ballet y de la ópera.

Algo parecido cabría decir respecto al interés por la arquitectura teatral. A pesar de que el dieciocho es el siglo de las grandes fundaciones teatrales burguesas, la mayoría de los teatros siguen siendo construidos por los monarcas o poderosos aristócratas y su estructura refleja un orden social que los enciclopedistas en cierto modo proponen poner en movimiento. En las planchas reproducidas en la Enciclopediano sólo se detallan los planos arquitectónicos de los edificios teatrales, sino que también se puede apreciar el aspecto de las escenografías, la mayoría de ellas decorados típicos de tragedia, “grandes edificios con columnas, estatuas y otros ornamentos convenientes” según los cánones establecidos por Vitrubio (XVI, 229), así como el ambiente social sumamente relajado que reinaba en los teatros (si bien para entonces ya se había prohibido, siguiendo el ejemplo de los ingleses, en defensa de la verosimilitud y la concentración dramática, la presencia de actores en escena, costumbre a la que puso fin la norma dictada en 1759 por el conde de Lauraguais y a la que hace referencia Diderot).[4]

De Jaucourt deriva el término ‘teatro’ del griego ‘théatron’, espectáculo, y la mayoría de su artículo está dedicado al análisis de la arquitectura teatral griega y romana, incluyendo observaciones sobre la distribución del público según su clase social, las decoraciones y las máquinas. Este análisis se completa con la descripción de varios teatros, como el de Scaurus, Curión, Pompeya y Marcelo. Pero probablemente lo mas interesante de sus observaciones es la reivindicación de una idea de teatro como “espacio común a actores y espectadores”, algo más parecido a un templo o una plaza pública que a un lugar destinado al “entretenimiento burdo”.

Como el espectáculo entre los antiguos se ofrecía en ocasión de fiestas y triunfos, demandaba un teatro inmenso, y de circos abiertos; pero como entre los modernos la masa de espectadores es mediocre, sus teatros tiene poca extensión y no ofrecen más que un edificio mezquino, cuyas puertas parecen, en nuestro caso, las puertas de una prisión, delante de la cual han desaparecido los guardias. En una palabra, nuestros teatros están tan mal construidos, tan mal ubicados, tan descuidados, que parece que el gobierno los protege menos de lo que los tolera. El teatro de los antiguos era al contrario uno de sus monumentos que los años habrían tenido pena de destruir, si la ignorancia y la barbarie no se hubieran cruzado. (XVI, 230)

Así que el detallado estudio de la arquitectura teatral desarrollado en la Enciclopedia podría entenderse como una tentativa de arrebatar al poder absolutista la perspectiva central de acuerdo a la cual se construían los teatros barrocos y entregar al pueblo el privilegio de unas construcciones que elevaran a la condición de arte la actividad escénica, hasta entonces marginada en edificios precarios, sin por ello caer en los excesos de los espectáculos cortesanos. A lo que se aspira es a un edificio teatral donde, como ocurría en tiempo de los griegos, “los filósofos más famosos” no tuvieran reparo en venir “a explicar su doctrina”.

 

La definición del drama

 

Si bien la ópera, el ballet y la farsa son categorizados como poemas dramáticos o dramas, se señala que en la mayoría de los casos incumplen las reglas, por lo que pierden su condición artística. No ocurre lo mismo con la tragedia, la comedia o la pastoral, las otras tres formas de drama. El abate de Maillet recurre a la etimología de ‘drama’ para explicar que las piezas de teatro son “acciones o imitaciones de acciones” (V, 105), y, como todos los enciclopedistas, remite a la Antigüedad para definir por contraste la estructura del drama moderno.

El responsable de los artículos sobre la comedia y la tragedia es Jean François Marmontel (1723-1799), un dramaturgo protegido de Voltaire, que obtuvo grandes éxitos en la Comédie Française con Denis el Tirano(1748) y Aristomène(1749). Marmontel define la tragedia como “una acción heroica cuyo objeto es excitar el terror y la compasión”, una acción heroica que puede serlo por la acción misma o por el carácter heroico del personaje. Su estudio de la tragedia comprende un repaso de la historia del género, que pasa por los clásicos grecolatinos (Esquilo, Sofocles, Eurípides, Séneca), los contemporáneos (Jodelle, Garnier, Hardy), los clásicos franceses, especialmente Corneille, a quien considera muy superior a Racine, Shakespeare (de quien cita el famóso monólogo de Hamlet), y Addison (1672-1719), al análisis de cuya tragedia Catón(1713), muy admirada también por Diderot, dedica varios párrafos.

Voltaire (1694-1778) condenó esta tragedia de Addison por haber introducido el autor una intriga amorosa, una práctica rechazada por los principios neoclásicos. Contradiciendo a su protector, Marmontel defiende a Addison, argumentando que si bien el amor puede ser considerado un “tema demasiado ordinario y usado”, lo que el autor pinta es  “un amor digno de una virgen romana, un amor casto y virtuoso, fruto de la naturaleza y no de una imaginación desreglada” (XVI, 518). El propio Voltaire cambiará de opinión sobre este tema y justificaría la utilización de la intriga amorosa en su tragedia Brutusescribiendo que si el teatro es “la pintura viva de las pasiones humanas”, también el amor puede tener cabida en la tragedia.

También cambió Voltaire su criterio en relación al respeto de las reglas. Voltaire, uno de los grandes protagonistas de la Comedie Française, donde se seguía representando a Racine y Corneille y se vigilaba la adecuación al modelo neoclásico, se enfrentó al inicio de su carrera a La Motte (1672-1731) por su entendimiento relajado de las reglas. Según La Motte, uno de los dramaturgos más celebrados en las primeras décadas del dieciocho, las reglas, inventadas para asegurar el placer, nunca deberían ser invocadas en contra de una obra que produce el placer sin ellas. Frente a la unidad de acción, La Motte, insistía en la unidad de interés. Pero la unidad de interés, replicaría Voltaire, es lo mismo que la unidad de acción, y esta unidad exige la presencia de las otras, puesto que los cambios de lugar o los períodos largos de tiempo incluyen necesariamente varias acciones.

El hecho de que el propio Voltaire en una segunda fase relajara sus exigencias muestra que más que un conflicto entre posiciones encontradas, la discusión sobre las reglas forma parte de ese diálogo que se produce en el seno del pensamiento ilustrado y que atraviesa todo el siglo XVIII y que Félix Azúa definió en su estudio sobre Diderot como “la paradoja del primitivo”, una figura, la del primitivo, que presenta dos caras: el primitivo grecolatino, defensor de las reglas y de la moral en el arte, y el primitivo del salvaje, defensor del genio y de la creatividad.[5]

En general, los enciclopedistas siguen fieles a las poéticas clásicas diseñadas por D’Aubignac y Corneille. Partiendo del principio de que el arte se basa en la  imitación, el respeto a las reglas era justificado en virtud de la verosimilitud: dado que el espacio escénico y el tiempo escénico son limitados, será necesario limitar igualmente el espacio dramático y el tiempo dramático para no caer en la desproporción, y tal limitación de tiempo y espacio exige la de acción, pues sería inverosímil que una multiplicidad de acciones se desarrollaran en un tiempo y un espacio limitado. De lo que se trata, según Corneille, es de construir lo verosímil, es decir, “una cosa manifiestamente posible en el decoro y que no es ni manifiestamente verdadera ni manifiestamente falsa”.

Que el arte es impensable sin reglas parece generalmente admitido. Otra cuestión es con qué flexibilidad se apliquen esas reglas. El propio Corneille parecía defender una definición laxa de las unidades, entendiendo que una acción completa puede componerse de una multitud de acciones imperfectas y que la unidad de lugar podía entenderse en términos de “lo que ocurre en una sola ciudad”. Para Boileau, en cambio, el artista debe limitar su creación según las reglas propias de cada género, dentro de las cuales le queda una relativa libertad denominada “originalidad”. El iniciador del drama alemán en el XVIII, Gottsched, llevaría al extremo ese último planteamiento al sostener que a partir de un tema cualquiera, y siguiendo las reglas verdaderas de la poética, es posible formar una poesía perfecta.

A ellos se opondría Jean Dubos (1670-1742), representante de la estética emocionalista o intuitivista, quien en sus Reflexiones críticas sobre la poesía y sobre la pintura(1719) sostendría que la creación artística depende sobre todo del genio, esa “aptitud que un hombre ha recibido de la naturaleza para realizar bien y con facilidad ciertas cosas que los otros sólo podrían hacer muy mal incluso si pusieran en ello gran empeño”. El propio D’Alambert, en la introducción a la Enciclopedia, sostiene:

“la práctica de las Bellas Artes consiste principalmente en una invención que no toma apenas leyes más que del genio; las reglas que se han escrito sobre estas artes no son propiamente más que la parte mecánica de las mismas, producen aproximadamente el efecto del telescopio: sólo ayudan a los que ven”.[6]

Es decir, las reglas son condición indispensable de la creación artística en la medida en que el arte se propone como conocimiento reflexivo, como imitación verosímil de la naturaleza. Y dado que la naturaleza, según la filosofía deductiva cartesiana, está sometida a principios fijos que pueden llegar a ser expresados con claridad y precisión, también el arte, que la imita, tendrá leyes universales inviolables que la estética puede descubrir y convertir en reglas. Ahora bien, al mismo tiempo que la física newtoniana pugnaba con la cartesiana (y el descubrimiento de Newton sería una de las grandes revelaciones intelectuales que Voltaire recordaría de su viaje a Inglaterra), también en el seno de la estética ilustrada un pensamiento más atento al sujeto creador introdujo la categoría de ‘genio’. En ella se resumen los atributos de un nuevo sujeto histórico, aliado de la clase burguesa ascendente, que en el futuro despreciará la imitación y apostará por la transformación. En la época de la Enciclopedia, el diálogo entre el genio y las reglas aún no da lugar a esos posicionamientos radicales, sino que se mantiene en las oscilaciones del diálogo.

Así que Marmontel insistirá en el respeto más o menos rígido de las reglas, con especial énfasis en el caso de la comedia:

Como casi todas las reglas del poema dramático contribuyen a acercar la ficción a la realidad por medio de la verosimilitud, la acción de la comedia, siéndonos más familiar que la de la tragedia, y siendo la falta de verosimilitud más fácil de advertir, debe observar más rigurosamente las reglas. De ahí esta unidad, esta continuidad del personaje, esta soltura, esta simplicidad en el tejido de la intriga, esta naturalidad en el diálogo, esta verosimilitud en los sentimientos, ese arte de ocultar el propio arte en el encadenamiento de las situaciones, de la que resulta la ilusión teatral. (III, 666)

La comedia se define en oposición a la tragedia y el poema heroico como imitación de costumbres, y en oposición al poema didáctico moral y al simple diálogo como imitación “puesta en acción” (III, 665). Su función es la de hacer que el público se ría de los vicios de los otros (“la comedia intenta apresar la malicia natural, el ridículo”) para de ese modo instruir sobre la conducta correcta. Como Voltaire, Marmontel exige también de la comedia un aprendizaje moral. Y ello requiere una cierta abstracción: no se trata de construir el retrato de un hombre concreto, tampoco de un hombre ideal, sino una especie de resumen de los vicios particulares de muchos hombres reales en un solo hombre. Se podría definir también la comedia, por tanto, como “una imitación exagerada”, aunque el autor debe evitar los excesos.

Los referentes contemporáneos de Marmontel son dos: la comedia italiana y la comedia francesa. La Comédie Italienne había sido cerrada por Luis XIV en 1697. El nuevo reinado, además de favorecer la extensión del rococó, permitió la reapertura del Hôtel de Bourgogne en 1716, en cuyo telón de boca se imprimió el lema: “Je renais”. Su nuevo director, Luigi Riccoboni, se había distinguido en Italia por sus esfuerzos para crear una tradición propia, frente a la fuerte presencia de Cornelle y Racine, y había reivindicado a autores como Trissino, Tasso o Scipioe Maffei; la tragedia Merope, de este último, estrenada en Módena en 1713, fue uno de los escasos grandes éxitos cosechados autor-empresario antes de su traslado a París. Aquí olvidó sus primeros esfuerzos y continuó la tradición de la comedia italiana con sus adaptaciones francesas de la ‘commedia dell’arte’. Fue tal su éxito que en 1723 Luis XV le concedió una pensión anual.

También los italianos se vieron afectados por el pensamiento ilustrado, y en una de las comedias de Riccoboni, el personaje de Sócrates le dice a Arlequín:

Es esencial ofrecer una expresión ingeniosa a la voz de la razón y a las verdades útiles para la corrección de las costumbres… evitar sobre todo los chistes triviales, las lindezas vacías, los juegos de palabras y tales licencias que dañan la moral y ofenden la decencia común.[7]

Esta es la recomendación que siguió el autor más importante del género italiano, Marivaux (1688-1763), quien con sus comédies gaies, celebradas por la sencillez de la composición, la brillantez de sus diálogos y su penetración de la psicología femenina, inició el desplazamiento de la estilización y formalidad de la comedia clásica francesa hacia unas formas más domésticas.

Fue el propio Riccoboni uno de los primeros defensores de un nuevo tipo de comedia que dominó los escenarios europeos en las décadas centrales del dieciocho: la ‘comédie larmoyante’ o comedia lacrimosa. En el marco de la estética dialogante, que aboga tanto por las reglas como por el genio, el contrapunto del discurso racional y reflexivo venía dado por el sentimentalismo. Llorar y reír en una sola noche era el lema que regía la dramaturgia y la puesta en escena del Drury Lane, uno de los más importantes teatros londinenses. La ‘sentimental comedy’ contó con autores como Richard Steele o George Lillo, cuyo Mercader de Londresalcanzó gran fama en todo el continente y fue utilizado por Lessing como modelo para la composición de su tragedia burguesa La señorita Sara Sampson. El propio Voltaire se aproximó a la ‘comédie larmoyante’ con L’enfant prodigue, si bien insistió en la necesidad de supeditar el efecto sensible a la instrucción en la virtud. En L’Orphelin de la Chine(1755), el ejercicio de virtud, envuelto en sentimentalismo, practicado por la heroica, consigue vencer los deseos lujuriosos y las amenazas de Genghis Khan: “Vuestra virtud es lo que mas ha subyugado”, confiesa al final el emperador. En el prólogo, Voltaire escribe: “Este es un notable ejemplo del mérito natural, que la razón y el genio afirman por encima de la fuerza ciega y bárbara”.[8]

En su propiedad de Les Délices, próxima a Ginebra, Voltaire desafió la prohibición teatral implantada por la autoridad calvinista y, con la colaboración de algunos de los grandes actores de la Comédie Française, la Dumesnil y la Clarion, Le Kain y Aufresne, representó varios de sus dramas. El mismo apareció en escena en Mahoma, como compañero de Le Kain, consiguiendo que “en la jurisdicción de las veinticinco pelucas” del Ayuntamiento de Ginebra “las lágrimas brotaran a raudales de todos los ojos de Suiza”.[9]

El ginebrino Jean-Jacques Rousseau (1712-1778) reaccionó contra el desafío de Voltaire y atacó las representaciones ofrecidas por éste contraviniendo la ley. El francés al parecer disfrutó con la polémica y probablemente animó a d’Alambert a incluir en su artículo sobre Ginebra en la Enciclopedia una crítica a las creencias religiosas que dominaban la ciudad y a la prohibición del teatro con el fin de proteger a la juventud. Si los actores eran inmorales, argumentaba d’Alambert, era debido en primer lugar a la marginación social que sufrían. Rousseau contestó a estas críticas en su Lettre à M. d’Alambert(1758) asumiendo la función de un moderno Platón en defensa de la república calvinista frente a la corrupción posible del teatro.

Rousseau reivindica la autonomía de cada pueblo para decidir aquello que mejor conviene a la educación de sus jóvenes y la instrucción moral de la población. En el teatro no ve más que un divertimento y en ningún caso una escuela de virtud, como pretendía Voltaire. Y en cuanto a la efectividad de la catarsis, desconfía de que la provocación de emociones sirva a la purgación de las mismas. “El único instrumento que puede purgarlas es la razón, y ya he dicho que la razón no tiene efecto alguno en el teatro”: las únicas fuentes para aprender a amar la virtud y despreciar el vicio son la razón y la naturaleza. Después de Molière, tanto la tragedia como la comedia habrían caído, según Rousseau, en una larga decadencia, manifiesta en el gusto por las intrigas amorosas (objeto, como ya se ha señalado, de debate entre los propios enciclopedistas), siendo el interés por el amor una de las influencias más perversas para la moralidad.[10]

De modo que Rousseau insistió en la necesidad de desterrar a los actores, personas inevitablemente corruptas por su hábito de fingir y representar las falsas apariencias, y recomendó la recuperación de espectáculos autóctonos, celebraciones al aire libre, con danzas, gimnasia y una masiva participación de toda la población (una propuesta, la de los ‘Festpiele’, que sería retomada a principios de siglo por numerosos creadores suizos y alemanes, entre ellos Jacques Dalcroze y Adolphe Appia). La carta de Rousseau, que había colaborado en el proyecto de Diderot, fue sin duda perjudicial para los editores de la Enciclopedia, en tanto daba justificaciones en nombre de la razón a los defensores de la censura. Sin embargo, no afectó tanto a las actividades de Voltaire, quien siguió cosechando éxitos y atrayendo tanto al público como a los grandes actores, que rivalizaban por los papeles de Zaira, Mahoma, Alcira, Bruto o Merope.

Tampoco tuvo ningún impacto en el éxito de la comedia lacrimosa. Poco después de ver representar a Sofía Ackermann la Alcira de Voltaire, el joven Wieland, hacia 1758 profesor particular en Zurich, escribió su propia tragedia La señorita Johanna Gray, que fue representada un mes más tarde por la misma Ackermann. La interpretación de la actriz transportó a los espectadores al “más dulce embeleso con copiosas lágrimas”. A esas alturas, observa Berthold, el éxito de un dramaturgo se medía por la cantidad de “lágrimas derramadas”.

Numerosas fueron también las lágrimas que consiguió derramar Diderot con su Le père de famille(1758), pues en su estreno en la Comédie Française en 1761 hasta el monarca, Luis XV, lloró. Con esta obra Diderot propone un nuevo género dramático, la comédie sérieuse, a medio camino entre la comedia y la tragedia, un tipo de drama “cuyo tema -dice Diderot- son nuestras desgracias domésticas”. Pues, dado que en el teatro prima el objetivo de la instrucción moral sobre el placer (en contra de lo argumentado por Rousseau), y dado que el efecto es mayor cuanto mayor es la verosimilitud, lo más apropiado parece convertir en objeto dramático aquello más próximo y más fácilmente reproducible, evitando los temas clásicos (Corneille, Racine) o exóticos (Voltaire): “Las catástrofes domésticas de la vida común nos afectan más que la muerte fabulosa de los tiranos o el sacrificio de niños a dioses paganos”.[11]

La conversión de lo doméstico en objeto del drama se refleja en la definición de poema dramático que se da en la Enciclopedia: “representación de acciones maravillosas, heroicas o burguesas” (XII, 154). La irrupción de lo burgués en las poéticas ilustradas había sido preparada por una reflexión sobre la naturalidad y la sencillez de las antiguas tragedias, en contraste con la estilización y el ornato de los clásicos del XVII y sus seguidores contemporáneos. Así, Marmontel alaba, por ejemplo, a Sofocles, por presentar a Edipo como un “hombre ordinario”, y pone una vez más como ejemplo de dramaturgia esas tragedias cuya acción “se prepara, se enreda y se desarrolla sin esfuerzo”, como si no hubiera intervención artística, y es ahí donde reside su maestría (XVI, 513).

De modo muy similar se manifiesta Diderot en La paradoja del comediantecuando advierte que “la verdadera tragedia está todavía por encontrar y que, con todos sus defectos, los antiguos estaban quizá más cerca de ella que nosotros”, debido sobre todo a la sencillez en la construcción y en la expresión.[12]Frente al estilo ampuloso de los trágicos contemporáneos, Diderot propone volver la atención al tono empleado por Cicerón en sus cartas. Ahora bien, hay algo en que los contemporáneos se diferencian y deben seguir haciéndolo de los antiguos, y es que mientras éstos mostraban el sufrimiento de sus héroes originado por causas externas, los modernos tienden a mostrar el sufrimiento originado por causas internas, las pasiones (XVI, 513). Una tendencia que se acentúa, asegura Marmontel, por la intimidad de los teatros modernos en contraposición a las construcciones abiertas de los griegos.

El autor más próximo a las ideas de Diderot en el ámbito europeo es sin duda G. E. Lessing (1729-1781). Desde el estreno de El joven sabioen 1748, Lessing había defendido la presentación sobre la escena de figuras reales, “caracteres mixtos” (“ni sólo un santo ni sólo un diablo”). Traductor de Voltaire, asumió, como Diderot, la idea del teatro como institución moral, para lo cual desarrolló un estilo basado en la construcción psicológica y la poética de lo verosímil, es decir, la construcción de una verdad que resulta de eliminar de lo cotidiano lo trivial, lo causal, lo marginal y concentrarse solamente en lo esencial y típico: “Al teatro no vamos para aprender qué es lo que hace éste o el otro, sino para ver cómo se comporta cada individuo de cierto carácter en determinadas circunstancias”.

Lessing, iniciador del drama burgués alemán, con obras como Minna von Barnheim, y dramaturgo entre 1767 y 1769 de la primera gran institución teatral burguesa, el Teatro Nacional de Hamburgo[13], donde compuso su célebre Dramaturgia de Hamburgo, considera que no son necesarias las acciones heroicas para la construcción del drama: “También en las acciones más pequeñas se puede mostrar el carácter; y sólo las que arrojan la máxima luz sobre él son, en una valoración poética, las más grandes”.[14]

Si bien Lessing y Diderot asumieron la funcionalidad de las reglas, las supeditaron a la verosimilitud del drama, permitiéndose, por ejemplo, introducir bruscos cambios de escena o lapsos de tiempo en la acción, si bien siempre entre acto y acto. En cuanto al lenguaje, no parecería verosímil que los personajes burgueses en la ejecución de acciones menores utilizaran el verso; Lessing propone la utilización de “un lenguaje natural”, mientras Diderot apela a la utilización de frases irregulares y quebradas, tomadas del discurso diario, que deben ser completadas por la acción gestual de los actores, a quienes se confía una gran responsabilidad.

Que los actores de la época no estaban a la altura de las circunstancias, lo evidencian las quejas de Lessing al final de su Dramaturgia de Hamburgo: “Tenemos actores, pero no un arte dramático. Si antiguamente existió un arte así, ya no lo tenemos, se ha perdido; debe ser nuevamente inventado a partir de cero”.[15]Diderot, por su parte, se lamentaba ante Voltaire del desconcierto de los actores de la Comédie, habituados al verso, al enfrentarse a su obra Le pèrede famille:

A decir verdad, sólo Brizard, que desempeñaba el papel del personaje central, y madame de Préville, que representaba a Cécile, correspondían a las exigencias de la obra. A los demás, el nuevo género les resultaba tan extraño, que me aseguraron que hubieran salido a escena temblando.[16]

Esta decepción de los dramaturgos promotores del nuevo drama burgués justifica en gran medida la enorme atención que ellos y otros muchos tratadistas prestaron durante el siglo XVIII al desarrollo del arte del actor.

 

 

El arte dramático

 

            Se podría decir que el arte dramático, es decir, el arte del actor en cuanto responsable de la representación de dramas, es un invento del siglo XVIII y se halla íntimamente vinculado a la construcción del drama burgués. El tiempo que Diderot, Lessing o Goethe dedicaron a los actores es indicativo del cambio en la consideración social de los mismos. Hasta entonces, los intérpretes teatrales no habían sido más que comediantes que trabajaban con su cuerpo y que exhibían sus habilidades físicas ante el público para ofrecerles diversión, o bienmediadoresinevitables en la transmisión de las fábulas dramáticas imaginadas por los autores. En la medida en que tales fábulas se presentaban en un marco convencional e ilusorio asumido por autores y espectadores, el oficio del actor no tenía otros méritos que los de la habilidad recitativa y gestual o el talento natural en la interpretación de los personajes.

Pero el énfasis en la verosimilitud y la necesidad de imitar la realidad más próxima requerían un tratamiento más cuidadoso de los actores por parte de los autores y, consecuentemente, un mayor nivel de exigencia. Si el teatro, por otra parte, se estaba convirtiendo en institución moral (entre Voltaire y Schiller) o en reflejo de los modelos sociales propuestos por los ilustrados, el actor, responsable de la ejecución de esos modelos, debía estar a la altura de las circunstancias. Se concedió a su oficio la condición de arte y, por tanto, se estudió como práctica sometida a reglas, al tiempo que se formulaban propuestas e hipótesis sobre las técnicas y la formación de los actores.

En sus artículos sobre el ‘actor’ y el ‘comediante’, Maillet plantea una doble genealogía del actor contemporáneo. Por una parte, remite a la célebre leyenda de Tespis, que distinguió al actor dramático del coro trágico. Por otra, ve en los juglares medievales los antepasados de los actores contemporáneos, que fueron a continuación cofrades, comediantes ambulantes y finalmente comediantes sedentarios (franceses o italianos). El fin natural de esta evolución, parece sugerir Maillet, es la consideración del actor como artista, lo cual contradice el trato recibido por los actores en Francia. Propone como ejemplo el respeto que merecen los actores en Inglaterra, donde se habría heredado el modelo griego, opuesto al modelo romano heredado por los franceses.

Si se considera el objetivo de nuestros espectáculo y los talentos necesarios en quien tiene que representar un papel con éxito, el estado de comediante adquirirá necesariamente en todo espíritu bueno el grado de consideración que merece. Se trata ahora, especialmente en el caso de nuestro teatro francés, de excitar a la virtud, de inspirar el horror del vicio y de exponer las ridiculeces: quienes se ocupan de ello son los órganos de los primeros genios y de los hombres más célebres de la nación: Corneille, Racine, Molière, Renard, M. de Voltaire, etc, cuya función exige, para sobresalir, figura, dignidad, voz, memoria, gesto, sensibilidad, inteligencia, conocimiento de las costumbres y de los caracteres, en una palabra, un gran número de cualidades que la naturaleza reúne tan raramente en una misma persona, que se cuenta más grandes autores que grandes comediantes. (III, 671)

            La reflexión más extensa sobre el arte dramático, se encuentra en el artículo de Marmontel sobre la ‘declamación’. Para este autor, la máxima virtud en la declamación es la naturalidad. Algo que ocurría en tiempos de Esquilo, y que se fue perdiendo por obra de los imitadores. Esa línea degenerativa habría sido interrumpida por Baron, un discípulo de Molière, instaurador de la “bella declamación”, quien habría sido el primer contemporáneo en devolver la naturalidad a la escena. “El pensaba -escribe Marmontel- que un rey en su habitación no debía ser en absoluto lo que se llama un héroe de teatro”(IV 681) y en consecuencia interpretó con “simplicidad y nobleza”. Se le recuerda por una “interpretación tranquila, pero no fría; una interpretación vehemente, impetuosa, pero con decoro; matices infinitos, que el espíritu no podía percibir”. El entusiasmo manifestado por Baron sólo es superado por el que provoca en el autor el arte de la señorita Lecouvreur, “superior tal vez al propio Baron en naturalidad (IV, 682).

La exageración sólo está permitida en el teatro por razones técnicas, es decir, para adaptar la expresión a la magnitud del teatro: del mismo modo que en un cuadro grande, los trazos son más grandes para que se vean de lejos, también en el teatro, que debe verse y escucharse de lejos, la voz y los gestos no pueden ser los mismos que de ordinario, pero deben mantener las proporciones. Esta es la única exageración permitida, el resto es vicio.

El precursor de ese nuevo estilo natural, que se hará popular en toda Europa en la segunda mitad del XVIII fue el actor inglés David Garrick. Tras una frustrada carrera como comerciante de vinos, Garrick comenzó a trabajar como actor en 1740. Su debut en Londres, como Ricardo III en Goodman’s Fields en 1741 fue inmediatamente un éxito espectacular. El Ricardo IIIde Garrick se convirtió en el hito de las interpretaciones inglesas de Shakespeare. Contratado por el gerente del Drury Lane, en los años siguientes, Garrick realizó revisiones de las obras de Shakespeare, desterrando la ampulosidad, la rimbombancia y las muecas y recuperando la naturalidad, el desenfado y el humor.

            El éxito obtenido le permitió no sólo introducir innovaciones técnicas en la iluminación y la construcción escenográfica o acometer experimentos en colaboración con coreógrafos franceses, como Noverre, sino también reflexionar teóricamente sobre el arte de la actuación y en 1753 fundar una academia de actores, basada en los principios de la verosimilitud y la naturalidad.Garrick, que mantenía correspondencia con las principales figuras del teatro europeo, conoció a Diderot en París durante un viaje que a finales de la década de los cincuenta realizó a Italia y Francia. Diderot describe así una de las demostraciones realizadas por el actor inglés:

“Le hemos visto representar en la habitación la escena del puñal de la tragedia Macbethcon sus vestidos corrientes, sin apoyo alguno de la ilusión teatral, y, mientras seguía con los ojos el puñal que colgaba en el aire delante de él y se movía, lo hacía tan bien que arrancó de todos los presentes un grito de admiración”.[17]

Garrick fue también uno de los primeros en tratar de usar un vestuario más adecuado al tema y al tiempo del drama. La reivindicación de la coherencia en la decoración y el vestuario es una constante en la reflexión teatral de los ilustrados. A este propósito, Marmontel recomienda considerar cómo vestiría a los personajes del drama un gran pintor: “no se vería aparecer a César con peluca ni a Ulises salir todo empolvado de entre las flotas” (IV, 701). Frente a la utilización del vestuario convencional barroco o rococó, el autor propone recurrir a los modelos históricos, si bien se muestra bastante escéptico sobre la posibilidad de avanzar efectivamente en ese aspecto, ya que la mayoría de los actores de su tiempo se negaban a la práctica de una innovación que, según ellos, no agradaría al público.

Uno de los primeros autores que vieron frustrada su intención de representar con un vestuario histórico fue Gottsched, quien había imaginado que en  su Catón moribundo, estrenado en 1731 y presentado como la“primera tragedia original alemana”, los actores vestirían togas romanas.La Neuberin, en cambio, que representaba a Porcia, apareció con “un ancho tocado, tieso y de chillones colores de papagayo”, mientras Friedrich Kholhardt paseaba de un lado a otro, con peluca y medias de cuadritos. A pesar del éxito, a Gottsched, que ya concebía el escenario como “cátedra de moral”, no le agradó ver convertido su drama en una especie de desfile de modas con sombreros de pluma y espadines de gala.

En París, la actriz Clairon fue muy criticada cuando ya en 1775 se atrevió a aparecer en el papel de Idame con un fantástico traje al estilo chino sin miriñaque. Diderot, en cambio, celebró su atrevimiento en su Discours sur la poésie dramatique(1758):

“No permitáis que los prejuicios y la moda os venzan. Abandonaos a vuestro gusto y a vuestro genio; mostradnos la naturaleza y la verdad, pues éste es el deber de aquellos a los que amamos y cuyos talentos nos han aficionado a aceptar en buena hora todo lo que ellos quieran aventurar”.[18]

Este elogio del geniodel actor se traduce en una flexibilización, también para él, de las reglas. Lo importante, dice Marmontel, no es el respeto escrupuloso de las reglas, sino de aquello para lo que las reglas fueron inventadas, el respeto de la verosimilitud en la expresión. “Las reglas prohiben -argumenta el autor citando a Baron- elevar el brazo por encima de la cabeza; pero si la pasión los lleva ahí, harán bien: la pasión importa más que las reglas.” (IV, 683)

Ahora bien, el geniodel comediante no puede ser identificado con su capacidad de dejarse llevar por la pasión, sino más bien con todo lo contrario: “quien no tiene más que sentimiento, no interpreta bien más que su propio papel; quien añade al alma la inteligencia, la imaginación y el estudio, se impregna de todos los personajes que debe imitar” (IV, 683). Marmontel se adelanta con estas palabras a la tesis sostenida por Diderot en su célebre Paradoja del comediante. En ella Diderot se manifiesta en contra de la identificación interior del actor con su personaje y sostiene que el buen actor no es el que se deja arrebatar y pierde la consciencia de sí, sino aquel que es capaz de imitar con tal perfección los signos exteriores del sentimiento que convence al espectador de que el personaje está sintiendo lo que propone.

La primera versión del texto es de 1773, aunque fue reescrito por Diderot varias veces y no fue publicado hasta 1830. Está redactado como refutación a un opúsculo inglés, traducido al francés en 1770 con el título Garrick y los actores ingleses. Al parecer, el original inglés, The Actor(1750), es a su vez una versión de un texto francés anterior, Le comédien, escrito por Pierre Rémond de Sainte-Albine en 1749, en que se requería que el actor no sólo fuera un copista fiel, sino también un creador.[19]

La paradoja del comediante, según Diderot, consiste en que para ser artista, es decir, para imitar con genio las pasiones humanas, el actor debe carecer de sensibilidad o al menos prescindir de ella en el proceso de imitación. “Si el comediante fuera sensible, ¿le sería posible interpretar dos veces seguidas un mismo papel con el mismo calor y el mismo éxito?” No, el actor no puede depender de la sensibilidad, pues en ese caso sólo podría interpretarse a sí mismo o personajes de los que se sintiera muy próximo. Pero el gran actor debe ser capaz de interpretar cualquier papel y para ello debe rehuir la identificación sensible y basar su arte en la reflexión, el estudio de la naturaleza humana, la imitación constante de algún modelo ideal, la imaginación, la memoria: todo debe haber sido “medido, combinado, aprendido, ordenado en su cabeza.[20]

Una comediante como Clairon -sostiene Diderot- no llega a ser grande por poner el escenario su propia sensibilidad, sino por construir sobre él a partir de un modelo ideal, de un “grandioso fantasma”, su personaje. En la imagen del fantasma resume Diderot su idea sobre la verosimilitud en la construcción del personaje. Lo verídico no consiste en mostrar las cosas tal como son en la naturaleza, pues en ese caso lo verídico se identificaría con lo común.

“¿Qué es pues lo verídico en la escena? Es la conformidad de las acciones, de los discursos, de la figura, de la voz, del movimiento, del gesto, con un modelo ideal imaginado por el poeta y a menudo exagerado por el comediante. Esto es lo maravilloso.”[21]

El actor que representa según su propia naturaleza o su propio carácter, no conseguirá más que una interpretación mezquina. Pues de lo que se trata no es de encarnar a una persona, sino de representar un modelo, el fantasma, que es algo más que unapersona.[22]

De modo que queda prohibido el arrebato para el actor que se pretende artista. Se le pide en cambio, que observe, que escuche. El gran actor, escribe Diderot adelantándose a Brecht en sus reflexiones sobre el actor chino, es aquel que se escucha mientras actúa, que se escucha mientras emociona al público.

¿Qué es, pues, el verdadero talento? El de conocer bien los síntomas exteriores del alma prestada, dirigirse a las sensaciones de los que nos escuchan, de los que nos ven, y engañarles por medio de la imitación de esos síntomas, por una imitación que agrande todo en sus cabezas y que se convierta en la regla de su juicio; pues es imposible apreciar de otro modo lo que pasa dentro de nosotros. Y ¿qué nos importa, en efecto, que sientan o que no sientan, con tal de que nosotros lo ignoremos?[23]

El teatro es un engaño. En el teatro barroco y rococó el engaño era visible en los vestuarios, las pelucas, las escenografías, los bailes y las máquinas. En el nuevo teatro burgués, el engaño puede hacerse invisible. Hay que evitar por tanto la identificación para preservar así la finalidad moral. Es preciso, escribía Marmontel a propósito de la comedia, “que todo lo que se habla y se dice sobre la escena sea una pintura tan simple de la sociedad, que no se olvide nunca que se trata de un espectáculo” (IV, 666). Tampoco el actor debe olvidarlo. Ni el espectador perder la perspectiva de la verdadera naturaleza de los actores, que según Diderot esta marcada por una serie de vicios específicos, como la vanidad, los celos, la envidia, que aparecerían en escena fácilmente si la interpretación fuera confiada a la sensibilidad.

Los actores de la época no responden, según Diderot, a lo que se esperaría de unas personas a quienes se confía la “función de hablar a los hombres reunidos para ser instruidos, divertidos, corregidos”. Sería deseable que el arte dramático volviera a ser, como en el tiempo de los griegos, una actividad paralela a la cortesana, la eclesiástica o la milicia, de modo que las familias no tuvieran reparo en permitir a sus hijos dedicarse a la actividad teatral desde jóvenes. Éste sería el único medio de contar con actores preparados y educados como artistas.

Tal elevación de la categoría social de los comediantes es imprescindible para que se pueda confiar en ellos la finalización de los dramas. Estos, asegura Diderot, son obras incompletas y la interpretación de los actores puede transformar el sentido de los mismos. Los dramaturgos de la Ilustración precisan de la colaboración de actores ilustrados. No sólo porque el texto puede ser dicho de maneras diversas, sino porque la imitación de lo verosímil, la construcción del fantasma, exige también del arte del gesto y la pantomima, que escapa completamente al control del autor. Jean Dubos, en sus Réflexions critiques(1733) había propuesto una musicalización del arte del actor, es decir, un entrenamiento del actor en técnicas vocales y de movimiento que permitiera anotar su partitura declamatoria. Pero a Marmontel le parece imposible tal fijación (IV, 690) y comparte con Diderot la necesidad de confiar a los actores la finalización del drama por medio de la interpretación del texto y, lo que no es menos importante, por medio de “la interpretación muda”, “pues sucede con los placeres violentos como con las penas profundas: son mudos”.[24]La “interpretación muda” derivaría del arte gestual de los pantomimos, inventado por Pilades y Batille, y del que Garrick es nuevamente citado como su exponente más brillante (XI, 828). También en la declamación gestual son la economía y la contención las cualidades que garantizan la naturalidad:

El abatimiento por el dolor permite pocos gestos; la reflexión profunda no quiere ninguno: el sentimiento demanda una acción simple como él; la indignación, el desprecio, la ferocidad, la amenaza, el furor concentrado no tienen necesidad más que de la expresión de los ojos y del rostro; una mirada, un movimiento de la cabeza, he aquí su acción natural… (IV, 685)

Especialmente importante resulta la contención en la representación del dolor, que no debe imitar lo natural, sino que debe practicar cierta idealización. Aproximándose a las tesis defendidas por Lessing en su Laocoonte, Diderot reclama que “en lo más fuerte de los tormentos, el hombre guarde el carácter de hombre, la dignidad de su especie. ¿Cuál es el efecto de ese esfuerzo heroico? Distraer el dolor y templarlo.” [25]

Que la anotación de la declamación sea una empresa imposible para los autores no implica que ésta deba ser improvisada: al contrario, el actor, antes de salir a escena, debe tener “su interpretación presente” y “su papel anotado” para poder transmitir la emoción al público y para ser fiel al modelo que imita. Cuál es la reflexión que debe hacer el comediante al entrar en escena, se pregunta Marmontel, y responde: “La misma que ha debido hacer el poeta al tomar la pluma: ¿Quién va a hablar? ¿Cuál es su rango? ¿Cuál es la situación? ¿Cuál es su carácter? ¿Cómo se expresaría si apareciera el mismo?”(IV, 682)

Pero no basta la preparación del papel; en términos de Stanislavski: “el trabajo del actor sobre su papel” sólo es posible a partir del “trabajo del actor sobre sí mismo”. En este trabajo de preparación integral, el comediante puede recurrir a diversas “fuentes”. La primera es la educación. La segunda, la interpretación de un “actor conformado”, es decir, la herencia de los buenos actores (“aunque los ejemplos son raros”), cuyo modelo, desgraciadamente, a diferencia de los textos de los autores, se desvanece con el tiempo. La tercera es el estudio de los monumentos de la antigüedad. M. Chaffé, según Marmontel, debía “la fiereza de sus actitudes, la nobleza de su gesto y la bella entente de sus vestuarios, a las obras maestras de escultura y pintura que ha sabido sabiamente observar” (IV, 682). La cuarta fuente es “la más fecunda y la más olvidada”, se trata de la observación de lo natural, las costumbres de la sociedad, que ningún libro enseña, el estudio de los originales. “El mundo es la escuela de un comediante; teatro inmenso donde todas las pasiones y todos los estados, todos los personajes están en juego” (IV, 682). Ahora bien, el intérprete no puede practicar una imitación directa, pues la mayoría de los modelos naturales carecen de “nobleza y corrección”: para corregir sus deficiencias, el actor debe recurrir al estudio de la historia y de las obras de imaginación, al igual que hacen el pintor o el escultor.

La aproximación del arte dramático a la pintura y la escultura resulta también efectiva para el diseño de la composición escénica. No sólo se debe trabajar individualmente en la consecución de la naturalidad y la verosimilitud, en la imitación del “fantasma”, hay que conseguir un efecto coherente en toda la representación. “Sucede con el espectáculo -escribe Diderot- como con una sociedad bien organizada, en la que cada uno sacrifica sus derechos por el bien del conjunto y del todo”.[26]  La organización teatral aparece entonces como modelo de la organización social, y una vez más sólo el hombre justo, el comediante de “cabeza fría”, y no el entusiasta o el fanático, podrá apreciar la necesidad de ese sacrificio.

Los ensayos, las repeticiones, tendría como finalidad equilibrar las diversas interpretaciones individuales y lograr “una acción general que sea unitaria”. Esta preocupación por la unidad escénica había sido objeto de las preocupación de Garrick en Inglaterra o de Konrad Ekhof en Alemania, quien en los años cincuenta había acuñado el término “concierto de la obra” para referirse a esa coherencia de la representación que debía garantizar la naturalidad y la verosimilitud en escena, algo no muy lejano de lo que Voltaire había exigido insistentemente a sus actores. Diderot, por su parte, formuló ciertas reglas de dirección que reaparecerían años más tarde en el estilo escénico de Goethe:

Hay que reunir a los personajes, separarlos o dispersarlos, aislarlos o agruparlos y crear con ello una serie de cuadros, todos ellos de una composición grande y verdadera. ¡Cuán útil podría ser el pintor al actor y el actor y al pintor! Éste sería un medio de hacer al mismo tiempo más perfectos dos talentos importantes.[27]

La plasmación de la belleza verosímil o de la verdad hermoseadaencuentran en el diálogo entre el teatro y la pintura, a juicio de Diderot, un lugar especialmente rico en sugerencias y posibilidades. La imitación no de lo cotidiano, sino del fantasma, conduce a que el actor imite tanto el modelo del poeta como el modelo del pintor, y que el pintor no se conforme con el modelo del poeta, sino que acuda también a su plasmación física en busca de referentes para la representación. No sólo se trata, como sugiere Marmontel, de que “todo lo que es bello en pintura, debe ser bello en el teatro” (IV, 685); Diderot parece apuntar, tal vez de modo no totalmente intencionado, a un nuevo género, una cierta idea del teatro que se más próxima a la plástica que a lo dramático, una especie de pintura animada, que adelanta las ideas de los defensores de la autonomía de lo escénico. Serán los herederos del simbolismo, el Meyerhold del teatro de la convención, los creadores del teatro expresionista o los defensores de la reteatralización en las primeras décadas del siglo XX quienes de una forma más directa se entreguen a ese diálogo del teatro con la pintura. Pese a esta sugerencia sobre la fundación del arte de la dirección escénica, la reflexión sobre el teatro presente en los enciclopedistas se queda en un nivel anterior: la reivindicación del arte dramático, del arte del actor, como elemento imprescindible en la construcción del teatro burgués. La primera realización consciente de estas ideas correría a cargo de Goethe y de Schiller en Alemania, la máxima perfección sería alcanzada por los responsables del Teatro de Arte de Moscú a finales del XIX. Hace ya tanto tiempo desde la finalización del ciclo que los enciclopedistas iniciaran, que su recuperación produce la satisfacción del encuentro con una primera aproximación intelectual al arte del teatro, si bien marcada por una cierta vejez, que ellos mismos reclamaban, a diferencia de lo que sostendrían los románticos y aún hoy la sociedad comparte, como la mejor aliada del conocimiento justo y, por tanto, también, la mejor garantía del buen comediante.

 

Las referencias entre paréntesis corresponden al volumen y número de página de la edición original de la  Encyclopédie, ou dictionnaire raissoné des sciences, des arts et des métiers, par una société de gens de lettres, publicada por Diderot y D’Alambert, París 1751-1780.Se ha utlizado para este trabajo la impresión facsimil de Friedrich Frommann Verlag (Günther Holzboog), Stuttgart-Bad Cannstatt, 1966.

 

  • Las principales entradas sobre los espectáculos musicales están redactadas por M. de Cahusac (ballet, danza, ópera, decoración) y M. Grimm (poema lírico). El primero es presentado por los editores de la Enciclopedia como autor de Zneida, Fiestas del amor y del himen y otras piezas líricas, muy aplaudidas por el público francés.
  • Véase Enrico Fubini, La estética musical desde la Antigüedad hasta el siglo XX, Alianza, Madrid, 1992, pp. 199-203.
  • [3]En la introducción a la Enciclopedia d’Alambertjustifica la importancia de las reglas en la definición del Arte: “Se puede en general dar el nombre de Artea todo sistema de conocimientos que es posible reducir a reglas positivas, invariables e independientes del capricho o de la opinión, y si es posible decirlo en este sentido, que varias de nuestras ciencias son artes, contempladas desde su lado práctico.” (I, xii) Obsérvese la consideración del arte como conocimiento reflexivo: uno de los propósitos de los enciclopedistas será el de establecer los límites de verdad que funcionan en el ámbito de las artes con el fin de aproximar el discurso artístico al científico.
  • Diderot, “La paradoja del comediante”, en Escritos filosóficos, ed. de Fernando Savater, Editora Nacional, Madrid, 1975, p.166.
  • Véase Félix de Azúa, La paradoja del primitivo, Seix Barral, Barcelona, 1983, pp. 175-235.
  • D’Alambert, Discurso preliminar de la Enciclopedia, Sarpe, Madrid, 1984, p. 72
  • Peter Holland y Michael Patterson, “Eighteen Century Theatre”, en J. Russel Brown (ed.), The Oxford Illustrated History of Theatre, Oxford University Press, Oxford, 1995, p. 271.
  • M Berthold, Historia social del teatro, Guadarrama, Madrid, 1974, 130.
  • Idem, 134.
  • Marvin Carlson, Theories of the Theatre. A historical and Critical Survey, from the Greeks to the Present, Cornell University Press, Ithaca and London, 1985, p. 150-152
  • , p. 154.
  • Diderot, o. cit. pp. 195-196.
  • El Teatro Nacional de Hamburgo fue inaugurado por el empresario Konrad Ackerman con el apoyo de un grupo de comerciantes de la ciudad hanseática. Tras la ruina de Ackerman, que había anunciado su nueva empresa como el primer intento de fundar un teatro nacional alemán, de acuerdo a las ideas de Schlegel, los comerciantes contrataron a Lessing como director. El estreno de Minna von Barnheimmereció una tibia respuesta del público, por lo que en sucesivas representaciones se intercalaron en los intermedios números de acróbatas, un recurso paralelo a los intermedios danzados habituales en el teatro francés y condenado por los enciclopedistas.
  • Gothold Ephrain Lessing, Hamburgische Dramaturgie, Insel Verlag, Frankfurt am Main, 1986, p. 51.
  • Idem, p. 475.
  • Citado en M. Berthold, o. cit., p. 131.
  • Berthold, o. cit., p. 137.
  • Idem, p. 131.
  • Pierre Rémond de Sainte-Albine, Le comedien, París, 1749, pp. 228-229.
  • Diderot, o. cit., pp. 145-146.
  • Idem, p. 156.
  • Idem, p. 175.
  • Idem, p. 194.
  • Idem, p. 172.
  • p. 156. En su análisis del Laocoonte, Lessing polemizaba con Winckelman de la siguiente manera: no es posible que, como sostenía el historiador de la Antigüedad, el artista no representara a Laocconte gritando porque creyera que la expresión violenta del dolor se opone a la grandeza del alma. “El griego -dice Lessing- sentía y temía; exteriorizaba sus dolores y sus penas; no se avergonzaba de ninguna de las debilidades humanas; sin embargo, ninguna de ellas podía apartarle del camino del honor y del cumplimiento del deber”. Si el artista no quiso que Laocoonte gritara es porque aspiraba a representar el grado máximo de belleza bajo unas condiciones especiales: una situación de dolor físico. Véase G. E. Lessing, Laocoonte, Editora Nacional, Madrid, 1977, pp. 44 y 48.
  • Diderot, o. cit., p. 158.
  • Berthold, o. cit., p. 139. 9