Toda forma tende á convención, toda institució tende ó conservadurismo.

Estas palabras de Heiner Müller abrían el programa de mano del montaje que Matarile hizo de Hamletmaschine en 1989. Desde entonces la situación no ha cambiado mucho, las instituciones siguen tendiendo al conservadurismo, lo que se pone fácilmente de manifiesto si echamos un vistazo a las instituciones teatrales. Debido a esta tendencia a reafirmarse sobre sus propios principios, el ejercicio de la creación escénica moderna plantea serías dificultades a las instituciones públicas. Entre estas dificultades destaca la manera en que el teatro actual tiende a organizar el proceso creativo, determinado a su vez por el tipo de representación a la que se quiere llegar; un tipo de comunicación escénica distinto implica una manera de afrontar el trabajo teatral también distinto. En la medida en que ya no se trata de un texto de un autor X puesto en escena por un director Y con unos actores Z, la institución teatral se ve seriamente problematizada. Esta ha sido —y en España sigue siendo— su división administrativa característica, reflejo de una concepción dominante del hecho teatral como espacio para contar historias de otros, de otros autores, directores…, que no son exactamente los que están en escena —hagamos memoria: quien está en escena son los actores—, sin embargo es necesario ajustarse a este esquema si se quiere tener el apoyo de las instituciones públicas. Cuando X, Y y Z son un grupo de personas empeñadas en llevar este proceso de modo conjunto y colectivo (palabra clave en el fenómeno teatral), porque en ese tipo de proceso radica justamente el resultado al que se quiere llegar; cuando la propuesta inicial de ese grupo de artistas es expresarse también ellos, a través de las convenciones necesarias, pero hablando desde ellos mismos, en primera persona, todo se hace más problemático para la institución. El problema consiste en poner una institución tan pública como el teatro, tan representativa de la comunidad en la que se inserta, al servicio de la expresión de lo particular, de lo más privado, quizá por ello también más contradictorio, de uno mismo, encarnado además en la figura de alguien que la tradición occidental ha considerado como un instrumento transmisor sin derecho a la condición de autor, el actor, a pesar de la proximidad etimológica de ambos términos.

Ahí surge lo que Deleuze, en uno de los textos fundamentales del pensamiento teatral del siglo XX, denomina el verdadero conflicto, aquel que empieza a poner las cosas en movimiento: pone en movimiento al propio actor, escindido entre su ser-para-la-actuación y su propia personalidad, y pone en movimiento al espectador, porque queda descolocado por un formato escénico y un tipo de comunicación que no es el que se esperaba; ahí comienza la verdadera tensión artística, cuando no sabemos exactamente el terreno que pisamos. A partir del momento en que encontramos algo que nos descoloca, que no sabemos cómo entender, de qué se trata realmente; entonces podemos hablar de arte.

Este conflicto alcanza mayor realidad cuando no se limita al nivel de los argumentos o temas tratados (estos están perfectamente asimilados por las instituciones), sino que se refleja a nivel estructural, poniendo en conflicto el mismo hecho de la representación, de modo que este juego de tensiones pueda terminar proyectándose al plano institucional, afectando, aunque sea de manera simbólica, la relación entre la obra y la institución, puesto que el teatro es una institución y la obra debe entrar en tensión con esa institución a la que pertenece, y que en el caso que nos ocupa está representada —puesta en escena— por los teatros nacionales, que le prestan cara, nombres y apellidos a ese espacio de legitimación y poder artístico, reflejo en última instancia de un poder social.

Después de veinte años haciendo espectáculos, Ana Vallés, directora de Matarile, ha sido invitada al Centro Dramático Galego (CDG), sin tener que renunciar por ello a trabajar con su propio grupo. La poética escénica de Matarile plantea unos conflictos internos, estructurales, de cara al hecho de la representación, que finalmente se han terminado traduciendo a nivel institucional. Después de casi dos décadas de andadura en tensión con el teatro institucional —a pesar de que el CDG se encontraba tan solo a unos cuantos metros del Teatro Galán—, ya sea por indiferencia, por oposición o crítica implícita, el conflicto escénico que plantea su última obra ha alcanzado un grado más de concreción a través de este conflicto institucional en el que vive permanentemente instalada la creación escénica en España: Ánxeles Cuña, la nueva directora del CDG (directora también de Sarabela Teatro, por más señas), que invitó a Ana Vallés, ha tenido que dimitir de su puesto (parece que por incompatibilidades administrativas).

Unos meses antes del estreno, Matarile, que había gestionado la Sala Galán desde hacía más de una década, uno de los espacios de referencia en la creación teatral española, anunciaba su cierre; no porque no pudieran seguir adelante con la sala, sino porque consideraban que después de este tiempo el espacio cultural que representa la sala no había logrado crecer de un modo adecuado. Continuar con ella suponía seguir aceptando ese apelativo paternalista de «teatro alternativo», que allá en los años sesenta y setenta, cuando se hablaba de «teatro independiente», podía servir como motor de conflicto, institucional y teatral, pero que hoy ya ha quedado plenamente integrado en la estructura oficial, como un hijo al que no se va a dejar crecer nunca, eternamente alternativo, experimental, inmaduro, entre otras cosas para no tener que compartir con nuevos invitados el presupuesto oficial. La búsqueda del conflicto, de la tensión, que finalmente se ha de reflejar también en la obra escénica, obliga a un movimiento constante, a una resituación permanente frente a lo que ya está codificado, institucionalizado, perfectamente concluido, y por ello carente de vida. Las relaciones convenientemente inmovilizadas, anquilosadas, entre salas «alternativas» y teatros oficiales suponen otra muestra de esta incompatibilidad y falta de comunicación entre las instituciones públicas y la creación escénica.

Desarrollando la poética iniciada con Teatro para camaleóns, Ana Vallés construye en Illa reunion un espacio de encuentro en el que se cruzan, durante el tiempo que dura la representación, una serie de trayectorias, de recorridos de un grupo diverso de personas, cada una con características distintas. Actitudes y energías encontradas, tonos y miradas diversos, edades y cuerpos distintos, se complementan y chocan, estallan en un caos de desorganizada precisión, se despliegan en sonoridades de fanfarria, protagonizadas por un cuarteto de viento (tuba, trompeta y bombardino), convertidos ellos también en actores, para volver a reducirse al silencio, a la melancolía que por momentos lo invade todo, la melancolía crónica de la que habla Vallés; una sinfonía de presencias humanas interpretada en varias escalas al mismo tiempo.

La obra refleja con claridad el resultado de un intenso proceso de creación —el proceso— que duró dos meses, durante los cuales esos cruces se fueron formando, dinamizando, buscando vías de expresión, creciendo como conflicto, es decir, como una maquinaria que empieza a ponerlo todo en movimiento, las personas y las ideas, las emociones y las relaciones de unos con otros. Lo humano se convierte en la materia prima de la creación teatral, aunque luego esta se encuentre inevitablemente mediatizada por las convenciones del medio, puestas a la vista mediante escenas que se construyen a los ojos del público, diálogos y monólogos, a menudo entre la conferencia y la confesión, luces y efectos plásticos, pero todo al servicio de lo primero, de la expresión de unas vidas, y no al revés; no se parte de un texto de un dramaturgo X o de las geniales ideas de un director Y para terminar hablando del hombre en nuestro mundo más inmediato. Si el teatro quiere realmente hablar del hombre, por qué no empezar construyéndolo sobre ese material humano que son los propios actores, que suelen compartir con el público una misma sociedad; y solo a partir de ahí ir introduciendo los textos y tramas, las ficciones y convenciones que sean necesarios para avanzar hasta lo más hondo de ese ser-humano.

El viaje es el motivo central que hilvana estos encuentros (escénicos), recorridos físicos y vitales que ponen en movimiento a las personas y sus emociones. Illa reunion es un cruce de caminos de estos actores, acompañados por Ana Vallés y arropados por el imaginario plástico y sonoro de Baltasar Patiño. Sobre un recuadro de césped verde, y las paredes del teatro, los focos y bastidores a la vista, los techos descubiertos, y unos bancos al fondo, se despliega este mundo, más humano cuanto más escénico, pues no en vano nos encontramos, antes que nada, en un espacio de representación —para qué engañarnos—, de fingimiento y magia, como nos recuerda ese regio telón de terciopelo rojo que se corre y descorre en varias ocasiones.

Algunos eran ya viejos conocidos de Matarile, al menos desde los tiempos de A brazo partido, cuando se desarrolla de forma decidida esta poética del teatro de las personas, actores que se interpretan a sí mismos (o al menos ese es el efecto, porque el juego de engaños y realidades, como nos está diciendo constantemente la obra, no va a dejar de estar ahí, en el centro del milagro escénico), como la alemana Helen Bertels o el argentino Roberto Leal; pero también hay otros que recién se sumaban a este viaje, quizá para una sola estación, quién sabe si para destinos más lejanos, como Matxalen Bilbao, procedente de Bermeo y con tantas ganas de bailar (aunque no la dejaran), o Borja Fernández, del teatro de circo, intérpretes jóvenes junto a otros veteranos de las tablas y las pantallas, como Xoán Cejudo, invitado también a compartir con el público su ya largo viaje desde Monelos, presencias físicas que han ido acumulando experiencia y pasado, hecho ahora más visible desde este juego de contrastes y diversidades. Aunque el grueso del equipo venía ya de su espectáculo anterior, Historia natural (elogio del entusiasmo), bien encaminado hacia esta última estación del viaje, así por ejemplo Daniel Abreu, Enma Silva o Sergio Zearreta, que combina la percusión, ayudado también por Borja, con la plena interpretación actoral.

La obra comienza con el telón a medio correr, ajetreos de última hora, ruidos de ensayos, los instrumentos de viento se preparan, al igual que la percusión, desorden, por la abertura se deja ver algún que otro actor preparándose para la representación (¿habrá comenzado ya?), limpiándolo todo. Por fin, con los telones todavía a medio descorrer, empiezan a sonar los acordes imponentes del Tannhäuser, de Wagner, y Roberto Leal sale a la boca del escenario para sacudir con furia mítica el polvo de los telones del CDG; una escena antológica de limpieza teatral.

El mundo de Matarile está animado por una voluntad explícita de exhibición. Todos son conscientes de estar en un escenario y se dirigen al público cuando la situación lo exige, de manera directa, incluso —y sobre todo— interrumpiéndose unos a otros. Es un síntoma más de un deseo de comunicación y expresión que igualmente lo desarrollan entre ellos mismos; unos se convierten en espectadores de otros. Si el actor, como dijo Kantor, es el protagonista del teatro moderno, convertido en personaje de sí mismo, a este debemos añadirle el espectador, también convertido en personaje. Son numerosas las situaciones en las que un actor interpreta, con su cuerpo, su palabra, sus instrumentos musicales, y otros miran lo que hacen, para eso también los bancos del fondo. Esto subraya el hecho de la actuación en su mismo transcurso. Y como decía Antonio Renedo al comienzo de Mónadas, de Sara Molina, si uno es capaz de interpretar a otro, entonces soy más yo mismo; la actuación como un modo de vivirse uno mismo de manera más intensa, también gracias a la distancia que implica toda representación, aunque sea uno mismo el que se esté convirtiendo en personaje.

Actores que manipulan a otros actores, como si fueran maniquíes, construcción de cuadros vivientes, actores que explican la escena que forman sus compañeros, conferenciantes escuchados por el resto del grupo, nos recuerdan a cada paso que estamos en un espacio de representaciones y engaños, pero que también la propia realidad no es sino un juego de interpretaciones; todo depende de cómo se toquen los instrumentos de la escena y de la vida, de la música que seamos capaces de extraerle, aunque Sergio Zearreta no consigue extraer de las paredes del CDG, cuando las va golpeando cuidadosamente, sino extraños ruidos. En la escena final aparece él mismo haciendo de Velázquez, muy estirado hacia atrás, alto perfil espigado y los lienzos debajo del brazo, y de la mano una menina, interpretada por Borja, cuya melena rubia y lacia ya nos había llamado a engaño en otras escenas acerca de si era hombre o mujer; de nuevos engaños e indefiniciones, el derecho a ser otro. Entran los dos en escena, mientras se va formando el cuadro de Las meninas, dibujado/escenificado a los ojos del pintor, que se termina introduciendo en su propia obra. Matarile Teatro de Cartón, como se llamaba en los años ochenta, cuando su proveniencia de un taller de construcción de marionetas era todavía evidente, nunca ha dejado de remitir al mundo de los objetos y los muñecos, de lo que no está vivo, porque como sabía bien el maestro polaco, para expresar que algo está vivo es necesario apuntar a lo muerto, al estatismo de una mirada hueca.

Y en contraste con estos momentos, perfectamente medidos, con abierta conciencia de ello, se entrelazan escenas en las que todos hablan al mismo tiempo y nadie parece escuchar demasiado al otro, porque todos deambulan al azar, en una situación de desorden y espontaneidad, como si no pasara nada, o pasara justamente eso, la nada, hasta que alguien grita exasperado y se comienza a organizar una nueva actuación, quizá en forma de solemne procesión o alegre marcha al ritmo de la fanfarria, hasta que la animada trouppe, soporte del hecho teatral durante siglos y siglos, vuelva a disiparse nuevamente en el caos o en el silencio, en todo caso, en lo informe. Así, entre procesos de organización y desorganización, entre estallidos de vitalidad que conducen, quizá de forma inevitable, a explosiones sordas de abatimiento, va avanzando la representación. Es como un paisaje humano en constante transformación, que a veces llega al límite del estatismo; se queda durmiente, detenido entre brumas, hasta que alguien aparece con una linterna para descubrir sus caras y gestos muertos, espectadores dormidos entre penumbras, arrumbados por los rincones de los escenarios de la vida y el recuerdo: una vez más lo detenido y quieto tiñendo el espejo transparente de la vida.

Illa reunion nos habla del conflicto entre lo que las cosas parecen y lo que realmente son, entre los sueños y la realidad, lo privado y lo público, la vida y el teatro; entre, por un lado, las instituciones teatrales o políticas, con sus convenciones, imposiciones y juegos de poder, también lingüísticos (un tema recurrente en la obra es la constante traducción de unos idiomas a otros, y la obsesiva corrección de la pronunciación del inglés del viejo Xoán por Helen, alemana por más señas), y, por otro lado, el mundo de la creación artística, que nos remite a la vida en estado puro, a lo que está en continuo movimiento, a lo que no se puede aprehender ni detener, por más que dejemos la escena inmovilizada, pues se está siempre escapando, pasando, sucediendo, como una corriente informe que tan pronto se llena de energía como se apaga en la melancolía, constatación de tantas limitaciones, pero defensa al mismo tiempo de la vida como misterio y transformación, situada siempre en un más allá, no controlable, por más representaciones que se puedan hacer. La vida, ligada a la verdad de la creación artística, es siempre lo que se escapa, sobre todo a las instituciones; de ahí ese eterno conflicto, que en España, un país con una pésima cultura teatral, oscila entre lo trágico y lo esperpéntico, entre la resistencia heroica y la tristeza del abatimiento ante tanto funcionario gris con ínfulas de poder. Se me vienen a la cabeza las palabras de aquel entrañable don Josep tratando de levantar nuevamente El (Teatro) Nacional:

¿Sabe en qué consiste, madama, nuestro oficio? En distraer al poder, invitándolo a estrenos, para tener un día teatro y vientre llenos. Representar los clásicos, o sea, teatro escrito, teatro que ni entienden ni les importa un pito. ¡Basta ya de fantasmas y falsos reyes midas! ¡O todos rigolettos o putas mantenidas! (Albert Boadella 1999: 61)

Bibliografía

BOADELLA, Albert (1999), El Nacional, Madrid, SGAE.
DELEUZE, Gilles (2003) [1979], «Un manifiesto menos». En Carmelo, Bene / Deleuze, Gilles, Superposiciones, Buenos Aires, Artes del Sur.