La invitación fue a intervenir escénicamente un edificio abandonado que había sido la sede de la Secretaría de Relaciones Exteriores en Tlatelolco. La Secretaría lo había dejado en diciembre del 2006, y la UNAM lo convertiría en un Centro Cultural hacia Octubre del 2007. Tendríamos aproximadamente dos meses – de mayo a junio – para conocerlo, habitarlo y finalmente hacer algo con él, antes de que las cuadrillas de trabajadores entraran a cumplir las tareas de remodelación. La primera vista fue devastadora. Tlatelolco es un lugar de belleza extraña. Es difícil salir sin heridas de una inmersión a esa zona de la Ciudad y sin embargo fascina, por consiguiente espanta. Un velo de tintes trágicos lo cubre. Tlatelolco esta más allá del Centro “rescatado”. Es necesario atravesar lo que fue aquel puente – después llamado de Alvarado- emplazamiento de la derrota militar definitiva sobre los mexicas; los derrotados serían desplazados de la metrópoli, más allá, hacia Cuautitlán, hacia las faldas del Tepeyac… Luego en Tlatelolco se consumaría la verdadera conquista, la espiritual. Fue ahí, durante la Colonia, en el Convento de la Santa Cruz, donde se dibujaron en esplendidos códices -luego impresos en la conciencia del pueblo, hay quien dice que a través del teatro – los mitos fundacionales de lo que siglos más tarde se llamaría México. Ciudad palimpsesto, las capas del tiempo y la historia se superponen una a una sin desaparecer nunca del todo. A un ladito de San Hipólito, avatar de la ermita construida para recordar la victoria sobre los indios, se aparece, en 1994, la Virgen del Metro Hidalgo. Sobre Paseo de la Reforma, dejando atrás los centros financieros, nos seguimos topando con los desplazados de siempre, con los rostros de los derrotados asomándose al parabrisas del auto, inhalando, viviendo, durmiendo, procreando, en los alrededores del monumento ecuestre erigido en honor al libertador de América. Más adelante aparece Tlatelolco, la Plaza de las Tres Culturas… la fiesta y la tragedia; el “desarrollo estabilizador” y los escombros del terremoto. Atrás la unidad habitacional, micro urbe de aliento funcionalista; el sueño de la modernidad como telón de fondo del canto del cisne una tarde de octubre del 68, preludiando el anticlímax de una posmodernidad grisácea y opaca. Y justo ahí, al lado del Templo Mayor de los Tlatelolcas, se levanta una torre, como de marfil, de brillo absurdo, decadente, templo inclinado (20 cms.) a las pretensiones de “no alinearse”, de transitar por la “Tercera Vía”. Hito arquitectónico de la Ciudad de México diseñado por los arquitectos Pedro Ramírez Vázquez y Rafael Mijares. De La Basílica de Guadalupe al Estadio Azteca, del Palacio Legislativo al Museo de Antropología y de ahí a la torre de la S.R.E. en Tlatelolco…blanca como elefante. ¿Qué figura dibujará hoy el mapa que trazan los edificios diseñados por los arquitectos que concibieron las construcciones emblemáticas de nuestro mexicano – y priísta – “milagro”? La primera visita al edificio fue devastadora, decía: grandes espacios vacíos, implosión, ruinas, mármoles, grecas en maderas preciosas, despojos silenciosos de una silueta de país que se desmorona, se nos esfuma. Un edificio abandonado, poblado de naturalezas (cuasi) muertas, mejor dicho: still life, vida suspendida. Pero…suspendida ¿desde cuando?… vida ¿de quiénes? Interminables archiveros vacíos, fotografías olvidadas, basura, astas sin bandera, montañas de documentos, un piano, plantas moribundas, ventanas con la ciudad a sus pies como reinterpretaciones vivas de los frescos, en los gabinetes de los príncipes renacentistas, representando las consecuencias del buen y el mal gobierno, sombras, huellas de un pasado mejor, vestigios del poder absoluto, pasaportes no reclamados, ecos de mil lenguas, recuerdos de viajes futuros, mapas, pasas enmohecidas, cartas al C. Secretario, documentos que susurran políticas vergonzantes, asilos, exilios, descripciones de protocolos de refinamiento trasnochado, un frasco de barniz para uñas sobre un escritorio destartalado, huellas de traductores, de policías, de licenciados, de secretarias; sótanos… tenebrosa burocracia; discursos, frases celebres…letra muerta. Machina memorialis en la que se solapan tiempos y recuerdos, algunos mucho más antiguos que nosotros. ¿Qué hacer pues con todo esto? Dejar hablar a la realidad, hacer casi nada, apenas detonar un juego. Huir de toda ficción que convirtiera en espectáculo, en escenografía, esos paisajes brutos e insalubres y a la vez de una poesía tan delicada y volátil como el polvo que los cubría. Curioso ready made aquella torre. El proceso fue similar al de un equipo de arqueólogos. Los que somos Teatro OJO habitamos algunas semanas el edificio. Lo recorríamos una y otra vez, en distintas direcciones, a distintas horas (los juegos de sombras son prodigiosos), exhumando documentos, lujosas vajillas, cartas de amor, descubriendo nuevos salones, pasadizos, bichos (especialmente cadáveres de cucarachas que habían sucumbido ante la última fumigación). Luego, intentábamos desentrañar el sentido de todos esos hallazgos. Finalmente comprendimos que todo aquello solo se podía articular apelando a la “utilidad exuberante de las cosas inútiles”. Apreciábamos especialmente el momento, al atardecer, de subir por los elevadores hasta el piso veinte, que fuera la oficina del último canciller que despachó en esta sede, de ahí subíamos al helipuerto, a esa hora la Ciudad de México se dejaba contemplar entrañable, bestial. Sólo sabíamos que allí culminaría la obra. Al cabo de algunas semanas de exploración, optamos por un dispositivo sencillo, daríamos visitas guiadas al edificio. Habría sólo cuatro espectadores invitados por recorrido, los actores eran ocho. Los recorridos serían individuales y se realizarían a pie, en sillas rodantes y en elevador. A cada espectador le correspondería un guía que se alternaría con otro en determinados momentos. Los demás actores ejecutarían acciones en distintos puntos del edificio. Acciones mínimas, apenas las necesarias para establecer relaciones precisas con el espacio, con un objeto o con el proceso mismo. Es decir, hacer visible, audible, perceptible un espacio, un objeto o un documento encontrado y ponerlo en relación con la situación concreta, inmediata, insertarlo en la estructura del recorrido por el edificio. Más que formular una representación, se trataba de poner en relación directa y sin intermediario, a la acción y al espectador con lo real. En una ventana del piso 19, Eréndira Valles declamaba, enardecida, un poema nacionalista que había aprendido en la adolescencia, mientras veía, abajo, la plaza de las tres culturas; de joven había participado en el movimiento del 68. En muchas de las ventanas de los últimos pisos se apostaron francotiradores el 2 de octubre. Desde una de éstas -con la ayuda de un telescopio – hoy se puede leer el rotulo que anuncia la CARNICERIA y tocinería que ocupa uno de los locales comerciales de la planta baja del edificio Chihuahua. La premisa que nos pusimos fue trabajar únicamente con el material encontrado en aquel edificio y entretejerlo con los diversos espacios que conformaban los recorridos, determinando así una dramaturgia estructurada a partir de la arquitectura, objetos encontrados, trayectos (duraciones) y abierta a un proceso en el que la realidad fuera el árbitro absoluto. Un proceso abierto en el tiempo como forma de “aumentar” la realidad, propiciando acciones y relaciones atentas al instante, a lo accidental. Construimos una obra que no debe nada a una inventiva pródiga, sino que se funda en lo real, en lo que nos proporcionaba aquel monde trouvé, Un balazo en una ventana, un documento de extradición triturado – aparentemente confidencial- de un afamado narcotraficante, una película pornográfica hallada en un casillero, la bitácora administrativa de la búsqueda de un indocumentado desaparecido, la confesión grabada en una vieja cinta de audio de un contrarrevolucionario sandinista arrepentido de haber colaborado con la CIA, seguida de una conferencia de un ex embajador de EUA en México, un cuaderno de ejercicios de inglés en el que algún trabajador de intendencia intentaba, fallidamente, responder preguntas como “ Can I live in Mexico? Can you live in Mexico? Can he live in Mexico?…“ Son estos algunos de los elementos que se desplegaban en el tiempo y en el espacio a través de las acciones de los actores, entretejiéndose con oficinas, pasillos, salas de espera o con una soberbia terraza abierta hacia la plaza de las tres culturas en la que los visitantes podían tomar placidamente un bloody mary mientras contemplaban “la realidad”. Realidad: El carácter de lo real, de aquello que no es solamente un concepto, sino una cosa. Lo que es real… se opone a lo meramente aparente, a lo ilusorio, a lo ficticio. La realidad más allá del universo de la cosa, es también lo que es actual, ligado más que al presente, al devenir y a los fenómenos, a la imbricación actualizada y sin cesar de hechos, al mundo que se despliega. Efectividad, por una parte (lo que es), actualidad por la otra (lo que pasa). (Diccionario Le Petit Robert.) Digo mal, no sólo contemplaban la realidad. Hace tiempo que el arte -cierto artedejó de representar la realidad para ocurrir en la realidad, intervenirla, confrontarse directamente con ella. En todo caso, por extraña que fuera la situación, aquellas visitas no eran más que eso, visitas guiadas por un edificio abandonado. Una querida amiga nos sugirió, demasiado tarde, otro título para nuestro trabajo: Visitas acompañadas. No sé si lo hubiéramos tomado, pero expresa bien lo que intentamos. Los guías-actores no sólo daban la visita (guiaban el recorrido), también daban a ver, a oír, incluso daban un cierto tiempo y ciertas velocidades; pero sobre todo acompañaban y cuidaban -era un edificio peligroso e insalubre, por eso el recorrido se hacía con un tapabocas y un guante blanco…- al visitante en su experiencia y en sus descubrimientos. Lo acompañaban en el relato que cada quien iba construyendo y deconstruyendo en su andar. El dispositivo dejaba gran parte de la creación al visitante y a las circunstancias específicas en la que se daba cada visita. Si bien la duración y el diseño de los cuatro diferentes recorridos eran precisos, lo que ocurría al interior de cada uno de ellos era muy flexible. En realidad se trataba de articular conversaciones en el más amplio sentido de la palabra; conversaciones que permitieran no sólo establecer una cierta relación entre los guías y los visitantes, sino también entre los propios visitantes, provocando encuentros en algunos puntos de los recorridos; y especialmente, propiciar conversaciones entre el visitante y su memoria (recuerdos ligados directamente con experiencias vividas en el edificio, en la zona, etc.), entre el visitante y la ciudad, entre el visitante y la realidad que lo rodeaba. Cada visitante se daba a conocer, primero formalmente – proporcionándonos sus datos personales y mediante una fotografía “de identidad” tomada al principio del recorrido junto al rostro del Benemérito y un borrego- y más adelante, a través de lo que expresaba, de sus reacciones ante lo que oía, veía, tocaba, de lo que conversaba con su guía, a través de su forma de estar… presente. De tal forma que su presencia, su memoria y su identidad, en interacción con los otros visitantes y los actores que los acompañaban, le daban forma a la pieza. Buscamos en este trabajo abolir las barreras espacio temporales entre el momento de creación y de percepción de la obra, más aún, hacer de la percepción del visitante un elemento constitutivo de la creación de la pieza. El dispositivo escénico permitía que, durante los recorridos, los visitantes externaran sus reflexiones, críticas, inquietudes, con los actores o con los otros visitantes. Así, de manera auto referencial, la obra se construía y en cierta medida se modificaba con los comentarios que sobre ella se hacían, lo que producía una creación ligada a la confrontación inmediata y no renovable, determinada por la acción y no por la contemplación del visitante. Una vez adentrados en estos territorios, dejamos de preocuparnos por la “pureza disciplinaria” o por una cierta “virtud profesional”, o del “saber hacer”, en favor de la relación, la adaptación y por la puesta en frecuencia con la realidad y lo inmediato. No faltará quien se siga preguntando si este tipo de experiencias se encuadran en los terrenos de lo teatral o de lo artístico. A mí, como a Gustav Metzger: la cuestión de saber si los trabajos que expongo son arte o no me importa poco.