Decisiva es aquí la idea de una comunidad inesencial, de un convenir que no concierne en modo alguno a una esencia. El tener lugar, el comunicar a las singularidades el atributo de la extensión, no las une en la esencia, sino que las dispersa en la existencia. Giorgio Agamben, La comunidad que viene, p. 22 Dibujo de Elif Zilan a partir de la obra de Ana Borralho y João Galante World of interiors. “En World of interiors el público es confrontado de entrada con una imagen inquietante: personas tumbadas en el suelo, con los ojos cerrados, sin movimiento evidente. Aparentemente no sucede nada. pero este vacío contiene una invitación a la proximidad, a la accción. Al aproximarnos oímos textos susurrados en la tenue frontera de la intimidad de los cuerpos. El espctador escoge el modo y tiempo de escucha, el grado de proximidad, el modo deestar. Bajo este dispositivo, los fragmentos de textos de diversas obras de Rodrigo García adquieren aquí otras lectura y dimensiones, como queriendo ser compartidos desde un mundo interior.” (Texto de la presentación de la obra en el festival Escena Contemporánea, Madrid 2012.) (Link a un momento de la performance: http://www.youtube.com/watch?v=mBSi2ko1k0E) Juan José de la Jara y Agnès Mateus en Aproximación a la idea de desconfianza, de Rodrigo García. Fot. Jean Benoit Ugeux. La necesidad de compañía humana es instintiva, Rodrigo García La idea de “comunidad” parece iluminar el lado amable de lo social, la dimensión humana de una sociedad, su lado natural u orgánico frente a su representación oficial, las leyes y formas administrativas que la organizan y la imponen —nos la imponen—.

Una comunidad no es una agrupación desorganizada de personas, sino un fenómeno sensible que se produce como resultado de esa necesidad humana de ser a través de los demás. Esa necesidad humana es ciertamente natural, aunque el modo de administrarla nos coloque en el centro de lo social. Entre diversas formas de concebir esa organización de personas a la que llamamos sociedad, la comunidad remite a lo común como base de dicha organización. ¿Pero qué es lo común? La sociología, uno de los campos de conocimiento que han marcado la cultura del siglo XX, nos ha acostumbrado a pensar lo social desde el punto de vista del número, de las estadísticas y los porcentajes; pero lo social, como afirmaba Badiou de la política, hay que liberarlo también de la dictadura del número. Las distintas sociedades no se diferencian por su condición cuantitativa, sino en primer lugar por una dimensión cualitativa. Ser social no quiere decir ser muchos, sino estar en relación con. Una sociedad es antes que nada un modo de pensar los vínculos que nos unen y nos separan, una forma de hacer y deshacer el tejido sobre el que se construyen las representaciones, es una mamera de sentir, antes incluso que de pensar, eso que ocurre cuando dos o más personas conviven en un mismo espacio. Y eso que ocurre tiene algo de misterio, o de instintivo, como la necesidad de compañía humana, que decía Rodrigo García en Versus. Desde Rousseau hasta Nancy, pasando por Kant o Heidegger, el balance es siempre el mismo: la comunidad es un imposible. A la vuelta de la aventura política de la Modernidad, de las ideologías, los totalitarismos y las utopías, lo social vuelve a descubrirse como el problema irresoluble que siempre ha sido (Esposito, 2003, 2009). El comunismo, como la gran apuesta de la historia política contemporánea para llegar a una sociedad donde el trabajo no sea una forma de sometimiento, sino de liberación, había fracasado en términos de política real. Durante los dos últimos siglos la idea de comunidad ha pervivido bajo distintas etiquetas como nación, pueblo, Estado, patria, ciudadanía, que se han ido agotando conforme sus referentes han sido cuestionados por lo que tenían de excluyentes, por todas aquellas realidades —“personas”— que no podían ser parte de esa nación, de ese Estado, de ese pueblo o esa patria. Lo social se dejó ver antes como un derecho adquirido que como resultado de una necesidad, un derecho natural del individuo. A partir de los ochenta, pasado aquel tiempo de compromisos, revoluciones y luchas políticas, la idea de comunidad aparece una vez más en el pensamiento político como un lugar distinto desde el que volver a recuperar la posibilidad de lo social. Curiosamente, casi tres siglos después, las preguntas que se plantearon pensadores como Rousseau o Montesquieu acerca de la posibilidad de la convivencia humana, han vuelto a resonar en la escena teatral, en ocasiones de manera explícita como en Versus o Esparcid mis cenizas sobre Disney, de Rodrigo García, o en Perro muerto en tintorería, de Angélica Liddell, donde el autor de El contrato social es invocado una y otra vez para aludir a su teoría del Estado como construcción que aniquila a los individuos. Las artes escénicas en general, y dentro de estas las áreas más afines a lo teatral, no están al margen de esta dificultad de encontrar lugares desde los que replantear de una manera práctica, es decir, traducido a una experiencia singular, el problema de lo social. A lo largo de la historia el imaginario teatral ha estado unido a la idea de grupo, por un lado, y de proyección en la esfera pública, por otro. Sin entrar ahora en los factores que han contribuido a la formación de lo que podríamos llamar el “mito teatral”, ambos elementos tienen que ver con esta dimensión cualitativamente social de lo teatral. El problema que me planteo es cómo seguir entendiendo hoy esa idea de lo social, no a partir de teorías, discusiones políticas o estrategias institucionales que terminan enfrentando al individuo con la sociedad, al yo frente al grupo, sino desde abajo, desde la situación básica que se produce cuando un grupo de personas se encuentra para hacer algo que podemos identificar con la palabra “teatro”, caso de que hubiera necesidad de nombrarlo; pero que más allá de etiquetas, lo que esas personas quieren hacer —y subrayo ese deseo de querer hacer— es desarrollar una práctica artística, es decir, un acto de libertad creativa que tiene como materia básica el propio cuerpo social, es decir, ellos mismos puestos en relación unos con otros, ellos mismos en tanto que resultados de un organismo social. La escena teatral, como la sociedad, no la hacen las personas por separado, incluso en el caso de que haya un solo actor o un pueblo en el que quede ya solo un habitante, se trata siempre de una persona puesta en relación con, se trata, por tanto, de un espacio donde el ser es siempre un ser por medio de los otros, un ser social, aunque estos “otros” no estén siempre delante físicamente. En lugar de considerar la dimensión social a partir del momento de la comunicación escénica y lo que ahí se produce, ya sea por la forma de actuación o por el contenido de la obra, propongo reconsiderar todo ello desde ese otro momento previo en el que un grupo de personas se reúnen para hacer algo, y pensar en el tipo de encuentro que ahí va a tener lugar, en la escena de ese encuentro, a puertas cerradas, cuando todavía no se sabe bien lo que se va a hacer, cuando todavía quizá no se conocen todos entre sí, cuando todavía es posible que no se sepa dónde se hará finalmente la obra, frente a quién se representará, o incluso si se llegará a una obra.

Cuando no se conoce aún, en definitiva, el punto de llegada de ese viaje, es decir, cuando todavía está todo o casi todo por hacer. Para empezar a hablar de la idea de comunidad, y no sólo del imaginario social proyectado a través de la obra, hay que empezar mirando hacia ese momento que queda por detrás, pero que estará sosteniendo lo que luego se va a hacer público. Hay un tipo de “hacer” colectivo que todavía no está sometido a las categorías de lo públicoprivado, que todavía no es representación, sin que deje de participar de ella; la comunidad —lo común— empieza a producirse en ese momento previo. A pesar de su menor presencia de puertas para fuera, si comparamos el grado de abstracción con el que habitualmente manejamos tanto las categorías de público como la temática abordada en la obra —por abstracción me refiero a la proyección de esas categorías más allá de las condiciones singulares en las que ocurren cada vez—, el tipo de socialización que acompaña todo el proceso de realización, y en el caso de las artes escénicas, por tanto, también de representación, tiene un grado de concreción más difícil de manipular. Cada obra implica un viaje distinto en lo que respecta a lo que a nivel social va a ocurrir en ese grupo de personas. La cualidad de esas relaciones, los lugares que se van a ir haciendo visibles, las afinidades y diferencias, las maneras diversas de estar frente al grupo, de asumir y realizar el trabajo, están ligadas, por un lado, a las condiciones que determinan esas relaciones de producción y, por otro, al tipo de trabajo que se busca. Y una cosa no puede pensarse sin la otra. Una obra, especialmente una obra escénica, donde los mismos que la hacen se van a exponer también en escena, no va a dejar de hablarnos de ese entramado social que forman ellos mismos; esto es parte ya de la obra, y puede mostrarse en mayor o menor medida, puede estar más invisibilizado o constituir el centro del trabajo, pero en todos los casos, inevitablemente en un tipo de trabajo que se construye a partir de las emociones y actitudes de unas personas frente a otras, ese componente —social— se va a hacer presente. Las variables para caracterizar ese encuentro serían infinitas; van cambiando en diálogo con las condiciones que rodean el hecho escénico y con las posibilidades de situarse de otra manera con respecto a este entorno. A lo largo de la historia, según nos refiramos a un tipo u otro de teatro, lo que determina esos encuentros ha ido cambiando, y hoy las maneras de pensar y organizar ese grupo son tan amplias que podríamos afirmar como punto de partida que están caracterizadas por su indeterminación previa. Pueden ser profesionales o no; pueden formar parte de un mismo colectivo, o no; pueden participar de una misma manera de entender la creación escénica, o no; pueden estar ligados por otro tipo de vinculos, o no; pueden estar todos ellos interesados en alcanzar un mismo objetivo, o puede que cada uno participe de ese proyecto desde lugares diversos. Si admitimos que la primera consideración acerca de lo social se refiere a las condiciones que determinan las relaciones entre esas personas desde el momento en que empiezan a trabajar juntas, tenemos que deducir que la primera característica que definiría lo social hoy en la escena es su indeterminación previa, la posibilidad de concebir ese tipo de encuentro desde condiciones y con personas muy distintas. Esto puede parecer contradictorio con las formas que articulan el hecho social hoy, al menos en las regiones económicamente más desarrolladas. Aunque a menudo se hable de debilidad de los Estados-nación o de la crisis de este modelo dentro de un sistema económico que opera por encima de las naciones, lo cierto es que la consolidación de esta forma de organización administrativa, económica y social a la que llamamos Estado ha implicado un grado cada vez mayor de formalización y por tanto de abstracción de las relaciones sociales y a partir de ahí de dificultad para relacionarnos con otras personas en términos reales, cara a cara, o con las mismas pero de un modo distinto. Un reto que se toma como punto de partida en muchos proyectos artísticos, como si lo artístico fuera justamente esa posibilidad de relacionarme con lo que desconozco, esa posibilidad de reinventar las relacines con los demás y reinventarme yo mismo a partir de esas relaciones.

Dicho de otro modo, el Estado ha llegado a hacerse cargo de una gran parte de las relaciones que de otro modo cada uno asumiría personalmente desde sus propias necesidades. La fortaleza de los Estados va en muchos casos de la mano de su capacidad para administrar de manera eficaz los espacios públicos, y por ende, indirectamente, los espacios privados —la otra cara solo aparentemente no visible de este juego de divisiones—. El diseño económico y administrativo de los espacios se proyecta en función de un imaginario social que determina las relaciones que en ellos va a tener lugar. Frente a este horizonte, la indeterminación que las artes escénicas han buscado como punto de partida de su trabajo se convierte en sí mismo en un campo de acción al que hay que atender tanto como a los resultados a los que se quiere llegar, porque lo primero forma parte de lo segundo. Si las formas de trabajar, los modos de producción, las condiciones y el espacio en el que se desarrollan las relaciones entre los participantes, entre los que hay que incluir finalmente a los mismos espectadores, nunca ha sido algo gratuito dentro de un proceso creativo, hoy adquiere un lugar específico a la hora de considerar el espacio del arte desde un punto de vista social. La consideración y el trabajo en torno a este momento previo ocupa en muchos proyectos un lugar central: con quién trabajar, de qué manera, bajo qué condiciones, cuáles son los puntos de partida, dónde encontrarse y cómo se va a funcionar, cuáles van a ser las “reglas del juego” que van a organizar no ya solo los resultados, sino el mismo proceso, son preguntas que de uno u otro modo van a resonar en el trabajo final, aunque obviamente no siempre todas ellas puedan ser manejadas con facilidad. El peso de las estructuras administrativas, dentro de las cuales se encuentran los teatros y otros espacios de exhibición con nombres diversos pero igualmente gobernados en forma de instituciones por las administraciones, se ha dejado sentir con mayor fuerza a medida que el sistema económico que lo sostiene ha funcionado con mayor autonomía, lo cual no quiere decir con mayor eficacia en tanto que servicio público. Los años ochenta y noventa han supuesto la afirmación de una economía de mercado que ha terminado imponiéndose sobre los propios Estados. La disociación entre los intereses de las administraciones públicas, al servicio de la sociedad, y los intereses económicos ha convertido al Estado en una empresa más de la que participan los ciudadanos en la medida en que están integrados en este sistema socio-empresarial. En el centro de todo ello vuelve a aparecer la idea de “trabajo” extrañamente ligada a lo social, una sociedad de trabajadores.

La dificultad, y al mismo tiempo la necesidad, de pensar lo social desde otros lugares explica algunas estrategias que las artes en general y más concretamente las artes escénicas han desarrollado de manera cada vez más clara desde los años noventa. El juego en torno a la representación que caracteriza lo teatral —actuar como si, disfrazarse de, hacer de, simular— y que la propuesta dramática articula, se gira hacia un campo de acción más amplio que focaliza el tipo de relación entre las personas que están participando. El relato construido por la actuación teatral, identificado con la historia de esa representación, es ahora el relato de ese grupo, el relato de un modo de “relacionar”, en el doble sentido de este término, es decir, de contar algo —la historia de la obra—, pero también de relacionarse entre ellos y finalmente con el público. Esta representación de lo social, o de la historia en tanto que narrativa de un tejido de relaciones, es lo que está por determinar, lo que queda por hacer. El foco de interés de lo teatral se ha desplazado desde la significación del relato, es decir, de la historia, incluso de su forma de representación, hasta el modo en el que sus participantes se vinculan con esa historia que es la propia obra que están tejiendo con su hacer, la historia en definitiva de un modo de encontrarse, de estar unos frente a otros. El hacer artístico ya no tiene como horizonte frente al que definirse una representación —de una historia, de la Historia— cuyo funcionamiento de poder en tanto que representación hay que denunciar, hacer visible, desarticular, lo que eran algunos de los procedimientos que definieron aquellas poéticas escénicas sobre las que se acuñó el término de “pos-dramático”. El horizonte, el campo de batalla hoy, no es la historia en cuanto representación, sino la historia en cuanto relato que da sentido a unos vínculos, a un tejido de relaciones, formas de estar, que sostienen esa representación que llamamos “sociedad”. El drama es el relato que trata de dar sentido a ese hecho de encontrarse, lo que proyectado en términos políticos Rousseau definió como el “contrato social”, y que nosotros podríamos redefinir como “contrato escénico”. La reconsideración creativa de ese “contrato” se convierte en el centro del viaje escénico. Desde este punto de vista, si miramos ahora para atrás, diríamos que lo que justifica la existencia del “teatro” a lo largo de los siglos, no es en primer lugar la necesidad que una sociedad tiene de representarse, de crear ficciones en las que mirarse, afirmarse identitariamente o reconocerse de una forma más o menos crítica; sino otra necesidad previa, pero más estrechamente vinculada con la condición social del hombre, que es la necesidad de encontrarse para reinventar los lugares desde los que ponernos frente a los demás, para reinventar, en una palabra, ese lugar que se crea cuando una persona está frente a otra. Esto explica no sólo la pervivencia de la escena teatral a comienzos del siglo XXI, sino la enorme difusión que esta práctica artística tiene en ámbitos no profesionales: teatro amateur, teatro universitario, teatro de barrio, teatro en las escuelas, teatro y terapia…

Esa necesidad de jugar con las identidades como resultado de distintos modos de relacionarnos, de distintos modos de estar frente a los demás, es lo que en definitiva mantiene vivo el hecho teatral incluso en la cultura de la imagen y las tecnologías digitales, es decir, en un entorno que pese a las apariencias —o mejor dicho, a causa de ellas— está profundamente “desincorporado”: se habla mucho del cuerpo como imagen, o de la imagen del cuerpo, pero muy poco desde el cuerpo. Abordar lo social en función de lo que ocurre cuando estamos unos junto a otros es una tarea pendiente. Si tuviéramos que definir qué es hoy lo específico del teatro, lo que hace del teatro un espacio singular dentro de las prácticas artísticas y sociales, es justamente esa posibilidad que brinda de repensar de una forma creativa y a partir del cuerpo, no ya a nosotros mismos como identidades, una cuestión que ha atravesado toda la filosofía moderna desde Descartes hasta Freud, sino eso que llamamos “lo social”; pensar la naturaleza de lo social no desde las construcciones administrativas, formas de representación o modelos legislativos, sino de lo más básico convertido en una suerte de misterio sobre el que seguir creando: la necesidad que tenemos de encontrarnos unos con otros. ¿Cuándo decimos “nosotros” qué estamos diciendo? ¿Qué es ese “nosotros”? Operar de un modo creativo sobre este lugar es hoy uno de los espacios en los que ha terminado confluyendo arte y política. Si colocamos el teatro en este lugar no estaremos muy lejos de los presupuestos sacados a la luz por la discusión en torno a la idea de comunidad como algo que está constantemente haciéndose, desde una dimensión esencialmente performativa, y que se resiste a su representación justamente por eso, porque la comunidad es siempre lo que se está haciendo, antes que lo ya hecho (Nancy 2001). Mientras que la sociedad sería una suerte de representación colectiva o “comunidad imaginada”, parafraseando el término acuñado por Anderson (1983) para definir las naciones, las comunidades, en lo que estas tienen de práctica escénica, remiten a un hecho sensible, algo que se produce en la medida en que se ofrece a su percepción. Esto explica que sólo haya comunidad, al igual que le ocurre a una obra escénica, mientras se está haciendo físicamente, mientras exista esa voluntad de hacer; en el momento en el que la copresencia física acaba, termina también la comunidad desde un punto de vista escénico, sensible. Más allá de la interacción de unos con otros frente a frente, del flujo de emociones, acciones y reacciones, no existe la comunidad como hecho sensible. No es casualidad que el canto y sobre todo el baile sean algunas de las formas a las que las comunidades han recurrido no sólo para expresarse, sino sobre todo y en primer lugar para hacerse. Políticamente, el hombre responde a esta necesidad por medio de representaciones. Esto crea un sentido de pertenencia que socialmente se explica por la defensa de unos intereses previos. Visto así llegamos a esta idea de la sociedad como un conjunto integrado por individuos identificados, y sobre esas identidades se crean los grupos. Es decir, primero estarían los individuos, con unas propiedades determinadas, y sobre ellos se formarían las sociedades, en función de los intereses ligados a esas propiedades. Una sociedad no se puede permitir personas no identificadas, porque lo que tiene en común ese grupo, lo que lo cohesiona, son los intereses comunes. Lo que tienen en común y por lo que se definen esos individuos son por esas propiedades, ya sea materiales o inmateriales, y el objetivo de la representación social es garantizar su defensa, desarrollo o enriquecimiento. La sociedad nos coloca en el centro de lo político. La comunidad, sin embargo, por contradictorio que pueda parecer, nos saca de lo político; en sí mismo la comunidad como fenómeno sensible no pertence al campo de la política, aunque pueda ser considerado y utilizado desde ese lugar. Es más bien, como afirma Nancy, la política la que tiene que garantizar el derecho a la comunidad. La comunidad no está integrada por individuos que reciben por el hecho de su pertenencia una identidad determinada, con la que se identifican, sino por personas, por una condición humana previa a las identificaciones sociales. Frente a la estrategia identitaria de las sociedades, el momento de la comunidad, en un sentido antropológico, es el momento de la celebración de la debilidad social del hombre; es el momento en el que las personas se reúnen para gozarse desde su fragilidad, para dejar ver lo que habitualmente uno más protege, y la primera fragilidad viene por la necesidad que se tiene de los otros.

Cuando esa necesidad no está justificada desde algún interés relacionado con el yo, es decir, desde algún interés particular, es cuando comienza a producirse el fenómeno sensible de la comunidad, la producción de un “nosotros” que escapa a toda representación. Durante el tiempo de la comunidad las identidades dejan de ser fijas para convertirse en un elemento más del juego fluido de relaciones de unos con otros. Se expone abiertamente la naturaleza social, frágil e inestable, esa misteriosa necesidad que tenemos de los otros, como un lugar previo y necesario para la propia construcción de las identidades. No están primeros los individuos y luego la comunidad; primero se da la comunidad, como un hecho sensible, y sobre esta percepción de lo sensible se construyen las identidades. En ese momento se percibe lo que las personas tienen en común por detrás de cualquier interés identitario, un algo de indeterminación, una pura potencia —social— de ser en grupo cada vez algo distinto. La comunidad es el resultado directo de la naturaleza social del hombre. El ser humano crea comunidad, necesita de esta dimensión comunitaria igual que necesita comer, respirar o beber. La organización política de esta necesidad es lo que da lugar a las sociedades. Comunidad y sociedad pertenecen a distintos niveles de realidad, conviven, se relacionan, chocan, se modifican, pero tienen formas distintas de producirse. La comunidad proporciona a una sociedad una fuerzas de movilización que de otro modo sería inexplicable. Puede haber sociedades en las que apenas se deja hueco para el fenómeno de la comunidad, y comunidades que apenas responden a una identidad social. Pero una sociedad en la que no se producen comunidades es una sociedad muerta, de la que no se participa a nivel sensible, y una comunidad que no se adscribe a una sociedad no tendrá identidad pública, se quedará como lo que es, un fenómeno sensible resultado del encuentro entre varias personas, algo frágil, inestable, siempre distinto. La coincidencia entre sociedad y comunidad es lo que es imposible, el afán por hacerlos coincidir ha llevado a grandes desastres políticos; en la base de todos los totalitarismos hay algún sueño de este tipo: de hacer coincidir una sociedad con su proyección ideal, de recuperar un tiempo de los orígenes de dudosa existencia o una suerte de estadio natural del hombre. Esto no quiere decir que las utopías sean irrealizables, sino que la relación entre el mundo de lo sensible y el de las representaciones no es de coincidencia, no funciona por identificaciones, lo cual implicaría reducir el primero a la lógica del segundo. Tienen lógicas distintas y en su no coincidencia, en su relación de conflicto encuentran su sentido. Anular uno en función de otro supone antes lo primero, haber anulado uno, que haber llegado a realizar esa función, o dicho con aquella sentencia del humanista Sebastián Castellio a raíz de la ejecución de Miguel Servet, parafraseada recientemente por Juan Goytisolo: “Matar a un hombre por defender una idea no es defender una idea, es matar a un hombre”. La posibilidad de que el fenómeno de la comunidad se proyecte al público a través de la actuación entra dentro ya de la utopia escénica, es decir,de la utopía política, porque en el momento de la representación hay un dispositivo inevitablemente prefijado que por más que se trate de transformar está funcionando, y en el momento en el que nos situamos ahí, del lado de la representación, de lo político, la comunidad queda como lo irrealizable, lo que siempre va a estar por hacer; un ideal que no deja de transformar sin embargo la realidad, y en ese sentido es ya en sí mismo una realidad, aunque de otro orden, una realidad no representable a la que pertenecen las ideas más potentes.

La distancia que se abre entre el que actúa y el que mira, esa distancia con la que las prácticas artísticas no han dejado de operar, hace imposible el hecho de la comunidad, que no pasa por este tipo de divisiones, sino por un espacio fluido de intercambios donde egos, identidades y representaciones quedan al servicio de la producción de lo “común”. Como dice Agamben (2006: 66), “la forma extrema de esta exporpiación de lo común es el espéctaculo”, de ahí la necesidad en las artes teatrales de dialogar con ese fantasma de lo espectacular que no deja de amenazar cualquier dispositivo escénico. Esta producción de lo común, que no admite la división entre lo público y lo privado, pone sobre la superficie esa indeterminación esencial sobre la que nos construimos como representación de una identidad. Es esa indeterminación, no política en sí misma, la que nos da la posibilidad de cambiar las cosas políticamente, sobre un hacer en común que está más allá de identidades e intereses privados. El eje representación-no representación, que está presente en buena parte de la teoría del performance y las prácticas artísticas, queda reformulada desde este enfoque. La representación, como un elemento inevitable del hecho social, pierde la connotación negativa que había tenido como algo falso frente a la acción, y se sitúa como un elemento más dentro de un universo que no es ya el universo de la representación, sino el universo común de la escena a la que estamos dando lugar con nuestro hacer, un fenómeno sensible con una dimensión fundamentalmente espacial. La lucha contra la unidad, que era la unidad de la representación, del sentido y la Historia, se dirige ahora contra lo uniforme de ese grupo que forman los actores (sociales). Lo que cierra el sentido no es la unidad de la historia o del drama, sino la uniformidad de quienes construyen esa representación. La heterogeneidad de las personas, la diversificación de los lugares de actuación, pasa a ser la mejor defensa contra lo Uno, contra el juego de identificaciones sobre el que se construye la representación social. La diferencia se pone ahora en escena en la confrontación entre una persona y otra que antes que signos, identidades o representaciones, se dejan ver como resultados de un mismo espacio de confrontaciones. Todos somos diferentes, pero podemos producir algo en común, algo que es previo a la identidad de cada uno y al juego de intereses particulares. Esta experiencia de la comunidad es lo que se opone a lo social como representación identitaria de un grupo de personas, desplazando la tradicional oposición individuosociedad. El desplazamiento social y escénico hacia el fenómeno de la comunidad supone la apertura de otro lugar desde el que reconsiderar las prácticas sociales. El conflicto ya no se plantea entre individuo y sociedad, entre la necesidad individual de realizarse en función de una búsqueda interior y el hecho de tener que negociar esta búsqueda con el mundo de afuera. La comunidad hace visible un lugar previo en el que la relación, el medio, es antes que los individuos, en el que los individuos son un resultado cambiante de estas relaciones en movimiento. No son los individuos y sus intereses los que chocan con la sociedad, sino que son las comunidades sensibles las que dejan ver los límites de las comunidades representadas, y unas están en constante diálogo con otras, reinventándose desde lo que no son. Referencias bibliográficas Anderson, Benedict, Imagined Communities: Reflections on the Origin and Spread of Nationalism, Londres, Verso Books, 1983. Roberto Esposito, Communitas. Origen y destino de la comunidad, Buenos Aires, 2003. Roberto Esposito, Comunidad, inmunidad y biopolítica, Barcelona, Herder, 2009. Giorgio Agamben, La comunidad que viene, Madrid, Pre-Textos, 2006. Jean-Luc Nancy, La comunidad desobrada, Madrid, Arena Libros, 2001.

Epílogo: hacer comunidad

Lo que queda por hacer es lo que nos queda por hacer. El nosotros queda constituido como resultado de ese imperativo: hay que hacer algo. Sin embargo, ese imperativo escapa a su rentabilización como trabajo. Es más un deseo que una “realidad”. Ese deseo —social— nos constituye, pero al mismo tiempo está fuera de nosotros. Lo que queda por hacer es lo que se dice a sí mismo un grupo de gente que se reúne para plantear lo que ya han hecho y lo que queda por delante. Lo que queda por hacer es lo que crea ese horizonte, un futuro desde el que se define una escena presente; lo que queda por hacer está por venir, es la comunidad que viene, como dice Agamben. Ese grupo de personas quieren hacer algo, se han reunido para hacer algo, algo que aún no han hecho. Este deseo da vida al grupo, a su pequeña sociedad, hace que ese encuentro sea de algún modo como la primera vez. Hay muchas ganas (de hacer), pero también una especie de vacío, de no sé saber cómo. Frente a ese nuevo horizonte todos son un poco desconocidos, entre ellos y para sí mismos. En la medida en que aceptan que hay que hacer algo, se abre más que la posibilidad, la necesidad de reinventarse, de ser otros, de intentarlo de nuevo. Es un lugar desconocido, donde cada uno se expone desde lo que no sabe. Es un reto, crea una agradable sensación de incomodidad, que no deja de inquietarles. Resulta sospechosa esa necesidad de tener que hacer, porque lo que queda por hacer es siempre algo difuso, puede ser casi todo. Frente a la idea tan repetida de que todo está hecho, de que no hay nada nuevo por hacer, de que ya todo se ha probado, se ha dicho o experimentado, ese grupo de personas sienten, sin embargo, que hay mucho por hacer, que son infinitas las posibilidades de lo que podrían hacer. Es un sentimiento más que una certeza, y ese sentimiento les congrega, les hace sentirse partes de un proyecto, de un proyecto irrealizable, porque nunca se podrá hacer todo, y lo que queda por hacer es precisamente todo. Pero a pesar de lo irrealizable van a seguir adelante. Desde un punto de vista pragmático diríamos que el proyecto es un poco inútil, que supone en cierto modo una pérdida de tiempo. Abordar tanto con tan poca certeza. Sin embargo, ese grupo de personas, aún sabiendo el lado irrealizable, lo van a hacer. Ese deseo les da un horizonte común. Lo que tienen en común no es algo que previamente hayan adquirido, una cualidad técnica, una capacidad determinada, un saber acumulado, una virtud innata o unos intereses compartidos; lo que tienen en común es sobre todo un deseo no muy claro, el de hacer eso que les queda por hacer. La tarea es indeterminada, no resulta fácil saber exactamente qué es eso que queda por hacer; establecer los objetivos, la metodología, la finalidad. Hay muchas posibilidades. Se plantean preguntas, prueban caminos, intercambian opiniones, cunde el desánimo, vuelven a encontrarse, celebran una comida, se dan un tiempo, invitan a gente nueva, algunos dejan el grupo, retoman el trabajo, el proyecto inicial se va modificando, un nuevo punto de partida, y así se va haciendo algo, algo de lo que quedaba por hacer. Saben que nunca conseguirán hacerlo todo, pero continúan ahí. Hubo momentos en que casi lo consiguieron, en el que incluso pensaron que ya lo habían logrado. Así fueron haciendo obras, acciones, se fueron mostrando a los demás. Pero una vez realizadas, caían en la cuenta de que aún faltaba algo, de que nuevamente quedaba algo por hacer. Y lo que quedaba por hacer, tarde o temprano, era todo. Una vez más todo estaba por hacer. Un día se cansaron del todo y decidieron renunciar. Dejaron lo que estaba por hacer sin hacer. Esta etapa supuso una novedad, porque ya no supieron qué hacer. Sin embargo, siguieron reuniéndose periódicamente, para seguir haciendo lo mismo, lo mismo que los demás. Si puedes entender lo que estoy diciendo, no estás poniendo atención. Nuestra música, Jean-Luc Godard (2004)