Subrepticiamente, la primera década del joven siglo está transitando la cuesta descendente que la conduce a su fin y el teatro porteño no ha encontrado aún los lineamientos generales que la caracterizarán cuando los historiadores quieran llenar páginas a su costa.

Delimitar, o por lo menos intentarlo, qué ha sucedido con la cartelera porteña durante el año recién finalizado (y un poco más también) puede entonces resultar de utilidad para empezar a comprender en qué anda un teatro, a todas luces exitoso, pero que presenta signos de debilitamiento o por lo menos de sutiles pero significativas modificaciones en sus componentes.

Recurriendo a la tan mentada división tripartita de nuestra escena (oficial, comercial y alternativa u off), comencemos señalando que éste último circuito, baluarte de la renovación estética, ha presentado un serio agotamiento creativo, evidenciado en el deterioro de la calidad de las propuestas, lo cual adquiere mayor peso debido al sostenido aumento en la cantidad de las mismas (el sitio http://www.alternativateatral.com.ar/ reporta, desde su creación en 2001, un ingreso de fichas técnicas de espectáculos en cartel que asciende a la increíble cifra de 6361, de las cuales aproximadamente la mitad corresponde al trienio 2004/2006). El signo más elocuente del decaimiento de las apuestas estéticas del circuito es que no ha habido una obra salida de sus filas que se haya erigido como el paradigma de la temporada.

Sin embargo, la gran mayoría de las puestas que han llegado hasta fin de año en cartel, planean su reestreno durante 2007. Esto indica, sin lugar a dudas, la presencia de público. De hecho, una de las arduas tareas del espectador porteño durante el 2006 fue conseguir localidades para muchas de las obras, a pesar del aumento del precio de las mismas. La reserva telefónica e incluso, la compra anticipada, se inmiscuyeron en el imaginario del espectador del off de manera impensable para el circuito hace algunos años. Por supuesto, esto puede afirmarse contemplando las modestas cifras que manejan los espacios dedicados a estas obras, debido a su limitada cantidad de butacas (o sillas, o gradas, o colchonetas, dado que en el ámbito alternativo todo se utiliza a la hora de acomodar al espectador….). De todos modos, la caracterización de las mismas como «salas chicas» parece cada vez más una observación fundada en parámetros de antaño, dado que de un tiempo a esta parte, la capacidad reducida y la multiplicidad de oferta en un mismo espacio son características del negocio de las salas off (porque a esta altura, ya no puede negarse que se trate de emprendimientos lucrativos). Como conclusión, si hay algo que sí se ha instalado en estos últimos años, a pesar de los embates post Cromañón (recordemos que el incendio de este local bailable en diciembre de 2004 ocasionó una ola de clausuras y reaperturas condicionadas por la aplicación de rígidas normas de seguridad en espacios públicos), son los nuevos espacios teatrales, entre los que se cuentan más de 1300, según el registro de la página www.alternativateatral.com.ar, que muchas veces superan a las propuestas. Es decir, que cada vez hay más espacios que cuentan con un público propio, que acude a ellos para «ver qué hay».

Otro rasgo notorio de los últimos años, acentuado durante la última temporada, es la consagración definitiva de la que disfrutan los popes del nuevo teatro de los noventa, evidenciado en su pasaje al circuito comercial y oficial y a la continuidad de su éxito internacional (sobre todo europeo), a través de la presentación en festivales o la realización de giras. Es el caso de Javier Daulte, quien reestrena una y otra vez sus últimas obras, mientras continúa su prolífica carrera en el exterior.

Rafael Spregelburd continúa gozando del prestigio y el reconocimiento adquiridos, y mientras realiza versiones y/o traducciones de textos extranjeros (como el caso de la devenida archifamosa Sarah Kane), manifiesta que tiene muchos proyectos a estrenarse en el año que comienza. Alejandro Tantanián continúa apostando a Los Mansos, que ya venía de la temporada pasada, más allá del intento de Cuchillos en gallinas en el teatro oficial. Por último, el prolífico Daniel Veronese, además de irrumpir en el teatro comercial dirigiendo El método Grönholm, continuó por la vía del redescubrimiento de que los actores argentinos pueden hacer Chéjov (descubrimiento que parece más personal que histórico), en sus sendas obras Un hombre que se ahoga(versión de Las tres hermanas) y Espía a una mujer que se mata (versión de Tío Vania).

Otros teatristas de envergadura han continuado con proyectos estrenados en 2005 -tal es el caso de Ricardo Bartís con De mal en peor-, han estrenado casi al finalizar el año y sin grandes repercusiones (Armando lo Discépolo, de Pompeyo Audivert) o no han tenido actividad (Alejandro Catalán).

¿Qué sucede con los jóvenes teatristas que se perfilaban como continuadores? Que aún no han llegado a establecerse firmemente en ese lugar, con proyectos creadores que demuestran menos ímpetu y mayor parquedad que el que presentaron sus predecesores en la década pasada. Y como ejemplo sintomático valgan las últimas experiencias fallidas, o cuánto menos, tímidas, del ciclo Biodrama. Instalado en el teatro oficial, el proyecto de Vivi Tellas -directora del Teatro Sarmiento, pero que proviene de las filas del teatro under de los ochenta-, nació con el siglo, bajo la consigna de crear una obra teatral a partir de un personaje vivo. En realidad, desde la primera edición en el año 2001, el ciclo sirvió como trampolín para que teatristas procedentes del teatro off arribaran, por primera vez, y acaso única en la mayoría de los casos, al teatro oficial. Esto implica la posibilidad de producir sus obras contando con un presupuesto y una infraestructura inusitados para el circuito del que provenían. Se trató ni más ni menos que de un desafío a los artistas, pero sobre todo a las posibilidades estéticas del teatro off, nacidas y criadas bajo la espada de la carencia más absoluta. Aventuremos que el ciclo comenzó con una fase experimental y modesta y fue creciendo en renombre y prestigio, al punto que para el bienio 2003/2004 los directores convocados se hallaban en el pináculo de su fama y realizaron proyectos propios de una estética personal y ya reconocida, ergo, sin sorpresas y sin grandes experimentaciones. Los resultados fueron sendos éxitos de crítica y público:La forma que se despliega, de Daniel Veronese y la re-reestrenada Nunca estuviste tan adorable, de Javier Daulte.

Pero, ¿qué sucedió cuando llegó el segundo quinquenio de la década? La convocatoria comenzó a dirigirse a teatristas menos instalados en el campo teatral, quienes venían de realizar proyectos interesantes pero menos reconocidos que Daulte y Veronese. Por consiguiente, la dupla conformada por disponibilidad de recursos, por un lado y expectativas generadas por el éxito del ciclo, por otro, parece haber resultado demasiado para las propuestas surgidas. Nos referiremos a dos de ellas:El niño en cuestión, de Ciro Zorzoli y Salir lastimado (Post), de Gustavo Tarrío. En el primer caso, Zorzoli venía de un 2004 productivo (23.344, en el Centro Cultural Ricardo Rojas y Crónicas, en el marco del ciclo «Tintas Frescas»), pero sobre todo, contaba con el exitoso antecedente de su Ars higiénica, creada junto al grupo » La Fronda», que ya tenía otros elogiados montajes en su haber (Living, último pasaje y A un beso de distancia).

Finalmente, El niño en cuestión continuaba con algunas de sus indagaciones estéticas más características, pero adolecía del agotamiento de la interesante idea rectora de la puesta, que no llegaba a tener un desarrollo dramático sostenido, aspecto que se hizo más evidente en un escenario como el del Biodrama. Gustavo Tarrío, por su parte, fue uno de los directores más prolíficos del bienio 2005/2006, con los montajes deAfuera, Decidí canción, El lobo y Kuala Lumpur, y recaló en el ciclo con la obra Salir lastimado (Post ), una suerte de exceso de estímulos que llegaban hasta el paroxismo, sin resolución dramática ni estética alguna. Ambas obras cumplieron el período pautado de funciones, sin prolongaciones y, hasta ahora, no fueron reestrenadas fuera del ciclo.

Volviendo al circuito off, una muestra acabada de que el mismo está instalado en el campo teatral es la búsqueda de éxito garantizado (que en este caso se traduce, no en la generación de dinero, sino en el logro de continuidad que amerite la obtención de nuevos subsidios, tanto del Instituto Nacional de Teatro, como de Proteatro o de alguna entidad extranjera, ya sea gubernamental o privada). Durante el último año esto consistió en la utilización recurrente de la fórmula de la familia disfuncional, que acerca las propuestas, algunas muy buenas, otras fallidas, al más peligroso y añejo «realismo». Fenómeno posterior aLa omisión de la familia Coleman , de Claudio Tolcachir, el listado de obras que optaron por la situación familiar como temática y el retorno al realismo como estética, es copioso. Algunos grupos más cercanos a poéticas posmodernas se adentraron en este universo, como es el caso del grupo «La Fronda» con Flia, proyecto que resultó opacado por la experiencia anterior (la mencionada Ars higiénica) y que evidenció dificultades para realizar el pasaje de una estética a otra y para utilizar registros realistas de actuación. Este aparente exceso de «especialización» en una estética no les corresponde sólo a los posmodernos, dado que un grupo con evidente buen manejo de la actuación realista, como es el deLa omisión de la familia Coleman , parece no pisar suelo firme cuando se aproxima a estéticas populares o, simplemente, más fragmentarias, performáticas o teatralizantes, como queda demostrado en el montaje deLisístrata, realizado por el mismo director.

Como contrapartida, en lo que respecta a los sugestivos intercambios que se están generando entre poéticas realistas y posmodernas, entre textos dramáticos intensos, poéticos y a la vez plenos de sentido, y apuestas estéticas que no le van en saga, resultan interesantes las propuestas de Santiago Gobernori (Reproches constantes) y Matías Feldman (Patchwork, que venía de la temporada pasada, al estrenarse en el ciclo «Inversión de la carga de la prueba» del Centro Cultural Ricardo Rojas). Más allá de las obras individuales, luego de una década de diferencias irreconciliables, la obra «total», que tiende a hacer de las diversas experiencias de los últimos veinte años sus herramientas y materiales para la creación, parece indicar el camino para evitar el agotamiento al que conducen ciertas posiciones parciales. Sin embargo, son pocas las propuestas que lo logran y, más allá de los elogiables intentos mencionados, que ya son pocos, la obra que ha arribado a esta síntesis más acabadamente no pertenece ni al circuito off ni a la camada de nuevos teatristas de la última década y media. Se trata deEl niño argentino, de Mauricio Kartun y nos referiremos a ella en breve.

Para concluir la semblanza del circuito más prolífico de nuestro teatro, queda mencionar que es bastante alarmante que esta situación de agotamiento creativo se esté presentando en el off, un teatro que siempre ha resultado el «alimento», tanto del resto del teatro como de otras formas artísticas, principalmente en lo que respecta a los actores (baste repasar el listado de elencos de las dos ficciones televisivas más vistas de 2006, «Sos mi vida» (canal 13) y «Montecristo» (Telefé), para corroborar en qué medida el off ha sido y es una auténtica usina de actores).

En lo que respecta a otro de los circuitos de nuestra escena, uno de los mayores triunfos que puede arrogarse el teatro comercial es la definitiva instalación de un género que tuvo que pelearla: la comedia musical modelo Brodway. Títulos comoVictor/Victoria, Los productores y Sweet Charity , más la larga lista de piezas estrenadas desde el binomio conformado por Pepe Cibrián hijo y Ángel Mahler hasta hoy o próximas a estrenarse, dejan en claro que se ha logrado conformar un público ávido por estas propuestas y un grupo cada vez mayor de artistas especializados en el género. Este fenómeno, sumado al regreso triunfal que los espectáculos con reminiscencias revisteriles vienen acusando en las últimas temporadas, ha redundado en una pléyade de actores que no le temen y que hasta ansían, arrimarse a ambos géneros (y quien otro que el conductor Marcelo Tinelli ha sabido aprovechar tan bien el afán por demostrar las habilidades vocales y danzísticas de los mismos en sus ciclos televisivos, que instaban a cantar y bailar a un tándem de personalidades que nunca habían pasado por esas experiencias, a pesar de su fama….). El éxito de taquilla de estas obras, además de las típicas puestas de textos extranjeros, plenamente ubicados en una medianía estético / ideológica tan cara al público de clase media, ha elevado notablemente el precio de las localidades de este circuito.

Por último, nos referiremos al circuito oficial. No puede negarse que la obra del año fue El niño argentino y no sólo en lo que respecta a la valoración del teatro de este circuito específicamente. Que la obra haya sido estrenada en una sala oficial y que su autoría y dirección le corresponda a uno de los más reconocidos maestros de nuestro teatro, Mauricio Kartun (quien ha sido docente y en muchos casos guía de la mayoría de los dramaturgos y directores que están haciendo teatro en este momento, tengan o no repercusión) resulta sintomático. El punto es que Kartun, lejos de conformarse con sus títulos y los méritos obtenidos, que son muchos más de los que poseen varios de los teatristas que parecen descansar en sus laureles, parece rendirle honores al espíritu experimentador, volcándose a la dirección desde su anterior proyecto (La Madonnita), con singular éxito. En este caso, por si fuera poco, decide llevar a escena un texto que posee varias y peligrosas particularidades: se trata de una obra escrita en verso, de una duración importante y que reflexiona acerca de la historia político social de nuestro país de manera paródica, alejándose así del realismo, además de internarse en formas de representación de antaño, que a la larga le sirven para los mismos fines.

Más allá de las dificultades, el ambicioso proyecto llega a excelente término merced a una puesta en escena que explota al máximo las posibilidades del texto dramático, aportando incluso hallazgos propios, imposibles de conseguir a través de la palabra. Gran parte de lo señalado se consigue mediante las actuaciones. En efecto, El niño argentino constituye un ejemplo acabado de la perfecta amalgama que nuestro teatro viene ensayando en cursos, talleres y obras: la de la actuación culta (evidenciada en el respeto al texto, a través de la correcta dicción y articulación del verso, el aprovechamiento plástico de su musicalidad y la explotación de sus sentidos, sin por ello restarle importancia a la interioridad de los personajes) y la popular (representada en un dechado de «habilidades de feria», la utilización del canto, la inclusión de instrumentos musicales informales, el manejo del cuerpo, etc.)

Pero cuidado, este caso no debe leerse como una característica del teatro oficial en su conjunto, porque constituye más bien una rareza. Esto no caracteriza en lo mas mínimo la escena oficial, que, en su variante municipal -Complejo teatral de Buenos Aires- continúa dominada por el deslumbramiento por los textos extranjeros (a lo que le suma una extraña inclusión de figuras televisivas, como puede verse en la sorprendente galería de fotos de luminarias que engalanan su frente durante el receso estival, convertido en auténtica «vidriera» que anuncia los éxitos por venir); mientras en su variante nacional -Teatro Cervantes- continúa remando en un desconcierto que, a juzgar por la cantidad de años que lo acompañan, está adquiriendo ribetes crónicos.

Fue merced al éxito de crítica y público obtenido por El niño argentino que la obra pudo emerger de las profundidades de la sala Cunill Cabanellas y hacerse grande como para cruzarse hasta el Teatro Alvear, casi siempre reservado a las compañías extranjeras o los espectáculos de danza o música. Aunque no le alcanzó para ser contemplado en la programación de 2007, algo que sí había logrado la «anodina»Copenhague , de Michael Frayn, en los años 2003/2004 (reposición justificada por el insólito éxito entre los ambientes de clase media bien pensante y los adeptos a las ciencias duras). Merecido o no, en todo caso, éxito por éxito, no se entiende por quéCopenhague tuvo continuidad en el escenario oficial y El niño argentino, no (por lo menos en lo que se anuncia hasta el momento…)

Este breve, y seguramente incompleto, recorrido por los avatares del teatro porteño durante el último año, acaso una simple excusa para revisar la década que transcurre, nos coloca en la senda del desconcierto. Más allá de las visiones apocalípticas, que se asemejan más a una pose que a un análisis de la realidad, los tres circuitos de nuestro teatro se hallan plenamente instalados en sus cauces respectivos e incluso ensayan intercambios, que los alimentan recíprocamente. Sin embargo, cada vez son menos las propuestas sobresalientes en el teatro off, cada vez se recurre en mayor medida al modelo extranjero en el teatro comercial, y cada vez se está más lejos de la creación propia, genuina y experimental en el teatro oficial. Los nombres son los mismos y los nuevos referentes no aparecen. Veremos cómo nos las ingeniaremos para hablar de la década ´00 cuando la historia del teatro nos inste a hacerlo.