El concepto de «teatro posdramático» nace como un mal menor, justificable desde una aproximación histórica y un contexto teatral que acusan ciertas deficiencias; nace por tanto con esa vocación escénica que tiene todo lo que es transitorio, lo que surge motivado por unas circunstancias concretas, pero que desde otros enfoques u otro momento de la historia no sería necesario por superfluo. Su objetivo es contribuir a la reflexión sobre las formas de creación que en cierto modo han marcado la diferencia escénica desde los años setenta, es decir, poner de relieve algunos aspectos que permitan distinguir las prácticas teatrales contemporáneas de aquellas que marcaron la novedad en otros momentos. Se trata, por otro lado, de construir unos instrumentos teóricos que faciliten la discusión de este teatro último en positivo y no simplemente como negación de un modelo previo. Obviamente, el tipo de teatro que vamos a analizar no surge de repente, sino que es resultado de unas corrientes de renovación que se han venido construyendo desde finales del siglo XIX, en el ámbito de la crisis simbolista y el posterior estallido de las vanguardias históricas. Sin embargo, al mismo tiempo, más allá de la novedad que todo ello supuso para el teatro actual, estos movimientos se articulan sobre la reivindicación de unos elementos que nunca han dejado de estar profundamente inscritos en la base del hecho teatral en su sentido más universal, como la creación de un sentido de colectividad, la búsqueda de una comunicación sensorial con el espectador y el trabajo minucioso sobre cada uno de los planos materiales de la escena, desde el cuerpo del actor hasta el cuerpo de la palabra. En relación con esto, estas prácticas, consolidadas definitivamente a partir de los años setenta, entablan un doble diálogo, por un lado, con los movimientos de renovación artística y escénica que han caracterizado la Modernidad, y, por otro y al mismo tiempo, con los pilares que han sostenido el hecho teatral a lo largo de su milenaria historia.

Desde la tradición occidental parece obligado considerar, entre otros enfoques posibles, el análisis de las nuevas poéticas según su relación con el componente textual, en su caso la obra dramática, que ha dominado el paisaje teatral en los dos últimos siglos. La relación entre la palabra y la escena se ha convertido en uno de los ejes más controvertidos en la discusión de las vías de renovación teatral. Esto no es un azar, porque el texto escrito, más allá de su importancia en el teatro occidental, ha sido el medio de representación dominante en esta cultura, continente y símbolo del saber, de la verdad y la razón, elementos a los que se apela para legitimar cualquier sistema de poder, que necesita un sistema de representación. De este modo, la palabra se ha situado en el punto de mira no solo del teatro moderno, sino también del resto de las expresiones artísticas, incluida la literatura y el género dramático, que han reaccionado contra las estrategias de poder sostenidas por los sistemas hegemónicos de representación, basados en la palabra, a la que más recientemente se ha venido a unir la imagen. El teatrista argentino Ricardo Bartís denuncia en este sentido la preeminencia, no solo estética, sino sobre todo ideológica del texto como estrategia de control de una realidad escénica y física que recupera los postulados artaudianos: «El texto y la poesía le dan una legalidad a esa otra cosa perversa, primitiva y desagradable que es que alguien quiera actuar, porque sabe que hay otra cosa mejor que lo que le pasa en la vida: que ahí, cuando actúa, vive intensamente, de manera más pura, y más plena» (Bartís, 2003: 14).

Si comenzamos observando la evolución del género dramático a lo largo del siglo XX, encontramos un comportamiento paralelo al del teatro, si bien la revolución de los lenguajes literarios se va a consolidar antes que la del medio teatral, cuya materialidad y modo de comunicación dificulta la consolidación de nuevas prácticas. Desde el drama lírico simbolista a finales del siglo XIX se han sucedido corrientes dramáticas que, en paralelo a lo que estaba ocurriendo con los lenguajes poéticos en general, han tratado de llevar el texto hasta una suerte de límite de la representación, lo que no tardó en granjearles el temido apelativo de «irrepresentables» o poco teatrales, así, por ejemplo, dentro ya de la escena española, el drama simbolista de Gómez de la Serna y Valle-Inclán o las obras surrealistas de García Lorca. Ya en la segunda mitad del siglo XX, a pesar de que la transformación de los modos teatrales fue poniendo en evidencia lo relativo de este calificativo hasta desvelarlo como una falacia, se han añadido otros autores cuya complejidad dramática ha seguido situándoles fuera de las posibilidades de representación del teatro dominante. Quizá el ejemplo más llamativo sea el de Miguel Romero Esteo y su ciclo de tragedias míticas. Este y otros nombres, como Gertrude Stein, Witkiewicz o Heiner Müller, han desarrollado una escritura dramática con un alto componente poético que avanza por esta vía de problematización de su propia posibilidad de representación (escénica). Las obras de algunos de estos autores —por las razones que veremos a continuación— han funcionado, sin embargo, como un elemento central en algunas de las propuestas escénicas más renovadoras del siglo XX.

En paralelo a los caminos transitados por la creación dramática, el teatro posdramático desarrolla una reflexión radical acerca del hecho y las posibilidades de la representación, para lo cual busca la confrontación del mecanismo de la representación con algún tipo de límite. En la medida en que el texto dramático ha supuesto la base de construcción y garantía de unidad y coherencia de la representación en la tradición occidental, el teatro posdramático estará obligado a situarse en una relación de tensión con este plano textual. Como instrumento inicial de trabajo, se puede definir el teatro posdramático como un tipo de práctica escénica cuyo resultado y proceso de construcción ya no está ni previsto ni contenido en el texto dramático. Esto no quiere decir que no pueda existir una obra dramática previa al proceso de creación teatral o que se vaya escribiendo a medida que este avanza; pero el tipo de relación que la obra teatral establece con el texto dramático es de interrogación acerca de la verdad de esa palabra, de modo que esta no funcione de una manera ilusionista, transparente o armónica. La escena hará visible el lugar de la palabra y el acto de la enunciación como presencias marcadas que entran en tensión con el resto de los elementos que habitan la escena (Lehman, 1999). Hacer visible los límites de la representación supone la reivindicación de una realidad que escapa igualmente a la posibilidad de ser representada —y por tanto conocida— de manera clara, simple o natural. Se trata, por tanto, de una realidad que, como el pensamiento de la complejidad que defiende Morin (1990), no puede expresarse ni explicarse sin un grado de confusión, perplejidad o caos, lo que va unido a la imposibilidad de una idea de totalidad, coherencia o sentido lógico que ordene toda la realidad. «No se trata —como afirma Morin (1990: 22)— de retomar la ambición del pensamiento simple de controlar y dominar lo real. Se trata de ejercitarse en un pensamiento capaz de tratar, de dialogar, de negociar, con lo real».

El primer aspecto que debemos resaltar de esta definición es que el teatro posdramático no define una dramaturgia o poética escénica, sino una práctica teatral, es decir, un modus operandi, una manera de entender la creación escénica —y por extensión la misma realidad— y su construcción/comunicación como proceso. El teatro posdramático no supone, pues, una corriente dramatúrgica más, que vendría a sumarse al drama simbolista, expresionista, surrealista o neorrealista, sino que se sitúa en otro nivel como un modelo teatral que surge tras un período dominado, no por una dramaturgia distinta, sino por otro tipo de teatro que se entendió como puesta en escena de un texto dramático en cuanto su ilustración, comentario o actualización. El teatro posdramático no consiste tampoco en una rígida taxonomía que incluya unas poéticas y excluya otras, sino en una definición gradual que nos permite pensar el actual panorama escénico según las distintas prácticas se aproximen más o menos a este modelo. Esto implica añadir un nuevo enfoque historiográfico, de modo que las poéticas que antes quedaban en los márgenes estén ahora en el centro, lo que no excluye ningún tipo de teatro, sino una reorganización, que no deja de ser complementaria con otros esquemas historiográficos.

Por su condición de práctica teatral, el teatro posdramático no delimita tampoco una poética dramática, sino el tipo de tratamiento escénico con el que va a funcionar ese posible texto. Este puede responder a estilos muy diversos, aunque hay algunas dramaturgias que son especialmente adecuadas para su inserción en el teatro posdramático por el grado de resistencia que van a ofrecer a la propia representación; consiste en textos fragmentarios, donde no se finge una situación de comunicación, de ahí que no abunden los diálogos realistas, sin personajes ni acciones claramente definidos y a menudo con un fuerte tono poético. Uno de los ejemplos paradigmáticos podría ser la obra de Heiner Müller a partir de los años setenta; aunque estos son rasgos generales que se pueden concretar en poéticas muy distintas. Es posible, no obstante, aplicarle un tratamiento posdramático a un texto clásico, y viceversa, tomar un texto dramático fragmentario, poético y carente de una acción definida, e ilustrarlo escénicamente de manera representacional a través de una puesta en escena tradicional. Lo contradictorio sería aplicar una práctica teatral tradicional a un texto dramático que en sí mismo nos está hablando de la crisis, el cuestionamiento o los límites de la representación. Pensemos, por ejemplo, en la obra de Beckett: utilizar el escenario para representar un texto cuya crítica en tanto que construcción dramática apunta al propio fenómeno de la representación iría en contra de los intereses del texto. Un tratamiento coherente de ese texto obligaría a expresar desde los mismos mecanismos escénicos los límites del hecho de la representación. Es por esto que Kantor (1977: 277) afirma que nunca se ha llevado a Beckett a la escena: «Se representaba, por ejemplo, a Beckett, pero no ‘se hacía’ el teatro de Beckett».

El hecho de que no exista un texto posdramático característico puede parecer algo extemporáneo dentro de la tradición occidental; sin embargo, no es así. Muchos de los rasgos que permiten caracterizar una corriente dramática vienen configurados por las necesidades escénicas y el tratamiento teatral para el que cada texto estaba previsto. La diferencia con el teatro posdramático es que ya no consiste en un tratamiento representacional del texto, que se haga patente en este último por una serie de marcas, como el ritmo de los diálogos, el tipo de personajes, la construcción de los espacios, que luego serán proyectados representacionalmente en la escena. En el caso del teatro posdramático la escena no funciona como ilustración del texto, por lo cual este no tendrá las marcas representacionales que sí podemos detectar en otros textos pensados para prácticas escénicas distintas. Lo cual no quiere decir, como hemos apuntado arriba, que no sea posible definir ciertos procedimientos característicos de estos textos posdramáticos, pero se trata de una caracterización a nivel estructural que determina el funcionamiento de estos textos (incluso en su lectura) antes que una poética determinada. En última instancia, estos procedimientos posdramáticos, estrechamente relacionados con la revolución del lenguaje poético de la Modernidad, englobaría un amplio abanico de poéticas en géneros literarios diversos.

Para terminar de construir la escena posdramática hay que proyectar esta relación no representacional entre la palabra y la escena al resto de los materiales; con lo que se termina obteniendo un espacio abierto a una constelación de lenguajes sobre los que se construye un sistema de tensiones que funciona por relaciones de contraste, oposición o complementariedad. Esto tiene como resultado un efecto de fragmentación que cuestiona las ideas de unidad, totalidad, jerarquización o coherencia. Lo importante es que este sistema ya no puede entenderse como negación de un modelo anterior, que fue el discurso historiográfico durante las vanguardias para dar cuenta de los movimientos de renovación, sino como ejercicio de afirmación de unos materiales y prácticas escénicas que tienen un sentido que no se agota en un gesto de rechazo. Es por esto que ya en los años ochenta el crítico francés Bernard Dort (1988) puede afirmar que la oposición entre texto y escena ha sido desplazada; ya no consiste en saber cuál de estos dos elementos terminará venciendo, porque estos se encuentran inmersos en un modelo distinto del espacio teatral, concebido como una dinámica de relaciones en movimiento entre una pluralidad de elementos heterogéneos cuya posible jerarquización no responde a estructuras binarias de subordinación en torno a un punto central que ha desaparecido:

Leur rapport, comme les relations entre les composantes de la scène, peut même ne plus être pensé en termes d´union ou de subordination. C´est une compétition qui a lieu, c´est une contradition qui se déploie devant nous, spectateurs. La théâtralité, alors, n´est plus seulement cette «épaisseur de signes» dont parlait Roland Barthes. Elle est aussi le déplacement de ces signes, leur impossible conjonction, leur confrontations sous le regard du spectateur de cette représentation émancipée (183).

Y pasando al campo de la creación no es otra la reflexión de Heiner Müller acerca del tratamiento que Robert Wilson hizo de sus textos, lo que ha dado lugar a algunos de los montajes paradigmáticos de este modelo teatral. El autor de Hamletmaschine insiste en considerar esta práctica escénica como un ejercicio de afirmación —y no de negación— de la materialidad propia de cada uno de los lenguajes, señalando la dimensión política implícita en este planteamiento: «Pienso que el teatro se hace más vivo cuando un elemento cuestiona siempre al otro. El movimiento pone en cuestionamiento la inmovilidad, y la inmovilidad al movimiento. El texto cuestiona el silencio, y el silencio al texto; esta es ciertamente la importante función política del teatro. Independientemente de posiciones ideológicas o algo así» (en Ackerman, 1999: 93).[1] Es por esto que son, paradójicamente, los textos que ofrecen mayor resistencia a su representación —y no aquellos que más fácilmente se dejan representar— los que en principio resultan más aptos para el teatro posdramático por el propio funcionamiento de este como sistema de oposiciones y resistencias.

A diferencia de lo que ocurría en las vanguardias, este teatro ya no tiene como estadio de llegada el cuestionamiento de un modelo de representación unitario y con ello la denuncia de los límites del sentido lógico, de la verdad o las abstracciones racionalistas, sino que este estadio se adopta ya como punto de partida previo, es un estado de cosas que se asume desde el comienzo. El acto de la representación, en tensión con el cual se va a construir la obra teatral, adquiere un carácter contradictorio que se acepta como condición sine qua non de la propia representación. El cuestionamiento de la representación debe estar implícito en todo acto de representación, pues este ya ha perdido el beneficio de la inocencia en una cultura de los medios especializada en la construcción de representaciones. Esta no puede funcionar en la escena si no es desde su constante problematización, desequilibrio, fragmentación, desplazamiento; en otras palabras, parafraseando a Lyotard (1988: 129), diríamos que para hacer visible que hay algo que es representable —y por exclusión que hay algo que no va a ser representable o que se resiste a su representación— es necesario martirizar la representación, llevándola a sus límites. Para realizar esto la escena ha desarrollado múltiples estrategias que definen unas y otras poéticas, pero en la base de todas se sitúa un eje fundamental de tensiones entre el polo de la representación, sostenido por el plano ficcional que descansa a menudo sobre el texto, y el polo de la presentación, o dicho a la inversa: entre la materialidad física y concreta de todo lo que ocurre en la escena y el posible sentido ulterior que esto pueda tener, el significado último que legitime lo que estamos viendo más allá de su inmediatez como acontecimiento. El lugar del sentido queda como un interrogante, una posibilidad no resuelta, el espacio de un vacío en el que finalmente se termina haciendo visible la escena (de la representación) que es el teatro. De ahí que Dort (1988) insista en que, más allá de aquella definición primera que ofreciera Barthes de la teatralidad, la vocación misma del teatro es «non de figurer un texte ou d´organiser un spectacle, mais d´être une critique en acte de la signification. Le jeu y retrouve tout son pouvoir. Autant que constrution, la théâtralité est interrogation du sens» (184). En torno a ese trabajo sobre la presencia escénica como práctica de cuestionamiento, el teatro posdramático se centra en una serie de elementos esenciales al hecho teatral, pero que bajo determinados modelos de creación podían haber quedado disimulados. De este modo, en función de las presencias escénicas como motor fundamental de esta dinámica de resistencias y tensiones se acentúa la dimensión performativa, el trabajo con la materialidad de los lenguajes, empezando por el propio cuerpo físico del actor, el sentido procesual de la obra, su carácter de inmediatez, la comunicación sensorial con el público y el sentido de colectividad, de encuentro y acontecimiento del hecho escénico, que son los aspectos que servirán de guía a lo largo de este ensayo.

Con los antecedentes históricos que se suceden desde finales del siglo XIX, este modelo teatral se consolida a partir de los años setenta, pasados los últimos coletazos del ambiente cultural y político de las vanguardias durante los sesenta, y en algunos casos surgiendo de este mismo contexto. No obstante, la difusión del teatro posdramático está invevitablemente ligada a los avatares históricos de cada país o marco cultural, por lo que no es posible fijar una fecha exacta. Así, en algunos casos, como en Estados Unidos, se alimenta del ambiente de efervescencia que vive la danza, las artes plásticas y el cine experimental durante los años cincuenta y sesenta, sin lo cual no se podría entender la aparición de Robert Wilson o Richard Foreman. En el caso de España habría que esperar la Transición Política para asistir al desarrollo de poéticas formalmente muy diversas, pero que exigen un acercamiento teórico distinto a un teatro que ya no tiene como eje de ordenación el texto dramático. En Bélgica podemos destacar los años ochenta como un período de renovación que será liderado por nombres como Jan Fabre o Jan Lauwers; igualmente en Argentina habría que esperar al fin de la dictadura militar en 1982 para asistir al progresivo desarrollo de nuevos posicionamientos frente a la creación teatral, protagonizado por nombres como Daniel Veronese, uno de los fundadores de El Periférico de Objetos, o Ricardo Bartís. Como hemos adelantado, no en todos los casos las obras de estos creadores y otros del contexto español que iremos revisando a continuación responden enteramente al planteamiento aquí esbozado, pero sí es posible acercarse a ellos desde estos enfoques para discutir su novedad o especificidad escénica, teniendo en cuenta que lo importante no es la inclusión en un grupo u otro (sobre todo en un momento de la historia que ya no funciona a base de movimientos generacionales y escuelas), sino la posibilidad de establecer un diálogo entre mundos escénicos distintos que, no obstante, se dejan entender como una reacción coherente a un contexto cultural común.

Centrándonos en la escena española, en torno a los años ochenta se consolidan o inician diferentes creadores y grupos, como La Fura dels Baus, que viene ya de los setenta, Esteve Grasset con Arena Teatro, Ricardo Iniesta al frente de Atalaya, La Zaranda o, solapándose ya con el movimiento de vanguardia de los sesenta, La Cuadra, opciones teatrales que pueden y deben estudiarse en paralelo al contexto escénico de Occidente (Sánchez, 1994). Estos creadores optan por la construcción de mundos ficcionales unitarios desde un punto de vista poético, aunque internamente operan con estrategias que abren dentro de estos mundos algún tipo de límite o resistencia al propio sentido de la representación. En la mayoría de los casos es a través del trabajo con la materialidad de los lenguajes que estas construcciones se ven confrontadas con una realidad que adquiere y en muchos casos ostenta un exceso de presencia emancipado de su función representacional. Este grado de emancipación de los materiales escénicos hace posible que entre los distintos planos se establezcan relaciones que ya no son de ilustración o complementariedad lógica, sino más bien de oposición, choque o yuxtaposición alógica, lo que va a producir un efecto de fragmentación sobre la superficie representacional de la obra. Junto a un intenso componente sensorial, expresado tanto a través del cuerpo como de la voz, se introduce una dimensión performativa, enfatizada a menudo con la introducción de máquinas que funcionan en escena. Algunos de estos procedimientos son llevados al extremo por La Cuadra o La Fura dels Baus, aunque los primeros en un tono ritual y esteticista, frente al violento primitivismo de los segundos.

Un grado mayor de complejidad estructural se alcanza cuando no solo se hace visible la escena por su carácter físico y sensorial, sino también como sistema de funcionamiento o mecanismo; así, por ejemplo, en las obras de Esteve Grasset, donde un minucioso trabajo de repeticiones y variaciones con las palabras, movimientos, gestos, sonidos e imágenes, convierte la escena en una especie de maquinaria de relojería, que termina manifestándose en alas de un ritmo poderoso, girando sobre sí misma como desafío a la posibilidad de un sentido lógico. La obra de Wilson o Foreman constituyen ejemplos de un tipo de estructuración escénica que queda finalmente gobernado por un ritmo que nace desde dentro y que se impone como única guía de construcción. Las frases dichas una y otra vez, con diferentes ritmos e intensidades, encarnadas a menudo por la voz grave de Enrique Martínez, en las obras de Esteve Grasset aluden a un movimiento que vuelve inevitablemente sobre sí mismo: «Volver siempre sobre el mismo punto», se dice en Extrarradios, o en Fenómenos atmosféricos: «Pasar. Pasar el qué. Seguir adelante. Seguir en el mismo sitio».

En una poética distinta se sitúa La Zaranda, pero recurriendo igualmente a un trabajo de repeticiones, en torno ahora a unas imágenes polvorientas, movimientos y voces desgarradas, que parecen convocadas por la memoria colectiva del tiempo, lo que crea cierto paralelismo con la obra de Tadeusz Kantor. Tanto en la línea más introspectiva de Esteve Grasset, donde el funcionamiento de la escena remite a procedimientos mentales del inconsciente, como en la proyección más social del segundo, el teatro se construye como un espacio del después de, un tiempo suspendido al que llegan elementos del pasado, un teatro de la memoria que despliega sus recursos de honda raíz escénica, como el juego con las repeticiones, de carácter obsesivo, para hacer visible en su dimensión performativa los extraños movimientos de las ideas, deseos, imágenes del pasado, miedos. Finalmente, la escena termina apelando a una suerte de vacío, dejando al descubierto un no-lugar, agujeros negros de la memoria, los límites de la razón y el pensamiento lógico, que chocan con la posibilidad de la representación, la posibilidad de construir un mundo que esté más allá de la concreción inmediata y material de esas voces, acciones y movimientos, repetidos una y otra vez. A esta escena llegan los restos del pasado, retazos de esa gran representación que es la historia, la subjetividad, los discursos sociales o morales, que se van agrietando, anquilosados en su eterno repetirse, puestos en escena como en una enigmática alegoría barroca, siguiendo el pensamiento de Walter Benjamin (Cornago Bernal 2001b). La única posibilidad del teatro, de la representación, de la acción y el movimiento (escénico) parece crecer sobre su propia negación como realidad en profundidad para refugiarse —pero también afirmarse— en ese espacio inmediato de la repetición que tiene el espectador delante, a modo de estrategias de superficie cuyo sentido imposible solo deja espacio para una profundo sensación de desolación y vacío en ese tiempo del después de al que llegan esa voces y discursos: «¡Que me den mi sitio!, ¡Y yo lo que quiero es que me den mi sitio! […] ¡Vámono, Migué!… ¡Migué, vámono!… Vámono» (Lazaranda, 1996: 22).

A través del trabajo con los componentes materiales y físicos se busca el acercamiento de la escena al espectador, hacerla más inmediata sensorialmente hasta (re)presentarla como un espacio de acontecimientos a lo largo de esa especie de superficie plana, como una cinta de Moebius, en la que se convierte la escena. Cada lenguaje debe suceder en escena, irrumpir como un accidente aquí y ahora: acontecen las palabras, los sonidos o los movimientos, como si fueran Fenómenos atmosféricos, retomando el título de la obra de Esteve Grasset, haciéndose reales en su inmediatez física más allá de su posible construcción como representación. Este nivel de la representación se enfrenta así al plano de la realidad escénica, como dos mundos que se cuestionan desde la necesidad de un sentido, de una unidad lógica, preguntándose el motivo de esa perversa —como decía Bartís— rebelión de las formas, su autonomía física y material; mientras estas interrogan la posibilidad del sentido para denunciarlo como un ejercicio de imposición desde una instancia exterior al universo físico de la escena.

Respondiendo al creciente conservadurismo ideológico de los años noventa, este modelo teatral evoluciona hacia estrategias más radicales en cuanto a su desvestimiento poético y frontalidad comunicativa, buscando un teatro político más explícito. Con un mayor grado de fragmentación, ya no se construye un mundo onírico o poéticamente lejano, sino que se levanta sobre reflexiones y referencias concretas al mundo del espectador, asimilándose a una suerte de teatro de la experiencia. Resulta interesante en este sentido la evolución de creadores como Carlos Marquerie, Rodrigo García u Oskar Gómez desde sus primeros trabajos marcados por un cierto hermetismo poético hasta sus propuestas ya en la segunda mitad de los noventa. En Matando horas, de Rodrigo García, se asiste todavía a una propuesta estilizada, de tono casi onírico, sobre la que crece un universo poético autónomo, cerrado en sí mismo. Un recorrido paralelo puede seguirse desde los años de La esclusa, de Oskar Gómez, o La Divina Comedia. I. El infierno y Ribera despojada. Medea Material. Paisaje con Argonautas, de Carlos Marquerie. Posteriormente, estos autores, junto a otros como Sara Molina, Antonio Fernández Lera, Roger Bernat, Marta Galán, Carlos Fernández o colectivos como Matarile, y dentro de una poética diversa, Atra Bilis, bajo la dirección de Angélica Liddell, van a mirar de forma directa al público, para construir sus obras sobre ese espacio fronterizo que marca el encuentro entre la escena y el espectador, otra suerte de límite o resistencia desde los que se va a cuestionar el hecho de la representación. En este contexto, algunas poéticas, como las de Oskar Gómez o Matarile, aunque en direcciones diversas, encuentran en el modelo del cabaret, el café-teatro o el circo un esquema que ofrece, como sucediera en las vanguardias, una amplia flexibilidad estructural, abriendo las posibilidades de un diálogo directo con el espectador. Esta confrontación con el público, quien se hace a su vez más presente en escena, satisface la necesidad de hacer un teatro políticamente más explícito y socialmente más comprometido.

Son diversas las estrategias de teatralidad para conducir la representación hacia determinadas zonas de resistencia donde esta se hace visible al quedar de algún modo desequilibrada. Uno de los recursos más socorridos es instalar algún tipo de comportamiento excesivo que se acelera hasta llegar a un punto álgido de tensión, lo que suele coincidir con un creciente nivel de caos. Así, por ejemplo, en un plano formal, esos juegos de repeticiones y variaciones casi matemáticas sobre las mismas palabras y movimientos en un ritmo de aceleración y deceleración en las obras de Esteve Grasset o, en un registro material más cercano, los trabajos posteriores de Oskar Gómez a partir de textos de Anton Reixa, Rodrigo García o Robert Filliou y su «sintaxis de un cerebro magullado»; en un plano temático, las reflexiones y relatos anecdóticos, a menudo de carácter paradójico, que articulan las obras de Carlos Marquerie y el mismo Rodrigo García, en torno al deseo, la crueldad y la muerte, el poder, la inocencia, la violencia o el sexo, es decir, espacios liminales con un efecto de desestabilización en el individuo, sujeto y objeto de la representación, tienen igualmente una función de llevar la representación hacia un estadio límite, cercana a su disolución en el caos, afín también a los «apocalipsis cotidianos» de Oskar Gómez. Es entonces cuando el propio lenguaje verbal deja también de «ser representativo para tender —como explican Deleuze y Guattari (1975: 33)— hacia sus extremos o sus límites». De este modo, se hace pasar la obra por un mecanismo de desestabilización, en paralelo a un violento trabajo con el cuerpo, que busca la apertura de un espacio de intensidades, lo que exige un movimiento hacia los márgenes del espacio consensuado y convencional de la representación, tanto a nivel físico como lógico. Así se consigue crear un espacio otro de (re)presentación que solo puede hacerse visible de manera performativa, es decir, como acción en proceso, como acontecimiento y presencia inmediata, no solo un espacio de negación, sino sobre todo y en primer lugar de afirmación de unas intensidades expresadas de modo sensorial antes que intelectual, ejercicio de afirmación que, como explica Lyotard (1981: 299), posee una dimensión transgresora y política en la medida en que irrumpe en la construcción de una representación que está en la base de toda práctica de poder: «‘Pulsión de muerte’; no porque busque la muerte, sino porque es afirmación parcial, singular, y subversión de totalidades aparentes (el Ego, la Sociedad) en el instante de la afirmación. Toda elevada emoción es efecto de la muerte, disolución de lo acabado, de lo histórico». Esta emancipación de las formas convierte el escenario en algo inmediato y material, todo empieza y acaba ahí mismo, frente al espectador, saboteando cualquier posibilidad de un sentido trascendental que desplace la obra hacia un mundo de ficción, abstracciones y esencias. Estas estrategias de superficie ponen al descubierto los intereses que sostienen los discursos en profundidad. Así, el propio lenguaje, a través de la paradoja, renuncia a su capacidad trascedental para quedarse en la superficie de su enunciación:

La paradoja surge como destitución de la profundidad, extensión de los acontecimientos en la superficie, despliegue del lenguaje a lo largo de este límite. […] Se diría que la antigua profundidad se ha desplegado, extendido, ha devenido anchura. […] Por consiguiente, no hay aventuras de Alicia, sino una aventura: su ascenso a la superficie, su desaprobación de la falsa profundidad, su descubrimiento de que todo pasa en la frontera ( Deleuze, 1969: 19, 20).

El conflicto teatral ya no se desarrolla en un nivel ficcional, construido, por ejemplo, sobre la oposición de un personaje contra otro, un conflicto dramático que Deleuze en su ensayo sobre Carmelo Bene (Deleuze 1979: 122) denomina como «productos», conflictos ya «normalisés, codifiés, institutionalisées», que se dejan representar más fácilmente en la medida en que ya están representados, construidos y preparados para su consumo como conflicto. A esto se refiere Rodrigo García cuando defiende una concepción del conflicto como fuerza que crea un movimiento real, capaz de generar un dinamismo que convierte la escena en un espacio de inestabilidades y contradicciones no mediatizadas por la re-presentación, y que se concretan físicamente en un intento por parte del cuerpo de superar la condición de imagen (Sánchez, 2002):

Si conflicto es la relación de una persona que quiere o dice algo con otra que quiere o dice lo contrario, si esa simplificación de la vida, del pensamiento, del corazón y las relaciones y la sexualidad es el conflicto, espero que en mis obras escritas en el papel y escritas en el escenario no exista. Si por conflicto (teatral) entendemos cierto proceso (teatral) que pone a una persona o varias personas en movimiento, ya sea físico, ya sea simplemente un traqueteo mental-verbal… esta zona empiezo a reconocerla como familiar (García, 2000: 17).

A través de estas estrategias performativas la escena recupera la posibilidad de crear un efecto de presencia, de realidad inmediata y previa a los procesos de intelectualización y abstracción que tratarán de conferirle un significado predeterminado. A esto se refiere Oskar Gómez cuando dice que en su obra «No hay que entender nada es un teatro de presente, de presente de la acción escénica, lo que ocurre en el escenario, y el tiempo es el tiempo del escenario frente al espectador». Conseguir expresar una presencia en un espacio de re-presentación por excelencia, como es el teatro; en eso consiste el tour de force del teatro posdramático (Cornago Bernal 2001b). Estas presencias se han de manifestar, por tanto, como acontecimientos en el espacio, apelando a un nivel de comunicación sensorial, emocional y físico. Este principio performativo convierte la propia palabra en un acontecimiento más, el acto de la enunciación en el aquí y ahora de la escena. La necesidad de una comunicación directa en los años noventa hizo que proliferase la utilización de micrófonos en este tipo de obras, lo que hace más explícita la situación de comunicación con el público, acentuada por la frontalidad que a menudo acompaña el uso de micrófonos. Llevando esto al extremo, Sara Molina emplea altavoces para dirigirse al público en Tres disparos, dos leones. A este respecto, insiste Rodrigo García (2000: 18) en el aspecto performativo que debe tener la enunciación, en la necesidad de crear un momento, una atmósfera, por encima del contenido, a menudo trivial o anecdótico, de estos textos: «Yo no quiero que escuchen esos textos, quiero que entren en ese momento, en una dimensión poco acostumbrada: hay un actor que habla naturalmente de cosas poco teatrales… ese es el efecto teatral. […] el hallazgo está en ofrecer un lugar a ese acontecimiento».

El trabajo con los niveles físicos y sensoriales resalta el sentido de una presencia inmediata, que llega a revelarse como una suerte de paradoja sobre la que el sentido queda en suspenso. En El rey de los animales es idiota se alude a esta situación ya desde el comienzo, a la necesidad de llenar un espacio y un tiempo, de estar ahí simplemente haciendo cualquier cosa, donde lo importante ya no es el qué sino el cómo, ese carácter procesual y performativo del estar-haciendo: «A mí lo único que me satisface es ocupar mi tiempo. Ocuparlo sin más […] Yo ocupado en cada instante, sin más, al cien por cien, mi momento, vivir en su duración, sin querer que sea más largo o más corto […] hacer, hacer y hacer, hacer cosas y la jodida sensación de las manos gordas intentando frenar el tiempo no me abandona», dice uno de los actores (Marquerie 2001: 4). En una estética ceremonial, Angélica Liddell opone también una resistencia performativa al plano ficcional, desarrollado a través de la narración dramática. Sin buscar una ilustración directa de estos, el plano performativo es enfatizado por unos comportamientos ritualizados, que proyectan la escena hacia el público. Este se hace presente al sentirse agredido por la violencia sensorial de esas perversas ceremonias escénicas realizadas cuidadosamente para deleite de sus miradas, ahí presentes, ocultos en el anonimato de una oscuridad que la propia obra hace parecer vergonzante.

A todo ello contribuye una concepción del espacio que ya no está pensado de forma pictórica desde una única perspectiva central —la mirada real en el teatro clásico— que ordene todos sus elementos, sino que el espacio se entiende desde la multiplicidad, la simultaneidad de acciones y la fragmentación, acercándose más a la idea de un paisaje, propuesta por Gertrude Stein y recogida por Wilson, en el que ocurren diferentes acciones al mismo tiempo, poblado por presencias que afirman su condición de tales en la medida en que escapan a una organización jerarquizadora impuesta desde la lógica. Se realizan a menudo varias acciones al mismo tiempo, hasta el punto de que resulta imposible seguirlas a la vez o llegar a escuchar lo que se está diciendo, por el efecto de superposición de las voces. La obra crece desde sus márgenes, a base de acciones intrascendentes, casi triviales, invocando la idea de estupidez o lo ridículo; acciones que parecieran escapar a lo previsto, a la lectura que todo ello pudiera tener desde el punto final de una trama inexistente. En el corazón de la representación, que es el espacio teatral, se abre un hiato, un vacío o espacio de suspensión desde el que crece la representación bajo el modo de la dispersión. A este «teatro multiplicado, poliescénico, simultaneado, fragmentado en escenas que se ignoran y se hacen señales, y en el que sin representar nada (copiar, imitar) danzan máscaras, gritan cuerpos, gesticulan manos y dedos» se refiere Foucault (y Deleuze 1970: 15) para explicar el pensamiento característico de la Modernidad última inaugurada por Nietzsche, una Modernidad que ya no busca la reconstrucción dialéctica y unitaria propuesta por la escena hegeliana (el teatro de las ideas), sino que se construye en defensa de una diferencia que no sea neutralizada por un movimiento de síntesis, «un pensamiento que diga sí a la divergencia; un pensamiento afirmativo cuyo instrumento sea la disyunción; un pensamiento de lo múltiple — de la multiplicidad dispersa y nómada que no limita ni reagrupa» (33); el propio acontecimiento convertido en espectáculo gracias al efecto de la repetición, el teatro de la diferencia pura, de la repetición y el movimiento real que no se agota en la ficción de una representación o la búsqueda de un sentido.

Finalmente, la escena posdramática se cierra sobre la condición procesual que funda todo acto de representación. La dimensión performativa, la presencia como un continuo hacerse ahí y ahora, los juegos de repeticiones, esa necesidad de llenar el espacio con acciones degradadas —utilizando la terminología de Kantor—, la simultaneidad y la fragmentación enfatizan el carácter procesual de un tipo de teatro que se afirma en oposición a todo aquello que puede ser entendido como resultado fijo o producto acabado, ya representado. Esta es la idea inicial que late en la conflictiva relación de este teatro con esa entidad siempre acabada que es todo texto en cuanto producto. Este efecto de que en la obra todo debe estar en proceso, en un continuo hacerse o llegar a ser, pero sin serlo nunca, un constante tratar de escapar de lo ya hecho, concluso o perfecto, termina afectando necesariamente al propio modo de construcción de la obra que lucha por conservar esta condición procesual, espontánea y abierta, todavía viva y patente en los ensayos. La obra de teatro va a reivindicar esa condición siempre incompleta que tiene lo que está sujeto a modificaciones en la medida en que solo vive en el acto inestable de cada representación. La presencia del director en la obra, que Kantor convirtió en un icono del teatro moderno, subraya esta cualidad procesual que se hace manifiesta ahora, naciendo desde el corazón mismo de la representación. Sara Molina convierte estos aspectos en principios estructurales de sus obras. Ella misma interviene en Mónadas, levantándose desde la primera fila de butacas para corregir algunas escenas. Igualmente, en Tres disparos, dos leones dedica una larga escena a parodiar en tono circense la idea de resultado como acción acabada, consumación, apoteosis, triunfo o número espectacular/televisivo, que termina desviando la atención de la propia acción como proceso real y político. Pero la mirada del director de escena, observando atentamente cada movimiento, cada detalle, remite también a un medido ejercicio de escritura, que no por ello deja de estar abierto a continuas modificaciones, a ese quererse antes ensayo que resultado. Tras la dimensión procesual se esconde, en última instancia, la defensa de lo efímero, de una verdad (escénica) que define lo teatral, la única verdad que puede poseer, la de su realidad como acción en proceso, su condición transitoria, como la propia vida.

En el programa de mano de 2004 (tres retratos, tres paisajes y dos naturalezas muertas), Marquerie se plantea una pregunta común a toda la escena posdramática: «¿Cómo hacer espectáculo cuando andamos saciados de la política-espectáculo, de la publicidad-espectáculo, de la cultura-espectáculo, de la espectacularización de la vida?» En su necesidad de pensar el hecho de la representación, el teatro posdramático, que no deja de ser una reflexión sobre el propio teatro, se alza como una defensa a ultranza de esta inmediatez y sentido colectivo que caracteriza el ámbito teatral y que solo puede ser captada desde su ser, no ya como proceso, sino para el proceso. La actitud de normalidad de los actores en la escena, su estar-ahí a menudo durante todo el transcurso, incluso cuando no les toca actuar, conviviendo en escena, más allá de la realización concreta de su papel, les hace adquirir una vocación de actuación antes que de interpretación, de salir a hacer algo, lo que transforma la escena en un espacio de operaciones. Desde este tono de colectividad y encuentro, la presencia del espectador se resalta una vez más como un elemento fundamental de la política del teatro. Este carácter de convivio está profundamente ligado a la dimensión procesual del teatro (Dubatti, 2003), al proceso que se despliega a través de las relaciones de unos con otros y que solo existen en el aquí y ahora de su ocurrencia física. El teatro posdramático nos está hablando finalmente de una experiencia, de una experiencia emocional que entra a través de los sentidos, de manera inmediata, y que solo se hace posible mediante el acto de compartir un espacio y un tiempo, un acto que se extiende en el tiempo de la inevitable representación que no puede dejar de ser el teatro —como la propia vida de la que es imagen— por más que se resista a ello.

A pesar de todo, el teatro posdramático no pierde, sin embargo, su carácter de artificio y escritura, es decir, un fenómeno que implica una minuciosa medición de una serie de factores, como son el movimiento, la declamación y el tono de voz, la gestualidad, la interrelación con los sonidos o las imágenes y un largo etcétera de variables. La escritura del teatro remite, no obstante, a una contradicción más entre dos términos que apuntan en sentidos distintos: la escritura apela a una textualidad, un ejercicio de fijación y conservación, y el teatro a algo efímero que solo existe mientras se está haciendo. Teniendo en cuenta este juego de contrarios, diferencia Barthes el texto que nace para ser leído del texto que no quiere dejar de ser escritura material y performativa. El teórico francés pensó la literatura y el fenómeno de la representación que subyace a esta desde sus límites y utopías, desde sus resistencias. Desde esta perspectiva, el teatro se alza en el horizonte artístico de la Modernidad como la utopía por excelencia de la palabra poética, tratando de escapar del papel para convertirse en algo real y efímero, como un puro acontecimiento. No es de extrañar, por tanto, que Barthes se refiera al «texte escriptible» en unos términos que podrían servir para definir la escritura teatral, seguramente el único tipo real y no figurado de «texte scriptible», un texto espacial que intensifica su fundamento procesual, performativo y colectivo para escapar a cualquier sistema de sentido que trate de encerrarlo bajo una unidad, totalidad jerarquizadora o discurso previamente fijado, para transformarlo en una estructura pretérita, inmóvil y muerta:

Le texte scriptible est un présent perpétuel, sur lequel ne peut se poser aucune parole conséquente (qui le transformerait, fatalement, en passé); le texte scriptible, c´est nous en train d´écrire, avant que le jeu infini du monde (le monde comme jeu) ne soit traversé, coupé, arrêté, plastifié par quelque système singulier (Idéologie, Genre, Critique) qui en rabatte sur la pluralité des entrées, l´ouverture des réseaux, l´infini des langages (Barthes, 1970: 11).

Notas

  • [1] «Ich meine, Theater wird ja erst dadurch lebendig, dass ein Element immer das andere in Frage stellt. Die Bewegung stellt den Stillstand in Frage und der Stillstand die Bewegung. Der Text stellt das Schweigen in Frage, und das Schweige stellt den Text in Frage, das ist auch wohl die wichtige politische Funktion von Theater. Unabhängig von ideologischen Besetzungen oder so.»