A su regreso de París en 1910, Ramón Gómez de la Serna escribió una serie de danzas y pantomimas. Lo hizo bajo el efecto que le habían producido las actuaciones de Colette Willy o la Polaire. En La bailarina, Ramón mostraba su fascinación por las posibilidades expresivas de ese lenguaje sin palabras, tanto como su desconcierto por la lejanía y la extrañeza de esos cuerpos artificiales y solitarios.

La bailarina -escribió- es la mujer dada en el aire, en el aparte, frente por frente, liberada, en su carne. Y entiéndase bien esto. La carne de la mujer es como un traje hechura de sastre, hechura del hombre, y así sólo frente a la bailarina es cuando me he visto más lejos de la mujer del hombre, y más sólo con la mujer de la mujer, corista de su traje de sastre. ¡Qué sola es la mirada, el ademán y la vida en una bailarina pantomímica! (Gómez de la Serna, 1995: 482)

En el caso de La bailarina era la levedad lo que fascinaba a Ramón, una levedad física que sustituía a la elevación espiritual: la mujer en escena se convertía entonces en diosa (o ninfa) efímera de un mundo inmanente. En Las danzas de la pasión, en cambio, la bailarina revelaba la dimensión pasional y sexual, y aparecía entonces como “espíritu de la Tierra”: en su “postrera desnudez” esa mujer parecía salvarse “a sus sentimentalismos y a sus intestinos”.

Jugando con el cuerpo por entero, en sus fisuras más recónditas, se salva también el alma. Porque ¿en qué sitio -se preguntaba Ramón- está el alma si todo el hueco interior se ha abastecido de danza y se ha mostrado a tacto del hálito de la música material, cubicándose sin error de diferencia ninguno?… (Ibíd. : 552)

Llevado por la admiración, Ramón practicaba, no obstante, la reducción a imagen física de la mujer, que no acertaba a conciliar con su alma. Precisamente porque por medio de la danza la mujer podía expresar todo su ser, precisamente porque su cuerpo reducido a imagen producía inocentemente un discurso, era posible para el escritor planear nada inocentemente un texto verbal en el que se proponían argumentos para las danzas irreflexivas de su personaje / modelo.

El tema de La bailarina no es muy distinto al que motivó las primeras piezas escénicas visuales de Kokoschka o Schönberg: la conversión de la levedad en liviandad, la falsedad de un amor aparentemente puro y la caída en la pasión interesada. En la de Ramón, la bailarina y el barítono aparecen caracterizados como Hamlet y Ofelia: disfrazándose de Ofelia, la mujer trata de ganar el favor de Hamlet, pero su resistencia la empuja en brazos del empresario; al final de la pieza, el traje de la bailarina queda abandonado en un rincón del escenario: toda la fascinante levedad, reducida a una diminuta cobertura blanca.[1]

Obsesionado por Hamlet, con quien llegó a identificarse, Gordon Craig trató también en vano de atrapar el ser de la mujer en su imagen, no con palabras, en este caso, sino por medio de dibujos. Pensando en su teatro del futuro, hacia 1903 inició el proyecto de capturar los distintos ambientes que los cambios de luz producían en un determinado espacio y confrontarlos con el cuerpo. El cuerpo lo ponía Elena Meo, su mujer, quien por la mañana temprano, al atardecer o por la noche, acompañaba a Craig y, siguiendo sus instrucciones, descendía una y otra vez las escaleras del duque de York, en the Mall. Craig dibujaba el cuerpo de Elena sobre las escaleras, desplazándose sobre ellas a veces con rapidez, a veces mayestáticamente, pero siempre con una luz distinta que afectaba a su imagen tanto como el movimiento. A veces, otras figuras se cruzaban en el cuadro, un niño, un hombre, o bien el suelo mojado por la lluvia provocaba reflejos excitantes que Craig trataba de reproducir sobre el papel.[2]

Dos años después, Craig dibujó en Berlín a Isadora Duncan. Trataba inútilmente de atrapar el movimiento en imágenes del mismo modo que había tratado de plasmar dos años antes los ambientes. El cuerpo de Duncan se le resistía: aunque producía constantemente imágenes, su traducción plástica reflejaba muy pobremente la emoción y la belleza que transmitían las danzas. Y es que éstas habían surgido, en efecto, como una reacción contra la violencia de la imagen sobre el cuerpo, contra la monstruosidad de los cuerpos de las bailarinas clásicas, forzadas a colocar su cuerpo en la imagen previamente diseñada. Difícilmente su ejecutora iba a prestarse a una nueva colocación.

Huyendo de lo monstruoso del ballet, Duncan había retornado a la naturaleza, al movimiento libre, espontáneo, orgánico. Que en este retorno el cuerpo produjera imágenes no era contrario al objetivo, pero tales imágenes corporales debían permanecer muy cerca de lo natural, de lo fluido, tanto como las imágenes que había estudiado en los vasos griegos del Louvre y el British Museum. Sólo en la reproducción de lo natural podía el cuerpo aceptar su conversión en imagen, una imagen que entonces representaba lo ideal.

La concepción del cuerpo liberado por parte de Duncan y otras bailarinas contemporáneas era muy distinta a la que producía la imagen de ese cuerpo en sus receptores. Lo que a Craig le interesaba era indudablemente la imagen de aquel cuerpo, no la carga pasional-sentimental asociada a él; lo que le interesaba era su fisicidad, no su organicidad. Por ello en paralelo a su relación con Duncan, Craig maduraba sus ideas sobre la supermarioneta y la supresión del actor: no negaba el cuerpo, simplemente no soportaba que ese cuerpo tuviera una mirada propia, que en el interior de la escena surgieran otras miradas distintas a la mirada del director-creador. (Craig, 1985: 199)

La liberación de la tensión sexual permitió a Appia llegar más lejos que Craig en sus reflexiones sobre el cuerpo del actor. Le ayudó sin duda su colaboración con Jaques-Dalcroze, convencido de las virtudes de la euritmia no sólo para el desarrollo técnico de los músicos y los bailarines, sino para el desarrollo integral de la persona. En el pensamiento de Appia y Jaques-Dalcroze, el cuerpo rítmico aparecía como lugar de encuentro entre lo material y lo espiritual: sometido a las leyes de la rítmica, trascendía las resistencias de lo orgánico y se convertía en caja de resonancia de lo espiritual. Lo que el espacio escénico debía garantizar entonces era que tal resonancia producida en el cuerpo se ampliara a la totalidad del teatro. Convertidos el cuerpo y el ritmo en centro del trabajo teatral, Appia no reparó en afirmar que “ser artista significa, ante todo, no tener vergüenza del propio cuerpo, sino amarlo en todos los cuerpos, el propio incluido” (Appia, 1921: 384).

Ramón amó sin duda los cuerpos, y él mismo no vaciló en actuar maquillado, disfrazado o vestido de sí mismo en pequeñas acciones, representaciones o películas. En España, por otra parte, fue uno de los primeros en apostar por un teatro físico-visual, y su interés por la dimensión no verbal le llevó a jugar con las imágenes y los objetos tanto como con las palabras en obras como Los medios seres, La utopía o El lunático. Pero en ningún lugar se ocupó tanto del cuerpo como en sus textos sobre bailes. Ramón no vio bailar a Duncan. De haberlo hecho, probablemente habría encontrado el término medio entre la levedad de la bailarina pantomímica y la furia “selvática” de la bailarina del garrotín (una danza muy popular en esos años, que, según Ramón, divulgaba “el secreto de la mujer, todo lo que corre por ella y la inflama, todo lo que se alumbra cuando es más ígnea en su recinto cerrado y subterráneo…” (Gómez de la Serna, 1995: 551) Pero al garrotín, que, como las danzas negras que al mismo tiempo causaban furor en París, ofrecía la dimensión más sexual del cuerpo en movimiento, se contraponía también otro modelo de danza al que Ramón prestó atención: las danzas orientales.

Popularizadas por algunos espectáculos de los Ballets Rusos, las danzas orientales se extendieron por toda Europa tanto como las danzas de bailarinas desnudas, algunas de las cuales imitaban a Duncan (entre ellas Aurea de Sarrà y Josefina Cirerra Llop). La más conocida bailarina oriental española fue Tórtola Valencia, quien, al igual que sus colegas del resto de Europa, no trató de profundizar en ninguna técnica de danza, sino más bien apropiarse de un ambiente y de una estética exóticos que le servían para la creación de una “danza flemática que recuerda una noche estival”, una danza de los sentidos más que de la pasión, “una danza lacónica, como es lacónica la sensación envolvente de los campos”, y “una danza opulenta”, con un importante aparato escenográfico en el que colaboraron pintores como Zuloaga, Anglada Camarasa o Anselmo Miguel Nieto.

A Valle-Inclán le gustaba tanto o más que a Ramón esta artista de variedades, por sus limitadas pretensiones, por su concentración en lo físico y lo visual y por su renuncia a la palabra, que evitaba al dramaturgo el recuerdo de aquellos actores viciados “por un teatro de camilla casera”, a los que tanto odiaba por no haber sido capaces de encarnar e interpretar correctamente sus textos. Rivas Cherif, que acompañaba gustoso a Valle-Inclán en sus incursiones en los espectáculos populares, colaboró con Antonia Mercé “La Argentina”, que había estrenado en 1925 El amor brujo de Manuel de Falla, en espectáculos como El fandango de candil o El contrabandista, además de producir él mismo con su compañía experimental El Caracol algún espectáculo sin apoyatura dramática, como Despedida a Rubén, en el que se combinaba la poesía, la música y la danza.

Discípulo intelectual de Gordon Craig, Rivas Cherif no pudo dejar de advertir la posibilidad de interrelacionar las utopías escénicas del visionario inglés con las comedias imposibles de su amigo Valle-Inclán, ni el sueño de un teatro sin intérpretes humanos con el furibundo rechazo del dramaturgo hacia los histriones españoles. Las teorías de Gordon Craig sobre la Supermarioneta, sin embargo, no fueron interpretadas por Rivas Cherif como una propuesta de actuación convencional, al modo de Meyerhold y los constructivistas, sino como una reivindicación del género marionetesco en sí, que Rivas conectó con el modelo del bululú (espectáculo ejecutado por un solo intérprete con ayuda de muñecos) o con los títeres italianos. Y, efectivamente, cuando la compañía Teatro dei Piccoli, dirigida por Vitorio Prodeca y con la que colaboró Rivas Cherif, representó en España, Valle-Inclán declaró: “Ahora escribo teatro para muñecos. Es algo que he creado y que yo titulo “esperpentos”. Este teatro no es representable para actores, sino para muñecos, a la manera del Teatro dei Piccoli en Italia” (Valle-Inclán en Aznar, 1992: 76)

Al desterrar de la escena a los actores y sustituirlos por muñecos, Valle-Inclán se alineaba en cierto modo con aquellos que asociaron lo moderno a la ocultación de la figura humana. La sustitución de los actores por marionetas mecánicas en los espectáculos futuristas, las figuras fragmentadas por el diseño geométrico de los figurines y el efecto de la iluminación sobre ellos ideadas por Malévich para Victoria sobre el sol, de Kruchenyk (1913), los gigantescos empresarios diseñados por Picasso para la producción de los ballets rusos Parade (1917), o la integración del intérprete en la escenografía mediante la igualación de figurines y fondo escénico en La creación del mundo, diseñada por Fernand Léger para los Ballets Suecos en 1923 son relevantes ejemplos de ese nuevo interés por desterrar de la escena la figura humana, paralelo y no necesariamente contradictorio, con el interés de liberar al cuerpo de los tabúes que lo habían mantenido y rescatar su expresividad, incluso su desnudez.

Probablemente a Valle-Inclán le habría gustado contar con actores capaces de incorporar sus palabras, dar consistencia física a la plasticidad verbal de sus textos, y acompañar con sus cuerpos, con su gestualidad, el ejercicio de sus voces. “Si nuestro teatro tuviese el temblor de las fiestas de toros -sueña el personaje de don Estrafalario en Los cuernos de don Friolera-, sería magnífico”. Es decir, si fuera posible liberar a la escena de la antipatía y la frialdad resultante de la pobreza de la imagen y el movimiento, de unas voces sin cuerpo, de unos cuerpos sin pasión, el resultado sería una nueva forma de espectáculo al mismo tiempo artístico y popular.

Las corridas de toros no fueron precisamente el modelo seguido por los actores y directores expresionistas, pero sí intentaron al menos devolver a la escena la plasticidad y la corporalidad que el naturalismo en muchos casos había eliminado. El director alemán Felix Hollaender, sostenía, parafraseando a Appia, que el actor expresionista había perdido la vergüenza del cuerpo, y Felix Emmel, en El teatro extático, defendía la necesidad de “hablar con el cuerpo” y “moverse con las palabras” (Emmel, 1924: 41). El “actor patético” tenía que transmitir con su gesto aquello que el dramaturgo no había alcanzado a verbalizar, ya que las palabras resultaban insuficientes para la formulación de lo espiritual, algo sólo reservado a la conjunción del cuerpo y el ritmo. Pero el cuerpo expresionista no era sólo un cuerpo gestual, sino un cuerpo que trataba de ampliar su expresividad mediante maquillajes violentos, prótesis, máscaras y figurines que añadían tensión a las formas orgánicas.

La fortaleza del factor imagen en la época de las vanguardias históricas impidió que la revelación del cuerpo en el expresionismo (de Kokoschka a Reinhardt) o en los teatros de la nueva commedia dell’arte (Copeau, Meyerhold, Vajtangov) diera lugar al desarrollo de un teatro estrictamente centrado en la corporalidad. La tensión entre lo corporal y lo visual se resolvió en una opción por lo gestual que dominó gran parte de la creación escénica de los años veinte, y que afectó incluso a los creadores más preocupados por la palabra (el mismo Brecht elevó el gesto a categoría central del discurso escénico). De lo que se trataba era de hacer hablar visualmente al cuerpo, independientemente de que para ello hubiera que adiestrarlo y desnudarlo o bien constreñirlo y ocultarlo.

Un resumen depurado de la contradicción irresuelta entre el interés por el cuerpo y la voluntad de deformarlo u ocultarlo se encuentra en las propuestas de Oskar Schlemmer. Los trajes que diseñó para su Ballet Triádico (1923) eran máscaras esenciales, que preservaban al individuo constriñendo externamente su espontaneidad para hacerla compatible con el espacio público, racional y visible. El objetivo último: la “desmaterialización de los cuerpos” (Schlemmer, 1997: 60) por una vía contraría a la disciplina y la desnudez de las bailarinas clásicas, que garantizaba su levedad. El intérprete disfraza su corporalidad, la transforma, en beneficio de la mirada del espectador, al que alcanza el efecto de la desmaterialización.

Esa misma contradicción resulta también visible en las ideas escénicas de García Lorca. En contraste con la fuerte presencia de lo corporal, de lo orgánico y de lo pasional como temas de su obra dramática, en su realización escénica, Lorca interpretó la plasticidad en términos de musicalidad y composición matemática. José Caballero, que colaboró en el diseño para la puesta en escena de Yerma en 1933 recordaba la intención del autor de que todo funcionara “con la misma precisión de un mecanismo de relojería, sin un solo fallo (…) Porque él quería que aquello fuera un poema unitario interpretado por varias voces, sin que se perdieran las inflexiones y el ritmo de cada una de ellas, para que formaran un total bien conjuntado y medido” (Prats, 1934). Lorca concebía la puesta en escena como un conjunto musical, en el que se integraba rítmicamente movimiento escénico e interpretación verbal. “¡Tiene que ser matemático!” fue una de las consignas que lanzó repetidamente durante los ensayos de Bodas de sangre en 1934 (García Lorca, 1980: 335). Y Gerardo Diego, en su comentario a esta obra, entusiasmado por el resultado rítmico del espectáculo, proclamaría: “El teatro no es, no debe ser literatura. Debe ser la interjección espectacular de la Poesía, con la Plástica y la Música”.

Cómo llegar a un equilibrio entre el principio matemático de ordenación y la liberación del instinto, del amor y de la materia sobre la escena es el problema de fondo que se plantea en El público. “El teatro necesita que los personajes que aparezcan en la escena lleven un traje de poesía y al mismo tiempo que se les vean los huesos, la sangre” (García Lorca, 1960; 1810). Probablemente Lorca no sabía que Kokoschka había hecho precisamente eso al pintar sobre los cuerpos casi desnudos de los actores que interpretaron su obra Asesino, esperanza de las mujeres (1907) la estructura de los nervios (Golscheider, 1963: 14).[3] Ni que Balthus había dibujado sobre los trajes de los actores que interpretaron Los Cenci en versión de Artaud (1935) músculos, venas y órganos.

El propio Artaud había escrito dos años un guión escénico, La conquista de México, punto de partida de un espectáculo no realizado en que los hombres ocuparían “su lugar, con sus pasiones y su psicología personal, pero tomados como armonización de ciertas fuerzas y bajo el ángulo de los acontecimientos y de la fatalidad histórica en la que han desempeñado su papel”, y el cuerpo de su protagonista se convertiría en lugar del drama. La duplicidad de Moctecuzoma como individuo y como espacio dramático resulta evidente por la superposición del drama individual y el drama histórico (los cuatro actos llevan los siguientes títulos: “Los signos premonitorios”, “Confesión”, “Las Convulsiones” y “La abdicación”) y del personaje y el paisaje. En el acto tercero, “Las convulsiones”, leemos: “En todos los planos del país, revuelta. / En todos los grados de consciencia de Moctecuzoma, revuelta. / Paisaje de batalla en el espíritu de Moctecuzoma, que discute con el destino.” Escénicamente tal superposición se resolvería mediante la utilización de planos de México, objetos sobredimensionados y visiones de personajes truncados, como surgidos de un sueño o de una pesadilla, como si toda la acción ocurriera en el interior de Moctecuzoma, como si éste fuera, en efecto, el único lugar del drama.

Pocos años antes, García Lorca había imaginado una misma expansión del personaje dramático más allá de su máscara. Lo que diferencia a Lorca de Artaud es que el primero no estaba interesado en lo que el segundo denominó “drama cósmico”, sino más bien de forma exclusiva en el drama interior. La representación del mismo exigía la encarnación poética y la reinterpretación del cuerpo del actor como parte de un todo rítmico, matemático, musical. Al igual que las figuras de La conquista de México, las de El público o Así que pasen cinco años no podían ser tratadas como máscaras individualizadas, sino como creaciones poéticas que corresponden con creaciones sensibles sobre la escena. Del actor se esperaba que fuera capaz de transformar físicamente el contenido lírico del texto e interactuar con un espacio abstracto, coherente con ese espacio dramático liberado de las coordenadas espacio-temporales habituales y en perpetua transformación.

Entre 1933 y 1936, García Lorca trató de llevar a la práctica sus ideas sobre un nuevo teatro poético sensible, tanto en sus puestas en escena en el Club Teatral Anfistora como en sus intervenciones en las producciones profesionales de Irene López Heredia y Rivas Cherif y Margarita Xirgu. El mismo año de la muerte del poeta, el actor Jean Louis Barrault alcanzaba, al menos así lo pensó Artaud, la realización escénica de las ideas de éste y los anhelos de aquel. En torno a una madre, el espectáculo que Barrault montó en 1936 a partir de la novela de William Faulkner Mientras agonizo, es la primera realización profesional autónoma en la tradición occidental en la que los lenguajes sensibles no verbales y especialmente el lenguaje corporal se imponen rotundamente sobre lo dramático y lo hablado. Barrault concibió este espectáculo de dos horas de duración de las cuales hora y media transcurría sin palabras como un “espectáculo mágico”, en el que “las animadas gesticulaciones y el discontinuo desenvolvimiento de imágenes” provocaban una apelación física directa a la emotividad del espectador (Barrault, 1972: 128). Los propios actores creaban, con su movimiento, su respiración y sus palabras, la escenografía y el ambiente además de los personajes. Fascinado por los “centauros-caballos”, Artaud reconoció en la obra de Barrault la concreción de un lenguaje universal físico que conseguía la unidad del espacio total con la vida interior oculta (Innes 95).

Barrault aceptó el “certificado” de calidad que Artaud le otorgó en El teatro y su doble. Sin embargo, la formación técnica que le había permitido llegar hasta allí (y que le haría seguir en una dirección distinta a la que a Artaud le habría gustado) no la había recibido de éste, sino de un mimo, Étienne Décroux, a quien encontró en el Atelier de Charles Dullin, con quien el propio Artaud había trabajado antes de rebelarse contra él y toda la tradición del teatro reformador iniciada por Copeau en el Vieux Colombier. A diferencia de Dullin, Décroux no se aplicó a la continuación de la reforma del arte dramático propuesta por Copeau, sino al desarrollo de un arte autónomo del gesto, algo que se plasmó por primera vez en su mimodrama La vida primitiva (1931), y que le llevó a la formación de una escuela que habría de convertirse en referencia del arte del mimo contemporáneo.

El cuerpo silencioso

A la experiencia del holocausto siguió en Europa un tiempo de silencio. No es que no se hablara, incluso se hablaba mucho, pero las palabras llegaban apagadas, como leídas, sin cuerpo. El teatro, o más bien el arte, había perdido la voz. Aún resonaban las terribles voces de aquel mediocre dictador que había llevado a los suyos “a una época en la que gritar todavía servía para algo”.[4] Huyendo del vocerío se buscó nuevamente refugio en la literatura (el teatro del absurdo, el nuevo realismo, el teatro épico) o en una versión renovada del gesto.

En España Joan Brossa fue uno de los primeros poetas en descubrir la potencialidad comunicativa del silencio. En 1947 compuso una brevísima pieza escénica, cuyo texto es el siguiente: “Acto único. Sala blanquecina. Pausa. Telón.” Heredero, como observa Salvat, del surrealismo catalán, a través del magisterio, entre otros, del poeta J.V. Foix y el pintor Joan Miró, “supo continuar en esta arriesgada trinchera del parasurrealismo en los momentos más negros del primer franquismo”, sirviéndose para la configuración de su peculiar mundo poético de la aportación de los surrealistas españoles: Dalí, Buñuel, Giménez Caballero, el primer Cunqueiro, el primer Mihura, el teatro imposible de Lorca o la pintura de Baró y Mallo. Entre 1946 y 1967, Joan Brossa escribió numerosas piezas de teatro no literario, que fueron agrupadas como Postteatro (1946-1962), Normes de Mascarada (1948-1954), Troupe (1964), Fregolisme (1965-66), Strip-tease (1966-67) y Accions musicals (1962-78).[5]

Los personajes son muy variados, pero recurrentes en toda su producción: personajes de la commedia dell’arte, personajes de circo, bailarines personajes simbólicos (el hombre de rojo y el hombre de frac), personajes históricos (como Frégoli)… A Brossa le interesaba la concreción física de estos personajes, actores que no interpretan papeles, sino que ejecutan acciones, muchas de ellas relacionadas con el transformismo, la prestidigitación, y en cualquier caso con una fuerte dimensión plástica, que se pone de manifiesto en su atención a los colores y a los recursos físicos y mecánicos de la escena. Hay que recordar que Brossa estaba muy próximo a los creadores plásticos, que fundó la revista Algol con Joan Ponç, Arnau Puig, Jordi Mercadé, Francesc Boadella i Enric Tormo en 1947, y un año después participó en la creación de Dau al Set, con Ponç, Puig, Antoni Tàpies, Modest Cuixart i Joan Josep Tharrats. De ahí que Xavier Fàbregas no dudara en asociar su “postteatro” con la plástica dadaísta, calificándolo como “un ready-made de la gestualitat” (Fàbregas, 1987: 170).

En las piezas recogidas como Postteatro, Brossa exploró espacios escénicos no convencionales, especialmente domicilios y casas particulares, pero también un bosque, el vestíbulo de un teatro, una estación, un restaurante, locales públicos, la calle… Y es que una de sus intenciones era provocar una relación diferente con el espectador, activar su participación, hasta el punto de que, en algunos casos, la función de los actores se reduce a acompañar a los actores a lo largo de un itinerario de acciones (Planas 2002: 41). Normas de mascarada, en cambio, recoge un conjunto de piezas para ballet, y en ellas se saca partido de la maquinaria del teatro a la italiana y del artificioso anacronismo del ballet clásico. Aunque Brossa insistió en que sus poemas escénicos le gustaban en primer lugar por el juego escénico en sí, por el placer derivado de la metamorfosis de los elementos, en todos ellos subyace un contenido crítico.[6] En el caso de las piezas para danza, el conflicto se establece continuamente entre las mascaradas o fiestas carnavalescas y las fiestas cortesanas, animadas por codificados ballets. Esto es muy claro en La ciutat del sol, que comienza con una danza dispersa en escena y acaba con un minueto en un jardín y la salida del personaje de frac por la derecha de la escena. La denuncia social y política se vehicula igualmente en estas piezas mediante la denuncia de aquellos factores que Brossa consideraba adversos al desarrollo de la danza contemporánea y cuyas consecuencias negativas se esforzaba en poner en evidencia. (Ibid, 125)

Estas partituras para actores y bailarines fueron escritas por Brossa en paralelo a una ingente producción poética y dramática. Su Teatro Literario fue presentado durante la década de los cincuenta en talleres de artistas, domicilios particulares, círculos culturales y teatros, por directores como J. Centelles, Mestres Quadreny o M. Villèlia. Ricard Salvat fue uno de los primeros directores escénicos que supo comprender la riqueza de la propuesta del poeta Brossa y puso en escena en 1962 su obra Gran Guinyol, primero en el Teatro Talia y después en la Cúpula del Coliseum de Barcelona. Para entonces, Salvat ya había creado a EADAG y abordado la puesta en escena de Primera historia de Esther, otro de los grandes poetas catalanes, Salvador Espriu. Sin embargo, en los años previos, también él se había interesado por las posibilidades expresivas del silencio. Entre 1957 y 1960, Miguel Porter y Ricard Salvat condujeron un proyecto que causó el asombro de sus contemporáneos: el Teatre en Viu. Se trataba de unas veladas organizadas por la sección de teatro experimental de la Agrupació Dramática de Barcelona del Círculo Artístico de San Lluch en diferentes espacios (desde domicilios particulares a teatros), que habitualmente constaban de tres secciones. En la primera se improvisaba “a soggetto”, es decir, a partir de temas o pequeños guiones argumentales previamente establecidos (habitualmente por el propio Salvat), recuperando, por tanto, los modos de la antigua “commedia dell’arte”. En la segunda (a cargo de Porter), se realizaban improvisaciones directas, a petición del público, que podía solicitar de los actores la escenificación de situaciones tan dispares como: “Llegada de los marcianos”, “Pérdida de un reloj… olvidado en casa”, “Señorita casadera cuya familia confunde al pretendiente con el lampista” o “Crimen erróneo”.[7] La última sección, dirigida por Salvat consistía en la escenificación de pantomimas, muchas de ellas escritas, continuando así la tradición de Brossa y Gómez de la Serna, por el propio director. Las representaciones de Teatre en Viu atrajeron a escritores y artistas de la vanguardia catalana, y en una ocasión, según el propio Salvat recuerda, el grupo Dau al Set al completo participó en una de esas representaciones: “Cuixart y Pomés se revelaron como unos mimos extraordinarios, y éste último tenía una vis cómica importante”. (Ferrer y Rom: 1998, 28)

Francisco Daunis, que asistió en enero de 1960 a un ensayo de “El Mal”, que él denomina “La pantomima de los globos”, la describe del siguiente modo: “La pantomima representa una vendedora de globos Los “niños”, definida su personalidad en sus gestos (en los que Griselda Barceló y Mercedes García alcanzan una exquisita expresión) compran globos a la vieja vendedora. Juegan con ellos hasta que llega el Mal. El Mal se acerca a la vendedora y explota uno a uno los globos que le quedan. Y hace más: contagia a los otros niños. Alguno explota su propio juguete y hace lo mismo con los de los otros. El Mal se contagia fácilmente en los niños.” (Daunis, 1960). En la descripción de Daunis no se explica que el niño contagiado es un niño rico, al que previamente la vendedora no ha querido aceptar su dinero por dar prioridad a otra niña pobre. Y es que en el discurso de Salvat, incluso en el no verbal, estuvo presente desde el principio esa preocupación por lo social y lo ético que se acentuó en sus siguientes trabajos.

La tercera parte del programa de Teatre en Viu ofrecido por la ADB en el Teatro Candilejas el 5 de mayo de 1959 comenzó con una disertación de María Aurelia Capmany, que distinguió la pantomima objetiva, presentada por la compañía, de la pantomima subjetiva, a la que siguió la serie de “Pantomimes a la manera de Ricard Salvat”. El público pudo ver “Allí on creix la flor Alba Roja”, “Núvols espesso damunt la frontera”, “L’aire daurat”, “El Mal”, “L’ilusionista” y “El Vell, la Nena y la Font”. Casi todas fueron publicadas bajo bajo el título de “Sis pantomimes” en la primera edición de Mort d’home (1963): sólo se excluye “L’ilusionista”, incluyéndose a cambio “Demà m’aixecaré”.

Se trata de situaciones poéticas breves, algunas de carácter simbólico, como la comentada, otras de contenido social, como “Demà m’aixecaré”, en que se describe en una página (o se muestra en unos minutos) la repetitiva y cansada jornada de un trabajador industrial. Las resonancias del cine mudo son tan claras como las resonancias del teatro poético de García Lorca a Brossa. “El vell, la nena i la font” es la más extensa de las seis pantomimas y desarrolla un tema popular, del gusto lorquiano: los celos de un viejo casado con una joven que recibe a su amante en casa. La acción gestual se acompaña en este caso con carteles al modo del cine mudo (que podría remitir igualmente a las aleluyas) e incorpora a personajes de la commedia dell’arte, tan presentes en la poesía escénica de Brossa.

Una de ellas, “Núvols espessos sobre la frontera”, lleva como subtítulo “pantomima polonesa”. Y es que, efectivamente, la pantomima polaca ejerció una notable influencia sobre el creador catalán. Henryk Tomaszweski fue el más conocido de los mimos polacos. Debutó en 1955, y ese mismo año fundó el Teatro Pantomima en Wroclaw. Al principio practicó la pantomima clásica o pura, aunque después sus espectáculos se inspiraron en obras literarias, como el Woyzeck, de Büchner, estrenado en 1959. Otro importante mimo del este fue Ladislav Fialka, que compuso sus primeras piezas en 1956 y dos años más tarde participó en la puesta en marcha de la Divadlo Na zábradlí, donde constituyó un grupo de pantomima. Fialka creó un tipo cómico moderno, Knoflík -Bouton, que combinaba el mayot negro y la cara blanca clásicas con trajes civiles.

Fialka había estudiado en París con Marcel Marceau, el más conocido discípulo de Décroux. Después de haber trabajado como figurante con Dullin y como actor pantomimo con la compañía de Renaud-Barrault (1946-1950), Marceau compuso sus primeros espectáculos en forma de mimodramas (como El capote, basado en Gógol, en 1951 o Mont-de-Piété, en 1956), aunque sus obras más conocidas son aquellas en las que ponía en escena a un personaje de su invención, Bip (derivado del Pip de Grandes Esperanzas de Dickens y heredero de la figura creada por Chaplin): un hombre pequeño pintado de blanco con sombrero de dos picos y una flor roja, que fue inmortalizado como cazador de mariposas

Si en Salvat pesó más la influencia de los mimos del Este, otros actores catalanes tuvieron como referente el mimo poético derivado de Marceau. Es el caso de Anton Font, quien después de su formación con el mimo francés en París, comenzó a trabajar en Barcelona con un pequeño grupo asociado a la escuela Laietana. En 1961 Anton Font, Albert Boadella (que había participado previametne en algunos de los trabajos dirigidos por Salvat con la ADB) y Carlotta Soldevilla coincidieron en los curso de un mimo chileno discípulo de Décroux, Italo Riccardi, ofreció en el teatro Candilejas. Hicieron una primera presentación pública en el Teatro Guimerá y, después de un período de estudios de Boadella en Francia, en 1962 volvieron a reunirse para crear Els Joglars

Al igual que a Marceau, a los primeros Joglars no les interesaba tanto el contenido dramático como la investigación formal, la comunicación que se vehicula a través del movimiento, del ritmo, de la actitud corporal. La suya es una búsqueda que recupera la voluntad poética lorquiana, su pasión por lo rítmico y lo matemático sensible, pero renunciando a la dimensión dramática transcendente. Hay una consciente autolimitación que constituye un modo de posicionamiento en los inicios de una década en la que se empieza a romper el silencio. “El mimo es un arte pobre, y su pobreza, podríamos decir su mutilación, es voluntaria; esto le permite profundizar en el mundo del movimiento silencioso, tan pleno de poesía.” Una poesía que no es traducción gestual de un discurso verbal, sino despliegue de una elocuencia propia del cuerpo.

Los primeros años de Els Joglars coincidieron con el éxito internacional del mimo, probablemente reflejo amortiguado de la recuperación de la teatralidad corporal que en esos mismos años estaban practicando algunos creadores más radicales, como Jerzy Grotowski o los integrantes del Living Theatre. En paralelo a los trabajos de éstos, los mimos proliferaron en toda Europa: los ya citados Tomaszewski y Fialka en Polonia y Checoslovaquia, Scharre y Mehring en la RFA, Kube en la RDA, Dimitri y Rollien en Suiza, Molcho en Israel, Marceau y Lecoq en Francia… Els Joglars, por su parte, acumuló pequeñas piezas, que agrupó en El arte del mimo (1963) y Discípulos del silencio (1965). Con este espectáculo participaron en el Festival Internacional de Zurich de 1967, donde coincidieron con Lindsay Kemp, Dimitri, Gérard le Breton y José Luis Gómez (Bartomeus, 1987: 56). Pero, como otros creadores formados en el mimo (los propios Kemp o Gómez, además de Berkoff, Vidal o Bassi), también Boadella sintió la necesidad de romper los límites de aquel lenguaje.

“No creemos en el mimo únicamente como una diversión o un puro esteticismo gratuito, sino como un medio directo de expresar las circunstancias que nos rodean, ya sean políticas, sociales, humanas o simplemente sensibles”, declaraban a propósito del estreno de El Diari (1968) (Lacarra 1974, 23). El espectáculo consistía en la escenificación de las páginas de un periódico: “con un humor sarcástico hacíamos crítica social y política y nos reíamos de los sucesos, las necrológicas, los espectáculos, los anuncios.” (Rognoni, 1987: 17) Se trataba, según Boadella, de “denunciar la realidad de la España de aquel momento, interpretando las noticias de un periódico, tergiversadas con información tendenciosa de obligada publicación, que la redacción recibía de las agencias del régimen […] Dentro de los límites que permitía la coyuntura política, nacía así una concepción transgresora de la escena, que marcaría para siempre el estilo del grupo” (Boadella, 2001: 164) Pero El diario también supuso un cambio estilístico importante: se abandonaba la gestualidad del mimo clásico y en su lugar “aparecía un expresionismo esperpéntico, subrayado por un maquillaje máscara del mismo estilo”

A pesar su intención transgresora, la preocupación espectacular dominaba claramente sobre la preocupación política, tanto en la composición de las escenas como en la intención comunicativa, hasta el punto de que Boadella años después calificaría este trabajo como un excelente “producto de consumo”. La disposición antiburguesa de Boadella no le condujo a la condena del espectáculo burgués, sino a la inversión de su función por medio del sarcasmo.

En 1970, siempre atento a las transformaciones de los lenguajes artísticos y a la pertinencia de los temas y formas de sus espectáculos, se hizo eco de la fascinación por el azar y lo lúdico que afectó a la creación artística durante los años sesenta y utilizó tales procedimientos para la creación de El Joc, un trabajo que marca el fin de la dedicación de Els Joglars al arte del mimo y el principio de una nueva espectacularidad que se desarrollaría en la década de los setenta. El juego utilizado, es decir, el procedimiento de construcción del espectáculo, fue el “método Fabra”: “consistía en coger el diccionario de Pompeu Fabra, abrirlo al azar y coger la primera palabra que encontrásemos, ‘absorción’, pues adelante, a improvisar todos sobre la absorción.” (Rognoni, 1987: 17)

El procedimiento aleatorio, sin embargo, no dio lugar a una estructura abierta; Boadella, alérgico desde su juventud a todo lo que sonara a vanguardia, invirtió la función disgregadora de lo aleatorio y restringió su uso al período de ensayos.[8] El resultado final fue un espectáculo cerrado y de gran precisión, característica constante en los trabajos posteriores de Els Joglars. Ello no impidió que la apariencia del espectáculo fuera, como observa Saumell, de una gran modernidad: por el “minimalismo” de la escenografía (una enorme plataforma circular de madera roja e inclinada), la economía de los objetos (taburetes, carteles…) y la provocativa simplicidad del vestuario y el maquillaje (pantalones negros de plástico brillante, suéter rojos, pies desnudos y cara limpia). (Saumell, 2001: 238)

La alergia de Boadella a lo vanguardista era comparable a su alergia a lo literario y lo intelectual. El método Fabra no era tanto un modo de atacar la forma cuanto de atacar la tradición literaria e intelectual del teatro. Lo que Boadella se había propuesto era construir un espectáculo no basado en un guión, sino surgido de “un ejercicio vivo sobre la escena”, a partir de ritmos, sonidos, imágenes, improvisaciones, frente a las cuales, a pesar de su posterior sometimiento a un riguroso proceso de selección y composición, el espectador tenía que reaccionar de forma eminentemente sensible, evitando los mecanismos de comprensión intelectual.[9]

El cuerpo patético

En paralelo al sarcasmo de Joglars y el ludismo antiespectacular de los conceptuales, al otro lado de los Pirineos se fraguaba una tentativa revolucionaria que a la herencia marxista había añadido la nueva preocupación por la liberación del cuerpo, y que curiosamente en el ámbito escénico no encontró su estandarte en un grupo francés, sino en uno americano. Exiliado en Europa desde 1964, el Living Theatre, que participó activamente en la ocupación del Odeón durante los acontecimientos de mayo del 68, presentó en Avignon un espectáculo que resumía los anhelos liberadores de una parte de aquella generación: Paradise now. En tanto el trabajo corporal impulsado por el mimo contemporáneo europeo se basaba primariamente en la técnica y en el aprendizaje de un lenguaje corporal que permitiera vehicular determinados contenidos en muchos casos verbalizables, la exploración corporal del Living Theatre había estado asociada a la búsqueda de un discurso abierto, con intenciones primariamente políticas, liberadoras, que en cierto modo conducían más allá de la representación, más allá de lo espectacular, más allá incluso del arte.

El Living Theatre recuperaba otra idea de teatro corporal, con orígenes paralelos a los del mimo, pero que había quedado truncada en gran parte por efecto de los acontecimientos políticos y bélicos en Europa. La idea de un teatro de “violentas imágenes físicas” propuesto por Artaud a partir de 1928 habría tenido su directo antecedente en ciertas formas del teatro expresionista, entre ellas las tempranas realizaciones de Oskar Kokoschka, la idea del actor patético (que recogía en parte las formulaciones de Appia sobre el cuerpo creador) o la danza gestual de Mary Wigman.[10] Artaud había tratado de hacer efectiva su idea en 1933 con un espectáculo titulado La conquista de México, que no pudo producir. Y aunque en 1936 había creído reconocer en Barrault a su discípulo por la puesta en escena de En torno a una madre, lo cierto es que la evolución posterior de éste hacia el teatro total traicionó las expectativas del maestro, en tanto el teatro corporal en Europa quedaba monopolizado por Décroux y sus seguidores. Y es que a Artaud no le interesaba tanto la elaboración de un espectáculo corporal cuanto la organización de “una operación verdadera”, en la que el espectador pusiera en juego “sus sentidos y su carne” (Artaud, 1964: 24)

Fue a partir de La conexión (1958) cuando el Living Theatre empezó a trabajar sobre la idea de no ficcionalidad. La presencia de músicos de jazz en escena, llevó a considerar la posibilidad de un actor que no se transforma en otro, sino que actúa del mismo modo que el músico toca su instrumento, es decir, con una máxima implicación física en la ejecución, pero sin abandonar la personalidad propia. A ello se unió la investigación sobre la comunicación pre-verbal y la transformación de los procedimientos de teatro dentro del teatro aprendidos de Pirandello. Más que el desarrollo de una técnica corporal, lo que al Living Theatre le interesaba era el descubrimiento de un modo de comunicación que partiera del cuerpo del actor y afectara al cuerpo del espectador. No se trataba tanto de elaborar un lenguaje corporal cuanto de liberarse de las represiones culturales que impedían la transmisión y realización de un discurso revolucionario.

A todas estas experiencias que aspiraban a una nueva unidad de lo teatral y lo vital subyacía una renuncia a lo espectacular que estaba ya presente en el pensamiento de Artaud, pero que alcanzó una dimensión política en las formulaciones de Guy Debord. “La vida entera de las sociedades en las que imperan las condiciones de producción modernas”, escribía en 1967, “se anuncia como una inmensa acumulación de espectáculos. Todo lo directamente experimentado se ha convertido en representación.” (Debord, 1967: 37). Así comenzaba La sociedad del espectáculo, un texto decisivo en la conformación del pensamiento revolucionario del sesenta y ocho y que indirectamente se hacía eco de algunas derivas de la práctica artística y escénica de esos años. “Considerado en sus propios términos”, continuaba, “el espectáculo es la afirmación de la apariencia y la afirmación de toda vida humana, o sea social, como simple apariencia” (40).

La primacía de la imagen como medio de hacer consciente la propia experiencia y la propia historia gracias al desarrollo de los medios de comunicación de masas, especialmente los audiovisuales, habría contribuido, junto a otros factores, a la penetración de lo ficticio y lo aparente propio de esos medios en la realidad que reflejaban. El espectáculo aparece entonces como el triunfo de la imagen, de la vista, sobre la solidez, sobre el tacto, la renuncia a la inmediatez física y, también, pensaba Debord, la renuncia al pensamiento:

El espectáculo es heredero de toda la debilidad del proyecto filosófico occidental, que no consistió sino en una interpretación de la actividad humana dominada por las categorías del ver, al mismo tiempo que se apoyaba en el despliegue incesante de la precisa racionalidad técnica surgida de tal pensamiento. (44)

Frente a la simbiosis entre espectacularidad y alienación, denunciada por Debord, numerosos creadores que trabajaban en medios espectaculares intentaban desmarcarse de esa alianza con el poder. Algunos concibieron que el único medio de evitar la espectacularidad era anular la mirada del otro: sólo cuando los participantes en la acción fueran al mismo tiempo actores y espectadores, cuando no existieran espectadores ajenos al grupo, sería posible liberarse de la alienación espectacular. Otros optaron por enfatizar la presencia del actor / bailarín y conceder a cada presentación pública un carácter único, bien por la adaptación a diferentes espacios, bien por el cambio de los intérpretes, bien por la modificación de la estructura de la composición, a veces aleatoria.

El énfasis en la presencia pasaba necesariamente por la reivindicación del cuerpo más allá de su imagen. Frente a la tendencia a visualizar propia de la sociedad del espectáculo (43), los creadores de los sesenta se esforzaron en la recuperación de lo táctil y lo acústico. Para Grotowski el cuerpo aparecía como borde, lo que participa de lo interno (la dimensión anímica) tanto como de lo externo (la dimensión visual), por lo que diseñó para el público espacios de percepción anti-cinematográficos que permitieran una contemplación a hurtadillas en la que la consciencia de la presencia del actor en relación con la presencia del espectador condiciona la recepción de la imagen o la representación en su conjunto. Julian Beck y Judith Malina imaginaron más bien el cuerpo como lugar de experiencia, como lugar de encuentro, de ahí que en sus propuestas la imagen estuviera siempre atravesada por el contacto físico directo y el testimonio de la experiencia personal. Lo que les unía era la voluntad de situar el cuerpo en condiciones de observación que impidieran la percepción bidimensional, tanto en un sentido plástico como en un sentido conceptual (es decir, la percepción del cuerpo como la dimensión física añadida a la persona o como el instrumento para la comunicación de un discurso).

También en la danza postmoderna, aparecida en Estados Unidos en la década de los sesenta, la atención al cuerpo como objeto de investigación más allá de su imagen (o de la belleza de las imágenes que puede producir) constituyó uno de los rasgos diferenciales del trabajo de esta generación respecto a las anteriores. La diferencia entre el cuerpo y la imagen del cuerpo fue puesta de relieve en sucesivas propuestas de Yvonne Rainer, Simone Forti, Steve Paxton o Trisha Brown, quienes trabajando con movimientos cotidianos, no virtuosísticos, susceptibles de ser realizados por cuerpos no entrenados, acentuaron el factor presencia frente al factor apariencia. Yvonne Rainer concibió el cuerpo como simultaneidad de presencia y pensamiento e invitó al espectador a acompañarla en su discurso, como si de un diálogo lúdico-reflexivo se tratara.

En Barcelona, Alberto Miralles no fue tan radical como el Living, pero sí trató de plantear la necesidad de rebajar la ficcionalidad de lo escénico y buscar la conciliación entre lo corporal-personal y lo político. “Nosotros -escribiría en 1970- iniciamos nuestro trabajo con una idea política: ser sobre el escenario igual que fuera de él; y con una idea estética: devolver al actor toda su primitiva, ritual importancia, concederle ocasión para demostrar que su cuerpo posee recursos espléndidos que el teatro al uso había ocultado…” (Ruiz Ramón, 1981: 472) Como Boadella en El diari, también Miralles recurrió a textos de prensa para la composición de su primer trabajo, el Espectáculo Cátaro (1967), aunque sin la intención formalista-sarcástica de aquél: su intención era política, por ello los montó con fragmentos bíblicos y textos clásicos y trató de confrontar directamente al espectador con lo que él entendía como “verdad”.

La atención de los Cátaros al lenguaje corporal motivó que Adolfo Marsillach los invitara a participar en la puesta en escena de Marat-Sade, de Peter Weiss en 1968. Los Cátaros interpretaron a los locos del Hospicio de Charenton: con las caras pintadas de negro, deambulaban en el interior de una jaula instalada en el pasillo y los laterales de la sala del Teatro Español de Madrid. Marsillach, con la colaboración de Francisco Nieva, repetía lo que Peter Brook había realizado cuatro años antes en Londres después de algunos meses de experimentación sobre el teatro de la crueldad, es decir, reintroducía en lo espectacular un tipo de trabajo que había surgido precisamente como reacción a la mentira implícita en todo espectáculo. El texto de Weiss, con su estructura de teatro dentro del teatro y la escenificación de la dialéctica de lo racional y lo pasional, resultaba de gran ayuda para tal propósito.[11]

También Víctor García instrumentalizó con fines espectaculares los elementos rituales y el trabajo corporal en la puesta en escena de Las criadas (1969) y Yerma (1971). Para Las criadas García pidió a las actrices, Nuria Espert y Julieta Serrano, que inventaran una acción orgánica paralela al texto de Genet: el resultado fue una partitura de gritos, voces, carreras y golpes, potenciada por los colores del vestuario y la dureza de una escenografía presidida por un plano ovoidal inclinado y cerrada por unas planchas de aluminio que los cuerpos de las actrices hacían resonar. La dimensión orgánica fue aún más acentuada en Yerma, gracias al diseño escenográfico de Fabià Puigserver: una enorme lona (útero / vejiga) que se tensaba y articulaba formando diferentes superficies y recovecos para acoger las acciones necesariamente físicas de los actores. (Si bien el propio Puigserver se quejó del uso dado por el director a su invención escénica: lo que el escenógrafo había concebido como un dispositivo autónomo, con una función dramática, fue reducido por el director a un instrumento de ambientación escenográfica, utilizando “sólo y exclusivamente el aspecto espectacular de esta máquina”) (Puigserver, 1996: 170).

En contraste con estas instrumentalizaciones espectaculares de lo orgánico, Juan Bernabé y Alfonso Jiménez Romero alcanzaron en Oratorio (1968) un equilibrio entre la vivencia y la representación que facilitaba la identificación de su propuesta como un efectivo rescate de la dimensión ritual de lo escénico. Juan Bernabé había reunido en 1966 a un grupo de jóvenes obreros y estudiantes y fundado el Teatro Estudio Lebrijano. Después de algunas puestas en escena convencionales, sintieron la necesidad de aventurarse en un trabajo en el que pudieran implicarse de un modo más sincero. Oratorio resultó de esta inquietud, de la apertura del texto aportado por Jiménez Romero y del interés de éste, contagiado al resto del grupo, por las posibilidades expresivas del flamenco. Con la ayuda de Paco Liria, propietario de La Cuadra, José Suero y Salvador Távora, el Teatro Estudio Lebrijano fue capaz de rescatar la dimensión crítica y la carga emocional del flamenco y combinarlas con una teatralidad de lo sensible: la voluntaria opción por la pobreza de recursos escénicos era contrarrestada por la intensidad de las acciones, las palabras, los cantes… Los espectadores, a quienes se había provisto de velas encendidas, asistían a esta celebración disfrutando de una comunicación inmediata con lo representado, sin por ello perder la capacidad de respuesta, o al menos de sobrecogimiento, a la violencia y la injusticia denunciada en el espectáculo.

Los preparativos de Oratorio coincidían con el estreno del último espectáculo público de Jerzy Grotowski, Apocalypsis cum figuris (se estrenaría en febrero de 1969). Pasados tres años desde el estreno El príncipe constante, al que había seguido un período de máximo reconocimiento internacional del trabajo del creador polaco, éste se había introducido en un proceso que anunciaba ya la actividad para-teatral a la que se dedicaría durante la siguiente década. Para Zygmunt Molik, nunca fue una representación”, sino más bien “como un tiempo en que podía vivir toda una vida… en otro mundo durante un momento” (Kumiega, 1985: 92). Si el Living había encauzado su búsqueda hacia la consecución de un tiempo de comunicación inmediata con el público en forma de discusiones, participación física, contacto directo, Grotowski había preferido la creación de un contexto casi religioso en el que la comunicación se producía por la coincidencia en un estado emocional / espiritual común.

El actor santo grotowskiano no está lejos del actor sufriente del teatro que hace suyo “el cante jondo” y convierte la profundidad de la voz en profundidad del gesto. En la búsqueda de la autenticidad y de la eficacia comunicativa del teatro, Grotowski y Bernabé se retrotrayeron a una teatralidad esencial: la del cuerpo del actor como creador de imágenes y emociones que afectan al espectador de un modo inmediato. Jiménez Romero y Bernabé compartían sin duda el diagnóstico de Brook sobre “la total enfermedad de la sociedad en la que vivimos” y su voluntad de redescubrir en el cuerpo las raíces del teatro y de la experiencia humana, “porque el cuerpo humano en todos sus aspectos, orgánicamente, es terreno común para toda la humanidad” (Innes, 1992: 271).

El cuerpo plástico

La idea de convertir el cuerpo en soporte de una obra plástica no era nueva, había sido practicada por los futuristas y los dadaístas ya en la segunda década del siglo veinte. Lo nuevo era el grado de implicación asumido, hasta qué punto se ponía en juego ya no la mera presencia, sino la persona, algo que tenía que ver, obviamente, con una transformación del concepto de cuerpo. Éste ya no era entendido como un instrumento que el artista ponía la servicio de su obra, sino como una dimensión de la persona. De modo que la intervención plástica sobre el cuerpo debía ser leída también una intervención sobre la identidad del artista.

Cuando a principios de los setenta algunos creadores recuperaron la idea de un “teatro de imágenes” lanzada por pintores como Kandinsky, Léger o Balla, no podían ya llevarla a la práctica sin una gran atención al cuerpo del actor. E incluso cuando el objetivo fue la producción de un teatro eminentemente visual, prescindiendo por completo del texto o de su función significante o estructuradora, el material ya no eran las “formas plásticas en movimiento”, sino los “cuerpos plásticos en movimiento” y en interacción con otros elementos escénicos. Sólo así cabía entender las primeras propuestas de creadores como Robert Wilson o Lee Breuer que, fuertemente influenciados por el happening y el arte corporal, se lanzaron a la composición de espectáculos sustentados más en la imagen y en el ritmo que en el contenido narrativo o dramático.

Si bien la influencia del arte corporal fue muy reducida en el incipiente “teatro de imágenes” español, la centralidad de lo corporal estaba garantizada por la filiación de sus creadores, que se habían formado en la escuela del mimo (Joglars y Comediants) o en la escuela de la danza y el cante jondo (La Cuadra). En el caso de Boadella, la evolución del mimo al “teatro de imágenes” fue algo casi natural: se trataba de explotar una de las ideas compositivas que habían aparecido en El Joc.

Mary d’Ous (1972) resultó de la elaboración de uno de los juegos contenidos en El Joc, consistente en dar forma teatral a un canon musical. El nuevo espectáculo fue construido, según explicaba el programa, a partir de improvisaciones y estudios realizados por los actores en torno a la transposición de estructuras musicales al proceso dramático. En el preludio se exponían los gestos y sonidos que serían utilizados durante la representación, que se desarrollaba en torno a dos temas: los saludos de los Johns y las Marys (la relación hombre-mujer, tratada sobre las diversas posibilidades musicales del canon, la fuga, el contrapunto y la variación del tema) y el tema del “ísimo” y el “vice”, sustituido por el del “super” y el “semi” por consejo de los censores del régimen. Ambos temas acaban fusionándose en un crescendo que tiene su correspondencia escénica en la utilización de la tela elástica (Racionero 1987, 75).

Los actores fueron instruidos sobre los procedimientos básicos de fuga y contrapunto por Josep Maria Arrizabalaga y los aplicaron a sus improvisaciones. Iago Pericot diseñó una estructura metálica en forma de cubo, a la que se añadieron algunos elementos mínimos: seis taburetes rojos, una cinta y una tela elástica que fijada a la estructura servía para la producción de diversas formas. Y Fabià Puigserver vistió a los actores con trajes de marinero de Primera Comunión y a las actrices con trajes de novia.

El contraste entre la abstracción de la escenografía y lo referencial de los figurines, no obstante extraños al ser vestidos por actores adultos, se repetía en el contraste entre la abstracción de la estructura musical y la referencialidad de algunas palabras, acciones u onomatopeyas, no obstante entorpecida por la repetición, la variación y la descontextualización. Otro contraste fundamental es el que se produce entre la corporalidad de los actores y la visualidad geométrica de la escena: la precisión del cubo y los elementos se transmite al movimiento de los actores, que quedan sometidos, como observa Saumell, a esa “ordenación cartesiana”, característica de los espectáculos de Boadella, conseguida mediante el dominio físico y la precisión en el dibujo de la figura y de la acción. (Saumell 2001: 175)

A pesar del énfasis en lo visual y lo rítmico, la intención de Boadella, según él, no era la de hacer un espectáculo abstracto o puramente formal. “Partimos de la base de que detrás de cada cuerpo hay un individuo con el compromiso de aportar los aspectos más íntimos de su óptica personal sobre el mundo que le rodea” (Racionero 1987: 79) Sin embargo, ni siquiera para él mismo fue suficiente esta justificación, y años más tarde confesaría: “Yo siempre he dicho que Mary d’Ous era una gran trampa. Se trataba de ver si se podía aguantar alguna cosa encima de nada.”

La reacción de Boadella contra sí mismo fue clara: al formalismo de Mary d’Ous siguió una propuesta eminentemente narrativa, Alias Serrallonga (1974), en la que se recuperaba la historia de un bandolero del siglo XVII. Boadella y Puigserver, creador del espacio escénico, se hacían eco en este espectáculo de espectáculos narrativos en espacio múltiple que en los últimos años habían triunfado en Europa, como 1789 del Théâtre du Soleil o el Orlando Furioso de Luca Ronconi. Aunque la atención al cuerpo y a la imagen era máxima en estas propuestas, el modo en que ambos elementos entraban en la composición era por medio de la gestualidad, es decir, como elementos subsidiarios de un contenido dramático o narrativo que finalmente imponía su lógica.[12]

El camino abandonado por Boadella fue continuado por su escenógrafo, el arquitecto Iago Pericot, que con el Teatre Metropolitá exploró durante los setenta formas espectaculares basadas en los lenguajes del espacio, el cuerpo y la música. Con Duplopia (1974) había intentado crear un espectáculo a partir de un espacio, eliminando cualquier referencia externa, y dos años más tarde recurrió al Acto sin palabras de Beckett para repetir un experimento similar. La búsqueda de un teatro de imágenes de Pericot daría sus frutos algo más adelante, en espectáculos como Rebel Delirium (1978), presentado en una estación de metro de Barcelona, y Sinfonic King Crimson (1981), en el recuperado Teatre de la Caritat.

Como Pericot, Salvador Távora defendió un teatro de los sentidos, pero, a diferencia de aquél, no a partir del espacio y de la imagen, sino de la fisicalidad y la emoción. Su colaboración con Juan Bernabé en Oratorio y su participación con este espectáculo en el festival de Nancy, le sirvieron para descubrir una teatralidad hasta entonces desconocida y la aceptación que esas formas escénicas no basadas en la palabra, sino también en la música y en las posibilidades expresivas del cuerpo, estaban encontrando en ese momento en Europa. Estimulado por ello, y para continuar la labor de Bernabé, fundó en 1971 La Cuadra de Sevilla. Távora. Su intención era crear un teatro “sinfónico”, no a partir del espacio y de la imagen, sino de la fisicalidad y la emoción.

Quejío, su primer espectáculo (firmado, como Oratorio, también por Jiménez Romero), se construyó en torno al gesto básico que visualizaba el “¡ay!” propio del cante jondo.[13] Luces de candiles que proyectaban sombras vacilantes sobre el fondo, cadenas y sogas que oprimían los tobillos y los puños de los actores, esfuerzo físico, austeridad, objetos asociados al trabajo y a la muerte (guadaña, horca, hoz), cantes oscuros… El único recurso escenográfico: un bidón lleno de piedras, amarrados al cual bailaban los actores, intentando inútilmente desplazarlo. Los diez rituales en que estaba dividido el espectáculo correspondían a diez diferentes palos de flamenco que servían para desgranar por medio del baile y el cante la memoria del sometimiento y la pobreza.

Los palos (1975) fue el siguiente espectáculo de La Cuadra. El bidón fue sustituido por ocho pesados palos de madera que dificultaban los desplazamientos de los actores y que en la escena final conformaban una especie de parrilla que los intérpretes soportaban sobre sus hombros. Pese a la presencia referencial de García Lorca, Los Palos siguió siendo un espectáculo fuertemente anclado en la música y el trabajo físico, en el esfuerzo, incluso en el riesgo real, algo que Távora mantuvo en Herramientas, donde por primera vez aparecía una máquina: una hormigonera que, como el bidón de Quejío, ocupaba el centro de la escena. La confrontación del cuerpo sufriente con la máquina desencadenaba el drama, no apoyado en palabras, sino surgido de un conflicto físico que probablemente habría satisfecho a Artaud.

En sus tres primeros espectáculos, Távora había mantenido una carga expresiva muy alta, que impedía el cierre del espectáculo en cuanto tal. La implicación física y emocional de los intérpretes situaba el trabajo de La Cuadra en los límites de lo celebrativo y lo teatral, en ese punto de equilibrio entre la experiencia única y la repetición, conseguida gracias al mantenimiento de muchos elementos propios del tablao flamenco. Con Andalucía amarga (1979) dio el paso definitivo hacia lo teatral. Es cierto que Távora concebía este espectáculo como un “poema físico y sonoro”, pero lo poético no se opone en este caso a lo teatral, sino a lo dramático-verbal. Según Salvador Távora el ejercicio dramatúrgico no debería ser previo a la aparición de los elementos sensibles, sino posterior, y desarrollarse como una ”ordenación poético-dramática de cuantos elementos de comunicación tengan la capacidad de conmovernos“ (Távora, 1991, 12). Lo que Távora defendía era la posibilidad de un teatro basado en el ritmo, en la intuición, en la acción física, en la efectividad de los sentidos, un teatro que comenzara en el cuerpo del actor-creador y afectada de forma inmediata al cuerpo del espectador. Pero “Andalucía amarga” ya no era una acción musicada o un recital actuado, sino una construcción teatral muy conscientemente diseñada en la que Távora refundía el trabajo realizado en los tres espectáculos anteriores. “Todo mi afán desde que comencé a dedicarme a esta forma teatral -declaraba Távora en 1979-, es hallar un lenguaje escénico propio que comunique directa y plenamente a toda clase de público, aun superando las barreras del idioma” (Martínez Velasco, 1988: 44).

El dispositivo escénico, dividido en tres espacios, reflejaba esta voluntad sintética: un primer escenario servía para mostrar el mundo de la Andalucía profunda (Quejío); el segundo escenario, en el otro extremo de la sala, soportaba una excavadora, representación del mundo del trabajo, lugar de llegada, inhóspito, destino de la emigración (Herramientas); entre ambos, una pasarela flanqueada de velas, evocación de la semana santa, pero también del dolor del pueblo (Los Palos). “Távora -observaba Francis Chenot- ha querido presentarnos esa emigración desde el interior, a lo largo de un extraño ceremonial, doloroso, lleno de gestos de alienación, pero como sublimado por el cante y el baile, aunque transmitan antiguos temores el necesario exilio, el pan duramente ganado” (Gómez 1988 a: 26)

El cuerpo grotesco

Lo que dotaba de gran intensidad a los espectáculos de La Cuadra era la capacidad de expresar el dolor y la opresión de un pueblo por medios puramente sensibles en un momento en que a nivel nacional comenzaba a producirse el desmoronamiento del régimen franquista. La fuerza de aquellos cuerpos doloridos, atravesados por el lamento flamenco y sometidos a la tortura de las máquinas, podía ser leída como el impulso liberador que desde las raíces de la cultura se enfrentaba a las tentativas de perpetuación de la tiranía. La apropiación de materiales de la cultura popular y de la vida cotidiana para su conversión en recursos espectaculares encontraba justificación en la necesidad de llevar al centro de la cultura la expresividad de aquellos que desde la marginalidad carecían de capacidad operativa, pero eran capaces de aportar un potente arsenal simbólico.

La agonía del régimen franquista permitió que en España perviviera durante los años setenta una resistencia política e ideológica que se manifestó en la actividad grupos de teatro independiente, como Los Goliardos, Tábano, el Teatro Universitario de Murcia o Esperpento, que elaboraron sus propuestas en colaboración con dramaturgos contemporáneos que desarrollaron un nuevo realismo crítico, con otro tipo de resistencia que vehiculó formalmente su critica mediante un énfasis en lo corporal y en lo anárquico de la teatralidad celebrativa o festiva. Si los cuerpos plásticos y rítmicos de La Cuadra se cargaron de contenido político, nada menos podía ocurrir con los cuerpos carnavalescos de Els Comediants, que, también en un intento de apropiación de la cultura popular mediterránea, se lanzaron a la calle con intención de ocuparla.      No hay que olvidar que en los años sesenta la recuperación de la calle había sido entendida como una estrategia de liberación frente a la imposición de quienes negaban al ciudadano o al espectador la posibilidad de respuesta. Reflexionando sobre lo opresivo de los media, Baudrillard, que siempre reconoció su deuda con los situacionistas, proponía una nueva atención a las actividades discursivas de la calle: “La calle es, en este sentido, la forma alternativa y subversiva de los medios de comunicación de masas, ya que no constituye, como estos últimos, un soporte objetivo de mensajes sin respuesta, un sistema transmisión a distancia.” (Baudrillard, 1972: 44) Según Baudrillard, en la calle aún sería posible el intercambio simbólico común en las sociedades primitivas, un intercambio que sólo podía producirse entre los grupos marginales de la sociedad y en el que creía reconocer un potencial subversivo.

Numerosos colectivos escénicos compartieron el diagnóstico de Baudrillard e hicieron de la recuperación de la calle en cuanto espacio comunicativo una estrategia subversiva. Así, surgieron propuestas tan distintas como la fuertemente politizada del Bread and Puppet en Estados Unidos, la vía antropológica del Odin Teatret o el teatro del oprimido de Augusto Boal. Para Boal, el redescubrimiento de la corporalidad del espectador constituía la inversión de la operación original que había transformado la fiesta en teatro.

Al principio -escribía Boal en 1974- el teatro era el canto ditirámbico: el pueblo libre cantando al aire libre. El carnaval. La fiesta. Después, las clases dominantes se adueñaron del teatro y construyeron sus muros divisorios. Primero, dividieron al pueblo, separando actores de espectadores: gente que hace y gente que mira: ¡se terminó la fiesta! Segundo, entre los actores, separó los protagonistas de la masa: ¡empezó el adoctrinamiento coercitivo! (Boal, 1974, 13).

La suplantación del carnaval por el teatro había sido uno de los temas desarrollados por Brossa en sus “Normas de mascarada”. Desde una perspectiva muy distinta, Mijail Bajtín se ocupó de él en su célebre ensayo sobre Rabelais. Al carnaval, que Bajtín definía como “segunda vida del pueblo”, “su vida festiva”, síntesis de todas las formas de ritos y espectáculos cómicos de la Edad Meda, se opondrían las fiestas oficiales (tanto las de la Iglesia como las del Estado feudal), que “no sacaban al pueblo del orden existente, ni eran capaces de crear esta segunda vida”. En el primero primaría el “cuerpo grotesco”, a propósito del cual el escritor ruso observa: “A diferencia de los cánones modernos, el cuerpo grotesco no está separado del resto del mundo, no está aislado o acabado ni es perfecto, sino que sale fuera de sí, franquea sus propios límites. El énfasis está puesto en las partes del cuerpo en que éste se abre al mundo exterior o penetra en él a través de orificios, protuberancias, ramificaciones y excrecencias tales como la boca abierta, los órganos genitales, los senos, los falos, las barrigas y la nariz.” (Bajtín, 1946: 30)

En España, la imagen del cuerpo grotesco, del cuerpo festivo y carnavalesco aparece asociada a Comediants. Los integrantes de este grupo se habían conocido en el Grup d’Estudis Teatrals d’Horta y el taller del Sac y su primer espectáculo, Non plus plis (1972) se había ensayado por las noches en el mismo lugar donde Els Joglars ensayaba aún por las mañanas Mary d’Ous y donde Albert Boadella, María Aurelia Capmany, Xavier Fàbregas y Albert Vidal daban clase por las tardes: la escuela de Estudis Nous de la calle Aribau.

Frente al cuerpo preciso, perfectamente colocado en su imagen, de Els Joglars, Comediants redescubrían el cuerpo gozoso, barroco y festivo. Frente a la profundidad de la “Andalucía amarga” de los lebrijanos, exhibían la vitalidad mediterránea, la cultura de la calle y el carnaval. En Non plus plis, observaba Moisés Pérez Coterillo, estaban ya prefiguradas muchas de las constantes mantenidas por Comediants a lo largo de sus primeros quince fecundos años: la necesidad de reintentase el espacio escénico; la fiesta mediterránea con su cortejo pólvora, música y cabezudos; la oscilación entre la euforia festiva y los registros graves de cierta trascendencia metafísica; la participación activa del espectador, la proposición de un juego para adultos-niños. (Pérez Coterillo, 1987: 59)

La propuesta de Els Comediants carecía de la intencionalidad explícitamente política del Bread and Puppet, de la profundidad y pretensiones antropológicas del Odin Teatret, de las preocupaciones dramatúrgicas del Footsbarn Travelling Company o de la solidez narrativa y espectacular del Théâtre du Soleil (grupos todos ellos con los que mantuvieron estrechas relaciones). La suya era una opción mucho más lúdica, anclada en la sensibilidad mediterránea y determinada por la voluntad de distanciarse de las reglas que habían conducido al cuerpo moderno, al cuerpo urbano, aniquilando la espontaneidad y la naturalidad del cuerpo “grotesco”.

Durante la década de los setenta, Comediants, practicó un teatro festivo y de calle, en versión infantil (Catacroc, 1974), espectáculo-taller (Moros i cristians, 1975), espectáculo “de azotea” (Plou i fa sol, 1976) o baile tradicional (Revetlla o ball per a tothom, 1978). Muy influidos por Lecoq, en cuya escuela de París estudiaron Joan Font, Anna Lizaran e Imma Colomer, los Comediants supieron encontrar rápidamente sus propios métodos de trabajo, vinculando la enseñanza del mimo a la del clown, las máscaras y prótesis y los elementos tradicionales y festivos. El “cuerpo poético” de Lecoq se transformó en los espectáculos de Comediants en un cuerpo “prometeico, ávido de gozo”. Según Saumell, el gozo sirve como “instrumento polivalente de la acción, como catalizador de las reacciones con el público y como medio de liberación colectiva”, en tanto “los actores positivan la ambivalencia del deseo, contenido y reprimido secularmente” (Saumell 2001: 272).

En 1978, Comediants alcanzó un punto álgido con la producción de Sol Solet. La producción del mismo coincidió con un momento de optimismo en la transición política española, recién aprobada la nueva Constitución democrática. Tal confianza se veía reflejada en un espectáculo que comenzaba en la calle, introducía a los espectadores en un teatro en el que eran envueltos por el desarrollo de una narración escénica que recurría a multitud de registros y que se apropiaba en su totalidad del espacio, y concluía nuevamente en la calle con una invitación a la participación en una fiesta. El espectáculo, escribía Pérez Coterillo, era “como un viaje, como un sueño, como un inmensa caja de juguetes, pequeños trucos, diminutas sorpresas […] como estar sentado delante de un viejo y acariciado libro de cuentos de la infancia pasando sus hojas ávidamente, devorando las sorpresas, haciendo propias las aventuras” (Pérez Coterillo 1987: 67) A partir de una anécdota mínima (el viaje del sol a lo largo del día y su conflicto con el mal tiempo), Comediants construía un espectáculo desbordante de imaginación recurriendo a una multitud de medios escénicos circo, pantomima, farsa, teatro de sombras, títeres, guiñol, acrobacias, mascaradas, equilibrismos…

El cuerpo indisciplinar

El interés de artistas visuales, músicos y poetas por el medio escénico se remonta a la época de vanguardias. Sin embargo, a partir de los años cincuenta, ese interés dará lugar a espacios autónomos que, incluso, llegarán a ser considerados en determinados momentos como medios artísticos específicos. En España, el pionero en este tipo de prácticas escénicas fue el poeta Joan Brossa, quien ya en la década de los cuarenta, concibió sus primeras piezas y acciones posteatrales. Sin embargo, fue en la década de los sesenta cuando estas propuestas alcanzaron una mayor resonancia pública.

La tensión antiespectacular, que en el ámbito de lo teatral condujo a prácticas escénicas que rechazaban la representación, el espacio teatral y la interpretación de personajes, en el ámbito de las artes plásticas llevó a un rechazo de la exposición museística y a una valoración de lo efímero. Paradójicamente, el mismo impulso que llevó a los artistas de teatro a abandonar su medio, condujo a los artistas visuales a explorar las posibilidades de la teatralidad. Apareció entonces una zona transdisciplinar, marcada por lo performativo, en la que se encontraron artistas visuales, músicos, poetas y actores.

En Madrid, los ecos del happening y las primeras manifestaciones del arte de acción se dejaron sentir en las obras del grupo zaj. Juan Hidalgo, Walter Marchetti y Ramón Barce. Hidalgo y Marchetti habían contactado con David Tudor y John Cage en Darmstadt durante el IX Festival de Nueva Música y a partir de ahí su trayectoria creativa se vio fuertemente marcada por las ideas del artista americano. La primera presentación pública de zaj incluyó una versión del célebre 4’33” de John Cage a cargo de Juan Hidalgo y continuó con obras del propio Hidalgo, Marchetti y Barce en las que, según José A. Sarmiento, “el componente visual supera al sonoro” y el piano “es considerado fundamentalmente como un objeto no sonoro en un intento por lograr que la abstracción musical se haga visible” (Sarmiento, 1996: 16).

El abandono de Ramón Barce se vio compensado por la incorporación de otros músicos y artistas plásticos[14], entre ellos, Esther Ferrer, quien junto con Hidalgo y Marchetti formaría el núcleo estable de zaj:

a la cuestión “¿qué es zaj?”, responderé: / “zaj es zaj porque zaj no es zaj”, una frase de Juan Hidalgo, / o / “zaj es como un bar: la gente entra, sale, está; se toma una copa y deja una propina”, en el caso de que sea Walter Marchetti quien responde / o / “zaj es una posibilidad llevada a la práctica”, un “querer”, “un punto de mira”, en este caso soy yo, Esther Ferrer, la que responde. (Ferrer, 1993: 43) [15]

Entre 1964 y 1973, el grupo desarrolló una importante labor de agitación estética en un momento en que, a pesar de que llegaban a España algo más que ecos de las vanguardias internacionales, las realizaciones en pocos casos alcanzaban los límites de la radicalidad. Junto a la escritura, el arte postal y las acciones, los zaj organizaron una serie de presentaciones escénicas por las que deben figurar en este texto. Se trata de los conciertos zaj, herederos de las veladas futuristas o dadaístas tanto como de las acciones y “happenings” neoyorkinos, consistentes en una sucesión de acciones breves o “etcéteras”, tal como los denominó Juan Hidalgo. Los “etcéteras” eran fragmentos cotidianos ofrecidos al público fuera de su contexto, a través de gestos, desplazamientos, frases escritas, silencios y exhibición de objetos (Sarmiento, 1996: 17)[16]

En febrero de 1967 los zaj se presentaron en el teatro Beatriz de Madrid. La primera pieza, “Guillermo Tell” fue ejecutada por Tomás Marco: se sentó ante una mesa, enseñó una manzana, extrajo del bolsillo una navaja y, lentamente, la peló y se la comió. Walter Marchetti, en “Paralelo 40”, se quitó el cinturón, lo puso ante sí y tras varios minutos de contemplación, dio un paso al frente y pasó sobre él. El mismo Walter Marchetti interpretó “Composición”: se trataba de colocar todos los clavos de una caja sobre su cabeza, con la punta hacia arriba. En “A Camel Strip-tease”, Juan Hidalgo, con sortijas y antifaz, desnudaba suavemente una cajetilla de Camel. Y en “Sangre y champaña” extraía de su pulgar una gota de sangre, la mezclaba con champaña y brindaba al público. Cada una de las acciones de los zaj eran coreadas por el público, entre el escándalo, la indignación, la burla y el insulto. Muchos espectadores abandonaron el teatro pocos minutos después de que se iniciara el espectáculo y pocos fueron los críticos que supieron valorar y contextualizar la propuesta zaj. El rechazo de este tipo de propuestas en España no impidió, sin embargo que el grupo estuviera presente en numerosos encuentros y festivales internacionales, como el Prospect 69 (Fluxus) en Düsseldorf, la Documenta 5 (organizada por Harald Szeemann) en Kassel, o visitara con sus acciones Estados Unidos y Canadá de la mano de John Cage.

La influencia de Cage y Cunningham se hizo también sentir en Barcelona. La presentación de ambos creadores en la ciudad condal animó a Joan Brossa a escribir una nueva serie de piezas para danza, a las que denominó Troupe. Se trata de un conjunto de dieciocho obras, en las que, a diferencia de lo que ocurría en Normes de mascarada, hay muy poco baile propiamente dicho y la escenografía, es reducida al mínimo. Conectan con la poesía escénica de los años siguientes, que se podría englobar bajo la categoría de teatro “irregular” (un término, según Brossa, sugerido por el crítico italiano Valerio Riva, para aludir a un teatro de investigación frente a los géneros teatrales convencionales o teatro “regular”) (Brossa, 1983: 7), y que incluiría tanto el fregolismo como los “strip-tease”. El personaje de Frégoli[17], célebre transformista italiano que se presentó en diversas ocasiones en Barcelona a principios del siglo XX, inspiró a Brossa los “monólogos de transformación” (1965-66). En él veía el poeta un heredero de la commedia dell’arte, que a su vez había sintetizado la herencia del carnaval, y un apoyo para construir un teatro que recuperara lo carnavalesco y se liberara de lo literario.

Él mismo inventa el argumento la composición y los mínimos detalles escénicos que las piezas que interpreta. Frégoli es el autor y nadie lo puede imitar, porque sólo él conoce todos los recursos de su genial talento […] mimo, bailarín, cantante, acróbata y prestidigitador. (Brossa, 1983: 154)

A Brossa, como algunas décadas antes a Marinetti, Léger, Foregger, Maiakovski o Moholy-Nagy, le interesaba la concreción de la actuación del artista de variedades, su renuncia a la ficción y a la incorporación de un personaje, el juego inmediato del propio cuerpo: “En el music-hall el actor es un artesano que hace sus habilidades […] el ejecutante no finge, hace algo muy concreto, como en el circo […].” (Brossa en Mesalles, 1981). La negación de someter el cuerpo a la ficción es descubierta por Brossa como una actitud molesta para el público burgués, que se siente más cómodo bajo la protección del teatro literario y trata de mantener en la periferia o en la marginalidad al teatro de variedades, una y otra vez rescatado por poetas, pintores y actores para introducir en los escenarios de la gran cultura un impulso transformador.

Este interés por el teatro de variedades condujo a Brossa igualmente a la escritura de una serie de “strip-tease”, inspirados en algunos espectáculos a los que asistió en Francia, en un intento de dotar de contenido poético o crítico a aquellas celebraciones del desnudo femenino. Brossa supo potenciar la dimensión subversiva del desnudo (adelantándose a los trabajos más radicales del Living Theatre o al arte de acción feminista), utilizando el “strip-tease” para atacar a los estamentos militar o religioso, dominantes en la sociedad española del momento, o para componer un poético “Homenatge al Vietcong”.

La última modalidad de subversión escénica ideada por Brossa en estos años fueron las acciones musicales realizadas en colaboración con Mestres Quadreny, Anna Ricci y Carles Santos. Con Quadreny, Brossa había colaborado ya en 1957 (El Ganxo) y con Quadreny y Ricci en 1959 (Tres cançons de bressol), aunque las obras más significativas son las producidas entre 1962 y 1968: Satana (1960), Concert, en tres temps, per a representar (1964), Conversa (1965), Tríptic carnavalesc (1965), Suite bufa (1966), Concert irregular (1967), Satanel.la, Recital de flauta y Recitàlia (1968). En todas ellas se planteaba una modificación de las relaciones música-texto, que se veían afectadas por el protagonismo de la acción. Los compositores e intérpretes jugaron con el sonido y con los propios instrumentos del mismo modo que el poeta había jugado con las palabras y los elementos de la escena. La corporalidad se introdujo en las acciones musicales gracias a Anna Ricci y Carles Santos, que intervinieron en varias de las piezas citadas y coincidieron en el histórico Concert irregular (acción en dos partes), dirigido por Pere Portabella y compuesto por Mestres Quadreny. En el programa de mano, el poeta, y el director y el músico declaraban la inutilidad del piano en la evolución de la música contemporánea, apostaban por la independencia de los elementos que confluyen en un espectáculo musical, defendían el protagonismo de la acción y sus potencialidades poéticas, manifestaban su intención de desmitificar el concierto tradicional, por medio de la acción escénica, siguiendo el modelo no del teatro dramático, sino del teatro irregular heredero de Frégoli y la comedia del arte (Planas, 2002: 261).[18]

La primera parte comenzaba con un “Homenaje a Leopoldo Frégoli” en que el pianista interpretaba una serie de piezas breves cambiando continuamente de vestuario hasta que la cantante le dispara con un revólver a modo de respuesta. A continuación se desarrollan una serie de secuencias que incluyen breves secuencias humorísticas, parodias, enmascaramientos, juegos objetuales, e incluso la participación de un espectador, que intercambiaba su puesto con el pianista en “La calor dels esquimals”. La segunda parte comenzaba con una especie de “strip-tease” (los intérpretes eran sorprendidos por el público en acciones preparatorias al concierto), al que seguían otra serie de secuencias en que se planteaban cuestiones metateatrales y metamusicales, de las que cabía derivar una crítica socio-política, que se hacía explícita en la última secuencia: el ya citado “Homenaje al Vietcong”. Se trataba, pues, de una síntesis de las preocupaciones estéticas y temáticas de Brossa, enriquecida por la aportación de sus colaboradores.

Pere Portabella y Carles Santos realizaron en esa misma época algunas películas que traducían al cine el espíritu experimental que Brossa había llevado al teatro desde los años cuarenta: L’apat, L’espectador, Habitació amb rellotge, La Llum y Conversa (1967) y Play-back (1970), una iniciativa que Carles Santos continuó tanto en el cine como en sus acciones musicales y escénicas. Fue él, sin duda, el que más lejos llevó la herencia brossiana, siendo capaz de insertarla en un discurso musical, plástico y corporal propio. Luis Téllez, testigo de la experimentación musical española, recuerda de la siguiente manera la trayectoria del compositor: “Inmerso en la música contemporánea, Carles Santos, que comenzó su carrera como pianista en 1961, en aquellos años se lavaba las manos en una jofaina sobre el teclado, en Water Music de John Cage, inflaba globos y disparaba tracas tras un biombo en la Visible Music de Dieter Schnebel, ascendía a una escalera y esparcía las hojas de la partitura sobre el público en Poême de Arturo Tamayo, arrastraba una banqueta desde las profundidades de la sala provisto de una soga descomunal tamaño en Piraña de Tomás Marco, barría serpentinas, liberaba palomas y regalaba pañuelos en el Concert Irregular y ejecutaba trozos pianísticos de increíble dificultad en cualquiera de estas obras, amén de realizar, con asombrosa perfección, estrenos de músicas puras que exigían un virtuosismo notable.” [19]

Posteriormente, Santos fue miembro activo al Grup de Treball, una de las iniciativas más interesantes del arte experimental español. A este grupo, liderado por Pere Portabella, Carles Santos y Antoni Mercader, estuvieron vinculados casi todos de los artistas conceptuales catalanes.[20] Sus intenciones eran políticas: se trataba de reflexionar sobre la inserción social del artista y eludir la mercantilización del objeto artístico.[21] El propio Carles Santos, en el texto de presentación del Grupo para “Informació d’Art Concepte” (Banyoles, 1973), denunciaba el funcionamiento del arte como “fenómeno superestructural de producción elitista” y rechazaba del objeto de arte como valor de cambio, al tiempo que mostraba la voluntad del grupo de informar sobre el proceso de realización y de provocar la autorreflexión, la “sensibilización del espectador pasivo” y estimular su participación. (Díaz Cuyas: 72)

Las intenciones del Grup de Treball eran muy parecidas a las de zaj, especialmente en lo referido a la estimulación del público. Según Esther Ferrer, zaj convertía al espectador en actor, asumiendo el artista la función de espectador: “Aunque se escape, aunque intente impedirlo, ESTÁ dentro de ZAJ en el momento en que ZAJ se presenta ante usted” (Ferrer, 1993: 45). Un claro ejemplo de estas propuestas-trampa, tal como las concebía Ferrer, es la famosa “silla zaj”, en cuyo respaldo puede leerse la siguiente invitación al público: “siéntese en la silla y permanezca sentado hasta que la muerte les separe”.

Posteriormente, Esther Ferrer, especialmente a partir de su traslado a París en 1973 comenzó a realizar una serie de acciones en solitario, en el marco de lo que en esos años se denominó “arte corporal”, con las que fue definiendo un discurso estético personal, caracterizado por la sencillez y la claridad. A Ferrer le interesaba investigar sobre el cuerpo en relación con el tiempo y el espacio; por ello recurrió en sus acciones a objetos sin significación propia, objetos cotidianos y banales, como sillas, cuerdas o cinta adhesiva… No se trataba de construir piezas espectaculares, sino de trabajar con la desnudez del cuerpo, los objetos y el espacio con el fin de provocar la reflexión del que mira.

El desnudo en las acciones de Esther Ferrer no tenía una finalidad expresiva; al contrario, ella practicaba una neutralidad interpretativa, una casi indiferencia hacia la acción que volcaba el interés sobre la acción en sí misma. De hecho, Ferrer ofrecía sus acciones al espectador, en algunos casos para que colaborara en ellas como parte de un grupo; en otros, para que las practicara en solitario. Así, Íntimo y personal (1971-1975), en contra de lo que el título pudiera sugerir, se presentaba como una invitación irónica a medir el propio cuerpo (desnudo o vestido) en público. La acción de tomar medidas, realizada por los dadaístas en los veinte y por los conceptuales en los setenta, era retomada por Ferrer aplicándola al cuerpo. En tanto los dadaístas tomaban medidas del escenario o los conceptuales de diferentes espacios, Ferrer tomaba medidas inútiles del cuerpo (fuera el suyo propio o el de otra persona) sobre el que eventualmente podían ir apareciendo números grabados y sobre el que se podía escribir finalmente con letras adhesivas el título de la pieza. (Ferrer, 1997: 68)

La vinculación del cuerpo a la medida aparece también en Perfiles, una acción-instalación consistente en el dibujo sobre la pared de la silueta de una persona o animal o cosa a tamaño natural. A partir de esta primera silueta, se va reproduciendo el mismo perfil cada vez a mayor tamaño, hasta que el dibujo excede los límites de la pared y se expande por toda la sala. Este juego con las dimensiones del cuerpo y el espacio, presenta ciertas similitudes con algunas acciones realizadas por Robert Morris o Bruce Nauman en la década anterior. Column y Untitled (Standing Box) (1961), de Morris, proponían la creación de objetos-hueco cuyo interior reproducía las dimensiones del cuerpo del artista (en ocasiones presente). Nauman, por su parte, realizó entre 1966 y 1967 diversas obras a partir del volumen o las dimensiones de su cuerpo.[22]

Recuperando esta idea y en paralelo a las acciones de Esther Ferrer, un miembro del Grup de Treball, Jordi Benito presentó durante el encuentro “1219 m.” celebrado en Vilanova de la Roca en 1972 Nomenclatura, una acción consistente en escribir sobre la propia piel los nombres de todos los elementos de que se compone el cuerpo humano (nariz, oreja, dedo, etc.). Ese mismo año Benito realizó otra serie de acciones en la Caixa de Pensiones de Barcelona, basadas en la idea de transformación, como fundir hielo con la mano, romper una piedra y colocar los pedazos en bolsas o suprimir el sonido tapándose las orejas, etc.

Lo lúdico desempeñaba una función básica en el trabajo de artistas como Brossa, Hidalgo, Santos y Ferrer. Las reflexiones sobre el azar y la utilización de procedimientos aleatorios, que en Cage tenían una componente filosófica y en Cunningham una orientación científica, fueron retomadas por los conceptuales españoles desde una perspectiva poética y lúdica. Lo lúdico estaba asociado en sus obras de forma inmediata a un factor liberador de la pulsión: a lo que se recurría no era al modelo del juego reglado (que había ocupado las reflexiones de Huizinga en los treinta), sino al modelo del juego infantil, el juego que carece de reglas o que se rige por reglas muy elementales. En tanto liberador de la regla y del lenguaje, lo lúdico, junto con lo erótico (en sentido real o figurado, como propone Sontag en “Contra la interpretación”), fue una de las manifestaciones de la rebeldía estética, social y política de los sesenta, con derivaciones en los setenta, y ocupó el lugar que lo dialéctico había ocupado en el pensamiento revolucionario de los veinte.

El cuerpo sonoro

La voz se convirtió en los setenta en lugar de encuentro de artistas experimentales con muy diversa trayectoria. Por una parte, las investigaciones sobre los resonadores iniciadas por Grotowski a partir de los “chacra” indios, adquirieron autonomía en algunos de sus discípulos directos o indirectos y se cruzaron con las propuestas de Roy Hart, continuador de las enseñanzas de Alfred Wolfsohn. Este judío alemán había quedado impresionado por los gritos de un soldado moribundo durante la Primera Guerra Mundial. Aquellos sonidos insólitos le llevaron a la suposición de que la voz humana era capaz de registros insospechados, y que tales registros correspondían a facetas ocultas del individuo. Wolfsohn había intuido algo que ya los taoistas habían formulado: la idea de la voz como elemento creador, la idea del individuo como vibración… Pero, a diferencia de lo que más tarde haría Grotowski, no recurrió a técnicas orientales, sino a la exploración de un instrumento tan occidental como el piano, cuyo cuerpo (de madera) servía de reflejo del cuerpo humano. Se trataba de averiguar si la voz humana sería capaz de alcanzar las ocho octavas del piano. Y lo consiguió.[23] Wolfsohn consideraba su trabajo como un modo de liberar la personalidad a través de la voz. Los paralelismos con el psicoanálisis eran evidentes y su discípulo, Roy Hart, estableció una conexión directa entre las investigaciones de Wolfsohn y las de Jung.[24]

Por otra parte, en el ámbito del ‘happening’ y el arte de acción, la tradicional complicidad entre música, danza y pintura se amplió al ámbito de la voz, permitiendo el desarrollo de una nueva idea del cuerpo en acción: el canto (inmaterial) y no sólo la danza (plástica) podía ser el modo de buscar la integración o la supersposición de las disciplinas artísticas. Así lo entendió Meredith Monk, quien desde el principio de su trayectoria pudo combinar el trabajo musical con el físico-escénico y aportó a la danza posmoderna un elemento más de experimentación: la voz. La investigación desarrollada desde 1964 por Monk en sus happenings, sus trabajos vocales y sus acciones coreográficas en lugares específicos dio lugar a mediados de los setenta a propuestas escénicas multidisciplinares, como Education of the Girlchild (1973) y Quarry (1976), en que el cuerpo (como voz y como movimiento) se situaba en el centro de un despliegue plástico-dramático afectado por las interferencias del movimiento, el sonido y la imagen fílmica. (Bentivoglio, 1990: 56)

La principal representante del teatro de la voz en España fue Esperanza Abad, quien, junto a Miguel Arrieta, lideró en los años setenta el grupo Can-non. cuyas producciones tuvieron gran incidencia en la siguiente generación de creadores escénicos. Se trataba de conciertos en los que interpretaban obras propias o escritas especialmente para ellos y espectáculos abiertos, como Aleph o Érase una vez o puede que dos, con fuerte dosis de humor, que presentaron indistintamente en contextos teatrales (el festival de Sitges) o musicales (el festival de Granada). Espectáculos en cuya construcción se partía de ideas y esquemas generales, que guiaban la composición de las acciones y la partitura.

Yéndonos (1974) fue un espectáculo fonético-musical, en su momento calificado como heredero directo del happening, que tenía como objetivo la “ampliación del campo de percepción”. En la segunda parte, “La cara”, se jugaba a partir de las diferentes impresiones que el rostro humano podía producir contemplado desde diversos ángulos. Se trataba de combinar la interpretación vocal con la transformación del rostro del intérprete como consecuencia de su sometimiento a diversos estímulos, situaciones o relaciones con otros intérpretes. El rostro se convertía así en sismógrafo de la transformación del ambiente escénico, producida mediante diversos medios- sonoro o musical, visual (diapositivas), verbal… “De este modo, el espectador estaba en disposición de ampliar su campo perceptivo, y de recoger si no todas, gran parte de las propuestas que la obra ofrecía” (García Santamaría, 1974: 31).

Prácticamente apagados los ecos de zaj (aunque Juan Hidalgo y Esther Ferrer siguieran ofreciendo conciertos, ejecutando acciones y produciendo otros tipos de obra visual), Can-non se convirtió en uno de los escasos refugios de la vanguardia escénica madrileña, nuevamente vinculada a la música. Cabría observar algún paralelismo entre las propuestas de Can-non y la de Meredith Monk. Pero el trabajo de Esperanza Abad estaba mucho más próximo a la línea iniciada por cantantes como Cathy Berberian, quien por medio de su colaboración con Luciano Berio, fue una de las responsables del redescubrimiento de lo orgánico por parte de la música contemporánea.

El redescubrimiento del cuerpo en el ámbito de la música había comenzado en los años cincuenta gracias a un nuevo entendimiento de la técnica vocal como “técnica del cuerpo”.[25] En contraste con el olvido del cuerpo que había afectado a la tradición lírica decimonónica, en la segunda mitad del siglo XX los compositores se interesaron por crear partituras para cantantes que no utilizaran meramente la garganta y el aliento, sino que hablara, se movieran, lloraran, rieran o bailaran. Esta nueva aproximación estuvo presente en la obra de compositores como John Cage, Luciano Berio, lannis Xenakis, Mauricio Kagel, Dieter Schnebel, Karlheinz Stockhausen, Pierre Boulez, Gyorgy Ligeti, Luigi Nono o Georges Aperghis, quienes apelaron “a zonas del cuerpo cuidadosamente reprimidas durante varios siglos: las cavidades, los órganos vibratorios, la materia de los músculos, los tendones, los nervios y el aire accionados por las pulsiones vitales y emocionales (Cohen-Levinas, 1993: 69).[26]

En contraste con el trabajo compositivo basado en la voz y en la imagen, desarrollado en estos años por Esperanza Abad y José Iges, y en paralelo al practicado por Roy Hart, que había concebido la técnica vocal como un medio de liberación de la persona, algunos artistas sin formación musical optaron simplemente por liberar la voz como expresión de una liberación de tipo moral o político. En 1976, Marina Abramovic propuso una serie de acciones de liberación: “Liberando la voz”, “Liberando la memoria”, “Liberando el cuerpo”. Se trataba simplemente de dejar que el cuerpo se moviera, que los recuerdos se articularan espontáneamente en palabras o los sonidos surgieran incontrolados de la boca. Eso sí, durante una hora sin interrupciones en cada caso- la liberación coincidía entonces con otro tipo de disciplina que nada tenía que ver con la técnica específica y sí mucho más con la inducción a cierto tipo de trance.

La utilización de la voz por parte de Carles Santos tenía sin duda más que ver con la liberación propuesta por Abramovic que con la propuesta por Wolfsohn, si bien compartía con Esperanza Abad su inscripción en el ámbito de la creación musical contemporánea y su sentido de lo lúdico. En Divertimento nº 1 en re mayor (1979), un “concierto espectacular” ofrecido por Carles Santos en el Gran teatro de la danza de México, el público asistió a la lectura literal de una partitura por parte de cuatro compositores (Manuel Enríquez, J. Gutiérrez Heras y Mario Lavista) que leyeron de principio a fin sus partes, exagerando la velocidad o lentitud de los tempos (el allegro era muy rápido y el adagio lentísimo), pero sin entonar. La entonación era sustituida por el énfasis gestual o intencional, que se derivaba exclusivamente del ritmo y no de la melodía.

La voz constituía para Santos un medio con el que dotar de corporalidad a la música, de implicarse físicamente en la composición y en la ejecución y, al mismo tiempo, propiciar, como proponía Abramovic, una liberación del cuerpo y del pensamiento. El cantante y percusionista David Moss, que colaboró con Santos en la grabación del disco Five Voíces (1989)[27], a la pregunta “¿por qué cantar?”, respondía subrayando la “fisicalidad del canto”:

Desde el momento en que una voz se desplaza fuera de su habitual campo de habla, el cuerpo cobra energía, cambia la forma de respiración y todo el peso del cuerpo comienza a redistribuirse, a equilibrarse y a redefinir su gravedad y sus relaciones. / Se trata simplemente del placer físico de cantar, de liberar el pensamiento, la voz y los músculos del cotidiano parloteo lineal y narrativo y sentir una nueva relación entre el pensamiento relampagueante y el resplandor de los reflejos. (Moss, en Ruvira, 1996- 36) 15

En 1981 Santos grabó en Nueva York su disco Voice Tracks, una recopilación de obras vocales interpretadas por él mismo, entre las que se incluían: To-ca-ti-co-to-ca-tá (1978), Cant Energétic (1979), La Sargantaneta (1980), Pepa (1980), Conversa (1980) y Autoretrat (1981). “Cuando comencé a trabajar con la voz -declara Santos- era la época en que todo el mundo podía hacer de todo, como decía Cage. Esto me interesó mucho. Bueno, por una parte creo que la voz, que siempre me interesó mucho, creo que es un instrumento excepcional y muy desaprovechado. Se hacen muchas menos cosas con la voz de las que se podrían hacer. Entonces me dio por trabajar con la voz. De todas maneras, se nota mucho que soy pianista. Yo creo que To-ca-tí-co-to-ca-tá es una obra de piano. Casi todo son obras de piano. Si hubiera sido otro tipo de instrumentista hubiera hecho otra cosa. Yo casi todo lo que hago lo hago sentado al piano: dejo de tocar y me pongo a cantar. Pero siempre tiene que ver con el piano.» (Santos, en Ruvira, 1996- 35)[28]

Sentado al piano, Santos canta, tararea, susurra, se lamenta, habla, aúlla, grita, juega con las palabras y con las sílabas en el tiempo del mismo modo que su amigo y maestro Brossa lo había hecho sobre el papel. Pero el compositor no sólo corporeiza con su voz la música que interpreta al piano, se implica plenamente con su acción, su pasión, su interacción con otros intérpretes o cantantes y proyecta un universo de asociaciones plásticas surgidas de la música.

En una película titulada La re mi la (1979) aparece sentado al piano interpretando una partitura repetitiva compuesta por frases musicales muy cortas. Casi en una réplica irónica a las irónicas caracterizaciones de Pazos, Santos interpreta cada una de las más de sesenta frases caracterizado de un personaje distinto, a quien corresponde un gesto facial propio. Algunos personajes son reconocibles: proceden del cine, de la ópera, la literatura o la historia. Otros son personajes cotidianos. Durante la película, a Santos se le ve como concertista, agricultor, anciana, Tenorio, romano, monja, bombero, Santo, mexicano, guardia civil, Brunilde, bailarina, mafioso, boxeador, motorista, Carmen Miranda, buceador, payés, Napoleón, aviador, albañil,, médico, buceador, Conde Drácula, rey mago, campesino, indio, cura, minero, bañista, dictador (Hitler / Franco), Cleopatra, turco, esquiador, astronauta, Groucho Marx, cardenal, mecánico… Uno de los personajes es él mismo con unos cascos de sonido escuchando su propia partitura, que en ese intervalo deja de sonar. Y el último es un hombre invisible, que da lugar a una escena vacía justo antes de la conclusión.

Todo surgía de la relación inmediata entre el cuerpo del pianista y el cuerpo de su instrumento. Algo que Santos ya dejó bien claro en Anem, anem a volar (1982), un vídeo dirigido por Manuel Esteban, en que se le veía empujando un piano de cola sobre el que yacía una mujer vestida de rojo. Santos empuja con gran esfuerzo su piano desde el puerto de Barcelona, por las calles de la ciudad, ajeno al tráfico que lo rodea, hasta un lugar cerrado en que la mujer entra en acción y acosa al músico mientras éste se esfuerza en interpretar una partitura.

La secuencia mujer-piano sería recurrente en la producción posterior de Santos y es significativa de esa relación física que el compositor concibe con su instrumento. La mujer, como el piano, aparecía al mismo tiempo como objeto de deseo y sujeto de dominación: Santos se dejaba acosar, torturar por la mujer mientras se entregaba a la música. El placer inmaterial iba íntimamente unido al placer físico y al sufrimiento que todo disfrute comporta. Así, Santos radicalizaba las exploraciones de otros músicos contemporáneos empeñados en buscar la continuidad entre su instrumento y el propio cuerpo[29], hasta el punto de dramatizar esa relación y concebirla como una relación de pareja, marcada por la “fidelidad”, pero no por ello menos “visceral, física, sensual, erótica e incluso pornográfica”.[30]

Notas

  • [i] El tema de la duplicidad de la mujer (su imagen escénica y su imagen real) es de origen simbolista, y se encuentra en numerosos textos de Nerval, Villiers de l’Isle Adam o Rodembach. En su guión La mano feliz, también Schönberg desarrolla, mínimamente, un argumento similar al de Ramón, aunque sin el contexto teatral de La bailarina.
  • [ii] Estos apuntes tuvieron continuidad durante sus vacaciones de verano en Dunmow, Essex; en este caso, el fondo lo proporcionaban los campos de maíz ondulados por el viento, y las figuras alternativas a Elena, los niños entregados a juegos tradicionales o los bailarines de Morris. (Craig, 1983: 161-162)
  • [iii] En la puesta en escena de su obra Asesino, esperanza de las mujeres (Viena, 1907), Oskar Kokoschka recurrió a una gestualidad estilizada, una violenta acción física, danzas tribales y elementos escénicos (antorchas, tambores…) que sugerían una “atmósfera salvaje”. “Mis actores -escribió Kokoschka- no fueron acróbatas, pero aun así, sabían correr, saltar, permanecer de pie y caer mejor que ninguno de los actores del teatro burgués que a menudo necesitan un cuarto de hora para tenderse y morir.” (Innes, 1981: 118)
  • [iv] “Hitler -observa Sloterdijk en su libro Desprecio de las masas- parecía llevar de nuevo a los suyos a una época en la que gritar todavía servía para algo. Desde este punto de vista, fue el artista de acción más exitoso del siglo” (Sloterdijk, 2000: 25)
  • [v] Eduard Planas ha estudiado exhaustivamente la poesía escénica de Brossa, poniendo de relieve la radicalidad de una propuesta que en su momento fue marginal (y sigue siendo muy desconocida) a pesar de adelantarse a algunas de las grandes innovaciones de la escena de los años cincuenta y sesenta. Véase Planas, 2002.
  • [vi] “Quan veig una acció d’aquestes abans de trobar-li el significat, m’agrada per ella mateixa, el lloc que té, la metamorfosi que representa, no pel sentit final, sinó per l’acte aquest de… jo tot això no ho faig amb la mentalitat de professor, sino amb mentalitat de poeta; és clar, hi ha un rerefons vivències que has tingut. El punt de partida és la necessitat de fer una cosa. El significat psicològic o intel-lectual ve després; de moment muntar una acció.” (Brossa en Planas 2002: 82)
  • [vii] Véase la crítica de J.A.L. “En el Candilejas”, El noticiero universal, martes 5 de mayo de 1959.
  • [viii] Véase el relato que Boadella hace del proceso de ensayos en sus memorias (Boadella, 2001: 185-6)
  • [ix] El rechazo de lo intelectual en el arte fue, pese a Boadella, uno de los rasgos definitorios de la nueva vanguardia que alumbró en los sesenta. Tal rechazo quedó explícitamente formulado en el conocido ensayo de Susan Sontag, “Contra la interpretación”, en el que definía la interpretación como “la venganza que se toma el intelecto sobre el arte” y calificaba la actitud hermenéutica como “reaccionara”. Sontag proponía entonces una “erótica del arte”, una activación de los sentidos: “debemos aprender a ver más, a oír más, a sentir más.” (Sontag, 1964: 30 y 39)
  • [x] El “actor patético” tenía que transmitir con su gesto aquello que el dramaturgo no había alcanzado a verbalizar, ya que las palabras resultaban insuficientes para la formulación de lo espiritual, algo sólo reservado a la conjunción del cuerpo y el ritmo. Pero el cuerpo expresionista no es sólo un cuerpo gestual, sino un cuerpo que trata de ampliar su expresividad mediante maquillajes violentos, prótesis, máscaras y figurines que añaden tensión a las formas orgánicas. Mary Wigman, en cambio, fue capaz de alcanzar toda esa expresividad sin recurrir a elementos externos. “Sie setzte Expressionismus in Bewegung um”, escribió Kokoschka: puso el expresionismo en movimiento. Y, efectivamente, Wigman ocupa una posición ineludible en el desvelamiento de las posibilidades expresivas del cuerpo. Después de haber estudiado con Jacques-Dalcroze en Hellerau y colaborado con Rudolf Laban en Monte Verità y Ascona, Wigman, también influenciada por la pintura de su amigo Emil Nolde, compuso obras como Hexentanz (1914), Totentanz (1917) o las Ekstatische Tänze (1917). Wigman bailaba utilizando espacios muy restringidos, sin música, o bien con acompañamiento rítmico, y fue una de las primeras en utilizar el suelo. Para ella, la danza surgía de la vivencia, y podía volver a la vivencia en forma de cuentos o poemas con títulos como Los pies, El salto, El círculo o El espacio (Fritsch-Vivié, 1999, 53).
  • [xi] Resulta de gran interés la rememoración que Adolfo Marsillach hace del estreno de Marat-Sade en el Teatro Español el 2 de octubre de 1968: Marsillach, 1998: 308.
  • [xii] Según María José Ragué, éste fue, junto con Mary d’Ous, el mejor espectáculo de Joglars.(Ragué, 1996: 89).
  • [xiii] “Cuando diseñé mentalmente mi primer esquema escénico para construir un espectáculo teatral, sabiendo mucho de valores artísticos de comunicación y muy poco de valores literarios calificados de teatrales, en los momentos de desaliento, me apoyaba, para estimularme en el atrevimiento, en una frase que leí, no recuerdo en qué manifiesto artístico de las utopías comunistas en aquellas lejanas ilusiones del Proletkult ruso, que el futuro del teatro estaba en la mente y en las manos de los hombres que no eran del Teatro” (Távora, 1996: 27)
  • [xiv] Participaron en zaj en algún momento Tomás Marco, José Cortés, Manolo Millares, Manuel Cortés, Alberto Schommer, José Luis Castillejo, Eugenio de Vicente, Ignacio Yraola, Alain Arias-Misson, Luis Mataix, Ramiro Cortés.
  • [xv] En los setenta, las propuestas de los zaj adquieren un carácter más teatral, desplazándose así del concepto de ‘happening’ al de ‘performance’. Ejemplo de ello son las acciones Tamarán (1974) de Juan Hidalgo o J’aimerais jouer avec un piano qui aurait une grosse queue (1975) de Walter Marchetti, ambas piezas recuperadas en el Teatro di Porta Romana en 1981. Es en Italia donde zaj desarrolló una actividad más intensa en la década de los setenta y donde colaboraron directamente con John Cage en la realización del happening El tren de John Cage (a la búsqueda del silencio perdido) en 1978.
  • [xvi] Esther Ferrer aporta algunos ejemplos de “etcéteras” ZAJ: “una botella y un vaso -algo que empleamos prácticamente todos los días- da lugar a una pieza de Walter Marchetti, / “Música para un vaso no muy grande” (“Arpocrate seduto sul loto”, 1968): / “una mesa, / una silla, / un vaso no muy grande, / una botella de cualquier bebida alcohólica de fuerte graduación y tal vez un sacacorchos. / Siéntese, destape la botella y con lentitud vierta íntegro su contenido en el vaso”, un secreto, todo el mundo tiene uno e incluso varios en su vida, es el material de la obra de Juan Hidalgo, “EL SECRETO” / (“De Juan Hidalgo”, 1961/71), “VERSIÓN PARA 3 INTÉRPRETES / ACCIÓN / ante un público 1 cuenta EL SECRETO a 2 = 10 MINUTOS / 2 cuenta EL SECRETO a 3 = 10 MINUTOS / 3 cuenta EL SECRETO a 1 = 10 MINUTOS / 1 cuenta EL SECRETO a 2 = 10 MINUTOS / 2 cuenta EL SECRETO a 3 = 10 MINUTOS / 3 cuenta EL SECRETO a ? = 10 MINUTOS / (el esquema de este etcétera es semejante al del de la MÚSICA PARA SEIS CONDONES Y UN INTÉRPRETE VARÓN. Cinco acciones a realizar por un ESPONTÁNEO o, en el mejor de los casos, por NADIE) (Ferrer, 1993: 47)
  • [xvii] Leopoldo Fregoli (Roma, 1867 – Viareggio, 1936) se presentó como transformista en 1890 en el café concierto Esedra de Roma, donde obtuvo un éxito inmediato: su habilidad consistía en saber ejecutar transformaciones rápidas y completas de personajes, y recitar con pantomimas la parte de texto correspondiente a diversos personajes que intervenían en sus obras. Actuó en Barcelona en 1894, en el teatro Novedades en 1905 y 1907 y, por última vez, en 1922.. Sebastià Gasch escribió sobre él: “Fregoli encarnó a más de un millar de personajes de todos los géneros, tipos y especies. Fue el rey del truco, el emperador de la ficción, el zar de todas las sorpresas. Émulo de Proteo al asumir las más diversas apariencias, su personalidad tenía algo de alegre mito. Burlador de los escenarios, genio de la parodia y de la pantomima, fue uno de los ídolos populares de una época… Con Fregoli brotaban, llevadas a la escena, las primeras intuiciones de los temas de nuestro tiempo: el predominio de la acción, la rapidez, la velocidad… Y alborotó los dormidos escenarios con su travesura vertiginosa, con su imaginaria galería de espejos.” (Gasch, 1968)
  • [xviii] Véase un comentario más detallado en Cornago, 1999: 255-256. En el último capítulo de este libro, el autor analiza las propuestas fronterizas, categorizadas como ‘happenings’, entre las que incluye la aportación de zaj, la colaboración Brossa-Santos, Feliu Formosa y el grupo El Globo, el Teatre de l’Escorpí con Quiriquibú y el Mary d’Ous de Albert Boadella.
  • [xix] J.L. Téllez, “Narraciones extraordinarias”, texto inédito, citado en Ponce, 1999: 115.
  • [xx] Los orígenes del grupo habría que rastrearlos en el interés de una serie de artistas por el arte pobre, que se manifiesta a partir de 1971 en la Mostra d’art jove de Granollers y, sobre todo, en los Encuentros de Pamplona de 1972. La presencia de importantes figuras de la vanguardia internacional, como John Cage y David Tudor, Denis Oppenheim, Steve Reich y Martial Raysse, animó a un considerable grupo de artistas que en los años siguientes habrían de desarrollar en España el arte de acción: Isidoro Valcárcel Medina, Nacho Criado, Concha Jerez, David Nebrada, Benett Rosell, Esther Zargay, Paz Muro, José Antonio Sarmiento, Pedro Garhel y algunos de los futuros integrantes del Grup de Treball: Francesc Torres, Jordi Benito y Frances Abad. La publicación del libro de Simón Marchan, Del arte objetual al arte de concepto (1972) sirvió como marco teórico para amparar la experimentación artística de este momento. Y algo más, porque el propio Marchán intervino para presentar a cinco artistas españoles en la Documenta 5 de Kassel. F. Abad, J. Benito, R. Llimós y A. Muntadas presentaron el vídeo colectivo Transformaciones de un espacio y realizaron además una serie de acciones de medición de un campo de césped de 10 x 10m. frente al palacio de la Documenta: Abad lo rodeó con tiras de papel y completó su acción colocando una cruz de hilo negro casi imperceptible; Benito, desde los ángulos recorría minuciosamente toda la superficie con la mirada; Llimós con un mayot rayado la recorría haciendo marcha atlética, y Muntadas reconocía el terreno con el tacto, con las manos y los pies descalzos y olía y masticaba la hierba. (Díaz Cuyas: 20)
  • [xxi] El Grup de Treball se constituyó en 1973 a partir de la división de los conceptualistas en el encuentro “Informació d’art concepte 1973” en dos tendencias: una lingüistico-formal, liderada por García Sevilla, y otra más politizada, preocupada por la inserción social del artista y contraria a la consideración del objeto artístico como mercancía y en la que se encontraron los integrantes del Grup. Pere Portabella, Carles Santos y Antoni Mercader, núcleo ideológico del futuro Grup de Treball, redactaron una contundente respuesta a un escrito de Tapies en que polemizaba con el conceptualismo. Este fue el detonante para la constitución final del Grup de Treball, que se presentó en la V Universitat Catalana d’Estiu de Prada compuesto por Abad, Benito, Mercader, Muntadas, Portabella y Santos.
  • [xxii] Column consistía en una simple columna basada en la escala de su propio cuerpo, dentro de la cual Morris permaneció inmóvil durante tres minutos y medio. Untitled (Standing Box) era una caja de pino construida a medida para el cuerpo de Morris: “su cuerpo quedaba representado a través de la geometría de la caja y la figura se implicaba por medio de su ausencia” (Aznar, 2000: 44). También Bruce Nauman, como recuerda José Miguel Cortés hizo “uso de su cuerpo como materia escultórica en diferentes acciones. […] Todas ellas son piezas donde se exhiben partes fragmentadas del cuerpo del artista que, si por un lado, relacionan su obra con las piezas de Marcel Duchamp (Con mi lengua en la mejilla, 1959) o de Jasper Johns (Diana con vaciados de escayola, 1955); por otro, pueden esconder una solipsística obsesión consigo mismo, una especie de narcisismo creativo, centrado en la búsqueda de su identidad. Estas primerizas obras ya van a marcar algunas de las características fundamentales de su creación, van a manifestar una especie de conjunto incompleto, una fragmentariedad, un estado de devenir, un distanciamiento del propio cuerpo que recuerda la literatura de Samuel Beckett.” (Cortés, 1996: 140).
  • [xxiii] Marita Gunther relata su experiencia con Wolfsohn de la siguiente manera: “Fui a Inglaterra para buscar trabajo. No tenía proyectos de cantar. Me puse en contacto con un hombre llamado Alfred Wolfsohn. Empezando a hacer experimentos con la voz creyendo que la voz humana no está limitada a 2 octavas y puede extenderse hasta 4 ó 6; lo que significa que una persona no puede cantar con una sola categoría -como en mi caso de mujer canto alto o contralto-, una voz humana masculina o femenina puede cantar en toda la gama de sonidos e incluso puede cantar los más graves y los más agudos” (Salvat, 1974:128)
  • [xxiv] En su espectáculo Y (presentado en España en 1972), Hart había defendido la idea de la voz como nexo de unión entre las potencias intelectuales y el cuerpo y como medio para manifestar “la increíble capacidad humana para el sufrimiento, el amor, el asesinato, el odio, la envidia, la inocencia y la locura.” Y añade: “Esta voz desencadenada pudiera llamarse la expresión audible de los arquetipos de Jung, de las fuerzas opuestas en cada persona”: “una mujer descubre que posee las voces de un hombre, un niño recién nacido, sonidos guturales y de máquinas. Sin tratar de imitar, el estudiante, al investigar en áreas inexpoloradas del sentimiento y de la expresión, descubre sonidos que no podía producir antes, la sordera tonal desaparece y el registro de su voz se amplía de 3 octavas a ocho” (Salvat, 1974: 127)
  • [xxv] “Toute technique est technique du corps -observa Merleau-Ponty-. Elle figure et amplifie la structure métaphorique de notre chair. Le miroir apparaît parce que je suis voyant-visible, parce qu’il y a una réflexivité du sensible, il la traduit et la redouble. Par lui, mon dehors se complête, tout ce que j’ai de plus secret passe dans ce visage, cet être plat et fermé que déjâ me faisait supçonner mon reflet dans l’eau.” (Merleau-Ponty, 1985: 64).
  • [xxvi] Luciano Berio comenzó a trabajar sobre los recursos fonético-instrumentales de la voz en 1960 con su obra Círculos. En 1966 compuso para Cathy Berberian la Secuencia III, con un texto de Kutter. Cathy Berberian no era meramente una intérprete; según reconocía el propio Berio, Secuencia III “no fue solamente escrita para Cathy, sino sobre Cathy” (Berio, 1983: 125). El virtuosismo de Berberian no era puramente vocal: era corporal. Y la partitura de Berio no atendía únicamente a ese virtuosismo, sino al conjunto de la personalidad. “Pour arriver à contrôler un aussi vaste ensemble de comportement vocaux, Berio dut fragmenter le texte et le recomposer en unités non pas discursives mais musicales. Cathy Berberian dut inventer un comportement corporel “modulaire” où la mobilité du corps entre en synergie avec la mobilité syntaxique et sémantique” (Cohen-Levinas, 1993: 72)
  • [xxvii] Five Voices, Intakt Records, Zurich, 1989. Disco colectivo con Greetje Bijma,Shalley Hirsch, Anna Homler y David Moss. Incluía las piezas de Carles Santos: Tramuntana Tremens y Canto.
  • [xxviii] “En efecto -comenta Ruvira-, hay diferentes formas de generar texto para Carles Santos. Una de ellas resume un particular universo poético, que incluye palabras, fases, estrofas e historias que contienen una dimensión semántico-poética plagada de elementos surrealistas y Conceptuales. Pensemos en el tema principal de Tramuntana Tremens (“la tramontana, qué bestia és, aixeca pobles i arranca els meus cabells») donde mecanismos de sentido, como la Hipérbole, o meramente fonéticos, como la aliteración o la onomatopeya, están permanenternente presentes.” (Ruvira, 1996: 35-36)
  • [xxix] Entre ellos, cabría citar al trombonista Vinko Globokar, el contrabajista Stefano Escondanibbio o el saxofonista Daniel Kientzy (Ruvira, 1996: 28). Esteve Graset también se interesó por esta continuidad física entre el músico y su instrumento durante su trabajo con el flautista Luis Muñoz, para quien creó un concierto instalación titulado Fluidos (1987)
  • [xxx] Durante largos anos de convivencia, no privada de turbulencia y hastío, Carles Santos -observa Vicente Ponce-, ha pegado a su piano, le ha pisado las teclas, lo ha golpeado y cerrado la tapa, “lo ha acariciado con delicadeza, le ha puesto una soprano entre las cuerdas, lo ha tocado en alta mar o en la cúspide de un edificio, lo ha arrastrado por las Ramblas, lo ha festejado y estimado fielmente y también castigado con la infidelidad en una impetuosa relación que dura ya años y que atraviesa, como la rabia, la agitación, el amor, el odio y otras psicopatologías de la vida cotidiana, toda su vida artística” (Ponce, 1999- 123).