Yo creo que dentro de doscientos o trescientos años, la vida sobre la tierra será hermosa, mucho más hermosa que ahora.

Cuando Chéjov puso estas palabras en boca de uno de sus personajes en 1901, tan optimista juicio estaba sujeto a distintas lecturas —¿mesianismo social, esperanza, ironía?-, un siglo después, plagado de guerras, masacres y genocidios, la afirmación recogida por Daniel Veronese en su adaptación de Las tres hermanas no vale siquiera como chiste o sarcasmo, suena simplemente a falso, casi un mero acto de lenguaje que se hace visible desde su oquedad, un texto bien aprendido. Este contraste entre lo que es mentira y lo que es verdad en el teatro puede servir para adentrarse en la última propuesta del dramaturgo y director argentino, Un hombre que se ahoga. La obra crece sobre este tono de abierta falsedad, porque todo en este montaje es, en primer lugar y antes que nada, teatro, fingimiento, engaño e interpretación; sin embargo, a pesar de ello, contiene un enorme grado de verdad humana, de desolación y desamparo. Este es el reto de toda construcción artística —es decir, artificiosa— llegar a producir un sentimiento de verdad a partir de una mentira, y en el teatro, arte de la representación por excelencia, el reto se convierte en un verdadero ejercicio para equilibristas de la escena, como puede definirse el trabajo de Veronese, siempre en esa cuerda floja que convierte la representación en un espacio movedizo de inestabilidades.

Veronese ha conseguido imprimir en este texto su rara poesía escénica. En este sentido, aunque el punto de partida es una obra de Chéjov, el resultado tiene mucho que ver con sus últimos montajes, como Mujeres soñando caballos o La forma que se despliega, donde se aludía y a esos «textos bien aprendidos». En todos ellos la obra teatral nos habla de su profunda condición escénica, llevando a cabo una reflexión acerca del espacio de interpretación y encuentro que es el teatro, de su ser como proceso-de-actuación, sobre el sentido de presencia que ganan los actores y la mirada siempre cercana del público que hace posible y sostiene el fenómeno teatral. Utilizar la obra de arte para reflexionar sobre el propio hecho artístico es, por otra parte, una característica esencial del arte moderno, que no deja de referirse a sí mismo, y a través de él a muchas otras cosas.

El núcleo de este montaje es el actor en el proceso inmediato, físico y emocional de la interpretación, lo que es sin duda un componente central de todo fenómeno teatral, que en este caso se manifiesta como principio y fin de la obra. Si a lo largo de la historia más reciente del teatro occidental se han acuñado etiquetas como «teatro de directores» o «teatro de autores», este sería un teatro sobre todo de actores, lo que no excluye a autores y directores. Como resultado tenemos una difícil ecuación que define el alto nivel de creatividad que ha demostrado la escena de Buenos Aires durante el último decenio. Un hombre que se ahoga se representa en un nuevo espacio habilitado en El Camarín de las Musas, uno de los enclaves importantes del nutrido mapa teatral porteño. Se trata de un espacio alargado en el que no se ha querido ocultar cierto aspecto destartalado, que haría pensar en un lugar de ensayos o talleres antes que en un escenario donde se representa una obra ya acabada. El escenario queda delimitado por dos hileras de sillas, la una a lo largo de la pared del fondo, y la otra en frente, detrás de la cual se sitúan las gradas para los espectadores. En el medio hay un sofá de dos plazas mirando al público y dos sillones enfrente; un mueble de madera y un mapa mundi completan una escenografía que ofrece un aspecto de improvisación, como si fueran muebles viejos a la espera de ser sustituidos por el verdadero mobiliario que servirá para la representación final. Una iluminación neutra, carente de efectismo, sumerge a público y actores en un mismo espacio, lo que queda acentuado en las representaciones de los domingos por la tarde, con una luz natural que entra por el techo. Cuando el público ingresa en la sala, los actores se encuentran ya en la escena, las tres hermanas apretadas en el sillón de cara al público, la doctora en la fila de atrás, leyendo el periódico, a su lado Tusembaj y Solioni, y el resto disperso en las otras sillas, un poco al azar, confundidos casi con los espectadores que se van colocando en las gradas. Los actores esperan tranquilos, relajados en sus respectivos asientos, puede ser que incluso cansados de todo el día; muestran cierta indiferencia en algunos casos, un no sé qué de indolencia o desgana, que uno no sabe si atribuirlo a los actores o a los personajes que pronto han de nacer —¿o quizá ya están ahí, antes de que empiece la propia representación?—, mientras esperan, absortos en cualquier cosa, que termine de entrar el público para iniciar una obra que a lo mejor ya ha comenzado. Están vestidos con sus ropas habituales y todo hace pensar que podría ser un ensayo o ejercicio teatral antes que la representación definitiva. Desde el principio todo tiene un aire extraño, que no oculta, sino al contrario, el profundo carácter teatral de lo que allí va a ocurrir. «¡Aquí se va a hacer teatro!» parece advertirnos el propio espacio.

El hecho de que no se anunciara un día oficial para el estreno, sino que los ensayos fueran abriéndose progresivamente al público, resulta coherente con la estética planteada. Antes de las representaciones a taquilla, en la asistencia a alguno de los ensayos finales, uno tuvo la sensación de que todavía faltaba bastante para que la obra estuviera acabada, al menos en cuanto a la escenografía y vestuario. Luego, volviendo a ver el espectáculo en cualquiera de sus representaciones regulares, se constata que todo ese efecto de no-estar-acabado, de estar-en-proceso, en construcción, es el núcleo mismo desde el que se construye una obra que quiere ser un ejercicio de exploración siempre nuevo, aunque se repita cada noche, una pura emoción en desarrollo, o mejor dicho: red de emociones y afectos, desplegándose frente al público en ese aquí y ahora inmediatos de la representación, en interrelación constante con los demás actores, y también con la emoción de los espectadores, como si fueran unos personajes/actores más, invitados a ese espacio de encuentro y convivencia, de tensiones y afectos; o siguiendo la teoría del autor, se trataría de acabar con el ilusionismo escénico para volver a ganar una sensación de verdad emocional, volver a confrontar lo seguro y convencional, que sostiene todo sistema de representación previamente consensuado, con ese espacio de inseguridad que supone la presencia humana, como es el propio actor: «Romper la magia para volver a crear estados de credibilidad», como se dice en uno de los Automandamientos.

Cuando empieza la obra nada cambia, ninguna luz especial o música que indique el comienzo de algo, aparte del aviso que hace una voz desde las primeras filas para que se apaguen los teléfonos móviles. El silencio se hace más intenso y comienza a hablar Osmar Núñez, que interpreta el personaje de Olga, y que continúa recostado en ese sofá de dos plazas, junto a sus dos hermanas, Luciano Suardi que hace de Masha y Claudio Tolcachir como Irina, los tres apretados en el sofá de cara al público. Para alguien familiarizado con la escena porteña no resulta difícil reconocer estas caras, más aún cuando aparecen vestidos de modo habitual. Olga recuerda el día en que murió la madre, como en el texto de Chéjov; continúa Irina haciendo referencia a ese sueño que debería mover la acción, pero que terminará sin mover nada (casi todo el público conoce el asunto, y los actores también), el sueño de mudarse a la capital, «Vender la casa, liquidar todo y volver allá», entonces Olga se dirige al público para aclarle que «Está hablando de Moscú. Allá es Moscú», aunque el espectador no sabe a quién de los dos, a Olga u Osmar, ha de agradecerle la aclaración, que obviamente no está en Chéjov, al menos no dirigida directamente al público, y que por otra parte resulta innecesaria además de por de sobra conocida, porque en la siguiente intervención Irina va a despejar toda duda, pero por si acaso Osmar hizo la aclaración, tampoco le costaba tanto, un nuevo acto de lenguaje que hace visible ese nivel verbal que es el texto que están interpretando. Los actores no abandonan nunca el escenario; cuando no les toca actuar permanecen esperando, sentados en las sillas que delimitan el espacio de actuación. Sin embargo, tampoco queda claro quiénes son los que esperan ahí sentados, si los actores o los personajes, pues estos no dejan de tener una relación entre ellos cuando están esperando, con frecuencia se miran, se agarran la mano o se acarician el pelo, a veces incluso intervienen desde el sitio donde están sentados, esperando el momento de su actuación, o dirigen una mirada hacia otros actores, supuestamente fuera del espacio de representación, pero sin embargo siempre ahí, tan presentes, tan reales. Si, por un lado, se podría pensar que se trata de un nuevo juego metateatral —actores interpretando a Chéjov, lo que no sería nuevo en la historia de la puesta en escena de sus textos—, por otro, no hay una línea que diferencie nítidamente el espacio de la actuación de un espacio de no actuación, sino que ambos se confunden, lo que difumina los contornos de la representación. No sabemos muy bien cuándo interpretan y cuándo no, cuáles son los planos de representación, pero lo que sí luce con meridiana claridad son sus innegables presencias en la escena, ese estar-ahí, actuando, mirándose, acariciándose, sonriéndose, distanciándose, peleándose, abrazándose, apoyándose unos a otros, dándose comprensión, criticándose, cayendo en la desesperación, al borde de las lágrimas, hiriéndose o persiguiéndose, tan desamparados en mitad de esa marea humana de emociones y soledades. La obra crece sobre este espacio liminal, un espacio de confusión en el que se ve sumido el propio espectador, que no sabe cómo poner orden en ese ámbito de contornos difusos recorrido por explosiones de intensidad y estados de desidia. Este es otro de los «automandamientos» del autor: «Conferir imprecisión a la formas que se presenten demasiado estables» (313). El eje de tensiones definido por el actor frente al personaje, su presencia frente a las palabras, el fingimiento frente a la emoción verdadera, el objeto de la mirada frente a los sujetos que miran (que incluye tanto a los espectadores como a los actores/personajes que presencian —mejor que «observar», porque ya lo conocen— el trabajo de sus compañeros) se traduce en un espacio de inestabilidades que avanza con creciente densidad, cada vez más extraño e inquietante, y al que contribuye igualmente el planteamiento dramático.

El mundo del arte está lleno de azares, caprichos y coincidencias que luego se olvidan en función de exégesis y teorías sólidamente construidas. El punto de partida de este proyecto es el deseo de Veronese de trabajar con un grupo de actores, grandes protagonistas y viejos conocidos muchos de ellos del mejor teatro argentino actual. La necesidad de buscar una obra que se adaptase a estos le terminó conduciendo al texto de Chéjov, pero para hacer coincidir la distribución de personajes por edades y sexos, optó por cambiar el género, de modo que los personajes femeninos fueran interpretados por los actores, y los masculinos por las actrices. Sin embargo, se mantuvieron los nombres originales del texto (Veronese dice que porque no encontró nombres sustitutorios para personajes tan emblemáticos, pero la intención de extrañamiento es evidente); por otro lado, tampoco se trató de realizar ningún juego de travestismo, de modo que los hombres parecieran mujeres y viceversa, pues tanto los hombres como las mujeres interpretan como tales. Más allá de ocurrencias azarosas, y utilizando la poética del propio autor, este juego de confusiones, ver a la pequeña Irina en el cuerpo alto y fuerte de Claudio Tolcachir, a la compleja Masha con el gesto indolente y la violencia contenida de Luciano Suardi o la Natasha provinciana transformada en un jovencito moderno e impertinente interpretado por Pablo Messiez, se va a convertir en una estrategia clave para arrojar una mirada periférica sobre el clásico ruso, un motor de desestabilización que respete el texto original, dándole la vuelta al mismo tiempo, para ver qué pasa, o en palabras del autor: «Practicar a toda hora la manipulación con total independencia de la razón. / Confiar en el desarrollo del instinto periférico» (309). El cambio de género, más de los actores que de los personajes, que mantienen en muchos casos los parlamentos originales, funciona como un elemento más de distanciación dentro de ese juego de tensiones actor-personaje, y al mismo tiempo contribuye de modo fundamental a la construcción de la obra como un espacio de confusión e inestabilidad, incluso de géneros. Aunque solo sea en un tono anecdótico, los personajes cuestionan en diferentes ocasiones la pretendida claridad de la identidad sexual, lo que se puede considerar como una alusión explícita a esa maquinaria de desestabilización en la que se convierte la obra. Así le dice Masha a Irina: «¿Pareces una muchacha. De cara te pareces a una muchachita. […] ¿No serás una muchachita vos?», o más adelante el doctor Chebutikin, convertido en doctora: «me confundían con un jovencito, doctorcito me decían las chicas», y más tarde la misma Irina tratando de defenderse del cortejo amoroso de Solioni: «No, no me pongo colorado. Que desubicada es, Solioni. Qué patética. Fíjese. Aquí usted parece el hombre y yo la mujer», hasta que tiempo después termina afirmando el propio Solioni, aunque en otra situación: «quiero decir que todo está perdiendo los contornos», mientras que la confusión de Chebutikin parece crecer: «Yo ya no sé qué sos vos. Quizás vos tampoco seas una mujer, Andrei, quizás seas un hombre. Bueno, si me permiten… creo que voy a vomitar», y Masha ya no puede más: «Me estoy volviendo loco. Las ideas se me confunden».

Convertir a las tres hermanas en tres hermanos permite llevar a cabo una interesante reflexión acerca de los roles de género en la sociedad occidental, lo que en la poética del autor se traduciría en ese «Sabotear las expectativas del espectador» (310). Los hombres son ahora los que se presentan en una situación de indefensión, de mayor desolación vital y confusión existencial, mientras que las mujeres asumen un papel activo. Esto se hace especialmente llamativo en las frecuentes situaciones sentimentales que articulan la trama dramática, pues es ahora la mujer la que trata de conseguir al hombre, mientres este es el que se resiste o termina accediendo resignado. Lo extraño de la situación desde un punto de vista cultural hace visible una vez más ese estar-actuando que define el tono escénico del montaje, la teatralidad explícita y aceptada de todo el planteamiento, a lo que aludíamos al comienzo del ensayo con la cita acerca del maravilloso futuro que le esperaba al mundo en doscientos o trescientos años y que resulta tan poco creíble como ver a un varón corpulento y de mirada apacible que se llama Olga; ahí radica el tour de force, en hacer verdad lo increíble. Mientras tanto, por otro lado, se hace posible la expresión de unas actitudes que la convención cultural dominante suele impedir, como el carácter débil, desubicado, pero al mismo tiempo profundamente humano, del hombre, más allá de estereotipos acerca de su identificación con el poder, o la condición de la mujer como principio de acción, construcción de poder y fuente de violencia.

La adaptación dramática del original de Chéjov apunta también a la potenciación de ese clima de confusión que se vive en la escena. Aunque la acción transcurre a lo largo de cuatro años, las cesuras temporales no están marcadas y las acciones se superponen creando un efecto de condensación, donde no está claro cuándo empieza un episodio y termina otro. «Hice como un batido –explica Veronese (en Pacheco 2004)-. La estructura quedó, pero muchas escenas del original se han corrido de lugar. Muchos personajes están en lugares indebidos». La obra sucede como una especie de continuo escénico. Frente a una propuesta dramática que se mueve entre el estancamiento y la desintegración, característica del autor ruso, el escenario se hace más visible como espacio físico de (re)presentación y principio de integración, al menos como continente de la trama que se alberga en ese espacio. Si en el nivel dramático se suceden referencias a distintas acciones cuyo transcurso temporal no se desarrolla de manera clara, el espacio y el tiempo de la escena parecen, por el contrario, detenidos en esa situación única de encuentro, reflexión y experiencia emocional. Paralelamente, si el debilitamiento de la trama potencia la dimensión espacial inmediata, material y concreta, la poca clarificación de las identidades de género de los personajes resalta al actor como presencia física. Finalmente, ambos niveles temáticos ceden importancia, pues el seguimiento exacto de las acciones o la determinación genérica de los personajes empiezan a resultar supérfluas frente a un componente espacial y físico que se alza como el verdadero protagonista de la obra, sin dejar por ello de estar impulsado por esa misma trama como mecanismo de desintegración. La realidad de las situaciones interpretadas se termina imponiendo como una verdad (de la actuación escénica) suficiente para creer en la obra más allá de sus contradicciones o juegos de confusiones. Este es el reto escénico planteado como motor de la creación poética. El plano dramático-textual, tal y como aparece en el programa de mano, sobreescrito sobre el espacio de la representación, se superpone a los otros niveles de la obra: el nivel físico, el plano de la actuación o la realidad inmediata (y no referencial) del espacio. Esos actores dicen e interpretan unos textos, pero sin dejar de ser ellos mismos, distancia que queda denunciada desde la propia contradicción de los géneros; nunca renuncian a sí mismos, a ser actores argentinos determinados por unas circunstancias sociales, históricas y humanas concretas, sin por ello dejar de interpretar al mismo tiempo el texto, como dos realidades teatrales que conviven en tensión dentro del espacio de la representación: la poesía de la actuación frente a la poesía del texto potenciándose mutuamente. Esa poesía de la actuación, que Veronese consigue hacernos percibir en un sentido casi esencial por la tremenda realidad que adquieren esas presencias, constituye una de las claves de su poética, expresada en esta ocasión a través de Chéjov. De ahí que el director afirme su deseo de desaparecer como tal, para dejar ver de forma directa, sin mediaciones, los acontecimientos escénicos, la actuación como proceso y suceso, ahí, inmediata y real:

cada vez tengo más deseos de ir a la verdadera esencia de la actuación. Siempre intenté estar desaparecido como director. […] Quiero que la gente vea y diga: «Esto está sucediendo acá». No es una representación de algo ensayado, sino un suceso que acontece en este momento, en este tiempo y en este espacio. Esta es una obsesión (en Pacheco 2004).

Lo que queda al final de las obras dramáticas de Chéjov son esas presencias desoladas en mitad del espacio, el espacio de la ficción dramática, que es también el espacio escénico. La dramaturgia del autor ruso termina focalizando la escena y la presencia activa en ella de los actores como pilares inmediatos y reales sobre los que se construye la obra. Quizá por esta posibilidad que brinda de pensar a través de ella el espacio y el encuentro en él de actores y público, es por lo que esta ha sido una compañera de viaje del teatro occidental del siglo XX desde Stanislavski hasta nuestros días. A principios del siglo XXI parece que no ha perdido actualidad como instrumento para seguir pensando el teatro y los nuevos horizontes que este tiene planteados en la era de los medios y las comunicaciones de masas. En este tiempo de tecnologías y comunicaciones a distancia, de desaparición de las presencias en beneficio de realidades virtuales, la escena continúa hablando de un tipo de comunicación profundamente humano, que solo puede funcionar a través del encuentro físico e inmediato de dos o más individuos en un mismo espacio, un tipo de comunicación que va más allá de las palabras, que funciona a través de las emociones y las presencias, de los movimientos, las miradas y los gestos, y que sigue siendo, aún a comienzos del siglo XXI, una actividad insustituible, la vida como (re)presentación, resaltando la importancia de este segundo elemento presencial, físico y sensorial, tan a menudo olvidado. La obra de Veronese —quizá también la de Chéjov— nos habla, en última instancia, de la actuación y la presencia como fuerzas de resistencia frente a inercias culturales, ejercicio de desmitificación de lugares hechos y falsas soluciones: «me interesa el lugar de la desmitificación, que los actores sepan que el teatro son ellos con sus cuerpos, sus miedos, sus posibilidades y sus virtudes; pero también con sus defectos» (en Durán 2004).

Bibliografía

Pacheco, Carlos, «Daniel Veronese, de la mano de Chéjov», La Nación (29.09.2004).
Durán, Ana, «Tristeza nao tem fin», Los Inrockuptibles 84  (octubre 2004), p. 47.