El teatro de Buenos Aires vive desde mediados de los ochenta un proceso de renovación y multiplicación de poéticas que ha adquirido rápido reconocimiento en el campo teatral argentino y ha captado buenas dosis de atención en la escena mundial. Entre las variadas manifestaciones surgidas tras la dictadura militar (1976-1983), la de Rafael Spregelburd es una de las expresiones más originales y constituye una singular respuesta a los desafíos que ha planteado al pensamiento la última Modernidad. Ante las actuales determinaciones históricas, ante “el mercado de los medios, con una realidad cotizando a la baja” (Cornago 22), ante una realidad social y política que se convierte en espectáculo, o mejor, un espectáculo social y político que pasa por real, las tendencias más innovadoras del arte emprenden la resistencia exhibiendo el mecanismo de los propios lenguajes, volviendo visibles los medios de representación que los sistemas de poder hacen funcionar de forma transparente, acechando la presencia de las cosas que suelen quedar ocultas tras los actos de simulación, haciendo de su oposición un continuo devenir para escapar a cualquier síntesis totalizante e idea estable de unidad, o para decirlo con Óscar Cornago:

Antes que añadir una representación más a la historia de la cultura, de las representaciones y las imágenes, incluso si se trata de una representación crítica, el arte de hoy parece optar por hacer una representación menos, restar una representación –como diría Deleuze– a la historia de las representaciones, de los sistemas de poder; construir el espacio de un vacío, una práctica de desestabilización para desde ahí seguir resistiendo, seguir oponiéndose a cualquier forma de lenguaje mayoritario, sistema estable o modo de representación consolidado (24).

Involucrada con este clima cultural y vinculada a las líneas de pensamiento que siguieron al intenso examen lingüístico del Estructuralismo, la obra de Rafael Spregelburd se asoció en los primeros noventa a lo que se percibía como la aparición de una “nueva dramaturgia”. Pero giró de inmediato hacia los modos de producción más representativos de este último tramo de la historia del teatro argentino: la integración de las labores de escritura, dirección y actuación como procesos estrechamente ligados, e indisociables incluso. Trabajando como “un actor que se escribe las obras en las que le gustaría actuar” (Abraham, “La difícil tarea de no representar”) –así se define él mismo– y también como un director que compone los textos con los ojos puestos ya en la escena, Spregelburd ha venido generando una obra abundante y muy personal[1], que suma a la práctica del teatro la permanente indagación teórica y promueve una aguda reflexión sobre el acto mismo de representar y la “condición escénica” de la cultura.

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