El teatro de Buenos Aires vive desde mediados de los ochenta un proceso de renovación y de multiplicación de poéticas que ha alcanzado rápido reconocimiento en el campo teatral argentino y ha captado buenas dosis de atención en la escena mundial. Entre las variadas manifestaciones surgidas tras la dictadura militar (1976-1983), la de Rafael Spregelburd es una de las expresiones más originales y constituye una singular respuesta a los desafíos que se han planteado para las artes en este último tramo de la Modernidad. Vinculado a las líneas de pensamiento que siguieron al intenso examen lingüístico del Estructuralismo, Spregelburd promueve una aguda reflexión sobre los lenguajes, exhibe los artificios y las arbitrariedades que sostienen a los diversos mensajes, discursos y construcciones simbólicas sobre la realidad, y genera así una obra que se posiciona de un modo particular -y de una manera muy reconocible y personal- frente a los problemas que han preocupado insistentemente al arte moderno.
Haciendo un teatro reticente a los mecanismos de la representación, o mejor, haciendo que el teatro esquive en la medida de lo posible su llamado a representar lo real, Spregelburd reacciona ante las demandas de su época con una práctica artística que puede leerse, por lo menos, desde dos contextos. En un plano de mayor generalidad, la desconfianza en los procedimientos representativos se ha extendido entre las artes más diversas como forma de oponerse a la proliferación de imágenes y de lenguajes de la cultura mediática, como forma de contrarrestar la sobreabundancia de representaciones que han puesto en peligro de extinción la inmediatez de las presencias, el contacto directo con lo real. Pero el fenómeno puede acotarse también al contexto argentino. Siguiendo de cerca el pensamiento de Ricardo Bartís, uno de sus maestros de actuación y uno de los creadores más influyentes del teatro porteño de la postdictadura, Spregelburd establece un vínculo entre su crítica de la representación teatral y los procesos socio-políticos que atraviesan a la Argentina desde su retorno a la democracia. A causa de un sistema político ineficiente y corrupto, toda idea de representación entraña -para los argentinos- una íntima vinculación con la perversidad, una estrategia sospechosa de los poderes de turno, el engaño manipulador de los agentes del «Mal». Un teatro verdaderamente político, un teatro destinado a develar los dispositivos del poder, no puede construir un mensaje comunicable, no puede representar al «enemigo» o -como en tiempos de la dictadura- producir una construcción metafórica para significar e iluminar la realidad. Un teatro verdaderamente crítico no debería valerse ahora de los mismos instrumentos representativos que sirven a los sistemas de poder, y el reclamo por la libertad no se levanta ya contra agentes reconocibles. Las «figuras» que frustran las libertades se han hecho inciertas, imprecisas, invisibles, y tienen una existencia tan dudosa como los dueños del lenguaje, los poseedores de los medios de representación.
Luis Abraham: ¿Cómo empezó tu vinculación con el teatro? Me refiero a la formación que recibiste antes de estudiar con Ricardo Bartís y con Mauricio Kartun.
Rafael Spregelburd: Empecé en una escuela privada que abrió la Casa del Teatro, que por entonces estaba dirigida por Rubén Barreira. Allí estudié con Daniel Marcove durante tres años. Él mismo me sugirió que estudiara dramaturgia porque veía en mis improvisaciones y en mi modo de trabajo cierta tendencia natural hacia el texto, una orientación también hacia lo literario. Por eso empecé a tomar clases de dramaturgia con Mauricio Kartun mientras estaba en la escuela de Marcove. Hacía las dos cosas al mismo tiempo. Luego Kartun me recomendó que, terminado mi proceso con Daniel, me pasara al taller de actuación de Bartís.
L.A.: ¿En qué técnicas de actuación te entrenaste con Marcove, y qué pudo haber significado esa etapa para tu trayectoria posterior?
R.S.: Estuvo muy bien haber comenzado por allí, porque durante esos tres años trabajé en una formación muy clásica: el método Stanislavsky, obviamente muy traducido por lo que fueron aquí los maestros, que utilizaban el método revisitado por Strasberg. Esta técnica supone que en el proceso del actor hay una especie de orden o de etapas que hacen más fácil montar un texto naturalista del Tito Cossa de los años 60 que montar un Shakespeare. Una ilusión que no existe. Pero es un tipo de formación muy mimética, muy representativa, que sin dudas aportó algo a mi trayectoria posterior. Si yo hubiera hecho al revés, si hubiera empezado mis estudios con Bartís, jamás hubiera arribado a los procedimientos que utilizo ahora. Yo creo que el lenguaje de actuación de mis obras está siempre ligado a una zona más mimética que ciertos teatros hiperexpresivos, como el de Bartís, que suponen que el actor tiene que ponerlo todo sobre el escenario. No tiene que ponerlo todo, si pone de más, si hace de más, a mí ya no me interesa. Y creo que esta convicción mía es producto de haber transitado las ideas sobre la actuación partiendo desde lo simple. Es producto de haber tenido que preguntarme en algún momento en qué se cree y en qué no.
L.A.: Sin embargo, el contacto con lo real aparece en tus obras, sobre todo en las últimas, de un modo muy distinto a lo que se entendía por «realismo» en ese tipo de formación actoral por la que empezaste. ¿Qué papel puede haber cumplido el hecho de que atravesaras luego tu experiencia con Bartís?
R.S.: Yo creo que esos procesos siempre tienen algo de cíclico. Cuando viene un teatro totalmente lírico o superexpresivo, luego hay una reacción muy violenta o un llamado muy fuerte de la realidad. Pero algunas de estas reacciones tienen formas totalmente modernas, como se observa en el caso del teatro de Federico León. El de Federico León es un teatro hipernaturalista, solo que los actores dicen de una manera naturalista textos muy raros. El teatro de Javier Daulte busca la ilusión cinematográfica, la idea de «realismo» a la que tendemos más fácilmente por la influencia de la televisión y del cine. Pero sus situaciones no contienen ningún mensaje. Es decir, no podríamos hablar propiamente de realismo o de naturalismo cuando no hay, por ejemplo, mensaje. La mímesis, en el método Stanislavsky y en los estadios de la actuación que este supone, era una estrategia para la transmisión de un contenido.
L.A.: ¿Cuál fue entonces la experiencia recogida en el Estudio de Bartís?
R.S.: De Bartís, yo aprendí absolutamente todo lo que sé de teatro. Afortunadamente, además, yo tenía muchas diferencias con el Estudio de Bartís. Había dos cosas que me distanciaban de él. En principio, mi formación previa, mis tres años con Marcove, me habían aportado todo un sistema de formación actoral que él desprecia mucho. Y además estaba mi condición de autor cuando Bartís se encontraba en esa época rabiosa contra el texto: el texto era el enemigo. Así que yo me formé viendo y admirando un tipo de teatro que no sería exactamente el mío. Yo fui a ver Postales argentinas y dije: «Yo quiero eso». Lo más gracioso es que a Bartís me lo había recomendado mi propio profesor de dramaturgia. Bartís pensaba que los autores no saben nada de teatro, que el teatro se escribe sobre la escena. En realidad, yo estaba de acuerdo con él, pero creía también que podía formarme en ambos campos y escribir mejor siendo actor, que es de hecho lo que hace él. Yo no sentía el mismo conflicto entre ambos roles y nunca terminaba de entender cuál era el problema. Por otro lado, en cuanto a la actuación, yo creo no reproducir el signo que Bartís ha imprimido en tantas generaciones de actores. Yo no me parezco ni a Omar Fantini ni a Alejandro Catalán, que son muy buenos actores formados por el Estudio. Cuando uno los ve, dice: «Este actor estudió con Bartís». Ni yo ni Andrea Garrote, que fue mi compañera durante todos esos años, entrábamos bajo la denominación de «actor del Estudio». Para mí eso fue como mi salvación. Tengo la sensación de que yo estaba allí aprendiendo todo -la relación del teatro con la representación, la relación del teatro con la política- y al mismo tiempo iba diferenciándome. Aprendí, además, porque lo cuestionaba, y de hecho creo que a partir de que lo cuestionaba fue que Bartís me empezó a respetar también como dramaturgo. Después de unos años de estar estudiando, él me propuso dar las clases de dramaturgia dentro del Estudio. Mientras yo seguía trabajando en el Estudio, daba clases de estructura dramática. En realidad, daba clases de lo que yo creo que hay que hacer: ayudar a los actores a organizar las escenas cuando no hay nadie detrás que se las escriba, a convertirse en escritores de las propias escenas. Esto también creo que sentó las bases de lo que a mí me pasa en el teatro. Yo no soy dramaturgo. Yo soy un actor que se escribe las obras en las que le gustaría actuar. A mí me resulta indispensable actuar. Hay algo de la literatura que no me termina de satisfacer en relación con el teatro. El actuar, el entender lo que pasa con el actor, el entender cómo el actor puede desmentir lo que está escrito, es la base sobre la que concibo las situaciones. Si yo dejara de actuar probablemente empezaría a escribir de otra manera, y eso me da mucho temor.
L.A.: Por lo que decís parece que tus ideas sobre la actuación y la representación correrían parejas con tu manera de encarar la relación entre la escena y la escritura dramática…
R.S.: Con respecto al tema de si la literatura dramática es literatura o no, en otra época creo que los autores hubiéramos optado por el no. Nos hubiéramos resistido a que se editara o se leyera. Pero de un tiempo a esta parte, a partir de cierta voluntad editorial mucho más audaz, como pudo haber sido la del Centro Cultural Ricardo Rojas, o a partir de la aceptación de la publicación por parte de creadores que se resistían a ella, como Bartís o Federico León, parece estar cambiando esta idea. Creo que se ha empezado a entender que lo que ha cambiado es la forma en que los lectores se acercan e interpretan los textos teatrales escritos. Y esto porque también ha variado muchas veces la manera de escribirlos. En mi caso, esto se ve claramente en los procesos en que he trabajado con los actores, como en el caso de Bizarra, o como en dos obras que estoy escribiendo ahora: Bloqueo y Acassusso, donde no estoy trabajando en el escritorio. Miro a los actores y les digo: «Decí tal cosa», entonces el actor se entusiasma y lo dice. Esta es también la forma natural de trabajar de Bartís. Uno no se sienta solo en el escritorio a redactar un texto. Creo que este proceso tiene que ver con esta idea del festejo de lo arbitrario y cómo esto genera una enorme cohesión intelectual, humana, lúdica, que es totalmente diferente a la reflexión del escritor que elabora ideas.
L.A.: Pero al mismo tiempo en tu obra se intuye un gran interés por la reflexión teórica, y también te has orientado hacia la teoría en tus ensayos y conferencias, por ejemplo.
R.S.: Sí. En cuanto a la presencia de la reflexión en mi obra, yo creo que tiene que estar en el momento de la confección de la situación. Yo sé por qué me interesan determinadas obras mías o determinados procesos. Sé qué es lo que dicen. Lo que para mí hay que tratar de evitar es depositarlo en los diálogos. Hay autores de teatro que, cuando tienen una idea, hacen que sus personajes la digan. Esta es una enorme diferencia entre el noventa por ciento del teatro que yo leo y lo que yo creo que hay que hacer. Es una enorme diferencia, de hecho, con el teatro europeo. Es en el diseño de la situación donde yo encuentro la poética teatral. Ahí es donde está la reflexión. Reflexiones en relación con el tiempo, la percepción, la arbitrariedad, el funcionamiento de lo que está vivo. A mí me preocupa la vida y no los discursos sobre la vida. Lo que está vivo lo enseña más la física que la dramaturgia. Cuál es la forma de lo vivo, cuál es su organicidad, cuál es su estructura. La vida es compleja, no es simple. Y todo el teatro, todos los manuales de dramaturgia te tratan de enseñar a simplificar, a encontrar fórmulas más o menos estables para una situación que es inestable como el agua en ebullición. Este tipo de cosas las dicen más los científicos cuando hablan, por ejemplo, de lo que llaman el proceso creativo, cuando hablan del enganche de fases en sus reflexiones sobre los planos de referencia, cuando se refieren a la idea, a la aparición de la idea en el cerebro como un proceso químico. Estas explicaciones son mucho más coherentes que los métodos de escritura dramática y sus principios de acción, personaje, estructura. Pero si bien es importante toda esta reflexión teórica sobre el proceso de la vida, por ejemplo, escribir de una manera vital es algo que llega a ser instinto, se aprende con la práctica, se aprende a confiar en el instinto. Te lo pueden decir en tu primera clase de teatro, pero no lo vas a entender. Y no vas a entender sobre todo cuál es la manera de explotar tu instinto y proponer un tipo de escritura personal. De todas maneras mi teatro es muy reflexivo. Incluso las obras son para mí reflexiones teóricas. Una obra como La modestia, donde hay dos historias contadas en paralelo y nunca confluyen…
L.A.: Esa obra, la organización de esa obra, ¿nunca te hizo acordar a «Todos los fuegos el fuego» de Cortázar?
R.S.: No, no me hizo acordar. Es curioso que lo menciones porque ahora hay algo muy similar en una de las obras en que estoy trabajando: La paranoia, que será la sexta parte de la Heptalogía de Hieronymus Bosch. En realidad sería más parecida a «La noche boca arriba», donde hay una doble realidad y lo que se cree real no lo es. Pero no, la verdad que no me hizo acordar. Yo la verdad que a Cortázar lo leí muy de adolescente, que creo que es la mejor época para leerlo. Pero lo que quería decir sobre La modestia, como ejemplo de la reflexión teórica que son para mí mis obras, es que independientemente de lo que pasa en cada una de las historias, hay una decisión previa totalmente arbitraria: que las historias sean dos y no una. Esto cuestiona de hecho el quid del teatro occidental, que es la idea de la unidad como valor, lo uno como valor. Aquí las historias son dos y se genera el intento desesperado de la razón por transformarlas en una. Me pregunto por qué cualquier cosa que se resista a ser una sola produce un deseo de embudo, un deseo de reducir a la unidad. En ese sentido la obra se constituye en un laberinto.
L.A.: ¿La finalidad sería cuestionar los hábitos interpretativos del espectador
R.S.: Sí. Pero lo que más me interesa es que los hábitos de interpretación no son arbitrarios, no están separados del resto de los hábitos de la vida. La gente interpreta así su propia vida y cree que la vida le da signos, que la casualidad no existe sino que todo está tratando de significar. La gente tiene intentos de racionalización y de simplificación. Lo que hace mi teatro es justamente generar tapices que hacen que la razón entre en cierta crisis. Esa es la reflexión teórica que me interesa proponer: cómo percibimos el mundo, por qué ciertas obras se resisten a esa percepción. Lo mismo aparece en otras obras mías mucho más bizarras, como Fractal, en que hay dos actos sin aparente relación entre sí salvo que alguien ha mandado un video en el primero y el video reaparece en el segundo. Este video empieza a tener un valor emocional inexplicable y uno se pregunta por qué alguien en el primer acto está enviando un mensaje en video sin saber muy bien a quién. El personaje envía este mensaje desesperado a la nada y alguien que no es su destinatario original lo recibe al final de la obra, lo cual parece darle sentido a todo lo que está en el medio, que carece de sentido. O carece de significado, debería haber dicho en realidad. Ese es el lugar donde yo reflexiono sobre la realidad, en vez de pedirles a los personajes que tengan la lucidez para decir grandes ideas.
L.A.: En tu obra también se observa una reflexión teórica importante sobre el problema mismo de la representación, no solamente sobre la representación de lo real sino también sobre la creación de un mundo ilusorio sobre la escena. Pareciera que las ideas sobre esta problemática se han ido modificando a lo largo de tu producción.
R.S.: Se han ido modificando mucho. De hecho, vos sabés que yo a mis primeras obras las detesto, que me parece que han sido escritas por alguien que no era yo, y me pasa cada vez más ferozmente. Creo que esto se debe a que se trataba de textos escritos antes de empezar a dirigir. Trataba desesperadamente de mandar mensajes al director explicándole que dentro de la propia obra no convenía hacer lo que la obra decía: «No actúes, no representes lo que estoy escribiendo». Entonces están llenas de acotaciones o redundan en: «El mundo es absurdo, cuidado, no representen». Eran intentos desesperados de decirle al director que no solemnizara el objeto. Pero eran tan desesperados que a mí esas obras ahora me molestan.
L.A.: Después de esas primeras obras, ¿cómo se fueron transformando tus procedimientos y tus ideas sobre la representación?
R.S.: Hibridizándose. Mis primeras obras tienen un acercamiento directo, expreso, expuesto, hacia el lenguaje, a lo lingüístico como tema, como en el caso de Remanente de invierno, donde el lenguaje es el tema de la obra. Luego he ido ocultando bastante más ese acto de desnudar la forma, de mostrar la forma. He dejado de pensar en el tema. Mis últimas obras ya casi no tienen un tema expreso. Sin embargo, el movimiento permanente de trabajo con el lenguaje persiste. Lo que pienso en relación al lenguaje se ha ido diluyendo un poco y ya no me preocupa tanto decirlo sino que subyace al proceso. Escucho los textos dichos por los actores y los cambio hasta que se genera el suficiente chisporroteo de polos opuestos como para sentir que el texto tiene valor. En La estupidez también hay muchas escenas donde el lenguaje está puesto en primer plano, pero ya está más disfrazado por la situación, y lo que ocupa el primer plano es la situación. Los yanquis que están haciendo el asado nunca dicen «asado», yo me he cuidado muy bien de eso. Se supone que la obra transcurre en Las Vegas, así que hay palabras que estarían prohibidas. Dicen «la cajuela del auto». La obra está escrita en un castellano neutro, pero tampoco se nota, salvo posiblemente cuando aparecen algunas palabras que quiebran esa regla. Seguramente si la hubiera escrito hace muchos años, hubiera hiperexplotado estas palabras y estos recursos lingüísticos, como en el caso de Remanente de invierno, donde la manera de hablar pasa al primer plano. No es que yo descrea ahora de eso. Lo que pasa es que siempre tengo el trauma ilusorio de que una actitud es inmadura y otra es más madura. La actitud inmadura sería la del regodeo en esa situación donde la forma se presenta como tal, se presenta como forma. En La estupidez, en cambio, aparecen dos policías que están discutiendo sobre los idiomas, pero yo creo que allí aparece algo más interesante que el mero absurdo: la idea de que el lenguaje es anónimo, de que no le pertenece a nadie. Este tipo de reflexiones que siguen apareciendo todo el tiempo -mis personajes hablan raro, no están en completo dominio de lo que quieren decir, quieren decir algo y lo dicen mal- son formas de traducción más maduras de algo que al principio yo necesitaba exponer con absoluta franqueza. Ahora ya no. El director de mis obras soy yo. Mi única preocupación es hacer posible, cuando dirijo, lo que está escrito. Esa ya es una preocupación bastante grande: hacer posible la obra. ¿Qué entendemos por posible? ¿En qué cosas creemos y en cuáles no? Yo estoy convencido de que hay una larga lista de cosas irrepresentables en el teatro. A veces porque son simplemente imposibles de poner en escena. Otras veces porque se han transformado en clichés en función de las miles y miles de veces que se han visto. Entonces estos recursos empiezan a hablar antes del teatro que del mundo que se está viendo, y el público se comienza a preocupar por la realidad más que por el juego de la ficción.
L.A.: Después de desnudar la representación exhibiendo deliberadamente las formas, ¿qué vino?
R.S.: Admitir un poco que solo se puede trabajar con la forma. Pero trabajo con lo formal para referir a aquello que la forma no puede decir en sí misma, lo que yo llamo el sentido. Yo solo puedo trabajar con significados, que son forma, pero trato de referir al sentido. Para que quede más claro, en mis obras muchas veces hay policías, mis obras suelen ser policiales. ¿Qué implica poner policías en el teatro? ¿Y qué implica poner un policía en una obra de teatro en Alemania o ponerlo en Argentina? En Alemania, poner un policía es como poner un cartero. La policía nunca estuvo ligada a la idea de represión como ocurrió aquí. Esto también fue una discusión que teníamos mucho con La escala humana, una idea que Javier Daulte también venía trabajando desde hacía mucho tiempo. El problema de que el teatro simbólico se hubiera afincado en la Argentina era que si vos ponías un militar en escena, el símbolo ganaba a cualquier cosa que hicieras para tratar de mostrar que ese personaje escapaba de lo simbólico. Entonces pensamos que, si era posible huir del símbolo, había que empezar por contradecir aquello que precede a la obra, aquello por lo cual uno sabe de antemano que los militares o los policías son los personajes delesnables. ¿Cuál es el mecanismo? Bueno, en La escala humana ponemos una madre de familia. Una madre de familia puede ser un cliché, salvo que yo sepa que es un cliché y entonces pueda trabajar deconstruyéndolo hasta darle tantos rasgos secundarios como sean necesarios para hacer olvidar que es una madre de familia. La nuestra es una madre de familia que mata a sus vecinas. Entonces deja incluso de ser costumbrista. Cuando algo deja de ser costumbrista, vos podés permitirte el lujo de hablar de las milanesas y de los limones, podés permitirte la incursión en lo que está a la vuelta de la esquina. Pero solamente porque primero lograste el proceso técnico anterior. Los policías en mis obras no suelen cumplir con ese rol represor que los precede. El juego consiste en citar algo que precede y comenzar a deconstruirlo. A partir de allí, el público puede aceptar que cualquier cosa que pase es posible, por más rara que sea, porque está deconstruido su juicio previo. Ya está desarmado, se ha desarticulado para lograr aire y para desolemnizar el objeto. Este es el único país en que el teatro busca desolemnizarse desesperadamente. En otros países no hay problemas con lo solemne.
L.A.: ¿A qué pensás que se pueda deber?
R.S.: En mi caso eso se da porque estudié con Bartís y entendí que este es un país donde la vida política es tan solemne, tan mentirosa, tan ceremonial y nos ha hecho tanto daño, que todo el mundo percibe lo solemne como el enemigo. Se ha apoderado de lo solemne una forma de vida política muy ligada al Mal. Aquí lo solemne es el Mal, es el encubrimiento, la hipocresía de la iglesia durante la dictadura, es la hipocresía del orden militar. Uno ve ahora los videos de los discursos de Videla y no entiende que todo un país haya creído en esa fórmula tan teatral y solemne a la vez.
L.A.: ¿A qué te referís con esa idea de lo solemne?
R.S.: Para mí lo solemne se define de una manera muy fácil: lo solemne es aquello que no acepta otra mirada que la propia. Una obra de teatro de humor puede ser muy solemne en la medida en que establece bases previamente barajadas acerca de qué me debe hacer reír y qué no. Esa para mí es la forma de quienes hacen humor con la técnica del clown. La obra sienta esas reglas y es la manera que tiene la obra de reírse de algo. No acepta otras miradas. Para dar un ejemplo extremo, el mimo también es solemne. Si yo intento conmoverme con el mimo que se quedó encerrado dentro de una caja y no puede salir, me es imposible. No admite una mirada que esté más allá de su propia regla. Así que para mí lo solemne no tiene que ver exclusivamente con lo serio. De hecho, hoy en día la mayoría de las comedias terminan siendo tremendamente solemnes, porque no permiten pensar en otra cosa. Y yo creo que el espectador tiene el derecho de intervenir en la obra con su mirada y de ver lo que pasa desde otro punto de vista. El noventa y nueve por ciento del teatro que se ve es solemne. El noventa y nueve por ciento de las maneras en que se analiza el teatro es solemne, porque justamente lo que los críticos suelen hacer es estudiar la obra hasta descubrir cuál es esa regla que establece el punto de vista, y naturalmente se termina por negar matices al objeto en vez de darle nuevos matices.