Tercera parte de la trilogía Res non verba.

Al igual que en Daisy Planet, Olga Mesa contó con la colaboración de Daniel Miracle, que adaptó su ingenioso Neokinok (una especie de emisora de televisión portátil) al espacio escénico requerido por la danza, haciendo posible una multiplicación de las perspectivas y la utilización del «plano íntimo» en directo (primerísimos planos de las actrices que sucesivamente abandonaban la escena, buscaban la cámara y se colocaban ante ella para hablar o simplemente mirar). El Neokinok permitía, como ocurría en Daisy Planet mostrar al público una imagen inversa de la representación (en la que se incluía el propio público) o bien aproximarse a la cámara para ofrecer un primer plano, deformado, del rostro: los espectadores podían ver el cuerpo de la coreógrafa, los gestos de sus manos en directo, y ver su rostro o escuchar su palabra en el monitor. Esta disociación resulta indicativa de esa conciencia de la necesidad de la mirada del público para completar la imagen compleja del cuerpo, la multidimensionalidad de la imagen del cuerpo, que ya no es meramente imagen estática, sino imagen con voz, con rostro (mirada), con edad (pasado) y con acción.

En L’imitaciones ésta se desplegaba como una serie de juegos coreográficos y dramáticos, completados con discursos y acciones puntuales. Comenzaba con una exhibición de la fragilidad (una sucesión de lentos desmoronamientos sucesivamente interpretados por las cuatro bailarinas), a la que seguía un juego de mutaciones, reconocimientos e intercambio de posiciones utilizando cuatro sillas situadas en los cuatro extremos de la escena. A continuación cada una de las intérpretes proponía un discurso: la primera, recurriendo al infantil «¿quién me quiere a mí?», convertía al público en interlocutor de una declaración de amor; la segunda desplegaba el contenido de su bolso a modo de biografía; la tercera se apropiaba de algunos elementos abandonados por la anterior y trataba de identificarse por medio del extrañamiento; la cuarta recurría directamente a la palabra para relatar un fragmento biográfico. Entre uno y otro discurso se intercalaban acciones, nuevos juegos a dúo, abandonos de la escena recogidos por una cámara que transmitía la imagen en directo a la pantalla de fondo, breves coreografías, ‘collages’ textuales (Yourcenar, Artaud, material propio…). Al final, una coreografía de brazos al ritmo de una música caribeña que exhibía nuevamente la fragilidad, en este caso por medio del grotesco, poniendo al descubierto la animalidad a la que nadie puede renunciar.