En esta producción se encontraron los coreógrafos Cesc Gelabert y Lydia Azzopardi con el músico Carles Santos y el pintor Fréderic Amat. En el programa, se describía el espectáculo como «una abstracción en términos coreográficos, musicales y plásticos del mundo de los toros y que utiliza la extraordinara personalidad de Juan Belmonte como secreta fuerza de inspiración.» (Juan Belmonte, uno de los más célebres toreros del siglo XX, nació en Sevilla en 1882. En 1913 tomó la alternativa en Madrid, actuando como padrino a Rafael González «Machaquito», quien el mismo día se retiró de la profesión y como testigo a Rafael Gómez «el gallo». El toro de la alternativa se llamaba «Larguito» y era de Olea. En 1961 se suicidó en su cortijo de Gómez Cardeña.)
Se trataba de un espectáculo elegante, una fantasía y un análisis de la fiesta taurina, en que se unía la referencia a lo popular en el movimiento, la imagen y la música, con la estilización, la repetición y la abstracción. Referencia popular, estilización / repetición y abstracción se combinaban a lo largo del espectáculo, articulado en tres partes. En la primera, Cesc Gelabert, solo, vestido con un pantalón azul hasta el tobillo, ceñido por una cuerda blanca, y una camisa abierta con nudo a la cintura, ofrecía una especie de repertorio de estados de ánimo del torero. En la segunda, Lydia Azzopardi, con una falda de rizos y una malla de perlas, atrapada en una especie de miriñaque gigante salpicado de estrellas, interpretaba una alegoría de la fiesta, con algunos ecos del baile flamenco. Y en la tercera, con la colaboración de cuatro bailarines en el papel de toro, Gelabert, vestido ahora con un peculiar traje de luces (adornado con pececitos, cangrejos, estrellas y caballitos de mar), presentaba un desarrollo completo de la faena, con una estructura más dramática y una teatralidad casi oriental. (En los enfrentamientos de Gelabert (torero) con los cuatro bailarines (toros) resuenan los procedimientos del teatro Kabuki y de la ópera china para la escenificación de las peleas entre el héroe y los ejércitos enemigos: la ausencia de contacto, la estilización de los golpes, el recurso a la acrobacia o a la pirueta, etc.)
A lo largo de todo el espectáculo, Gelabert, como ya era habitual en sus solos, utilizaba su cuerpo convirtiendo cada movimiento en letra de un código que el público debía adivinar. Los saltos, rotaciones, miradas, movimientos de distintas partes del cuerpo se sucedían sin una lógica clara para el espectador, pero con una lógica implacable creada dentro del propio espectáculo. Esto es muy evidente en la primera parte del espectáculo. En la segunda secuencia, «la búsqueda», la combinación de referencias a ciertos pases taurinos y a técnicas de danza moderna (Graham, Cunningham) daban lugar a un lenguaje hipnótico, fascinante: movimientos exploratorios, clima intenso, la muerte siempre presente, agitación de manos y brazos, búsqueda en el aire, presencia del capote al fondo, ampliación de la música y la danza, pérdida de la serenidad, el cuerpo mismo transformado en capote que vuela sobre sí mismo… Cada una de las secuencias de esta primera parte servía a Gelabert para explorar, con la serenidad del arquitecto, los habitáculos de la emoción dispersos en el cuerpo. Así surgían danzas de pies y brazos, danzas triangulares, danzas de omóplatos y brazos, giros, diversas geometrizaciones del cuerpo… En «Cogido por el toro», una música en pianísimo, lóbrega, acompañaba el gesto que expresaba el temor y reflejaba el riesgo, Gelabert se movía cuidadosamente, en un baile placentero con la muerte, se dejaba llevar por la dulzura previa al desastre. En la cogida, el hombre y el imaginario animal se fundían en el cuerpo del bailarín: un cuerpo encorvado, que desplazándose en curvas, como un animal herido huyendo de su propia muerte que trataba de liberarse del castigo fatal. En la siguiente secuencia, en cambio, el cuerpo de Gelabert parecía de aire: con el torso desnudo, jugaba entonces con la camisa, convertida en reflejo del animal y el capote, al tiempo que el movimiento se agitaba y el cuerpo parecía salir de sí: la boca se abría, la respiración se aceleraba, las manos tenían que acudir en socorro de la cabeza… hasta que la serenidad regresaba y el bailarín-torero se retiraba hacia el fondo como sorprendido por el desarrollo de su acción.
La combinación de lo popular y lo vanguardista, que había marcado las tentativas de renovación del drama y la escena españolas durante los años veinte y treinta, encontraba un eco en esta experiencia de Santos-Gelabert-Amat en pleno apogeo del posmodernismo. El recurso a la banda de música fue uno de los hallazgos de este espectáculo, para el que Carles Santos compuso una partitura en que, en paralelo a las fusiones practicadas por Gelabert y Amat, desplegó su peculiar síntesis, o más bien yuxtaposición, del minimalismo, lo contrapuntístico y lo folklórico. (Esto es algo habitual en la obra de Santos. Josep Ruvira comenta así una de sus más conocidas obras de piano, Codi o estigma: «Formalmente se trata de una obra extensa en la que se yuxtaponen muchas secuencias de diferentes naturaleza; dilatadas melodías minimalistas, desarrollos contrapuntísticos, fragmentos de pasodobles anteriormente compuestos por él mismo, se suceden sin solución de continuidad pero con transiciones bruscas, que no intentan difuminar la naturaleza de cada una de las secuencias sino, al contrario, poner de manifiesto sus constantes hasta el punto de parecer que cualquiera de ellas quiera ser exprimida hasta su agotamiento y llegándose a ejecutar algunos ostinatos que exceden los parámetros de lo musicalmente previsible. Tal variedad exige otra tanta de materiales musicales, de manera que la obra viaja de igual manera por la técnica contrapuntistíca barroca, por el tonalismo, la armonía atonal o los esquemas rítmicos y armónicos del folklore español.» (Ruvira 1999: 53))
En su fantasía taurina, Gelabert trataba de aproximarse a ese juego físico que, en palabras de Belmonte, es también un «ejercicio espiritual». La mística del toreo pasa por la identificación del animal y el matador, por la coincidencia en la emoción y por el desprendimiento del cuerpo que acontece durante el juego de dominación previo al cruel procedimiento catártico de la estocada. Gelabert siempre había contemplado la actuación del torero durante la lidia con la mirada del coreógrafo, y esta concepción dancística del toreo se cruzaba con la analogía entre la danza y la cuádriga: «Los ejes del carro constituyen la estructura de la obra. Entonces tienes los caballos que son los deseos; los estribos significan la voluntad y el que controla los estribos es el espíritu. O sea, los caballos son los deseos, el anhelo. Ellos ponen en marcha la cosa. Pero el deseo no se deja controlar directamente, es imposible».
José A. Sánchez,
Universidad de Castilla-La Mancha
Referencias:
Ruvira, Josep (1999), «Les dimensions artístiques de Carles Santos», en Santos, Carles (1999), Carles Santos (catálogo de la exposición en el Espai de Art Contemporani de Castellón), Catellón, pp. 40-72