Un espectáculo extraño en el que Olga Mesa intentó trasladar la experiencia del extrañamiento al interior del colectivo. Nuevamente, la búsqueda se centraba en «aquellas pequeñas cosas que hacemos sin pensar, sueños, deseos ocultos; aquellas cosas que pensamos y no decimos descripciones de miedo y paisajes de infancia olvidados; aquellas cosas que hacemos a solas, geografías íntimas del cuerpo». Para hacerlas aflorar en sus intérpretes, recurrió al juego («base de todo el trabajo de interpretación»), y mediante el juego se abordó la percepción y el intercambio de experiencias, como juegos se grabaron en vídeo momentos de la vida privada, se registraron sueños, risas provocadas por las cosquillas, y el juego favoreció un ambiente de desinhibición que hizo posible la manifestación del intérprete como «persona-cuerpo». «No quiero cuerpos tranquilos -reclamaba Mesa- quiero cuerpos cansados, desorientados, incómodos, carnales, cuerpos que piensen intranquilamente, quiero lucidez y desorden».
El espectador recibía Desórdenes a partir de la delimitación de un espacio, una geometría marcada con tiza por los cuatro cuerpos-persona y que habría de ser transgredida durante el espectáculo mediante la violencia, el sentimiento, la presencia no-conforme. El desorden no derivaba de un alegre anarquismo, sino que surgía de una necesidad, o de una imposibilidad: la de acomodar la materia (el cuerpo físico) a las formas que pretendía autoimponerse; y la exhibición de tal imposibilidad no podía manifestarse más que como el reconocimiento doloroso de una negación.
Se partía de la soledad, de los ojos cerrados, de una mirada a la intimidad insondable. Pero quien cierra los ojos se arriesga a la burla, a la traición, a la agresión despiadada. Con los ojos abiertos, los cuatro intérpretes se observaban, se rozaban, se agredían, se consolaban, mutuamente estudiaban sus angustias, sus limitaciones física, exploraban sus puntos de placer, sus risas, su resto incontrolable. Espontáneamente surgían interrelaciones marcadas por la sospecha, por el abandono al azar o a lo inesperado, asumiendo la imposibilidad de una comunicación verdadera, reconociendo lo indescifrable de los lenguajes que cada uno pretendía emplear como propios. «Había una escena con texto, que interpretaba Juan Domínguez, con un texto escrito en una lengua inventada, pero lo que yo quería es que ese texto funcionara como movimiento, que fuera paralelo al movimiento corporal».
La experiencia de la privacidad compartida llegaba al espectador por medio de una proyección que recogía momentos de su convivencia en una isla durante la preparación del espectáculo y por medio de una banda sonora, en la que entre canciones populares, música clásica y ruidos se incluían los relatos de los sueños registrados por los intérpretes. A pesar de las huellas de ese mundo compartido, las interrelaciones en escena seguían pareciendo extrañas y daban lugar a desequilibrios, contorsionismos, negaciones de los sentidos. Extrañamientos del propio cuerpo que conducían en algún momento a la obscenidad (¿qué es la obscenidad sino el extrañamiento de la sensualidad?): Juan Domínguez pelaba una naranja, la chupaba, la exprimía sobe su propio cuerpo, embadurnaba después a Olga Mesa y los dos se entregaban a una secuencia lúdico-erótica, en tanto las otras dos intérpretes ejecutaban una danza de caídas.
El final del espectáculo parecía una más de las múltiples interrupciones y descansos insertos a lo largo del mismo. Después de una larga pausa, sentada en el proscenio, se dirigía a los espectadores y les decía «Señoras y señores, con su permiso, yo les aseguro…» El amago de discurso se repetía varias veces hasta en que inesperadamente la coreógrafa se levantaba y gritaba: «Levántense, levántense, levántense». Ante el fracaso de su exigencia, ella y otros dos intérpretes se entretenían mirando al público e imitando las posturas de unos y otros, mientras Beatriz Fernández corría de un extremo a otro de la escena con el visible propósito de agotarse. Alcanzado el objetivo, se ponía sobre el pecho un micrófono y dejaba que el sonido acelerado de su corazón invadiera el teatro y penetrara en el cuerpo de los espectadores. Sólo la recuperación del ritmo normal del corazón permitía dar por concluida la pieza.
«Tengo la imagen de una danza imperfecta», había escrito durante la concepción del proyecto, «aspiro a una danza que sea como el movimiento del pensamiento, con la necesidad que el pensamiento tiene». Tal vez por ello recurriera tanto al dibujo y la escritura en el interior de sus propuestas: y es que la acción física de escribir puede ser entendida como una de las expresiones más inmediatas, y también físicamente más imperfectas, del dinamismo del pensamiento. «El trazo para mí tiene que ver con el pulso inmediato del pensamiento corporal, es decir, con la emoción y por tanto con lo efímero.» La imagen de la coreógrafa escribiendo con tiza blanca sobre el suelo negro mientras entra el público, o bien delimitando el campo de acción antes de comenzar el espectáculo era mucho más que una introducción o una espera, era un manifiesto, una definición de la danza que se iba a desarrollar a continuación: una danza del trazo, un movimiento como generador de huellas, un hacer cargado de memoria.
José A. Sánchez,
Universidad de Castilla-La Mancha