En Los finales se retoma el mundo de ficción que había quedado interrumpido tras Cuerpos, Ojos y Borrascas, sin embargo, el paso por el tono de documental de estos últimos trabajos dejó huella en este regreso a lo poético en el que lo real del mundo escénico va a adquirir mayor presencia hasta llegar a una suerte de poesía física. Los finales nos devuelven a aquellos reducidos espacios donde los personajes parecían estar atrapados, pero desde un planteamiento dramático en el que la ficción se adelgaza en favor del aquí y ahora físicos de la escena. De este modo se potencia un efecto de presente que se alarga de manera informe, un presente suspendido, como también ocurría en Ojos, pero ahora la relación con ese pasado que regulaba el mundo de Dacia, Benya y el Padre, va a ser distinta.
A diferencia de los textos de la Trilogía, que ya estaban más o menos acabados al comienzo de los ensayos, Los finales fueron creciendo desde el trabajo directo con los actores, lo que hace que, también a nivel escénico, la historia (dramática) tenga un peso distinto. Esta nueva relación texto-escena afecta a la vinculación entre el presente (escénico) y el pasado (textual), entre la naturaleza y la historia. La naturaleza dominante ya no tiene como referencia central ese afuera de la escena, convertido en un paisaje natural de signo apocalíptico, sino que se genera de manera orgánica a partir del ritmo físico de las actuaciones.
La primera escena se abre con una extraña acción que llega a convertirse en metáfora de toda la obra: «Amelia sigue con la vista una cucaracha y la aplasta y la observa”, un episodio que remite, como se dice en la conversación entre Beatriz Catani y Guillermina Mongan, a una de las fuentes que inspiró la obra, La pasión según G.H., de Clarice Lispector. Esta cucaracha seguirá muriéndose durante todo el transcurso de la acción, mientras que de tiempo en tiempo es observada por alguno de los personajes, que la presentan como “bicho emblema de la resistencia pasiva”, del seguir estando ahí, en ese continuo presente, a pesar del tiempo, de la historia y las catástrofes naturales que ha sufrido el mundo: “Su único sentimiento es la atención de vivir. La atención puesta solamente en vivir…”, sobrevivientes, como esos personajes enraizados a la tierra de la Trilogía, habitantes de un mundo del después de un antes del que en Los finales parece que se quiere escapar tratando de cerrar en vano un capítulo de la historia, de poner un final a algo que, como la propia obra, se resiste a terminar, llenándose de ese vacío en el que parece encerrarse algo de lo real, como dice Lispector (1978: 111) de cierta páginas de la literatura, que ahora podríamos sustituir por escenarios: “Ciertas páginas [escenarios], vacías de acontecimientos, me dan la sensación de estar tocando la cosa en sí, y es la mayor sinceridad”.
Como en la Trilogía, se suceden imágenes obsesivas traídas del pasado, recuerdos que llegan hasta el presente; aunque desde el comienzo insiste Julia, después de preguntar si se nota que se está moviendo, mientras rebota cada vez más fuerte contra el sillón, que se acabó la densidad. Magdalena se deja contagiar por los movimientos de Julia y le da las gracias porque esto le ayuda a pensar, quizá por esta falta de densidad, esta reconquistada sensación de ligereza, de aquí y ahora, que le permite volver a pensar en el futuro y en tiempo futuro, como ella afirma después de que Amelia les confiese que ella también se siente bien, porque oyó por los auriculares, que llevan puestos cada una y por los que se oyen distintas versiones de la marcha peronista, que “Si hasta hoy fui mutilada. Ya no”, consigna que repiten las tres, en lo que es la primera alusión a otro de los intertextos de Los finales, el Tito Andrónico de Shakespeare, cuyo imaginario de mutilaciones y muertes violentas llenan una vez más el mundo poético de Beatriz Catani.
En términos estéticos esa densidad, que es también física, se traduce en una densidad poética que convierte este espacio, aparentemente familiar, en un escenario que desde la inmediatez de sus cuerpos se proyecta hacia ámbitos tan difusos como la imposibilidad del presente, los límites de lo natural o el peso de la historia. El universo femenino de Beatriz Catani, en diálogo directo con esa materialidad informe que nos habla de lo interior, del origen (de la historia) y el sentido presente de los cuerpos, es ahora potenciado a través de acciones que una vez más se adentran en esa “zona de inhabitabilidad” de lo abyecto, como lo define Butler (1993: 20), en aquellos espacios que por excluidos ponen en peligro la integridad del yo: “Esta zona de inhabitabilidad constituirá el límite que defina el terreno del sujeto; constituirá ese sitio de identificaciones temidas contra las cuales —y en virtud de las cuales— el terreno del sujeto circunscribirá su propia pretensión a la autonomía y a la vida”; aunque aquí esa defensa habrá de jugarse contra un espacio síquico y natural profundamente atravesado por lo histórico.
Las acciones que articulan la obra insisten en esa sensación de presente amorfo, de inmediatez que se agota en sí misma, como la repetición compulsiva de un movimiento sin finalidad aparente más que el hecho de moverse, de sentir uno mismo que se está moviendo, repetir una y otra vez lo mismo, la misma afirmación, la misma pregunta, insistentemente —»¿Soy fea? ¿Soy fea? ¿Soy fea? ¿Soy fea? ¿Soy fea?»—, listados interminables de enfermedades que Magdalena se pregunta si tendrá o no tendrá en el futuro, a las que MV va añadiendo «Yo también», catálogos de finales, juegos triviales que se acaban en sí mismos, como jugar con la pelota o hacer pompas de jabón, el tirarse una a otra de los elásticos del corpiño y la bombacha, mientras dicen: «Pasividad del género», hasta llegar al daño físico, o el acto de masturbarse, metáfora por excelencia de la gratuidad de lo excesivo del placer que define la naturaleza, pero también la diluye más allá de los márgenes de lo culturalmente establecido.
El carácter excesivo de estas acciones, desbordadas de realidad, como la propia agonía de la cucaracha, en constante diálogo con la muerte, la violencia, el placer o lo inútil, abre una fisura, un vacío sobre el que se termina levantando una pregunta acerca de lo real inmediato, un interrogante sobre la mera posibilidad de un sentido —¿”Qué pasa? ¿Alguien sabe qué está pasando?”, se pregunta Julia—. Esta reflexión teatral, girando de manera errática en torno a ese presente físico y real de los actores, pero también de los espectadores, va construyendo una trama escénica, como también se terminaba generando en el teatro documental, historias que crecen desde dentro y que hablan por omisión de todo aquello que se apunta pero no se acierta a decir, el punto ciego sobre el que se construyen, una y otra vez, en torno al mismo pasado que no deja de brotar desde dentro de uno mismo. Esa actitud de pasividad, como de cierta indolencia, presente en la obra de Beatriz Catani y que ahora se acentúa, hace visible un estadio de lo real anterior a las apariencias, una pasividad inasumible, el “psiquismo previo que es la significación por excelencia”, que Lévinas (1974: 127), en De otro modo que ser, o más allá de la esencia, adopta como base última del pensamiento ético y que Beatriz Catani presenta como la naturaleza última desde la que seguir resistiendo.
Liviandad, movimiento, posibilidad de cambiar, futuro y placer del presente, del puro presente como reducto último de la felicidad, son las consignas con las que se inician Los finales. Resulta significativo de esta nueva actitud ante el pasado el propio título del primer capítulo «Nuevos propósitos», aunque nuevamente la empresa esté seriamente amenazada por el fracaso: «Ahora no puedo. Me provocaron hasta acá. El pasado es así, no lo podés nombrar tanto. / Vuelve. / Estoy fracasando, ¿se nota?… no puedo hablar en futuro, no me sirvió nada, ni entrenar, ni perfeccionarme, nada».
El exceso físico que caracteriza las acciones se convierte en la puerta de atrás por la que estos cuerpos atraviesan el tiempo. La ordenación lineal que gobierna la historia queda interrumpida por estas formas de exceso, como la violencia física, la masturbación, el llanto, los juegos y las representaciones teatrales, o incluso los diálogos intranscendentes. Todo ello hace que la actuación crezca desde dentro, de forma aparentemente inmotivada o al margen de una causalidad lógica, abriéndose hacia una indeterminación acerca de lo que allí está pasando, de algo que podría acabar en cualquier momento o que incluso podría haber acabado ya, mientras todo se va cargando de esa confusa insignificancia con la que Clément Rosset define lo real en su Tratado de la idiotez.
Estas historias físicas, como intentos desesperados por salvarse una vez más de la Historia, se entrelazan con las numerosas historias referidas, historias de accidentes o finales, de muertes violentas o extraños acontecimientos que cuestionan una y otra vez los límites de la naturaleza, las fronteras entre el cuerpo y la historia. Como se explica acudiendo a la imagen de la cucaracha agonizante, la materia inmunda que sale de su cuerpo sería como ese pasado que se expulsa desde el presente del propio cuerpo, la historia —igualmente inmunda— que vuelve una y otra vez sobre el escenario del presente. Materia e historia, cuerpo y pasado, son convocados en la inmediatez de un mismo espacio construido a modo de accidentes, de finales que no consiguen cerrar la representación (de la historia), como afirma Magadalena: “EL PASADO ES ASÍ. Historias, historias… materia que se expulsa para afuera”.
Óscar Cornago