Es como si el tono de El exilio y el reino naciera de los versos de Antonio Gamoneda que se proyectan en El lugar y la palabra, el primero de los trabajos de la Serie:
Este es el único día digno de ser vivido ya que todos los otros días fueron días de negación. Los sacerdotes hicieron negación y los comerciantes y los hombres de honor hicieron negación; Y hubo negación en los niños y en los que resistían la tortura por causas justas y en los que estaban poseídos por la amistad; Y los muslos que yo conocí con mi lengua se cerraron y los pezones que estuvieron en mis labios se endurecieron como sílice.1
Son del libro Descripción de la mentira, versos que se irán completando con los de Adonis, Mahmud Darwix e Ibn Hazm de Córdoba. Nos dan un cierto tono litúrgico, como de ceremonia escénica, que tienen estos trabajos. Estos versos hablan de un pasado mítico y, como toda palabra teológica, también de un presente, sobre todo de un presente que se hace al mismo tiempo que tiene lugar el ritual. Una ceremonia define una manera, no sólo de mirar, sino antes incluso, de estar (presente) frente a eso que va ocurrir, y estas obras se construyen sobre una dramaturgia escénica que gira en torno a un modo de estar, de situarse frente a la escena, que es también el pasado o su representación, esa representación (de la historia) que no va a tener lugar, porque estas pequeñas ceremonias, alrededor de una hora de duración cada una, son en primer lugar una ceremonia de la renuncia y del desvío, un acto público que se define por lo que no quiere ser, por su voluntad de no ser imagen, ni historia, por no ser obra ni interpretación, por no ser un acierto y tener conciencia de ello. Supongamos, sin embargo, que el tema de estas tres obras, como de cualquier ritual, fuera efectivamente la historia, es decir, el pasado, la destrucción, como dice Gamoneda, “Cuanto ha sucedido no es más que destrucción”, o esas ruinas que aparecen en los versos de Ibn Hazm, “Paraos ambos y preguntad a las ruinas dónde están sus antiguos moradores” y que vuelven a aparecer en tantos otros momentos de esas conversaciones en Beirut; supongamos, para no equivocarnos demasiado, que fuera al menos la historia de su autor, a quien no le gustara contar historias, o no supiera 1 Las citas están extraídas de la edición de Antonio Fernández Lera de El lugar y la palabra. Conversación interferida. Beirut , Paisajes invisibles y Tiempos como espacios , en la colección Pliegos de Teatro y Danza, núms. 31, 32, 33 (Madrid, Aflera Producciones, 2010). contarlas o no quisiera contarlas, porque hubiera perdido la fe en ellas o en el tipo de verdad que estas puedan contener, pero que a pesar de ello quisiera hablar del tiempo (que transcurre, como las historias, y como estas se van cargando de pasado, de ruinas) y del espacio en el que pasa (en el que sucede) este tiempo, ¿esa historia? Y de ahí la idea recurrente de paisaje, de paisaje escénico entendido como un tiempo escrito en el espacio que tarda una mirada en recorrerlo, un tiempo-espacio en relación a una presencia que forma parte de él, sin dejar de estar fuera, por eso la indiferencia del paisaje ante quien lo mira, porque no hay nada fuera de él, porque lo contiene todo, pero por eso también la responsabilidad de quien forma de lo que está mirando. La culpabilidad pertenece al orden de la historia, se refiere a lo que sucedió en el pasado. Esta tensión entre un presente, convertido en hecho escénico, en ceremonia de renuncia, y la sombra de la representación (de la historia), el peso del pasado, da vida a estos paisajes en los que lo que pasa es sobre todo un tiempo, el tiempo que tarda una mirada en darse cuenta que más allá de la culpa esta el paisaje del otro que es uno mismo.
Hay un paisaje indiferente. Un paisaje nublado de polvo que parece haber suspendido en sí al tiempo. Un presente indiferenciado de pasado y de futuro. No hay culpa en el estado de las cosas. Lo real es un desafío. Pensemos que no hay culpa en el estado de las cosas. (De Tiempos como espacios.)
La pregunta sería entonces cómo hablar del tiempo y el espacio, sin hacer una historia que los envuelva, que los congele en función de una mirada que deja de estar viva para quedar construida, detenida, como el paisaje convertido ya en imagen, en fotografía, en portada de periódico o video colgado en internet, entregado a la interpretación y a la mofa, a la demagogía, la especulación, el escándalo o el espectáculo. O dicho de otro modo, cómo seguir pensando la historia sin la historia, el ritual sin el mito, la ceremonia sin pasado. O dicho de otro modo, cómo seguir pensando mi historia, sin mi historia, pensándome yo sin mí, sin un pasado que determine el sentido del presente, de lo que estoy mirando, de lo que estoy haciendo ahora.
¿Cómo se mira desde fuera lo que no tiene contornos ni lugar preciso? ¿No es aquella una región profunda? Hay historias que no tienen la lógica del pasado ni la lógica de la salvación. ¿Seremos capaces de soportar esto? Estamos aquí. (De Tiempos como espacios.)
Después de utilizar la escena para contar la historia de los otros, vino el presente en primera persona, la escena como espacio para mi historia, la representación de la no representación, que fue el punto de partida de Homo politicus, y después de eso, ¿cómo seguir hablando desde la escena de después de la representación, de después de la historia?, o expresado de otro modo, qué queda antes y después de la historia, antes y después de lo que ya somos.
Dónde estoy es curiosamente la pregunta que uno se hace cuando el bosque se abre. ¿Qué hay después y antes de la destrucción y la mirada? La mirada es desigual (ocultación y poder). El laberinto de lo cerrado se abre en su propia oscuridad. No hay simulacro. Hay error, sí, que ni siquiera el metarrelato de la mirada desmonta. (De Tiempos como espacios.)
Esta es la pregunta que resuena callada en estas obras, donde ya desde el título, se sitúa la cuestión del tiempo y el espacio, de los lugares y la palabra, en el caso de la primera, Conversación interferida. Beirut, o de los espacios por los que pasa algo o alguien, un cuerpo o una mirada, y se transforman así en paisajes, en la segunda, una obra que fue cambiando bajo el título de Paisajes invisibles, y que luego quedó como Impromptus, en la versión mostrada en Montemor, escrita ya con un único cuerpo, el de Renato (Linhares), y el trazo, reducido a sonido, de la plumilla de Marta Azparren sobre el papel, o de los espacios convertidos en tiempo en la última de la Serie, Tiempos como espacios. A pesar de estas y otras similitudes, estas historias sin quererlo tienen orígenes (o historias) distintos y responden a procesos también diversos, tanto que sería difícil pensar en una única historia, como mínimo habría que pensar en tres historias multiplicadas por tres espacios y retomadas n veces. ¿Cómo hacer una única historia con todo ello? La primera historia, que no es la primera, sino la segunda de la Serie, es la historia de lo que viene de atrás, es decir, la historia de casi todo lo que viene de atrás, que en aquel momento era el proyecto anterior, presentando igualmente como serie, Homo politicus, y que se extendió desde 2003 hasta 2008. Esta serie, formada por tres obras, vinculadas como en el caso de El reino y el exilio a espacios y personas distintas en cada ocasión, dejaba ver una evolución o una trayectoria —una historia, podríamos decir—que habría terminado conduciendo a esos Paisajes invisibles y de ahí a los Impromptus. Como en el caso de Homo politicus, estas piezas estaban hechas con espacios vacíos ocupados en cada una de ellas de modo distinto por los cuerpos de los intérpretes. La relación entre el espacio y el cuerpo fue cambiando; la palabra y con ella la historia se fue adelgazando, y el cuerpo se hizo más visible, más presente, a través de un movimiento mínimo, esencial, que a su vez fue reformulando ese vacío central, que era el espacio escénico y desde el que crecía la obra. Este fue un recorrido largo, que empezó en Madrid, siguió en México y acabó en Rio de Janeiro, donde comenzaron los ensayos de la que habría de ser la segunda parte de El exilio y el reino, aunque en ese momento eso no se sabía, porque las historias se construyen siempre después, después de que pasaron, y en ese momento allí en Rio todavía estaba pasando. Comparándolo con esta que nos ocupa, la historia de Homo politicus vista desde hoy parece trazar un camino más claro, más lineal, tanto geográficamente como en términos de búsqueda estética. La trayectoria que sigue con El exilio y el reino se traza de forma más azarosa, en contantes idas y venidas, entre Rio, Beirut, Niamey, Madrid, Montemor o Bilbao, caminos que se interrumpen para volver a retomarse y que no saben a donde conducen hasta que se recorren del todo. Este nuevo recorrido se concentra más en el tiempo, pero se extiende en la duda, en el no saber con certeza, en el errar y en el error. Ya no avanza trazando una línea bajo el signo de la búsqueda, la búsqueda de un lenguaje, de un lugar, de una identidad personal y artística, sino que permanece bajo la niebla de la renuncia. Se hace fuerte en su lugar escénico y en su tiempo detenido para expresar una voluntad de no participación, sin dejar por ello de participar, la necesidad de un tiempo suspendido para poder pensar, un gesto de apartamiento, de distancia, sin dejar de mirar al centro, al centro vacío del espacio que vuelve a ser punto de partida de esta Serie, como ya lo fuera de Homo politicus, pero de distinto modo. Ahora, paradójicamente, se parte de una certeza que es un error y que no plantea pregunta, ni pide respuesta, es la afirmación de un lugar en tiempo presente, de un no saber expresado con claridad, y sólo eso, casi nada. Al grito de no me fío, no me fío, abría Angélica Liddell Perro muerto en tintorería: los fuertes, en el 2007, levantando una suerte de bandera programática, una postura frente al medio cultural; El exilio y el reino, unos años más tarde, parece susurrar un no sé, no sé, la expresión de una duda como afirmación igualmente programática de una postura poética y social. Un no saber que llega después de la desconfianza ante la historia, la historia del teatro, la historia de los teatros, que todavía se sentía en los comienzos de Homo politicus; un no saber que llega como la espera que viene después de la historia, o como el tiempo de reflexión que se abre después de la batalla rendida, que no es rendición, sino resistencia y crítica desde lo mínimo. Este es el tiempo introspectivo a la vez que escénico, cerrado en sí mismo a la vez que abierto al público y a lo público, sobre el que se construye El exilio y el reino, cuando se vuelve la vista atrás desde esa última confesión ya mucho más explícita que es la tercera parte de la serie, Tiempos como espacios. Aquí todo se hace más explícito, sin renunciar a lo callado, al silencio de lo no dicho que viene a ocupar ahora ese centro vacío frente al cual se coloca al público. En el centro casi nada, porque no sabemos qué poner en él, qué hacer con él, con qué representación llenarlo o qué historia contar sin renunciar a lo más importante, que es también lo más frágil, lo más difícil de percibir y lo más fácil de perder. Y nos situamos en los márgenes, para mirar y pensar. Los márgenes desde donde llega el sonido sin imagen de esas conversaciones de Beirut, fragmentos entrecortados de charlas de media noche, reflexiones de café, risas, juegos de palabras y la conversación entre un niño y el tendero. Al otro lado de la escena, las lecturas cara a cara entre Ziad Chakaroun y Alberto Núñez, que luego será cuerpo a cuerpo, ahora sí, en medio del escenario, sólo por un momento, detenido, para volver a abandonarlo. Historias robadas a la historia, como quería también Walter Benjamin, para preguntarse por el otro sentido, momentos de revelación que arrojan una luz sobre el pasado desde un instante que es juego, azar y deseo, muerte… porque todo aquí habla de muerte y destrucción, sin por ello rendir las armas a la historia (de las representaciones) de ciudades arrasadas y cuerpos marcados. En el último de estos Paisajes invisibles, presentado en el Festival Sismo en Madrid, el gesto de renuncia se termina de concretar en un largo texto leído por Fernando. De algún modo, esta lectura marca el fin del trabajo físico, que estaba siendo realizado por Alberto Núñez y Ziad Chakaroun, y que apenas estaba comenzando, y la entrega de la obra para que la continúen dos intérpretes invitados, Gustavo Ciriaco y Estela Lloves, la razón de la entrega tiene que ver con la imposibilidad del deseo o la renuncia a la historia, a lo que tendría que haber sido, una derrota más: “La obra que ustedes están viendo no es la que a mí en principio me hubiera gustado que vieran […] Por eso he decidido no presentarles lo que tenía pensado presentarles. Ante la imposibilidad, echo por tierra el péndulo, el arco, la flecha y el paisaje –la obra— que quería presentarles.” Cómo ser honesto con esta imposibilidad, se pregunta el artista. Y la respuesta la encuentra, de la mano de Miró, en ese aferrarse al vacío desde lo más frágil, un trazo en el silencio, que no será recuperado, que no hará historia. De ahí la decisión de entregar la obra a lo inesperado, a lo que no se volverá a repetir. Un gesto de rendición hecho desde lejos, fuera de su tiempo. Los márgenes, sin embargo, no se abandonan, Fernando leyendo en el margen y Marta Azparren dibujando trazos que se proyectan sobre una pantalla. También al margen la grabación de una luna cambiando lenta de posición a lo largo de una noche. En Impromptus, presentado en Escena Contemporánea, en Madrid, y luego aquí en Montemor también en el 2010, la obra se despoja de las proyecciones y la lectura; sólo queda Marta dibujando al margen de la escena, y el sonido de la plumilla acompañando los movimientos sobre la arena de Renato. En la retrospectiva de toda la serie en la Cuarta Pared de Madrid no era la superficie infinita de la arena sino el espacio en blanco del papel sobre el que se escribe o de la nieve sobre la que se camina. Y así llegamos, puestos a jugar con las trampas de la historia, a Tiempos como espacios, la tercera entrega, donde nuevamente tenemos a Alberto Núñez colocado en el margen, antes actor y luego figura quieta, ya en la versión de Montemor, que lee un texto frente a un espejo. Y en el centro de nuevo nada o casi nada, aunque esta vez y para sorpresa de todos el vacío viene de la mano de la representación, una extraña representación interpretada por dos actores que son de Niamey, pero pareciera que vienen de otro mundo, Aboubakari Oumarou y Pituá Alheri, o que vienen de otro mundo, pero en realidad son de Níger y traen su mundo con ellos. Conversaciones con aire de improvisación, risas, recorridos caprichosos, bromas y el tiempo suspendido, posturas detenidas entre las sillas; el mundo del escultor Juan Muñoz como un puente (escénico) para entender al otro, para entender lo otro, ese continente negro transformado en imagen y cuerpos con los que no sabemos qué hacer. Los actores hablan en un idioma africano, excepto en algunos pocos momentos en los que intercalan en francés textos de la obra, y no hay subtítulos; todo es extraño, distante y cercano, y lo cotidiano de estas charlas en un idioma que no se entiende o que parece que no podemos entender porque no entendemos las palabras, se conecta en una especie de rara continuidad con el estatismo de las posiciones escultóricas, miradas detenidas, cuerpos boca abajo, rostros inclinados, cuerpos sin miembros que observan por azar desde el otro lado. De la mano de este extraño mundo, representación y vacío se reconcilian en una rara armonía que nos habla de un tiempo, el tiempo de la mirada que percibe este paisaje, incorporado al paisaje mismo, como si el que mirase perteneciera al espacio de esa representación, que está ahí esperándole, sin dejar por ello de estar fuera. Y uno se ve, como se dice en la cita de Deleuze incluida en el cuadernillo de Paisajes invisibles, como parte del mismo paisaje que está mirando, fuera y dentro de la historia por la potencia de una mirada convertida en realidad escénica, que es la mirada del creador. No se trata, por tanto, de esa representación carente de sentido, representación del absurdo o de la nada, de la que tanto nos habla el arte moderno, o mejor dicho: los que hablan del arte moderno, sino de una representación cuyo sentido pasa por la presencia del otro, de ese otro que soy yo mismo y que es un modo de estar, por eso son (están) teatrales. Porque es una representación que, como todo el mundo de Juan Múñoz, se construye a partir del otro, del que está mirando, por eso el espectador de algún modo, como en toda operación teatral, ya está presente desde antes, en forma de un vacío que preexiste y que volverá a ser cuando el espectador lo abandone. (¿Será eso lo que queda antes y después de la historia, de la destrucción?) La expresión de ese vacío en un entorno social, como el que conforman estas imágenes mirándose unas otras, indiferentes pero presentes, nos hace sentirnos parte de él, apelando a un extraño sentimiento de responsabilidad del que está ahí, incluso si se queda al margen, incluso si sólo mira desde lejos. Incluso aunque no participe de la representación, incluso aunque parezca ajena y desconocida, esta historia es la historia por tanto de quien mira, ávido de imágenes que transformen lo que toca en pasado, reduciendo la diferencia a lo ya conocido como parte de ese destino inevitable de destrucción que se llama historia. El exilio y el reino nos habla sobre todo de un tiempo o unos tiempos que se hacen sentir a través de espacios concretos; espacios de encuentro y ceremonia, de encuentro con los otros y con uno mismo convertido en el otro. Estos tiempos, a través de lugares distintos, dibujan un gesto de reflexión acerca de lo que se está haciendo, de lo que estamos haciendo, porque se trata de una pequeña ceremonia, en un sentido escénico como social o político. No es el tiempo de la representación, ni de la historia, ni del otro, ni siquiera de la escena, es el tiempo de una presencia que duda sobre cómo situarse frente a esa representación, frente a esa historia, frente al otro y su escena, una mirada que se interroga y no sabe, que se aleja, pero sin dejar de estar ahí, en un estar-haciendo, y desde ahí muestra su vacilación, que es su renuncia y su error como resistencia a hacer historias, sin dejar de pensarlas, pensar la historia (de la escena) y su lugar frente a ella. Tomando esto último como punto de partida, empezando por el final, por la rendición de las armas, por la búsqueda de lo mínimo, un espacio en el que trazar un gesto, el gesto de una mirada, se levanta esa idea de disidencia, de exilio de la historia y exilio de la escena. Y desde ese lugar vivo se muestra una escena en la que no pasa nada o casi nada, un murmullo, quizá, unas risas, una conversación casual, una palabra, a lo sumo, una palabra o un movimiento que hace poesía, ofrecida (de ofrenda) como invitación a volver a pensar lo que pasó, es decir, lo que está pasando, el lugar del arte y del teatro, de los teatros de la historia, de las ruinas y los muertos.
¿Sentís acaso los residuos de la violencia? Los siglos nos han enseñado: ¿sabemos acaso renunciar? Recorrer otra vez el mismo espacio. Lo real es un desafío a la mirada. Hemos olvidado las leyendas de nuestra propia tribu pero repetimos sus palabras y sus hazañas. Arranquemos el tiempo a la historia y su recorrido irreversible sin hablar de destino. —Sin culpa ni satisfacción.— Te defraudaré una vez más. (De Tiempos como espacios.)