[1] El cruce de la danza y el teatro con el performance ha posibilitado un tipo de discursos escénicos situados en una zona transdisciplinar, donde los intérpretes han dejado de ser meros ejecutores para convertirse en personas que piensan con su cuerpo. Fascinados por la posibilidad de trabajar ya no con instrumentos de reproducción y ejecución, sino con instrumentos que amplían su propio pensamiento más allá de la individualidad, los creadores escénicos se han lanzado apasionadamente a un trabajo que transciende las fronteras de los géneros y rehúye la identificación de lo escénico con el mero divertimento. Quienes asistieron en 1968 a la primera versión de Trío A. La mente es un músculo, de Yvonne Rainer, no pudieron dejar de advertir que a partir de entonces la danza habría de convertirse también en un modo de pensamiento. La indiferenciación de intérprete y coreógrafo en la danza de los sesenta alteró la concepción del bailarín como mero cuerpo ejecutor para aproximarla a la de cuerpo creador. No es de extrañar que fuera la generación de Yvonne Rainer la que, siguiendo el magisterio de John Cage y Ann Halprim iniciara ese fascinante mestizaje de danza y ‘happening’, en primer lugar, y danza y performance o danza y teatro algo más tarde. Desde entonces, los caminos de la danza han sido muy diversos: algunos han recuperado la técnica, otros la emoción, la teatralidad e incluso el histrionismo. Pero lo que en todos estos años no ha desaparecido es la idea de que la danza puede ser algo más que una composición armónica de movimientos destinada a ilustrar la música, agradar a la vista o sorprender con sus retos a las limitaciones físicas del común de los mortales. La concepción de la mente como músculo y del pensamiento como algo que circula por el cuerpo ha vuelto a funcionar de manera productiva en los últimos años tanto en el ámbito de la danza como del teatro. Los integrantes del grupo Legaleón teatro redactaron en 1994 un manifiesto en el que apropiándose de la «Receta para un libro», de Henrique Monteagudo, hablaban, entre otras cosas de «la sintaxis del cerebro magullado». En el espectáculo que presentaron ese mismo año, El silencio de las Xigulas, basado en textos del músico, poeta y vídeo artista Antón Reixa, otra frase era pronunciada recurrentemente por los actores: «¡Eusebio!,¡Eusebio!, el pensamiento ¿va por dentro de las carnes?». Y a juzgar por el tipo de partituras gestuales y propuestas visuales de esos mismos actores, la respuesta de Eusebio, si es que hubiera existido o hubiera estado allí, habría debido ser positiva. Acción, emoción, pensamiento Que existe un hueco entre la emoción y el pensamiento donde se produce algo que no es posible transmitir ni con el mero movimiento ni con la palabra sola es algo sobre lo que ya llamaron la atención algunos creadores de la vanguardia histórica; entre ellos los expresionistas, cuando al intentar decir con el cuerpo aquello que no podían decir con la boca, inventaron el ‘patetismo’, un modo de interpretación basado en la tensión física y el extatismo anímico que contagió sin duda las danzas de Mary Wygman e incluso de Marta Graham. Más adelante los surrealistas buscaron en los procesos descontrolados del cerebro dormido o el instinto desbocado la materia prima para su creación. De todos ellos, fue sin duda Antonin Artaud quien más lejos llegó al proponer para el teatro la búsqueda «de una especie de lenguaje único a medio camino entre el gesto y el pensamiento», y esto mucho antes de su internamiento en Rodez, donde definió la palabra como el músculo de la lengua, la respiración y el movimiento de las mandíbulas, al tiempo que proclamaba: una vez aceptado que «entre mi cuerpo y yo no hay nadie / y mi único signo es que soy mi cuerpo y nada más, sin alma ni pro-creación, IDEA, / no, / pero / en mi estómago / porque / él es toda mi voluntad sin interrogación interior.» La palabra es el músculo de la lengua, la respiración y el movimiento de las mandíbulas. No es de extrañar que el crítico D.-A. Guéniot calificara Esto no es mi cuerpo, de Olga Mesa, como «danza de la crueldad», fascinado por el modo en que la coreógrafa arrancaba de lo más profundo de su carne el sentimiento y la memoria que afloraban en escena. La propia Olga Mesa manifestaba en su presentación del espectáculo su interés por aproximarse «a lo que piensa el cuerpo y lo que siente el pensamiento» y confesaba: «Me ha interesado mucho investigar sobre la frontera que separa a nuestro cuerpo entre el consciente y el inconsciente y en cómo se comporta el ser humano cuando duerme». En el espectáculo podíamos asistir alternativamente a la proyección de una filmación acelerada de la propia Olga durmiendo en su cama y a la violencia implícita en el sometimiento del cuerpo a posiciones forzadas o ejercicios que ponen de manifiesto la propia limitación física o en la negación del mismo a base de presiones sobre mejillas, caderas, vientre o culo. Qué lejos quedan estos procedimientos de los imaginados en los años veinte por Bertolt Brecht para convertir la escena en un lugar de reflexión. El vitalista Brecht, enfurecido detractor de las prácticas expresionistas, había recurrido al humor y a la distancia como medios para conseguir que tanto intérpretes como espectadores mantuvieran una actitud serena y reflexiva frente a los acontecimientos que se representaban en el teatro. Imaginaba el dramaturgo que el intérprete sería capaz de separar claramente su acción de su pensamiento del mismo modo que cualquier ser humano dejar a un lado el sentimiento para aceptar lo racional. Algunas décadas más tarde Heiner Müller demostraría dramáticamente que las pretendidas separaciones del joven Brecht no resultaban viables y que en cambio el ser humano, su historia y su arte, aparece más bien como un conglomerado de dimensiones incoherentes cuyos límites no pueden ser certeramente trazados. En esos años en que Heiner Müller escribía Mauser, Julian Beck y Judith Malina ponían en práctica (escénica) una síntesis peculiar de irracionalismo y constructivismo, gracias a la cual el pensamiento (también del cuerpo) pudo penetrar en zonas de la experiencia no exploradas por el viejo Brecht. En esos mismos años la-os jóvenes Yvonne Rainer, Simone Forti, Steve Paxton, Simone Forti, Trisha Brown y Carolee Schneeman entre otra-os, se lanzaban a la aventura de la danza postmoderna. Como Brecht, confiaban en la posibilidad de introducir el pensamiento en la acción escénica, pero, como Müller, Beck y Malina, sabían que ese pensamiento no podía ser idéntico al del hombre o la mujer sentado-as ante a una máquina de escribir o en pie frente a un cuadro. El cuerpo no puede imitar los procedimientos reflexivos de la mente, debe encontrar su propio mecanismo desde el cual llegar a contemplar la mente no como el albergue del espíritu sino como un músculo entre otros músculos. Al “motion from emotion” de Martha Graham no se opuso un “movimiento del pensamiento”: no se trata de pensar un movimiento, ni de moverse para pensar, sino, en palabras de Mónica Valenciano, «poner los pensamientos en movimiento». El movimiento ya no resulta, pues, de la partitura rítmica, ni de la composición visual, ni de la estructura dramatúrgica, y mucho menos de la emoción, el movimiento es en sí mismo un proceso de reflexión diverso al proceso de reflexión intelectual y sereno. Las viejas categorías dialécticas, en sus sucesivas reinterpretaciones a lo largo de la historia del pensamiento, son entonces sustituidas por otras categorías igualmente viejas en la historia del movimiento, pero a las que por primera vez se otorga valor reflexivo. Equilibrio y desestabilización Gilles Jobin inicia su espectáculo A + B = X con un ejercicio de equilibrio: tres cuerpos invertidos apoyados sobre las nucas mostrando al público la espalda y el culo. Un equilibrio tenso que consigue mostrarse ante el público como natural, inventando una nueva naturalidad, donde los sexos han perdido importancia y las cabezas se han hecho invisibles. Gilles Jobin nos enfrenta a una armonía completamente diversa a la aceptada por la cultura dominante, demuestra, por tanto, que son posibles otras armonías, otros equilibrios, otros órdenes. Pero, en tanto tal equilibrio perturba nuestra percepción habitual del cuerpo, del sexo y de la danza constituye en sí mismo un ejercicio de desestabilización conceptual. El interés por el desequilibrio y la desestabilización es constante en el trabajo de los artistas coincidentes en Desviaciones. La desestabilización funcionaría como negatividad en un proceso de cuestionamiento de los equilibrios asumidos, dando lugar a nuevas armonías que por su dimensión utópica aún contienen una fuerte dosis de negatividad. Así, la propuesta de Nao Bustamante, que cuestiona en su espectáculo la imagen tradicional de la mujer e invita al público a ser cómplice en un proceso de subversión de los cánones y valores culturales, se basa concretamente en una sucesión de ejercicios de equilibrio e inestabilidad, incluyendo cierta dosis de riesgo físico (como cuando en lo alto de la escalerilla de mano se pone los zapatos de tacón al mismo tiempo que controla con el pie el viejo tocadiscos o como cuando en lo alto de la otra escalera compone figuras paródicas de imágenes cinematográficas o publicitarias). Mónica Valenciano, por su parte, contemplaba su trabajo como el resultado de una serie de «tropiezos» y «empujones» que habían minado la estabilidad y convertido su danza en una especie de «garabato», sin soporte físico, generador de «una sensación medio desnuda y desolada que queda tras él…» En sus primeras piezas el movimiento se trucaba una y otra vez y se ofrecía al espectador como una sucesión de impulsos, de frases interrumpidas, de «pequeñas explosiones inesperadas», de gestos retorcidos o contorsionados. La inestabilidad puede afectar ya no al movimiento del cuerpo sino a la estructura del espectáculo en su conjunto. Es el caso de las últimas propuestas de Mónica Valenciano con El Bailadero, donde apenas encontramos ya secuencias coreográficas propiamente dichas y donde los intérpretes se desenvuelven en el marco de una estructura construida sobre los conceptos de azar y juego, que permiten las transiciones bruscas, el contraste, el grotesco. Inestable es igualmente la estructura de Park, de Claudia Triozzi, un espectáculo íntimo y frágil, que en cualquier momento, da la impresión, podría ser quebrado por la acción del público invasor del espacio privado de la artista. Inestables por su brevedad son las ocurrencias de La Ribot, que en algunos casos nos asaltan como extrañas piruetas que no se pueden sostener más tiempo del que la física permite. Inestables las imágenes compuestas por Blanca Calvo y Ion Munduate en Sangre Grande, como no podía ser menos después de haber tomado como punto de partida la dualidad y el «matrimonio de opuestos». Inestables los discursos de Mónica Valenciano, hasta el punto de mezclarse, interrumpirse, confundirse, disolverse unos en otros. Inestables, en fin, los equilibrios forzados de Olga Mesa, que dan lugar continuamente a caídas, a descompensaciones bruscas del cuerpo: “no quiero cuerpos tranquilos / quiero cuerpos cansados / desorientados incómodos / carnales / cuerpos que piensen intranquilamente / quiero lucidez y desorden». En contraste con la inestabilidad y con la fragmentación de las piezas, encontramos una preferencia por el ‘tempo’ lento: secuencias de inmovilidad tensa, de silencio, de fijación de la imagen, espacios abiertos para la contemplación o para la reflexión, que llegan en algunos casos a anular no sólo el movimiento sino la acción misma, forzando al espectador a adaptar su percepción y enfrentarse a una propuesta plástica o visual (MMMM de Blanca Calvo o Más distinguidas 97), a sumergirse en un espacio acústico (Adivina en plata, de Mónica Valenciano), a introducirse en la conciencia de la propia carne con sus afectos y sus pasiones (Desórdenes para un cuarteto o Solo para mujer deshabitada, de Ana Buitrago), o en el interior de una entidad abstracta, pensante y sensible (Oh, Sole, de La Ribot). Se trata tal vez de proponer de nuevos equilibrios en el marco de la inestabilidad, o de invitar al espectador a buscar su propio equilibrio o su propio orden. Extrañamientos La primera acción de Nao Bustamante en America, the Beatiful, después de haberse desnudado y haber puesto en marcha su reproductor de viejos discos de vinilo, consiste en encintarse el cuerpo con un rollo de celo ancho. Nao comprime sus muslos y su vientre y dota a su figura de un aspecto que podría recordar al de la célebre muñeca Betty Boop. A continuación maquilla grotescamente su rostro. Este proceso de extrañamiento, independientemente de su valor espectacular intrínseco, obliga al público a asumir la unicidad de quien está en escena, al mismo tiempo sujeto y objeto de la acción, y a centrar su atención sobre las dos dimensiones como una única dimensión. Al ridiculizarse a sí misma, Nao priva al público de la risa fácil y lo fuerza a buscar la diversión en otro lugar, más próximo al pensamiento que a la pasión ligera. La pieza en que La Ribot se muestra desnuda frontalmente sujetando un pollo de goma y mostrando la analogía entre su cuerpo (natural) y el cuerpo (artificial) del animal responde a motivaciones afines. Más radical es aquella en que se ofrece en venta encajada en una silla con la que acaba identificándose mediante el movimiento y la posición final. La anulación del cuerpo mediante su equiparación con un cadáver animal de goma o un objeto inanimado no hace olvidar al espectador que ese cuerpo anulado es el mismo ser que fijamente nos mira, a veces impasible, a veces perplejo, la autora misma de las imágenes y del espectáculo. La pieza más clara en este sentido es «Manual de uso», en la que La Ribot reduce al absurdo la disociación entre instrumento y usuario, ella misma en ambos casos, sugiriendo irónicamente que el empeño en tal disociación no puede conducir sino a la muerte por asfixia. En el caso de Olga Mesa, el extrañamiento se produce por medio de la violencia y la utilización de la imagen procesada. Mientras en Esto no es mi cuerpo se intentaba penetrar en el pensamiento y el hacer del cuerpo vedado a la consciencia desde la experiencia de la soledad, en Desórdenes, a partir de una exploración de formas de estar y de relacionarse no convencionales, se transmitía al público la perplejidad sobre el frágil límite que separa el descubrimiento de la identidad y el de la diferencia cuando la investigación se lleva a niveles suficientemente profundos. La extrañeza que produce el espectáculo fuerza una alteración de los esquemas receptivos que permite finalmente el descubrimiento gozoso de la identidad. La exhibición de la rareza tiene como consecuencia paradójica la asunción de que todos somos raros (“cada cual con su rareza”, decía Ion Munduate) y que, por tanto, en ese sentido somos idénticos. La extrañeza que produce la primera imagen de A + B = X produce una reflexión sobre la indiferenciación física de los sexos. Aquí el desnudo funciona como un factor de objetivación y por tanto, en cierto sentido, de extrañamiento: no hay en el desnudo intención expresiva, sino más bien reflexiva, del mismo modo que no hay connotaciones eróticas, sino puramente físicas, naturales. Olga Mesa ha recurrido repetidamente en sus solos al desnudo como forma de contemplar el propio estar. Y Nao Bustamante y La Ribot trabajan habitualmente de forma natural con el desnudo. Desde la presentación de su divertido ‘strip-tease’ Socorro! Gloria!, La Ribot ha radicalizado el uso de la desnudez en su obra hasta el punto que en Más distinguidas 1997 el vestuario resulta casi anecdótico: su cuerpo aparece ante el público con tanta naturalidad que en un momento dado lo molesto (o provocador) sería que lo cubriera. Pero la extrañeza puede ser producida igualmente por el procedimiento contrario: es decir, el enmascaramiento. Como tales habría que considerar los disfraces / vestidos de Blanca Calvo en MMMM o en la última escena de Sangre grande, en que aparece posando sobre las espaldas de Ion que se arrastra sobre el suelo, el traje azul de La Ribot en “Divana”, los disfraces heroicos de Ion Munduate en Lucía con zeta, o los extraños uniformes de reciclaje que visten los intérpretes de Desórdenes para un cuarteto. El extraño vestuario de Oh Sole, de La Ribot, tiene curiosamente la misma función que el desnudo en A + B = C: minimizar la diferencia de sexo y presentar a los intérpretes como dos dimensiones de un mismo ser abstracto. Oh, sole es un espectáculo obsesivo, donde el espacio físico está dominado por un gran cronómetro que va descontando los minutos que quedan hasta el fin y el sonoro por la canción que da título al espectáculo, repetida hasta la saciedad, bien en una grabación convencional, bien cantada, o más bien gritada por los intérpretes. Éstos, idénticamente vestidos con túnicas rojas y pelucas rubias, deambulan por el escenario entregados a acciones incomprensibles y empeños no explícitos. Cuando se miran es como si no se vieran, cuando se tocan, no hay cariño, ni sensualidad, ni agresividad, por más que haya emoción y violencia en las acciones independientes de cada uno de ellos. Pequeñas coreografías gestuales, en las que aparecen ecos de una discusión, sincronizan eventualmente a ambos intérpretes, que, no obstante, continúan estando radicalmente solos en escena. El espectáculo no concluye, pues carece de desarrollo, de modo que cuando el cronómetro se pone a cero, un apagón interrumpe el movimiento. La impresión final es ambigua: sonrisa amarga, irritación, deseo de sacarse la canción de la cabeza… Sobre todo, la sospecha de haber entrevisto una dimensión desconocida de la interioridad del otro, que es en parte la interioridad de cualquiera. Artefactos La confrontación del cuerpo pensante con el entorno social, marcado por la invasión de lo privado por los medios de comunicación y la presencia constante de la tecnología en la experiencia de lo cotidiano produce curiosos efectos. En cierto modo, la focalización sobre el cuerpo, y sobre el cuerpo desnudo, es en sí misma una respuesta artística al extrañamiento o incluso anulación de lo físico-corporal característicos de la sociedad de la imagen. A la imagen del tetrapléjico (utilizada por Jan Fabre en Sweet Temptations, y encarnada en los hermanos de Groot, como símbolo del conocimiento y la sabiduría frente al resto de los intérpretes entregados a la danza y al juego desenfranado) que mueve el cursor con un dedo y mira la pantalla obteniendo de ella toda la información y el conocimiento, los creadores de danza, acompañados por los de performance, arte de acción o ‘live art’, recuerdan que hay experiencias del cuerpo (no deportivas) que son esenciales para el conocimiento y, sobre todo, la sabiduría. En su confrontación con la tecnología estos artistas pueden recurrir a dos procedimientos extremos: la incorporación de las más avanzadas técnicas en los espectáculos sin por ello perder la centralidad del cuerpo (es el caso de Laurie Anderson, que se rodea a sí misma de todo tipo de imágenes computerizadas, sonidos procesados, instrumentos electrónicos… que amplían o prolongan los movimientos de su cuerpo y el sentido de sus palabras) o la reinterpretación de la tecnología en términos de artesanía, coherente con una opción por la pobreza escénica, cuyos orígenes habría que situar en las primeras acciones de los sesenta, en los inicios de la danza postmoderna o en las geniales máquinas escénicas de Tadeusz Kantor. En esta segunda línea se sitúa la mayoría de las propuestas presentadas en Desviaciones. Así habría que interpretar las máquinas de Claudia Triozzi, con ayuda de las cuales reconstruye su mundo interior. Lo privado invadido por la máquina, en muchos casos sin una función específica o un beneficio claro para el bienestar y mucho menos para el enriquecimiento de la experiencia tiene su contra-imagen en estas máquinas absurdas con las que interactúa Claudia como si siguiera las pautas marcadas por un ritual al que se entrega con la máxima seriedad y abnegación. Pero estas máquinas, como las de Kantor, no son meramente reflejos, son también objetos concretos ante todo con una función estética y rítmica. También en relación con ellas la artista se extraña a sí misma identificándose con la máquina, y su extrañamiento es un lamento lírico por la organicidad perdida, la que el espectador se va encontrando en su desplazamiento de un espacio a otro en forma de diminutos arbolitos de plástico. Extrañamientos similares en relación con el mundo pre-tecnológico los encontramos en los trabajos de Blanca Calvo, de forma muy clara al inicio de MMMM, en que la vemos literalmente amarrada por la cabeza a una bicicleta sobre la que pedalea Ion Munduate con el fin de activar la dinamo que ilumina a la heroína / diosa caída. Por otra parte, la iluminación del espectáculo es completamente artesanal: se recurre a faros, linternas y lámparas, prescindiendo de proyectores y regulación electrónica de los mismos. Este gusto por lo antiguo, por la tecnología primitiva es palpable en numerosos espectáculos. Tanto Gilles Jobin como Olga Mesa prefieren el superocho al vídeo, en gran parte por la textura de la imagen y por el ruido del proyector, que aporta algo quizá ya asumido como orgánico en contraposición al zumbido del magnetoscopio. Nao Bustamante utiliza un viejo tocadiscos y al final de la pieza construye un peculiar órgano con botellas de cerveza (además de que todos los elementos utilizados: correspondorían a la categoría de ‘objetos pobres’: cinta adhesiva, peluca, escalera de mano, escalera de tijera…). También Mónica Valenciano opta claramente por la pobreza, acentuada por una estética que presenta ciertas analogías con la de Claudia Triozzi o Nao Bustamante y que en cualquier caso alterna las referencias a lo contemporáneo y a lo pasado transportando el ambiente de su obra a un espacio social marginal y a un tiempo histórico perdido: el vestuario que remite a un cabaret antiguo, el proyector manipulado manualmente por una actriz y los fardos de mantas de Disparate, el micrófono plateado y alámbrico de Adivina en plata, el organillo y la organillera de Miniaturas etc. La superposición de lo tecnológico y lo orgánico aparece de forma clara en Lucía con zeta de Ion Munduate. La utilización del vídeo contrasta con procedimientos de construcción de la imagen puramente manuales, como los dibujos que muestra al principio y que son la base de su coreografía, y con elementos que cabría calificar como pobres: los trapos de cocina, la mesa, la silla… Gilles Jobin, por su parte, utiliza los cuerpos desnudos como pantalla de proyección, si bien es cierto que tanto en el caso de Ion como en el de Gilles lo que se proyecta es una imagen orgánica: la del propio Ion en Lucía con zeta, la del artista de performance Franko B., autor de un trabajo absolutamente centrado sobre el cuerpo, en A + B = X. Otro modo de imbricación de lo orgánico y el artefacto lo encontramos en las piezas de La Ribot. En «Quiero ser un pez», La Ribot se convierte en un pez y es al mismo tiempo una máquina de producción de humo. Un pez artificial, gracias a la escafandra que supuestamente le permite la inmersión. Un pez artificial, que emite burbujas, no de agua, sino de humo, el humo que produce un cigarrillo que fuma la intérprete. El humo aspirado por la boca, que queda bajo la escafandra, sale por el tubo sobre la cabeza, después de ser expirado por la nariz. Construye así una especie de máquina a partir de una imagen animal. La pieza va acompañada de una banda sonora, un programa de radio y de un proceso que lleva a la actriz a derrumbarse poco a poco, entre contoneos placenteros, tal vez como consecuencia de su conversión en pez… o del efecto del humo. Esta opción por la pobreza y esta fascinación por las viejas técnicas frente a las nuevas tecnologías son también síntoma de una aversión a lo perfecto y a lo acabado (o más bien habría que decir empaquetado). La imperfección de un disco de vinilo, el ritmo machacón del superocho, la iluminación vacilante de una dinamo, la degradación de un vestuario usado son preferibles a una forma perfecta vacía de contenido o a unos cuerpos absolutamente disciplinados carentes de pensamiento. De ahí que Olga Mesa, en su proyecto para Desórdenes escribiera: : «Tengo la imagen de una danza imperfecta […] Observo la obediencia de sus instintos, / los pequeños errores, / sus dudas, accidentes, / sus manifestaciones involuntarias, apetencias / y torpezas. / He querido bailar en esta pieza el desorden de estas imperfecciones.» Ion Munduate hablaría de incapacidades, Mónica Valenciano, de tropiezos. Tránsitos La pobreza afecta sólo a la materialidad de los espectáculos, no a su construcción, que se nutre de una diversidad inusitada de fuentes y que no duda en utilizar cualquier lenguaje artístico. Los límites de la danza son los que el propio cuerpo impone. Y ese cuerpo es un cuerpo pensante. Es un cuerpo que transita a través de los medios sin complejos de títulos y compartimentaciones. Los espectáculos de nueva danza son indisociables de una disposición transdisciplinar de las creadoras de los mismos. En casos extremos, la exploración de un territorio transdisciplinar lleva incluso a la desaparición de cualquier tipo de danza codificada, y a la focalización de la atención en problemas de índole espacial, plástica, gestual o afectiva. Blanca Calvo y Ion Munduate han recorrido ese camino mediante el ejercicio de lo interdisciplinar, gracias a su colaboración con dos artistas plásticos, Sergio Prego y José Luis Vicario, conjuntamente con los cuales han firmado buena parte de °sus últimos espectáculos. De estas colaboraciones surgieron propuestas escénicas muy atentas a la interacción con los objetos, a la iluminación no convencional y a la significación del vestuario y los colores. La imagen final de Sangre Grande o la inicial de MMMM podrían ser contempladas como esculturas o cuadros en movimiento más que como danza, en tanto la coreografía de Ion con un bidón verde o su dúo con su imagen en vídeo se sitúan en un terreno claramente fronterizo entre diversos medios. Lo interdisciplinar conduce a lo transdisciplinar, de modo que ellos mismos han abandonado repetidamente el medio dancístico e incluso escénico para trabajar en el videográfico, el plástico, la instalación… Por otra parte, Ion Munduate explica cómo su último espectáculo, Lucía con zeta se gesta después de un largo e intenso proceso de trabajo con los escultores Ángel Bados y Txomín Badiola, y surge a partir de los dibujos que él mismo hace de sus movimientos en otras coreografías. La transitoriedad de los lenguajes llega aquí a su extremo. También para Mónica Valenciano la pintura es una dimensión nuclear de sus espectáculos. La presentación de Disparate nº 1 Hueso de Santo en la Sala Cuarta Pared el pasado octubre estuvo precedida de una exhibición de sus pinturas y dibujos, de sus cuadernos de apuntes, y el espectáculo propiamente dicho surgía de modo espontáneo en el marco de esa instalación o espacio expositivo. En los trabajos de Mónica Valenciano, los lenguajes de la música, la pintura, la danza y el teatro se cruzan una y otra vez arrebatándose el protagonismo.
El interés de Olga Mesa por lo visual trasciende el ámbito de lo escénico y queda puesto de manifiesto en sus realizaciones de vídeo-creación, presentes en numerosas muestras y festivales de vídeo contemporáneo. En sus espectáculos, cómo no, han tenido cabida más que escenografías instalaciones, más que músicas espacios sonoros y más que ambientaciones invenciones luminotécnicas y proyecciones en superocho. Todo ello teniendo en cuenta que estamos hablando siempre de espectáculos pobres, es decir, con muy pocos recursos técnicos, donde lo visual aparece siempre fuertemente anclado al cuerpo. Gilles Jobin inicia su espectáculo con una filmación del artista de performance Franko B. y en su propuesta la dimensión plástica tiene tal fuerza que, sin negar su firme anclaje en la danza contemporánea, no cabe sino considerarla como puramente transdisciplinar. Park de Claudia Triozzi es un espectáculo que, como las Piezas distinguidas de La Ribot, debe ser contemplado como una exposición, como una serie de instalaciones en movimiento en torno a las cuales puede pasear el espectador. America, the Beatiful responde claramente a la definición de un espectáculo de ‘performance art’, un medio esencialmente transdisciplinar, “hijo ilegítimo”, como sugiere Lois Keidan, de las artes visuales y el teatro. El tratamiento transdisciplinar del cuerpo resulta muy claro en las Piezas distinguidas de La Ribot, a las que el espectador asiste como a la exhibición de una serie de cuadros, poemas visuales, ocurrencias narrativas, algunos de ellos con propietario reconocido, otros a la venta, recuperando la sarcástica tradición de los pioneros del arte de acción, como Piero Manzoni o Chris Burden. Con el pubis teñido de rojo y el pelo de azul, La Ribot nos ofrece su cuerpo como soporte receptivo a cualquier idea artística prescindiendo de la sujeción a géneros o medios definidos. Su propuesta coincide plenamente con la definición que Lois Keidan propone de ‘Live Art’, entendido no como un nuevo medio o disciplina artística, sino como una estrategia para vencer el prejuicio y hacer inútil la diferenciación entre los medios. El otro Nada existe sin la mirada del otro. El otro puede ser quien comparte el espacio de la escena, o puede ser quien está sentado en la oscuridad observando. Se trabaja sobre la singularidad del otro, sobre su excepcionalidad. La nueva danza no es un arte de masas, no existiría sin la proximidad, sin la relación directa. Porque en la distancia el cuerpo se convertiría en imagen y en esa conversión desaparecería el pensamiento. La búsqueda del otro es evidente en el estar reflexivo de Ana Buitrago en su Solo para mujer deshabitada o en la violencia de Olga Mesa contra sí misma en Esto no es mi cuerpo, cuando aspira a superar la angustia que provoca el reconocimiento de la imposibilidad del dualismo («esto no es mi cuerpo: esta soy yo») mediante la búsqueda de la identidad con la angustia del otro («esto no es mi cuerpo: es tu cuerpo»), de lo que resulta un discurso finalmente positivo o al menos abierto a la esperanza comunicativa. La búsqueda del otro mediante la identificación del ser en el cuerpo aparece igualmente en los dúos de Blanca Calvo y Ion Munduate, cuyos cuerpos distantes a veces, dialogantes otras, parecen querer penetrarse, comprimirse, fundirse, aun sabiendo de lo imposible de esta operación. Una impresión más angustiosa derivaba de las colaboraciones de La Ribot con el actor Juan Loriente: Los trancos del avestruz y Oh, Sole., en los que más que a un diálogo, una disputa o una confrontación, el espectador tiene la impresión de asistir a la escenificación de un conflicto interno, a la exteriorización de dos dimensiones de una misma interioridad, una interioridad de índole necesariamente física. El intento de obviar la diferencia entre los sexos y hacer que el público perciba la relación de los intérpretes no en términos de diálogo de pareja, sino de diálogo de personas o diálogo de diversas dimensiones de una interioridad que puede ser compartida, pero que no deja de ser corporal es visible igualmente en los trabajos de Gilles Jobin, quien con un matiz más sensual reivindica la diferencia como contrapunto necesario al descubrimiento de la identidad o al menos la desconcertante similitud. Ésta se hace más evidente gracias a la multiplicación de lo-as intérpretes. Lo mismo ocurre en Desórdenes para un cuarteto: el extrañamiento espacial, acústico y corporal hace aflorar el ser de cuatro personas-cuerpo que, partiendo de la conciencia de la propia soledad y la propia angustia, encuentran en el juego el medio para superar el solipsismo; a pesar de que el desconcierto no desaparece, tampoco lo hará ya de la memoria ese alegre desvelamiento del ser, ese positivo descubrimiento de la colectividad donde el desorden se convierte en estrategia de encuentro y la estupefacción en guiño cómplice hacia el público.
La búsqueda del sentido es un ejercicio que sólo se completa en colaboración con el público. Al final de Desórdenes, Olga Mesa se dirige abiertamente a él y le reclama: «¡Levántense!»; el corazón acelerado de Bea Fernández al final del espectáculo es un desafío a las vísceras tanto como al pensamiento o al sentimiento del espectador. Éste no puede ser pasivo, debe atreverse a participar en el juego, debe acompañar a los intérpretes en su proceso. La apelación al público en la búsqueda del sentido es también explícita en los trabajos de Mónica Valenciano, especialmente en los dos últimos con El Bailadero, donde, con diversos planteamientos estéticos, se repiten algunas de las claves señaladas a propósito de Desórdenes: la expresión de la soledad y la diferencia, la búsqueda de una salida mediante el recurso al juego, la presencia desbordante de una decidida voluntad comunicativa… Para lograr el diálogo, éste debe establecerse entre personas y no entre ejecutantes y mirones. De ahí que, por una parte, los intérpretes nos aparezcan siempre como personas excepcionales, haciendo lo que hacen como si ninguna otra persona fuera capaz de hacerlo igual. De ahí también que en muchos casos quien está en escena no actúe en sentido habitual, practique incluso la absoluta inmovilidad, forzando así a quien está en la sala a mover su imaginación y sus ideas. Para que el espectador entre en el juego es preciso que, como lo-as propioas creadore-as, rompa su equilibrio. Desestabilizar al espectador es uno de los objetivos de los equilibrios Gilles Jobin. También de los falsos finales de Olga Mesa o sus preguntas directas al público seguidas de largos silencios, del inicio de America, the Beatiful con Nao Bustamante en ropa deportiva entrando a escena como si el espectáculo aún no comenzara, de las invasiones de la grada por El Bailadero, privando al público de imágenes y ofreciéndole únicamente voces superpuestas, o de las iluminaciones no convencionales utilizadas por Blanca Calvo y Ion Munduate en Sangre grande y Lucía con zeta. La confrontación del espectador con el frágil límite entre lo privado y lo público es otro procedimiento de desestabilización. Claudia Triozzi la provoca al invitar al público a invadir su espacio y caminar entre los asistenes a sus piezas como sonámbula por el pasillo de su casa. Nao Bustamante juega con ella, con su desnudo ingenuo y sus piruetas en su imaginario y singular vestidor. Ion Munduate da la espalda al público durante toda la primera parte de Lucía con zeta y se dedica a contemplar sus propios dibujos sentado ante una mesa como si de hecho se encontrara en su estudio o en la cocina de su casa. Y Mónica Valenciano hace que sus intérpretes exterioricen deseos cotidianos, hábitos domésticos, pasiones, ansiedades y frustraciones. No se trata de un ejercicio expresivo, sino del inicio de un diálogo, muchas veces silencioso, algunas veces interrumpido por la pregunta (que Olga Mesa incluye en su proyecto de Desórdenes): “¿Estás pensando lo mismo que yo?” Para que el público pueda responder afirmativamente a esta última pregunta debe aprender a pensar con el cuerpo. Y para ello debe evitar la comodidad: debe saber que los espectáculos no están acabados sin su mirada y su pensamiento. Y aunque en muy pocas ocasiones se plantea una ruptura de la disposición frontal (en Desviaciones 2ª edición lo hicieron Mónica Valenciano en Disparate nº 1 y Claudia Triozzi en Park), y en muchas menos una interacción física o verbal con los espectadores, éstos no pueden limitarse a mirar, deben también sentir el cuerpo, ser uno con el cuerpo, no pueden limitarse a gozar de la forma, deben construirla a partir de imágenes detenidas, o incluso ideas meramente esbozadas, no pueden conformarse con escuchar o dejarse llevar por un ritmo, deben introducirse en un espacio sonoro y construir su propia melodía, no pueden permanecer estáticos frente a un fluir de movimiento armónico, deben pasear ante las piezas, rodearlas, deben pensar con el cuerpo de quien tienen delante, deben meterse en él, deben descifrar las miradas atónitas, desconcertadas, sufrientes, deben compartir un mismo espacio de reflexión y de juego. Y el juego -como recuerda Mónica- es lo básico: es creación, es comunicación y es libertad.