Si rebobinase en mi cabeza los últimos diez años de obras que he ido viendo, posiblemente la escena que más se repetiría sería la de un actor —quizás desnudo— tratando de convencer al público, con su sola presencia, su mera capacidad de acción, de palabra, de dos hechos tan innegables como indemostrables: uno, que quien está ahí es realmente quien está ahí, y otro, que esa situación que está teniendo lugar en ese momento, es decir, un grupo de personas sentadas atendiendo a lo que pasa en escena, es el único sentido que tiene eso que está pasando. Estos dos aspectos distintos, que no han dejado de formar parte, por otro lado, de las artes escénicas durante toda su historia, ocupan el centro de interés del hecho “creativo”: quién es el que está en escena y qué tipo de situación está teniendo lugar. En realidad, lo primero es parte de lo segundo: las dos preguntas se podrían sintetizar en una sola: ¿qué estoy haciendo delante de esta gente?, ¿qué (me) está pasando ahora?

La respuesta más inmediata es que lo que está teniendo lugar es “teatro”, sin embargo, esto no soluciona el problema, solo lo transforma trayéndolo al campo artístico: ¿qué significa, para mí, ahora, a comienzos del siglo XXI, hacer teatro?, ¿qué sentido tiene que yo salga ahora a escena? El objetivo de estas páginas no es contestar esta pregunta, sino utilizarla como guía para discutir algunos espacios singulares de la escena desde los años noventa hasta ahora. Todos ellos tienen algo en común: el actor comparte con el público el cuestionamiento de su propio papel en esa escena, frente a ese público que lo está mirando; queda transformado así en testigo de sí mismo, algo que nunca ha dejado de ser (basta con revisar la historia del teatro), pero que ahora se expresa como punto de partida de su trabajo artístico. La potencia creativa, desde el punto de vista escénico, consistiría en la posibilidad de transformar lo evidente de esa situación: lo que aquí y ahora está pasando es teatro. El impulso para ese efecto de transformación no viene dado por la posibilidad de cambiar la historia (de la representación), por plantear un relato alternativo frente a otro dominante o deconstruir los pilares sobre los que se asienta esa representación —personaje, trama, unidad temporal, espacial—, que han sido algunos de los campos de batalla de las artes escénicas durante los años setenta y ochenta, coincidiendo con eso que más tarde se iba a conocer como teatro posdramático. Este actor que sale ahora a escena no está muy preocupado, como sí lo estaban los directores de décadas atrás, por hacer o no hacer representación, puede optar o no por un lugar más o menos ficcional, pero lo que sí le interesa es el tipo de comunicación que le va a proponer al público, el tipo de situación a la que va a dar lugar su actuación, el “pacto” —por decirlo así— que va a dar sentido a ese encuentro entre público y actor. En eso consiste su dramaturgia, en el relato que va a dar sentido a ese ponerse-en-relación-con que supone salir a escena.

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