No puede ser completamente casual que 1867 sea la fecha de publicación de dos textos fundamentales para comprender la relación entre modernidad y modernización: La teoría general de la urbanización de Ildefons Cerdà y El capital de Karl Marx. Las dos caras de lo moderno aparecen simultáneamente, la exaltación del movimiento que garantiza la acumulación viene acompañada de la crítica que desvela el proceso y lo obstaculiza o dificulta.
En el libro cuarto del monumental escrito de Cerdà, llamado “Razón histórico-filosófica de la manera de ser de la urbanización actual”, el autor repasa los modelos históricos del espacio urbano a partir de un parámetro prácticamente único, la movilidad, que analiza bajo cuatro puntos de vista: la formación de las urbes, las vías, las intervías y el caserío. Así, describe los cambios de un modelo urbano a otro siguiendo la historia de las modificaciones de los medios de locomoción, que considera evolutivamente desde las épocas de la locomoción pedestre, pasando por la locomoción ecuestre o “a lomo” y la locomoción rastrera o “a tracción”, hasta llegar a la locomoción rodada, es decir de vehículos, que es la propia de su propio tiempo como lo fue del nuestro hasta la aparición del avión y las redes digitales [1]. El Plan Cerdá para Barcelona precede en el tiempo a la Teoría General en unos pocos años, de modo que en su aplicación práctica no se encuentran todos los principios que Cerdá tenía en mente realizar y que recoge en su teoría, sino solo una parte. Por eso en la Barcelona de Cerdá los tranvías convivieron necesariamente con los burros, como en la nuestra conviven los automóviles con las redes wifi e incluso, ocasionalmente, con algún miembro de la especie ecuestre. La coincidencia cronológica permite comprobar que la idea de urbanización de Cerdá, que inaugura el término tal y como se viene empleando desde entonces, lleva consigo un paralelo con la lectura económica de Marx. El cambio desde la locomoción pedestre, que implica las capacidades motoras del cuerpo humano, hasta la locomoción rodada, que implica su total independencia y emancipación, es estrictamente paralelo al proceso de reificación, separación y abstracción del cuerpo y el trabajo descrito por Marx.
El barrio de Icaria de Barcelona 1986, conocido como el Manchester catalan. Foto: Martí Llorens
El texto de Cerdá es más un corolario que un origen, o en todo caso un momento especialmente intenso en una historia cuyo inicio Massimo Cacciari ubica en la ciudad romana, la urbs, que según su investigación es radicalmente diferente de la ciudad griega o polis: “En griego el término polis resuena inmediatamente a una idea fuerte de arraigo. La polis es aquel lugar donde una gente determinada, específica por sus tradiciones, por sus costumbres, tiene su sede, su propio ethos” [2].
La Ciudad
El origen de la ciudad griega es físico y material, es anterior a la configuración del grupo, de sus costumbres y tradiciones. Por el contrario, en Roma el término civitas no es original o seminal, sino que deriva de civis y de su plural cives, es decir un conjunto de personas que concurren públicamente y que acuerdan someterse a las mismas leyes, principios y costumbres, y solo posteriormente originó el de urbs, que designa la ciudad como conjunto construido. De manera que si en Grecia el término ciudadano (polítes) es derivado del origen físico polis, en Roma el ciudadano antecede a la ciudad como forma física: “la civitas era aquello que se produce cuando diversas personas se someten a las mismas leyes, independientemente de su determinación étnica o religiosa” [3]. En realidad, la palabra polite –tanto en inglés como en francés– viene de la palabra griega polítes que significa vivir en comunidad, participar de la vida de la polis o de la ciudad. Lo contrario a polítes es idiótes que viene del vocablo griego idión (privado), en contraste con el koinón (el elemento común).
A partir de su arqueología, Cacciari plantea una pregunta que sigue completamente abierta hoy día: “Qué entendemos por ciudad: ¿le otorgamos un valor fuertemente étnico o la entendemos en el sentido de civitas?” [4]. Que haya triunfado la configuración romana sobre la griega tiene su razón de ser en otras dos características de la urbs que sirvieron de modelo al cristianismo, la evangelización colonial y el imperialismo mercantil. Se trata de la condición móvil de la idea de ciudad romana y de su vocación expansiva hacia el territorio. La ciudad romana era replicada en cada momento necesario a partir del principio de una Roma mobilis en nuevos territorios. En claro contraste con esta forma de organización del territorio habitable, la ciudad estado griega configuraba una estructura territorial de islas autónomas con capacidad de asociación entre ellas, algo que sucedía exclusivamente ante la presencia de una clara amenaza a su modelo de organización y que daba lugar a la guerra.
Batalla de Mesenia contra Lacedemonia. Fuente: La Grecia de Pausanias, Milán 1836
Hannah Arendt no pasó por alto la preocupación de los griegos por mantener el número de ciudadanos de sus polis bien delimitado y restringido [5], y Cacciari recuerda que, a partir de las lecturas de Platón y Aristóteles, se adivina una enorme tensión para mantener un cierto tamaño reducido en la ciudad griega y garantizar así su modelo étnico. La identidad insular de las ciudades estado y sus dificultades para la federación más allá de la supervivencia fueron las causas de su desaparición ante nuevos modelos porque: “a las ciudades griegas les resulta imposible dar vida a unidades federadas más amplias, justamente porque cada una de ellas no es una civitas y porque en ellas mismas no pueden absorber ni integrar lo distinto” [6]. A este respecto puede recordarse que en la ciudad griega el extranjero libre era admitido exclusivamente como huésped, por lo que gozaba de plena libertad de movimiento, mantenimiento de propiedad y conservación de tradiciones propias, pero no tenía acceso alguno al ejercicio de los derechos políticos, como también sucedía, aunque de forma increíblemente penosa, a las mujeres, los hijos y los esclavos.
Así pues la polis, bajo una orientación referida al origen, el pasado y la sangre, manejaba simultáneamente parámetros de inclusión y de exclusión, mientras que la urbs, por su vocación expansiva derivada de una estrategia de asociación encarada al futuro acordado en un objetivo común, era por definición inclusiva, ya que la ley romana efectuaba la inclusividad absoluta por el mero hecho de ser decretada. La ciudad estado estaba amurallada para distinguirse rotundamente de lo diferente -el campo o la no-ciudad y el extranjero-, frente a la ciudad romana que era completamente abierta y expandida -incorporando en su expansión a las diferencias en sí.
Pier Vittorio Aureli ha llevado más allá estos razonamientos en su propuesta de repolitización de la forma arquitectónica, valiéndose de las investigaciones de Arendt sobre la distinción entre la nomos griega y la lex romana, ambos términos designando lo que hoy llamamos “ley”. Aquello que Arendt llamó la “insaciablidad” de la vida política de la polis, la posibilidad de que las relaciones establecidas en ese espacio estallasen en un “sistema de relaciones en constante expansión” [7], venía regulada por el nomos, que garantizaba la posibilidad de que esas relaciones cristalizasen en acciones memorables que pudieran ser recordadas y preservadas, pudiendo así constituirse en ejemplares, en modelos que, no obstante, la permanente discusión política siempre podría poner en crisis. Es decir, la idea griega de ley era un límite, una condición prepolítica que además coincidía con el límite físico de la ciudad, estaba encarnada en sus murallas e impedía por definición su conversión en una totalidad territorial: la ley griega era un muro. Por el contrario la ley romana o lex era la encarnación escrita de un objetivo al servicio de la inclusión y de la expansión, un principio político por sí mismo más que su precondición: la ley romana era un texto. Es así como Aureli describe la ciudad griega y su organización territorial como un archipiélago político en claro contraste con la ciudad romana y su modelo territorial, que califica de red insaciable [8]. En ambos casos la identidad entre la forma urbana y la política es inequívoca, de modo que se trataría de modelos urbanos que, tomados como unidades o estructuras de significación, serían cerrados pero a la vez ricos, muy significantes. Otro matiz terminológico permite establecer un principio de enorme importancia. La diferencia entre urbs y civitas -designando la primera el conglomerado material de la ciudad y la segunda el conglomerado humano-, era inexistente en la polis precisamente por estar físicamente delimitada.
Una consecuencia ulterior del relato de Aureli que él mismo no llega a desvelar es que, a partir de la comparación que establece entre la civitas romana y la technè politikè de Aristóteles por una parte, y entre urbs y technè oikonomikè, es decir entre ciudadanía y ágora por un lado, y ciudad y casa por el otro, aparece un fenómeno completamente nuevo introducido por el tránsito de polis a urbs. La ciudadanía pierde el espacio físico que previamente tenía asignado, complementario al espacio doméstico, privado y apolítico de la casa, pasando a ubicarse en el espacio de la ciudad entendida como infraestructura técnica potencialmente infinita, es decir como segunda naturaleza cuyo sentido último es el movimiento conducido y expansivo.
La Plaza
José Ortega y Gasset hizo un célebre retrato de este origen mítico del espacio seminal de la ciudadanía al definirlo como un trozo de campo cercado en sus lados y abierto hacia el cielo. Según Ortega, la polis no es en absoluto reducible a un conjunto de casas, sino el lugar “acotado” del ayuntamiento civil para la discusión, claramente diferenciado de la casa donde cobijarse y reproducirse. Hasta entonces “el hombre campesino es todavía un vegetal”, de modo que “las grandes civilizaciones asiáticas y africanas fueron en este sentido grandes vegetaciones antropomorfas”. La principal diferencia entre el jardín murado de origen persa (que tanta importancia tuvo en la configuración de la ciudad medieval y musulmana) y la plaza mediterránea es que, aunque ambos son físicamente idénticos, un suelo cercado y abierto, mantienen con lo exterior una relación distinta. El jardín sería un recorte de la naturaleza, un laboratorio acotado donde ensayar formas de vida en continuidad con ella, mientras que la plaza sería la negación de la naturaleza y un darle la espalda, un laboratorio radical de ensayo de modos de vida completamente diferenciados de lo natural que funciona: “limitando un trozo de campo mediante unos muros que opongan el espacio incluso y finito al espacio amorfo y sin fin” [9]. El jardín murado supone entonces una exclusión inclusiva del afuera, mientras que la plaza establece una relación con el afuera de tipo agonístico en la que, según algunos pensadores, se ubica el origen de lo político.
La isla feliz. Fotomontaje del proyecto Vida en la Supersuperficie del grupo de arquitectos Superstudio, 1972. Museo MAXXI Roma
Después de Ortega fue Carl Schimtt quien de modo igualmente célebre comentó el origen de la ciudad como cercado de terreno que, en el propio acto de su separación del campo, instituye un espacio completamente nuevo.
Schmitt desarrolló sus esquemas a partir del término nomos, manejando las dos acepciones que nos da el diccionario de griego clásico y que van más allá de la usual identificación de nomos y ley. La primera es la de lo aceptado y reconocido, la ley establecida por la costumbre o por la asamblea mediante un acto constituyente a partir de la fijación de límites a la propiedad agraria, así como a la remisión de las deudas. La segunda se refiere al nomos como al pasto, forraje, prado o pastura. El pasto originario sería para Schmitt el origen del derecho en una triple vertiente: contiene en sí mismo el premio del trabajo de siembra y cosecha; es revelado como límite al estar el campo surcado de líneas de labranza; y es la base para la erección de símbolos como vallas, cercas, mojones y casas [10]. Una última acepción de nomos alude a las primeras composiciones poéticas y musicales.
La ciudad surge en este esquema de un acto inicial de toma de tierra que tiene efectos endógenos y exógenos. Hacia dentro se plantea la cuestión del título de propiedad, ya que puede darse -a partir de una toma de tierra-, una propiedad tanto colectiva como individual: “Pero aún en el caso de que la primera división de la tierra ya establezca una propiedad privada puramente individualista o una propiedad común del grupo, esta propiedad sigue sujeta a la toma conjunta de la tierra y se deriva jurídicamente del acto primitivo común. En este aspecto, toda ocupación de tierra crea siempre, en el sentido interno, una especie de propiedad suprema de la comunidad en su totalidad, aun cuando en la distribución posterior no se mantenga la propiedad puramente comunitaria y se reconozca una propiedad privada totalmente libre de la persona individual” [11].
Hacia fuera pueden darse igualmente dos consecuencias según el acto fundacional se realice sobre un pasto libre o previamente ocupado por otros a los que se desposee de su propiedad, uso y disfrute. En todo caso el propio acto fundacional instituye la posibilidad de conflicto a los dos niveles, el interno y el externo.
La arquitectura del portaviones. Hans Hollein 1964. MoMA, Fondo Philip Johnson
Schmitt también habló en clave política y territorial de la distinción entre la tierra y el mar, estableciendo una dialéctica entre estos dos tipos de espacio que en su obra posterior es de una gran importancia. La tierra permite la subdivisión, ordenación y propiedad, de modo que su lógica sería la de la relación entre partes en conflicto posible, mientras que el mar sería el ámbito de la libertad absoluta de movimiento y de la imposibilidad de compartimentación. Antes de que las circunvoluciones terrestres dieran paso a una nueva instauración del espacio y pasar el mar a ser absorbido por la lógica telúrica de la compartimentación, el mar era el repositorio de unos recursos sobre los que no predominaba tanto el establecimiento de límites o la posibilidad de acuerdos y conflictos, como la labor de extracción, ya que el mar era el campo libre para el libre botín, el territorio del pirata. Schmitt propone un esquema dual tierra-mar muy afilado, el primero determinado por el derecho y el segundo por el pirateo, que le lleva a calificar de “pez” a Inglaterra tras su paso de una existencia terrestre a otra marítima [12].
Mapa de Tenochitlan de Cortés o de Nuremberg, 1584. Washington: Library of Congress
La mayor diferencia entre estos dos esquemas, el terrestre o pre-moderno y el oceánico o industrial, viene dada por la pérdida de algunas de las características determinantes del nomos terrestre con su paso a la lógica oceánica. El nomos originario implica, según Schmitt, tres procesos sucesivos: apropiación, partición y apacentamiento. El primero, apropiación o nemein, implica el tomar, ocupar o apropiarse de una tierra inicialmente o de cualquier otro dominio posteriormente. El segundo, partición o teilen, conlleva dividir lo tomado en una operación de reparto. El tercero, apacentamiento o weiden, que significa apacentar o pastorear, implica la realización del trabajo productivo sobre la porción de terreno asignada. Resulta claro en este esquema la triple condición del acto instituyente del nomos como una toma de tierra: lo político, lo jurídico y finalmente lo económico [13].
El tránsito del esquema de la tierra al del mar inherente al colonialismo no conllevó, según Schmitt, un procedimiento completo de apropiación, partición y apacentamiento ni del mar ni de los nuevos pastos tomados, sino la absoluta primacía del primero sobre los otros dos: fue la toma lo que primó con respecto a la distribución (partición) y producción (apacentamiento). Esto explicaría, para Schmitt, las preocupaciones del marxismo por el tercer término de su esquema (el apacentamiento, la producción, el pastorado) sobre los otros dos.
En esta preocupación encuentra Schmitt una similitud entre liberalismo y marxismo, ya que ambos consideran que de una “liberación de las fuerzas productivas (…) resulta espontáneamente un aumento tal de la producción y de la masa de los bienes de consumo que la apropiación cesa y el reparto mismo no significa ya en sí un problema” [14]. Queda así fuera de juego el principio de toma o apropiación, que es por definición la precondición para el establecimiento de un nuevo nomos, o principio ordenador instituyente de lo real.
La Casa
La casa es el motivo arquitectónico más ambivalente y controvertido. Es el lugar donde se desarrolla la vida privada e íntima, al margen de los compromisos exigidos por la sociedad y sin embargo es, a la vez, un espacio controlado, diseñado y dirigido por otros agentes distintos a los que la habitan. En este sentido la casa es simultáneamente un medio de control de la vida y un lugar posible para la emancipación de sus habitantes. El origen de la casa es sagrado, un lugar donde se ejecutan los rituales que alivian al habitante de la condición permanente de ausencia de casa en el mundo. La casa no es un símbolo o un diagrama funcional, o no solamente, sino un escenario para el ritual de la vida diaria que, en su propia definición, debe contener la posibilidad de transformación de sus rituales siempre que sea posible entender la vida diaria como el arte de lo doméstico, gracias al cual sus habitantes definen espacios propios separados del caos de la vida natural estricta, que no está sujeta a ritual alguno, sino simplemente a los ciclos naturales de creación, transformación y destrucción. Sin embargo, la casa no se desvincula igualmente de los otros ambientes humanos como lo hace de los naturales, sino que establece con ellos otro tipo de relación mucho menos estable que la redefine permanentemente y la vincula de muy diversas formas con el trabajo, la labor y la reproducción. El vínculo entre la casa y la producción siempre ha existido. La primera gran revolución doméstica fue la exhibición de los rituales, antes invisibles, de la producción y reproducción que alojaba, es decir su publicidad o hacerse público. Es entonces cuando la casa se hace pública y pierde su dimensión política originaria, que consistía en ser no solo el soporte material de la vida sino en ser un espacio sagrado.
Ilustración del libro Las casas de religiosos en Catalunya durante el primer tercio del siglo XIX, de Gaietà Barraquer i Roviralta, 1918
En las sociedades antiguas anteriores a la Edad Media la casa era el lugar del clan, no de la familia nuclear, cuya función era la producción y la reproducción, es decir el establecimiento de condiciones posibles de vida y de condiciones para la perpetuación de la misma. En la ciudad estado toda actividad doméstica, según Arendt, era ocultada de lo público y llevada a cabo por personas sin la condición de libertad, de modo que las tareas de producción (el trabajo) y de reproducción (la labor), estaban rigurosamente aisladas de las tareas políticas (la acción y el discurso) [15]. El ethos cristiano de la glorificación del trabajo supuso la emancipación de las clases laborantes, pero a la vez impuso la centralidad del trabajo y de la labor sobre cualquier otra actividad humana. Es así como se dio paso, progresivamente, a la sociedad de artesanos y comerciantes, y de ahí a la de laborantes de la que habla Arendt, en un proceso histórico de domesticación del espacio y consecuentemente de visibilización del trabajo primero y de la labor después, hasta producirse la casi inversión de la situación inicial [16]. Todo proceso emancipatorio, desde entonces, no ha dejado de comportar consecuencias que deben ser atenuadas, corregidas o radicalmente transformadas por un proceso posterior, porque si la emancipación añade habitantes al mundo, que antes permanecían en la oscuridad de sus hogares por estar privados de la publicidad, de la acción y del discurso, también introduce tensiones y problemáticas nuevas que la mera expansión emancipatoria, por sí misma, no puede resolver sin atender a los fenómenos de inclusividad que lleva aparejada. Todo proceso emancipatorio implica por tanto la destrucción de ciertos límites, en tanto que supone una lógica de inclusión de aquél que previamente se encontraba excluido.
También es la casa el lugar que dio origen a lo político al soportarlo materialmente como actividad posible ya que, como explica Arendt, solo a partir de la propiedad de una casa el ciudadano libre estaba en condiciones de ejercer la acción y el discurso en el espacio público [17]. Quien no poseía una casa, es decir la esposa, los hijos y los esclavos, no era libre y no podía ejercer la política, como tampoco el extranjero. Desde entonces, en un doble proceso de expansión/emancipación de lo doméstico hacia lo público, es la esfera de lo social la que pasa a dominar el espacio público, pasando a adquirir otro papel: el del lugar de negociación y de convivencia de una multiplicidad de intereses privados.
Fragmento de la portada de Leviathan, de Thomas Hobbes 1651, edición príncipe
Existe por tanto un paralelismo más o menos claro entre los relatos de Arendt, Schmitt y Cacciari. Para todos ellos hay un momento de ruptura y de pérdida en el que insisten, pero sobre el que no practican la nostalgia, sino su señalamiento. Para Arendt la gran ruptura aparece con la esfera de lo social, que según ella irrumpe propiamente con la societas romana, consistente en la reunión de personas con un propósito u objetivo común que, solo mucho más tarde, con el advenimiento de la idea de “género humano” adquiere la connotación moderna de sociedad tal y como la entendemos hoy [18]. Según Arendt la esfera social no es ni estrictamente pública (es decir referente a los asuntos políticos de interés público) ni estrictamente privada (o referente al ámbito del gobierno y la administración de los bienes propios de la familia), aunque subsume parte de ambos campos en sí operando una dispersión de sus límites, por lo que no puede considerarse completamente desvinculada de estas dos últimas esferas. En concreto lo social toma del campo político el ser público, visible y compartido, y del campo doméstico el referirse a la administración de los bienes e incluso de las vidas de sus miembros, que son ahora considerados como una gran familia social [19]. Con esta explosiva ecuación, lo social acaba por normalizar a sus individuos, eliminar considerablemente y de modo consecuente con lo anterior toda posibilidad de acción destacada, y sustituir la acción por la conducta: “Si la economía es la ciencia de la sociedad en sus primeras etapas, cuando sólo podía imponer sus normas de conducta a sectores de la población y a parte de su actividad, el auge de las ciencias del comportamiento señala con claridad la etapa final de este desarrollo” [20].
La Conducta
Como ha señalado Giorgio Agamben las investigaciones del biólogo Jakob von Uexküll “sobre el ambiente animal son contemporáneas tanto de la física cuántica como de las vanguardias artísticas. Como éstas, sus investigaciones expresan el abandono sin reservas de toda perspectiva antropocéntrica en las ciencias de la vida y la radical deshumanización de la imagen de la naturaleza” [21].
La cosmovisión de Uexküll es literalmente un pluriverso de esferas, o como él mismo las denomina, pompas de jabón, construidas por cada especie viviente y fuera de las cuales ninguna especie es capaz de apercibirse de la existencia de un mundo. Esta cosmovisión rechaza abiertamente la existencia de un único mundo común a todos los seres vivientes, a favor de una multiplicidad de ellos, que estarían determinados y limitados estrictamente por las capacidades de cada especie para percibirlos. El mundo físico es así semiotizado, propuesto como una construcción de signos descifrables convenientemente por cada una de las especies, porque cada especie vive dentro de un medio ambiente limitado que está constituido por “portadores de significado”, es decir por marcas. Toda la realidad material no portadora de significado para una determinada especie simplemente no existe para uno cualquiera de sus especímenes.
Martin Heidegger se valió de los análisis de Uexküll para determinar la especificidad del hombre con respecto al animal, mientras que Gilles Deleuze empleó exactamente los mismos argumentos para un objetivo bien distinto, la determinación de la animalidad como una condición no cognoscible para el humano y a la vez deseable. Lo que ambos autores comparten a este respecto y a partir de Uexküll es que, entre los “portadores de significado” exteriores al animal y sus órganos receptores o de percepción, se produce un vínculo de significación que conforma el mundo-ambiente o Umwelt en el que un animal se desenvuelve. Por tanto, para un animal, el mundo es estrictamente ese conjunto de relaciones entre su aparato perceptor y los portadores de significado o marcas que es capaz de advertir. En el esquema de Uexküll el mundo animal o mundo-ambiente es cerrado, y está conformado por ese cúmulo de relaciones entre los órganos perceptivos del animal y las marcas, mientras que el mundo humano es abierto, pero no universal porque constituye, para cada humano, un mundo-ambiente distinto.
Este argumento sirvió a Heidegger para la formulación de la idea de lo abierto de la que da cuenta Agamben. Heidegger matiza la disyuntiva entre lo cerrado del animal y lo abierto del hombre al introducir lo inanimado en el esquema, de modo que, según su famosa frase: “la piedra es sin mundo, el animal es pobre de mundo, el hombre es formador de mundo”. Esto es posible por un deslizamiento terminológico crucial que introduce Heidegger, y que consiste en sustituir el término “portador de significado” por el de “desinhibidor”, y en paralelo, el de “mundo-ambiente” por el de “círculo desinhibidor”. Este desplazamiento sustituye una función -inducir necesariamente a un significado-, por una potencia -facilitar la emergencia de significado-, de modo que paralelamente se desplaza la noción inicial de lo cerrado a la de lo abrible, intermedia con lo abierto y llena de posibilidades. Sin embargo, el animal nunca opera en lo abrible, porque Heidegger advierte de que la condición fundamental del animal con respecto a los desinhibidores es la del aturdimiento, la de estar envueltos en la tupida red de elementos que podrían abrir el espacio potencialmente como posibilidad nunca realizable para el animal, de modo que: “En cuanto está esencialmente aturdido e integralmente absorbido en su propio desinhibidor, el animal no puede obrar verdaderamente o tener una conducta en relación con él: solo puede comportarse” [22].
Michel Foucault señaló que en el siglo IV uno de los cuatro padres santos griegos, Gregorio Nacianceno, llamó al pastorado cristiano oikonomia psychon, que traduce literalmente por economía de las almas. Este dato supone una corroboración histórica de las tesis de Arendt, ya que ejemplifica perfectamente la expansión del ámbito de la administración y la economía del hogar, con sus características relaciones despóticas, al ámbito global de la población cristiana, ahora entendida como suma de individuos vinculados como una gran familia. Foucault, no completamente satisfecho con la traducción literal del término, propone otra más adecuada a partir de un vocablo que apareció en el transcurso de los siglos XVI al XVII, la conducta [23].
El término se refiere conjuntamente a conducir, el hecho de la conducción, como a conducirse o ser conducido, es decir al “modo de comportarse bajo el efecto de una conducta que sería acto de conducta o de conducción”. Por tanto Foucault propone asociar el pastorado cristiano no tanto con la economía, sino también e incluso por encima de ello con la conducta. El objetivo de este desplazamiento es desubjetivar este modo de ejercicio del poder y darle una ubicación real y tangible en el cuerpo del ser humano eliminando la abstracción incorpórea de lo económico. Con ello se señala el hecho de que el proceso histórico de ruptura del límite entre el ámbito de la economía, la casa, y el ámbito de la política, la plaza, y su sustitución por el conglomerado social e indiferenciado de la nueva ciudad administrada, es un proceso que pasa por el individuo y por su propio cuerpo al ser su conducta el nuevo objeto de administración.
Imagen publicitaria del pole sitting, práctica emuladora del estilismo eremítico iniciada en 1924 por Alvin Kelly
La disidencia ante este fenómeno histórico del pastorado, que nace en el seno del cristianismo y su expansión, surge lógicamente desde dentro con las herejías, las sectas, la brujería o, por mencionar un fenómeno que comporta implicaciones espaciales, el eremitismo radical de estilitas como el propio Gregorio Nacianceno, quien coincidió con otro de los padres de la iglesia ortodoxa, Basilio, en la práctica del eremitismo en Annesoi. Según Foucault las hoy completamente olvidadas prácticas de contraconducta o conducta disidente en los márgenes de la iglesia corrieron en estricto paralelo a la completa consolidación del pastorado como principio de conducta de las almas, sin que sea posible establecer que una antecede a la otra o que hay una relación causa efecto entre ellas, porque solo después de que la conducta de las almas arrinconara a las herejías, es posible definirla como tal conducta, como demuestra el hecho de que el propio Gregorio fuese eremita estilita antes de darle nombre definitivo a este proceso del pastorado cristiano.
Antes de que la función pastoral se desplazase de la religión al gobierno secular, y abriendo de par en par las puertas a que esto sucediera así, se produjo la que Foucault califica como la más importante revolución conductual: “la más grande de las rebeliones de conducta vividas por el Occidente cristiano fue la de Lutero, y es bien sabido que en un inicio no era ni económica ni política, cualquiera fuera, desde luego, el relevo tomado de inmediato por los problemas económicos y políticos” [24].
Tribuna Lenin de El Lissitzky, 1920. Galería estatal Treitakov, Moscú
Toda posible disidencia frente al modelo inclusivista heredado de la urbs romana, el pastoralismo cristiano, el pez mercantil o el espacio globalmente administrado no ha sido sino un intento por adquirir la propiedad del espacio propio perdido, que por tanto ha supuesto un gesto inicial e instituyente de auto-exclusión. Y ese proceso ha tenido lugar tanto en el ámbito del espacio compartido con extraños, el llamado espacio público, como en el ámbito compartido con los parientes o los amigos, el de lo doméstico y el hogar.
Barricada del 25 de junio de 1848 en la rue Saint-Maur-Popincourt. L’ilustration, julio 1848. Museé d’Orsay
El terreno del espacio de la disidencia ha sido siempre o bien interior al dominio sobre el que se practica la auto-exclusión, insertando formas-isla en el continuo de la urbs (y en el siglo XIX el interior doméstico y la barricada se dan la mano en este esquema como formas espejo); o bien exterior a él, mediante excursiones a aquel dominio territorial sobre el que surgió la primera ciudad como su negación: el campo (donde aparecen modos de vida tales como la comuna, el cenobio o el eremitismo). La disidencia se presenta, prácticamente sin excepciones, como una travesía hacia el origen, porque frente a la urbanización global únicamente cabe como disidencia la negación de su destino final de total inclusivismo.
Notas
[1] Cerdà, Ildefons, Teoría General de la urbanización, Imprenta Española, Madrid 1867.Edición facsímil a cargo del Instituto de Estudios Fiscales, Madrid, 1968, pp. 676-815.
[2] Cacciari, Massimo, La ciudad (2004), Gustavo Gili, Barcelona 2010, p. 9.
[3] Ibid., p. 10.
[4] Ibid., p. 13.
[5] Arendt, Hannah, La condición humana (1958), Paidós, Barcelona 2005, p. 65.
[6] Cacciari, op. Cit., p. 12.
[7] Arendt, Hannah, “Introduction into Politics”, en The Promise of Politics, Kohn, Jerome (ed.), Schoken Books, New York 2007, pp. 186-187.
[8] Aureli, Pier Vittorio, The Possibility of an Absolute Architecture, MIT Press, Cambridge, Mass. 2011, pp. 2-8.
[9] Ortega y Gasset, José, La rebelión de las masas (1930), Editorial Andrés Bello, Santiago de Chile 1989, pp. 182-187.
[10] Schmitt, Carl, El Nomos de la tierra. En el derecho de gentes del “Jus publicum europaeum” (1950), Editorial Struhart y Cía., Buenos Aires 2002, p. 21.
[11] Ibid., p. 25.
[12] Schmitt, Carl, Tierra y Mar. Consideraciones sobre la historia universal (1942), Instituto de Estudios Políticos, Madrid 1952, p. 97.
[13] Schmitt, Carl, Apropiación, partición, apacentamiento (1953), como apéndice de la edición castellana de El Nomos de la tierra, op. Cit., p. 363, donde Schmitt sigue la taxonomía establecida por Thomas Hobbes en Leviatán (1651).
[14] Ibid., p. 368.
[15] Arendt, Hannah, La condición humana, pp. 55-61.
[16] Ibid., pp. 61-71 y 83-88.
[17] Ibid., pp. 78-83.
[18] Ibid., p. 52.
[19] Ibid., p. 58.
[20] Ibid., p. 67.
[21] Agamben, Giorgio, Lo abierto. El hombre y el animal (2002), Adriana Hildalgo, Buenos Aires 2006, p. 79.
[22] Ibid., p. 97.
[23] Foucault, Michel, Seguridad, territorio, población. Curso del Còllege de France (1977-1978), Akal, Madrid 2008, pp. 185-219.
[24] Ibid., p. 190.