Baila
Estamos en un frontón cubierto. Sonido de guitarras y batería. La guitarra eléctrica retumba. La batería marca un ritmo frenético. La voz de un joven canta en inglés. You tell me that I make no difference. Well, at least I’m fucking trying. Los cuerpos se agolpan saltando unos contra otros al ritmo vertiginoso de la música. Todo sucede muy cerca del escenario, en primera línea. Me concentro en no dejarme llevar hacia adelante y permanecer en la parte central del grupo para no salir disparada contra el escenario o hacia el espacio de alrededor. Empujo. Empujo y salto. Empujo y me impulso. Empujo con los codos hacia los lados. Me apoyo contra los cuerpos que hay detrás de mí. Abro un pequeño espacio y tomo aire. Dejo de botar unos segundos y la masa de cuerpos vuelve a rodearme. Mis codos me protegen, endurezco mis abdominales. Me golpeo contra todo el que tengo a mi alrededor. Lo que tengo alrededor me golpea. Una danza que tiene tanto de lucha individual como de dejarse llevar por las luchas de los demás. Miro hacia la derecha y veo a una chica con un vestido amarillo y zapatillas blancas. Irradia luz rodeada de la tenebrosa oscuridad del concierto. Baila moviendo sus brazos a su alrededor, golpea el suelo con los pies y su larga melena se agita en cada giro que da. La masa de cuerpos sigue rebotando. Ella continua bailando un baile ancestral combinado con la música radical de Minor Threat. Nosotros seguimos rebotando. Conformamos una masa rítmica de cuerpos que se sacuden absortos por el frenético ritmo de la música. No hay palabras. Solo ojos abiertos y mandíbulas apretadas. Sudor. Carne. Huesos. Pelo mojado. Camisetas humedas. De entre el grupo de personas comienzan a salir las chicas de mi pueblo. Se ponen en parejas para bailar. La chica del vestido amarillo resulta ser de un pueblo del al lado y baila con sus amigas. Mucha gente ha venido hoy a las fiestas. Es fin de semana. Seguimos en el frontón al aire libre que tantas veces he habitado a lo largo de mi vida. Juegos. Besos. Peleas. Sangre. Fantasía. Disfraces y darlo todo cinco días al año. La fuente de agua y las grandes escaleras de piedra. Se hace el silencio y tras unos segundos comienza a sonar una música flamenca. Siento que las chicas me miran. Ahora es mi turno. Mi madre es andaluza y debo saber mover mi cuerpo y dar palmas al mismo tiempo. Cara seria. Unas cuantas se ponen a mi alrededor para bailar conmigo. ¡Olé! Me miran con respeto y admiración. Mira que cara más seria. Es verdad, es así como bailan. Elijo bailar sola mirando a cada una de ellas e invitándoles a que den palmas y animen mi danza. ¡Olé! Gritamos todas subiendo los hombros y moviendo brazos y cabeza de un lado al otro. Cara seria y zapatazos contra el suelo de piedra. Se disponen en medio círculo a mi alrededor. Sigo con la danza flamenca. Combinación de danza y tradición. Palmas. Gritos. Una fiesta familiar de celebración. Los hombres y mujeres sentados en los bancos de madera jalean. Las palmas suenan marcando el ritmo y el contra ritmo completando la melodía suave de la flauta, los acordes de la guitarra y la fuerte voz de una de las mujeres. Las chicas animan. Bulerías. Bailando con nosotras hay una mujer de melena rubia con flequillo. Viste pantalones y top oscuros. Americana de lentejuelas brillantes. Ojos pintados de negro intenso. Labios rojos. Nos seguimos moviendo. Nos miramos. Palmas. Las señoras cantan. La música retumba en este estrecho valle del Pirineo. Rodeadas por montañas, ubicadas en una estrecha grieta del paisaje, habitamos la noche. La oscuridad borra la identidad de los cuerpos que tengo alrededor. El baile continúa al ritmo de la música disco de los años setenta. La música da significado a nuestras danzas. Somos las mismas pero esta nueva banda sonora nos transporta a otro tiempo, a otra cultura. Me siento libre. Viajera. Conozco otras culturas porque he bailado al ritmo de sus músicas. El cielo se tapa. La noche es más oscura. Siento la humedad. Estamos en un bajo de un edificio antiguo cerca de la ría. El ventanal, las molduras y la barra tienen las esquinas redondeadas. Entre la multitud reconozco caras de artistas, ilustradores, pintores, bailarinas, directores de cine, músicos, actores, actrices, escritores, críticos y aquella mujer rubia. Faldas de encaje y pantalones. Vestidos estampados. Botas camperas. Vaqueros ajustados. Tops brillantes. Pantalones de campana. Pelo largo. Cazadoras de cuero. Cuerpos delgados. Gafas grandes. Abrigos de piel. Cervezas en vaso de tubo y humo de cigarrillo. Les he visto infinidad de veces en la universidad, en inauguraciones, jams, festivales, proyecciones, charlas, fiestas, conciertos… Son personas que siempre me cruzo. Conocidos desconocidos. Se quien eres. Sabes quien soy. No cruzamos palabra. Solo miradas de curiosidad y admiración. Os he visto actuar en escenarios. Me he comunicado con vuestros cuerpos en escena a través de mis recuerdos. He explorado vuestras pinturas. He absorbido vuestras imágenes a través de la pantalla. He paseado junto a vuestras esculturas. He capturado vuestras palabras escritas. Una vez ví un autorretrato tuyo profanado por un spray. Decía: volveré. Pero nunca volviste. Me he colado en vuestros estudios para contemplar vuestras piezas en proceso. Aquellos objetos libres de discursos hablados. Quiero ver movimientos. Manchas. Formas. Danzas. Ensamblajes. Sonidos. Toda la experimentación con la materia. Menos palabras. Menos discursos. Menos frases de crítica a lo que otros hacen. Menos paralización de la acción de las manos por la mente. Menos apoyarse en la puerta de la galería con una copa en la mano mirando quién entra y quién sale. Menos hablar de lo que se debería hacer. Menos virtuosismo. Menos transformaciones, menos magia y menos hacer creer. Menos héroes. Menos antihéroes. Menos imaginería basura. Menos seducción del espectador por las artimañas del intérprete. ¿Bailas? Bailo. Bailamos. De cerca y de lejos. Nuestro movimiento es subterráneo y nocturno. Nos trasladamos a otra temporalidad. Hace calor. El aire es denso y húmedo. Cojo un vaso. Bebo. No hay diferencia entre respirar y tragar. El ambiente se vuelve líquido. Nuestros sentidos se difuminan. Mi movimiento es el tuyo. Mi mirada y tu mirada. Tú y yo. Muchas somos tú y muchos somos yo. Respiramos y nos nutrimos. Atmósfera líquida. El tiempo se detiene. La música para. El grupo se desplaza en diferentes direcciones. A veces uno va delante, otras detrás. Líderes cambiantes. En ocasiones es el propio grupo el que lidera. El liderazgo se disuelve entre la multitud. Percibo a lo lejos el dulce silbido del txistu acompañado del tamboril. Es una melodía que he escuchado en muchos días señalados a lo largo de mi vida. Bodas. Manifestaciones. Conmemoraciones. Funerales. Permanezco quieta escuchando. Recuerdo que a esta melodía sin letra la acompaña una danza. Adopto la pose de solemnidad que el homenaje requiere. ¿Qué es lo que hoy se celebra? Siento un nudo en la garganta. Las lágrimas acercándose a mis ojos. La tripa tensa. Imagino que soy yo la que salta y da la gran patada en el aire. También que salto moviendo rápidamente los pies. Todos nos miramos serios mientras tarareamos para nuestros adentros la conocida melodía sin letra. Siento que al escuchar las notas de la canción la solemnidad embarga mi cuerpo. Cada pequeño rincón, cada célula recuerda y percibe este momento entre pasado, presente y futuro. Cierro los ojos. Negro. Intento contener las lágrimas. Nudo en la garganta. Respiro profundamente. Trago saliva. Se que esta noche es la noche. Seguimos nuestro camino guiados por el color burdeos de una fachada, una bicicleta, un mirador hacia la ría, una caja de libros cerca de un contenedor, otro grupo que pasa a nuestro lado… Hablamos de nuestra vida mientras caminamos. ¿Hace cuanto que salimos? ¿Cuándo llegaremos? Caminamos hablando de nuestros miedos. Orgullosos de nuestra amistad habitamos y descubrimos una vez más cada rincón del casco antiguo. Una de nosotras sube por unas escaleras, se agarra a las verjas de metal de las puertas del mercado y termina encaramada agarrando fuertemente los barrotes. La seguimos. Juntos construimos una imagen: un grupo de personas subido a una vaya ¿clamando por salir? Hoy nosotros estamos fuera. Celebramos la noche infinita. Subimos. Subimos más. Nos elevamos y llegamos al tejado del edificio. Esta noche templada durará toda la eternidad. Miro los tejados de alrededor. Parece que no hubiera nadie en los otros edificios. Hoy solo existimos nosotros cerca del cielo. Caminamos por las tejas de barro. Pasos cuidadosos. Rodillas flexionadas, manos cerca del suelo y tronco agachado para no resbalar. Nos sentamos en la superficie inclinada del edificio. Nuestros cuerpos en penumbra. Detrás, el cielo nocturno. Cuerpos en cuclillas. Abrazamos nuestras rodillas. Una de nosotras sube más arriba. Hasta el vórtice donde se juntan los dos planos inclinados del tejado. En mi pueblo a la viga que sostiene el eje del tejado se le llama bizkarra, espalda. También es una loma, una colina, una cresta. El eje y su sostén crean un hueco. El espacio íntimo y cotidiano de la casa. La bizkarra. Quiero que esta aventura en las alturas sea interminable. Me quedo. Permanezco. En el tejado de enfrente veo a una chica bailar. Realiza una coreografía sin sobresaltos. Contínua. Fluida. Constante. Seguro que ese movimiento lo ha hecho miles de veces. Y ese otro me recuerda a una persona que pasea un perro. Un niño rueda igual que ella. ¿Hace cuánto que no camino de puntillas? ¿Y con los talones? Me encantaba poner mis pies sobre los de mi padre y que él caminara por el suelo de madera del piso del ensanche como si fuéramos una sola persona. Quiero aprender a hacer ese movimiento. Seguro que puedo. No parece difícil. Debe ser placentero repetir ese abecedario de movimientos sencillos. Tal vez cuando los aprenda se los pueda enseñar a otras personas. Sin sobresaltos, sin música, sin color, todo es sencillo y tranquilo. Blanco. Silencio. No quiero irme. Camino y cada vez que asciendo, al llegar a la cresta, vuelve esa sensación de acercarme al cielo. No quiero volver. No quiero bajar. No quiero salir. Mis oídos se taponan. No oigo. No escucho. Mis ojos se cubren. No veo. Me fundo, me desparramo, mis límites se desdibujan, mi carne se deshace y lo que antes era tangible ya no lo es. Siento que un rayo de sol da en mi cara. El cielo comienza a iluminarse. Los afilados rayos de sol pasan a través de los edificios. Abro los párpados. La luz es muy intensa. Blanca. Brillante. El sol me ciega. Debe de haber amanecido.
2020 Itsaso Iribarren & Germán de la Riva
AVAE – AECLM Archivo Virtual de Artes Escénicas – Artes Escénicas en Castilla-La Mancha