Esta es una de las preguntas que se plantean en la última obra de Carlos Marquerie, 2004 (tres paisajes, tres retratos y una naturaleza muerta). El interrogante gana en dificultad cuando esa guerra ha ocurrido en el mismo lugar donde uno vive, hace tan solo unas décadas, en ese mismo paisaje que uno observa cada día, sobre esa misma tierra; pongamos por caso la batalla de Brunete, en los alrededores de Madrid, en julio de 1937. ¿Cómo recuperar la verdad, la realidad, de ese acontecimiento en el 2004? ¿Cómo representarlo más allá de las cifras, de sus 35.000 muertos, de sus veinte días de duración, de los movimientos de líneas en el frente de batalla, de las fotografías que nos han llegado, de los restos de trincheras, balas, granadas y metralla todavía escritos en el paisaje, de los discursos políticos e históricos que tratan de aprehender todo aquello, de dar explicación y reducirlo a unas cuantas teorías que den sentido a algo ciertamente difícil de entender —«Puedo contar una y otra vez el número de muertos / y soy incapaz de entender todos y cada uno de los vacíos que / dejan» (20)—. La obra de Marquerie crece sobre esta dificultad —pero también necesidad (dolorosa) — de conocer, y para ello de representar ese pasado, de recuperar una memoria que nos permita seguir pensando el presente de cara a un futuro, sin caer en una mera ficción. Este pensamiento paradójico, la dificultad de (re)presentar la realidad, la imposibilidad de su conocimiento último, que está en la base de la poesía moderna, se proyecta a otras realidades, a todas las realidades, efímeras, inmediatas y sensoriales, que inevitablemente van a terminar escapando a sus posibles represen-taciones.

La poética de Marquerie puede entenderse como una respuesta escénica a esta dificultad de la representación, del conocimiento y, en última instancia, de la propia belleza, en una concepción de la vida emparentada con planteamientos místicos. Ahora bien, esta cuestión adquiere al mismo tiempo una fuerte proyección política, pues toda representación implica una escala de valores, la ordenación jerarquizada de unos elementos con respecto a un punto de vista, discurso o ideología, sobre el que se levanta una estrategia de poder. En la sociedad actual, donde gracias a las tecnologías de la imagen y los grandes medios de comunicación las representaciones proliferan por doquier, bombardeando al individuo con falsas respuestas hechas acerca de casi todo, el teatro de Marquerie constituye un ejercicio de resistencia ante este exceso de representaciones, que se manifiestan cada vez más construidas, más manipuladas, más vacías.

Ante este vacío enmascarado de mil maneras, el teatro responde con un gesto de desnudamiento, el de su propio espacio escénico, el espacio de la representación por excelencia que es el teatro, juego de presencias y ausencias, de actores y personajes, realidades y ficciones, como la propia realidad. Desde que en 1995 Carlos Marqueríe fundara la Compañía Lucas Cranach, no ha dejado de ahondar en estos planteamientos, ya anticipados en espectáculos anteriores con La Tartana; pensemos, por ejemplo, en el El hundimiento del Titanic, sobre texto de Hans-Magnus Enzensberger, de 1991, donde el escenario aparecía como un inquietante espacio vacío, los fondos de los océanos y las oscuridades donde las víctimas más desfavorecidas socialmente tratan de reconstruir —representar— aquella catástrofe. Los últimos montajes de Lucas Cranach han seguido explorando lo fugaz de la realidad y la percepción, la muerte, el dolor que entraña el conocimiento y esa profunda belleza, a pesar de todo, que mantiene en funcionamiento el teatro cósmico y misterioso de la vida en su continuo crearse y descrearse. El rey de los animales es idiota (1997), Lucrecia y el escarabajo disiente (1999), recuperando un tema tratado en espectáculos anteriores, o 120 pensamientos por minuto (2000), por citar sus últimas tres obras, nacen de esa necesidad de reflexionar desde la escena acerca de lo efímero e inmediato, lo caprichoso e incomprensible de la realidad y la dificultad de conocer más allá de las superficies con las cuales (nos) la representan.

En 2004 se propone la imagen del caminante que atraviesa un paisaje, siempre en movimiento, pero siempre detenido en esa encrucijada «del deseo y la imposibilidad de la belleza» (7), los paisajes del tiempo, de la naturaleza, de su propia vida, recogiendo miradas un poco al azar, mientras percibe todo en su inevitable ser-para-la-muerte, la condición efímera de la vida, hecha de ausencias, pero sintiendo al mismo tiempo la atracción por esa condición infinita y eterna, más allá del paso del tiempo, de la que nos habla la naturaleza en su permanente estar-ahí, como una presencia testigo de tantas ausencias: «Esta es la historia de un hombre que camina / no tiene un destino, no busca nada, / solo se detiene, observa y deja que el tiempo transcurra: es su manera de existir» (4).

Son temas, sin duda, universales en la historia del arte y la literatura, especialmente desde la revolución poética moderna y el Simbolismo. Lo interesante, por infrecuente, es que un poeta y pintor, como Marquerie, se atreva —e incluso se empeñe— en trasladar todo ello al campo de la escena, lo que ha sido la utopía de tantos poetas desde Mallarmé, conscientes de que el espacio idóneo para hablar sobre lo efímero y azaroso, la paradoja de la realidad entendida desde su percepción sensorial inmediata, no puede ser más que la escena (teatral). Es posible que la propia condición híbrida, contaminada, material y justamente efímera de este medio (además de las limitaciones históricas que han pesado y siguen pesando sobre el teatro como lenguaje artístico pleno) persuadiera a algunos de estos creadores a quedarse —¿prudentemente?— en el espacio de la página o el lienzo, de ahí que Marquerie reivindique una condición de creador escénico que no se aviene con la figura del director de escena, más reducida. Cada una de sus obras enfrenta al espectador con un espacio vacío, apenas ocupado por algunos objetos dispersos, y los actores que lo atravesarán para volver a desaparecer al final. Sobre ese espacio se van a hacer, a decir y a mostrar cosas, pero siempre en los márgenes de la representación. Más que construir representaciones ya acabadas, se muestran los materiales, las imágenes, los objetos, las ideas, los cuerpos y los movimientos, subrayando la dimensión performativa, inmediata y material de todo ello, elementos necesarios para esas representaciones que no van a llegar a desplegarse, descripciones necesarias para visualizar una determinada escena, como se decía en Lucrecia. En los casos más extremos se lleva a cabo una representación «de mentira» o en miniatura, denunciando el carácter engañoso de cualquier otra representación, por realista que parezca, así, por ejemplo, la simulación de una guerra con pequeños soldaditos que el propio Marquerie mueve en una maqueta, arrojando cerillas a modo de bombas incendiarias, o ya en 120 pensamientos los actores persiguiéndose con metralletas de juguete haciendo el ruido de estas con la boca. No obstante, después de estos tímidos intentos de representación, de las acciones físicas de los actores, tan presentes ahí, con su cuerpo y emociones, de esas instalaciones construidas a la vista del público, como enigmáticas alegorías detenidas en el tiempo, lo que le queda al espectador, por detrás de todo ello, es el espacio, un espacio hecho visible a través de esas acciones y palabras, imágenes, dibujos y objetos, incluida la acción de contar algo, reflexiones en voz alta que tratan de abrirnos los ojos ante los espacios que nos rodean, para poder ver la realidad que habita en ellos, tan a menudo desapercibida, el espacio de un paisaje, de una pintura, de una idea o un sentimiento.

Pero no se engañe el espectador, al final lo único que realmente queda es el espacio del escenario donde ha tenido lugar todo esto, un espacio que estuvo habitado por actores y sus palabras, por esos pequeños objetos, proyectados en una gran pantalla, y ahora nuevamente quietos o medio destruidos y en desorden tras la batalla escénica, los restos mudos de las situaciones que se reconstruyeron en escena, por eso a menudo las acciones se alargan en el tiempo de la representación, avanzando con lentitud; se detienen las imágenes, estáticas frente al espectador; y los actores permanecen siempre ahí, reflexionando en voz alta, mirando al vacío o descansando, para hacer que el propio espacio se manifieste como acontecimiento, que suceda ese espacio, inmediato, efímero y real, como la propia vida, haciéndose visible, cada vez más denso, a lo largo de su propio transcurrir; un espacio que como «Ese pedazo de campo —del que nos habla la obra— es tanto presencia como ausencia, / no lo podréis evitar» (6). Por eso la escena es también el lugar idóneo para hablar de los muertos que han pasado por esos paisajes —escénicos— de nuestra memoria, para quedarse allí como eternas ausencias. En un texto de ascendencia también mística como La lámpara maravillosa, dice Valle-Inclán que todo movimiento tiende a la quietud estética, así avanza la última obra de Marqueríe, en un ritmo cada vez más detenido, soñando con la inmovilidad y a menudo sobre un fondo sonoro mudo que hace más perceptible el silencio de la escena y sus extraños personajes. Entre tonalidades lumínicas que van transformando el espacio, siempre desde la calidez de las penumbras, el espectáculo se hilvana en hallazgos plásticos, que se manifiestan como epifanías en mitad del vacío callado de la escena. El último acto de 2004, la naturaleza muerta, será la culminación coherente de la obra, un espacio abandonado ya por los actores, la quietud final a la que aspira la obra en su deseo de aprehender lo fugaz, ese inmovilismo que solo puede estar habitado por la muerte, el horror y la belleza, por unas ausencias que nos hablan de esas presencias ya imposibles de recuperar, una sensación más intensa cuando los propios actores no salen a recibir los aplausos, y el espectador se ve abocado al vacío del espacio muerto del que surgió la obra y en el que ahora se diluye, el mismo escenario del principio, pero totalmente transformado por esas huellas, los trazos enigmáticos del silencio. Finalmente, el espacio se hace visible como protagonista invisible de la obra, el escenario como espacio de resistencia (política). Por eso escribe Mallarmé, que no dejó de soñar con los espacios de la naturaleza y la página en blanco, en su célebre poema final, Una tirada de dados: «NADA […] HABRÁ TENIDO LUGAR […] SINO EL LUGAR».

Entre las acciones que se realizan en escena hay una que suele pasar inadvertida, y no por menos importante; es el hecho de decir algo, contar una anécdota, desarrollar una historia, compartir una reflexión o hacer un comentario. Este tipo de acciones verbales habían de ocupar un espacio importante en la obra teatral de un autor de innegable condición poética. A lo largo de sus obras, especialmente en los últimos trabajos, Marquerie se ha ocupado intensamente de este tipo de situaciones, sin duda difíciles para los actores, pues con frecuencia se traducen en largos monólogos dichos directamente frente al público. El tono, la disposición física y la actitud frente al espectador constituyen elementos fundamentales de su poética. En medio de ese escenario vacío, el actor o la actriz, sin ningún vestuario especial, se acercan al público para compartir con él, en un tono de sinceridad, reflexiones personales, por eso el registro lírico de estas obras. Lo determinante es la actitud de duda y cercanía, de perplejidad y casi de confusión, con la que se dicen esas palabras, tratando de evitar cualquier atisbo de retórica o pose actuada, tratando de llegar a ese difícil «grado cero» de la representación, luchando contra esa tendencia inevitable de la escena a convertir todo lo que toca en representación, para llevar adelante una búsqueda de la belleza a través de esa incierta cuerda floja de la representación que no se quiere como tal. De este modo, surge el signo de la duda, no solo sobre la vida, sino sobre el propio hecho de la representación, pues «la incertidumbre, la controversia y la duda son el eje de nuestra existencia / y el único lugar posible para albergar la belleza» (8). Ahí radica esa especie de tour de force sobre el que Marquerie construye sus obras, las resistencias a la representación, a no caer en ella si no es de manera consciente y explícita, casi irónica; llevar la representación a sus límites, por ejemplo, en esas acciones de resistencia física que dejan a los actores extenuados, desnudos síquicamente, para ofrecerse de manera inmediata al espectador, como la escena inicial de 2004 en que uno intenta sujetar al otro para evitar que su cuerpo caiga desplomado al suelo con todo su peso; y con la representación llevar al límite el propio pensamiento, que nace desde esa fractura, también de la representación, porque «la pregunta siempre está en el lugar de la fractura / donde sin remedio todo es incomprensible» (34). En este sentido, podemos decir que, junto a un plano físico y material desarrollado con medido detalle, asistimos a una suerte de «teatro de las ideas» puestas en escena, queriendo hacerse casi visibles, tan concretas como los cuerpos que vemos moverse, en su propio ser contradictorio, paradojas que despliegan en la superficie del escenario (de la mente), sacando a la luz esos pensamientos de profundidad que suelen quedar incuestionados por ocultos. «¿Qué es esto del horror produciendo belleza? / ¿Cómo es posible que la destrucción sea bella? Hay ideas que me entumecen el cerebro y provocan una profunda desestabilización», con esta reflexión se abría 120 pensamientos por minuto, título de por sí significativo.

Las obras de Marqueríe se construyen a partir de este espacio límite y contradictorio, de esta fisura de la representación, hecha cada vez más grande. Con frecuencia han sido actores y no actrices los que han encarnado la palabra poética de este autor, proyección sicológica quizá de él mismo, una palabra cálida, confusa y compleja, y sobre todo presente e inmediata (es decir, escénica), a la que pareciera que casi le duele su condición literaria, apresada en la página en blanco a la que ha de volver tras la representación. Esa es la palabra a la que han dado cuerpo Juan Loriente, Gonzalo Cunill o Carlos Fernández a lo largo de sus últimas obras, y a la que ahora dan vida Montse Penella, ya presente en espectáculos anteriores, y Emilio Tomé, con sus voces cercanas y sus cuerpos desnudos, empolvados de blanco, como fantasmas de ese pasado de horror y belleza a un tiempo, con ese estar-ahí para la muerte (que supone el fin de la representación), característico de los actores de Marquerie, haciéndose presentes en el acto físico de ocupar un espacio y pasar un tiempo, como se dice al comienzo de El rey de los animales es idiota. En esta dimensión presencial descansa toda actuación escénica, que adquiere ahora una especial dimensión política en una cultura construida sobre representaciones que cada vez (re)presentan menos, presencias sustituidas por imágenes, palabras desligadas de quien las dice; los juegos de la representación como una maquinaria de manipulación, impunidad y ausencia de responsabilidades. Por esto la escena se propone recuperar dimensiones fundamentales de la vida como el cuerpo, el espacio y la presencia en tanto que ejercicios de resistencia. «Resistir / Percibir», también el pasado de la memoria (de los muertos) sobre el que se ha de construir el presente, de eso nos habla el caminante de Carlos Marquerie:

Su esperanza resta en la memoria;
en las huellas de los hombres,
en sus contradicciones
(su deseo de eternidad inmerso en su afán de destrucción) (33)

Notas

  1. Carlos Marquerie, 2004 (tres paisajes, tres retratos y una naturaleza muerta), Pliegos de Teatro y Danza, 12. Madrid, Contextos, 2004, p. 14. En adelante las referencias entre paréntesis corresponden a las páginas de esta edición. Esta obra fue reeditada en Óscar Cornago, ed., Políticas de la palabra: Esteve Graset, Carlos Marquerie, Sara Molina, Angélica Liddell, Madrid, Fundamentos, 2005, pp. 195-224.