(Fragmento de la intervención en el Encuentro “Lo obsceno / La escena: lo que se ve lo que no se ve”, organizado por la Maestría de Artes Vivas de la Universidad Nacional de Colombia del 12 al 14 de agosto de 2013)
Vivimos en una época en la que casi todo lo que se muestra en escena en consecuencia con un compromiso con la realidad corre el riesgo de ser calificado como obsceno. Y el rechazo puede venir desde posiciones ideológicas y políticas muy diversas. En un extremo, se sufrirán los ataques de quienes utilizan la defensa de la moral o el buen gusto para hipócritamente, o más bien cínicamente, silenciar e invisibilizar aquello que puede perturbar las creencias, las rutinas, la sumisión. Pero en el otro extremo, se sufrirán las descalificaciones de quienes, desde discursos críticos, niegan a los artistas el derecho a decidir individualmente sobre lo que debe ser visible y representarlo de manera subjetiva contribuyendo así a una posible expansión del régimen pasivo de la espectacularidad. La alergia a la espectacularidad retorna desde los años sesenta del siglo pasado no aún con énfasis revolucionarios, sino amalgamado con una cierta complacencia en la condición espectacular de nuestras relaciones. La banalización del espectáculo, el “hágalo usted mismo”, favorecido por las redes sociales y la “movilización global”, nos sitúa en un terreno donde los límites entre la complicidad y el antagonismo se vuelven difusos. El teatro, convertido en arte menor y marginal, es síntoma de estas ambigüedades, al mismo tiempo que lugar de experimentación de respuestas.
Vivimos en sociedades (en Colombia, en España, pero también en México o en Brasil) acostumbradas a lo obsceno. Habría que retirarse a lugares recónditos para escapar a la exhibición de la impunidad con que cada día actúan quienes detentan los poderes: los “encargados” de que la propiedad se siga concentrando en unas pocas manos, de establecer los equilibrios mínimos antes a nivel nacional, ahora también a nivel global, para que las insurrecciones no pongan en peligro sus botines legales ni las revoluciones, previsibles, les arrebaten el poder. La obscenidad del poder es de tal magnitud que apenas ya puede ser ocultada por los espectáculos pantalla del deporte, el “voyeurismo” morboso y los chismes novelados. Ahora se alienta desde la publicidad y los medios una sexualización cosificadora (lamentablemente no liberadora) de lo cotidiano para que el espectáculo se expanda más allá de las pantallas, y eventualmente se promueven guerras, para que quede claro que en cualquier momento “esto también te puede pasar a ti” si no estás “del lado bueno”.
Con este fondo de modelización mediática, resultan poco sostenibles las acusaciones de ataques a la moral por parte de asociaciones y poderes. Sin embargo, tales acusaciones sorprendentemente se siguen produciendo, y con consecuencias en algunos casos graves. Es cierto que la obscenidad no es el motivo. Normalmente, es necesario que junto a la acción violenta o documentos de violencia extrema aparezca algún signo de lo que el poder define como sagrado (es decir, secreto e intocable). O que junto al cuerpo desnudo o la exhibición de sus partes haya referencias a las iglesias, a los símbolos nacionales, a instituciones fundamentales del estado, o valores supuestamente consensuales, como la familia heteroparental. Una imagen o una descripción nunca son obscenas por sí mismas, sino en su elaboración mediática y simbólica.
La exhibición cínica del poder, el despliegue espectacular del “status quo” y los constantes anuncios de dominación pueden producir multitud de respuestas en un abanico abierto por dos ejes: el eje de la rabia y de la obscenidad, de un lado; el eje de la crítica y la modestia, de otro. Aparentemente contradictorios, pueden funcionar de manera complementaria. La obscenidad es en uno de sus sentidos lo contrario de la modestia, la acción obscena constituye un ataque al pudor. Pero en sí mismas, ni la obscenidad ni la modestia garantizan nada si no es en relación a aquello que quieren romper o a aquello de lo que se quieren alejar. Lo importante no es que algo sea o no obsceno, que alguien sea o no modesto, sino con qué intención lo es y qué transmite su expresión o su discurso. En escena, la obscenidad y la modestia pueden coincidir sorprendentemente: nada más modesto que un cuerpo que muestra su animalidad no en un ejercicio exhibicionista, sino en la exposición de una sensación o de una idea. Ese mismo cuerpo puede producir un efecto obsceno si su imagen resulta mediada por cualquier signo de poder o si voluntariamente se arroja a esa mediación.
En ocasiones lo que la sociedad denuncia como “obsceno” no es sino el síntoma de un ataque más profundo a las estructuras de propiedad y sometimiento. Es comprensible que a Baudelaire, que alimentaba la rabia contra su clase, se le acusara de obscenidad tras la publicación de Las flores del mal (1857). Más insólito resulta que el tímido y solitario Flaubert cargara con la misma acusación, él que ocultó bajo las cortinas de un coche de punto la escena sexual más apasionada de Madame Bovary(1856). Los fiscales que acusaban a Flaubert y Baudelaire de obscenidad lo hacían prescindiendo de su condición de artistas, pues sabían que eran buenos escritores, en un intento de no respetar la autonomía del arte. Aun reconociendo la calidad literaria de sus acusados, para ellos era más importante el ataque a la moralidad que supuestamente sus obras contenían; por tanto, se situaban fuera del modelo autónomo. En cambio, los abogados defensores intentaban poner en evidencia la calidad literaria, entendiendo que el reconocimiento de la calidad artística desactivaría toda acusación, toda supuesta inmoralidad. Esta idea de autonomía permitió durante un tiempo la existencia de un arte político y crítico, a salvo de los ataques de los poderes más reaccionarios. Pero también creó una cierta inmunidad de la sociedad hacia la “obscenidad” de los artistas. Cuando en la actualidad se dirigen acusaciones de “inmoralidad”, cabría preguntarse si éstas tratan de poner en cuestión la necesaria y problemática autonomía del arte (considerando que los artistas son como todos los demás y no pueden saltarse ciertas normas de conducta por muy buenos que sean), o bien las acusaciones se hacen precisamente porque son artistas y porque lo que no se soporta es el arte que trata de saltar las barreras que se ponen como condición a la autonomía artística. A diferencia de lo que ocurría en el siglo XIX, lo que ocurre en el XXI cuando se producen escándalos de obscenidad en el arte tiene más que ver con la negación del arte político. Es decir, que al arte solo le es concedido enarbolar su autonomía cuando de hecho es apolítico o quizá más precisamente “parapolítico”.
La vía de salida lleva a trabajar en aquellos campos donde la inmunización no funciona y donde uno es de partida uno cualquiera, uno más, y por tanto no va a ser cuestionado por sus privilegios de artista, pero tampoco respetado antes de hacer su trabajo. Esta vía de salida conduce a un sentido apócrifo del término “obscenidad”: lo que está fuera de escena.
Pier Paolo Pasolini, poeta, comunista, homosexual, fue asesinado en Ostia poco después (y como consecuencia) del estreno de Saló o los 120 días de Sodoma (1975), una de las películas más obscenas de la historia del cine y una de las críticas más furibundas contra el fascismo persistente en nuestras sociedades. No era la primera vez que se acusaba a Pasolini de obscenidad. Ya había sido procesado por el tratamiento de la prostitución masculina en su novela Ragazzi di vita (1955), a lo cual el autor respondió con estos versos publicados en el poemario Le ceneri de Gramsci (1957): “Solo l’amare, solo il conoscere / conta, non l’aver amato, / non l’aver conosciuto. Dà angoscia / il vivere di un consumato / amore. L’anima non cresce più.” ¿El amor es obsceno? ¿La libertad es obscena? ¿El conocimiento? ¿La poesía? ¿La disidencia? ¿O la vida misma?
En muchos países del mundo ser homosexual sigue siendo un factor de riesgo, de inseguridad jurídica, incluso de muerte. (Y los riesgos se acrecientan preocupantemente, alentados por cálculos políticos populistas y fanatismos religiosos). Pero también en muchos lo es ser comunista o simplemente defensor de los derechos humanos. Y sigue siendo un riesgo en muchos contextos ser simplemente poeta o artista. El actor Juliano Mer Khami fue asesinado el 5 de abril de 2011 en el campo de Jenín, víctima de la aculturación forzada por la ocupación israelí de los territorios palestinos. Fueron palestinos quienes dispararon balazos sobre Mer Khami, ciudadano israelí. Pero fueron israelíes los que condenaron a la aculturación y la violencia a los jóvenes nacidos en el campo de refugiados palestino, gobernado simbólicamente por el fanatismo religioso. El 8 de enero de 2013 fue asesinado en el corregimiento de Altavista, Medellín, Julián Andrés Taborda Nanclares. Se permitió salir de escena, ser mimo y, como mimo, no prestar atención a las fronteras invisibles. No se le respetó por ser mimo. Quizá tampoco se le mató por eso. Pero quienes tienen poder, cualquier que sea el poder, intentan que nadie trabaje con lo simbólico fuera de los espacios acotados.
Dentro de las esferas acotadas, se puede hacer lo que se quiera. Algunas sociedades son más tolerantes que otras respecto a la visibilidad de lo que ocurre en esas esferas acotadas. También aquí se trabaja con líneas temporales y espaciales invisibles que definen lo que se puede hacer y lo que no se puede hacer, lo que se puede ver y lo que no se puede ver. Uno puede desnudarse en un espacio público en determinadas circunstancias en Alemania, pero el mismo acto puede ser condenado por obscenidad en otras. Uno puede organizar un espectáculo obsceno, como una boda real, en una Iglesia, pero puede ser condenado a años de cárcel si se toma el altar sin permiso para un inocente y alegre concierto.
Ateniéndonos al ámbito de lo artístico, no deja de resultar sorprendente la contundencia con que los políticos reaccionarios europeos defienden, cuando les interesa, la autonomía del arte. Un ejemplo notorio fue la autocensura de la ópera Idomeneo, re di Creta, de Mozart, en septiembre de 2006. Había tenido lugar recientemente la crisis de las caricaturas de Mahoma, y un director de escena bien situado decidió provocar al mundo haciendo que el rey Idomeneo mostrara las cabezas cortadas de Poseidón, Buda, Jesucristo y Mahoma. La propia canciller alemana, Angela Merkel, y todos los ministros de su gabinete salieron en defensa del artista alemán, considerando que la autocensura era un ataque a la libertad de expresión, uno de los pilares de las democracias occidentales. “Creo que la cancelación fue un error. Creo que la censura no nos ayuda contra gente que quiere practicar la violencia en nombre del Islam.” Debo admitir que en España no tenemos políticos tan “cultos” como Angela Merkel, que, sin embargo, aceptó amablemente y sin declaraciones airadas las explicaciones de Condoleezza Rice sobre los vuelos de la CIA autorizados por el anterior gobierno de centro-izquierda, procedimientos que atentaban contra un derecho fundamental anterior al de expresión (Art. 1, 2 y 6 de la Declaración Universal de Derechos Humanos). No hizo declaraciones tan duras, sino más bien todo lo contrario, tras el arresto de William Assange en la embajada ecuatoriana, aceptando por tanto los límites a la libertad de información, tan básica como la de expresión para una democracia (Art. 14), ni cuando se cerró el espacio aéreo al presidente Evo Morales, con la complicidad de varios gobiernos europeos, limitando la libertad de movimiento (Art. 13) o contra el espionaje indiscriminado de Estados Unidos (Art. 12), o por los precios abusivos impuestos por las farmacéuticas alemanas en paises en desarrollo (Art. 22), o ante la condena de millones de ciudadanos europeos a la pobreza (en una actualización del pensamiento colonial extraeuropeo) para proteger las inversiones de sus bancos (Art. 23), ni ante la presión de los lobies internacionales que impiden el desarrollo del artículo 28: “Toda persona tiene derecho a que se establezca un orden social e internacional en el que los derechos y libertades proclamados en esta Declaración se hagan plenamente efectivos”. Se diría que el artículo 17 se ha comido a todos los demás.
Supongo que en algún momento, si no se ha hecho ya, se habrán dado instrucciones para que la declaración de derechos humanos se considere algo amortizado, caduco, irrelevante en la nueva época del capitalismo global y la supuesta multifocalidad. La declaración estaba bien en una época en que se suponía que las democracias occidentales respetaban esa declaración y se trataba de enseñar a quienes no la respetaban, vendiéndoles además algunas coca-colas e inversiones envenenadas. Ahora que el poder ya no reside en los estados, los derechos humanos empiezan a ser prescindibles. Ni siquiera hace falta derogar la declaración. Basta sumar espectáculo para que algo tan aburrido como la declaración de derechos desaparezca de la formación escolar y del imaginario colectivo, si es que alguna vez llegó a estar presente, y quede escondido en los Museos de la Memoria, solo para aquellos esforzados visitantes que quieran trabajar la paradoja de un siglo en que se aprobó solemnemente una declaración que a duras penas fue desarrollada, en muchos casos en lucha contra quienes la impulsaron.
“Solo el amar, solo el conocer / cuenta, no el haber amado, / no el haber conocido. Da angustia / ya consumado vivir / un amor. No crece más el alma.”
La espectacularización exacerbada es coherente con el capitalismo exacerbado. Los modos de visibilidad hegemónicos son ahora pornográficos, tanto en relación con el sexo cosificado e instrumentalizado como en relación con la violencia mediatizada y rentabilizada. Los modos de comportamiento de las clases políticas son obscenos en su tratamiento de la violencia y en la sacralización de la economía. Por tanto, las antiguas acusaciones de obscenidad ya no sirven como excusa. Probablemente lo que hoy es obsceno es la condición misma del vivir expuesto, y el trabajo de los artistas que viven la alegría y el riesgo de la exposición, que son consecuentes con su condición y no renuncian a la tarea de hacer visible aquello que no es visible y que en muchos casos no se quiere que sea visible. Y sobre todo a hacerlo visible en un modo insólito, no esperado.
Esa tarea se puede realizar desde la rabia o desde la crítica. Se puede hacer desde dentro, en el interior del sistema artístico, pero siendo conscientes de los mecanismos de inmunización, muy poderosos, que operan ahí. Se puede hacer en el terreno del enemigo, es decir, en la televisión, en los medios de comunicación, siempre que se mantenga la integridad de la propuesta simbólica, y se esté dispuesto a aceptar los riesgos de una protección debilitada, compartir la libertad y la vulnerabilidad del bufón. (Aunque en ese campo ya han ganado los artistas industriales, es decir, el propio sistema, representado por las estrellas del pop: el cálculo comercial prima sin duda sobre la libertad de expresión.) Y se puede hacer finalmente en el espacio anónimo de la sociedad democrática que se quiere construir al margen o en los intersticios de los modos de ordenación y de visibilidad impuestos desde ese afuera que escapa al territorio ordenado de lo visible. Y donde por tanto no cabe en sentido estricto la obscenidad, porque tampoco hay parámetros de visibilidad.
Indudablemente, las redes sociales están transformando este paisaje. Y cambian los sentidos de lo obsceno, pues han alterado previamente los sentidos de lo público. Lo “obsceno” (en el segundo sentido del término) ha desaparecido como concepto, porque todo está en escena, lo que se hace o no visible depende de decisiones individuales, y por tanto los distintos grados de visibilidad y los distintos tipos de imagen coexisten como manifestación de una pluralidad. La pluralidad es la condición de la participación en el juego de la red social. También lo es la visibilidad. Las redes sociales son difícilmente controlables, excepto en estados dictatoriales extremos, pero son muy fácilmente vigilables. De modo que si la red supuestamente anula la censura (ya sabemos que no es cierto) y permite la manifestación de la rabia y de la modestia en escena en condiciones de igualdad, lo hace a cambio de una vigilancia extrema para prevenir el tránsito de lo social a lo político. Las redes sociales son sociales, no son políticas. La política se sigue haciendo en la esfera pública. Y lo social, como argumentó brillantemente Hannah Arendt en La condición humana (1958), es más bien una extensión del dominio de lo familiar que una expansión del dominio de la polis. Las ciudades y los estados modernos se habrían configurado más bajo el modelo de la administración doméstica que de la discusión política.
La política requiere la acción. La acción está reservada a quienes detentan el poder de la tecnología. El único modo de salir de escena (mediante la rabia o la modestia) es invertir las reglas de juego, romper el juego, y actuar antes de que el juego se adapte a la excepción, o construir otros juegos, insólitos. Esto es lo que ocurrió con las revoluciones árabes, replicadas en el 15M o en el yosoy132. El tránsito de la red social al movimiento social es ya una acción política. Pero una revolución social no crea esfera pública si no consigue establecer las condiciones de interlocución. Sin igualdad de interlocución no existe polis, no existe política, sino un debate social, una expansión de una conversación familiar, con efectos parciales, pero sin incidencia directa sobre las reglas de juego y mucho menos sobre la propiedad del mismo.
No se trata de mirar nostálgicamente una época donde pudo existir esfera pública. Porque esas épocas, sean la polis griega, la época de las revoluciones burguesas y de las independencias americanas, o la Europa de entreguerras, estaban marcadas por la exclusión. Sólo unos pocos eran ciudadanos en la polis griega. Sólo una minoría de seres humanos lo eran en la Europa revolucionaria. Tampoco parece reversible la fusión de lo social y lo familiar, y por tanto de lo público y lo privado. Quizá habría que pensar entonces los nuevos modos del conflicto en términos de conflictos “familiares”. La concentración de la riqueza traslada el conflicto de clases nuevamente a conflictos de familias. Y de lo que se trataría entonces es de usar los medios de sociabilidad para construir “familias” obscenas, familias que reten por su tamaño, por su composición o por su dinamismo a las “familias” que detentan el poder sobre la tecnología y por tanto la capacidad de acción, y por tanto la potencia política. Ahí pueden ser efectivas nuevamente las redes sociales, haciendo entrar en escena lo que no se quiere ver. Pero sin complacerse en la visión o en la espectacularidad. Pues la acción es el único principio que garantiza la apertura del espacio político.
José A. Sánchez, Madrid – Bogotá, agosto 2013
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