Hoy soñé que despertábamos bajo los restos de una fiesta: cintas de colores, máscaras arrugadas, una tarta que nadie había probado y los útiles de un mago, abandonados, desvelando sus trucos. El mago viste entre doméstico y agreste, con sus altas botas de cuero, y un gesto perdido, como en permanente desaparición. El humo lo envuelve y lo evapora. Y cuando regresa hace un juego con un cono de periódico y un vaso de leche. La leche pasa de la jarra al cartón, del cartón a un vaso, y acaba en las manos de una niña que lo observa hacer atenta. La niña bebe, porque tiene que beber. Y mientras bebe, su rostro se transforma, su cuerpo se agranda, se convierte en una mujer de mirada sonriente, que recuerda.

Podemos ver sus recuerdos, tienen cuerpo, podríamos incluso tocarlos si nos acercáramos, podríamos escucharlos si abriéramos la tapa de la caja y nos inclináramos hacia el interior de la vieja radio de la que ahora emanan voces y músicas, también olores, a jabón y a chocolate. El mago de botas altas y chaquetón caído observa a la mujer que escucha la radio. Al sentarse, su cuerpo se ha comprimido en el de un muñeco de madera, que voltea la cabeza, a un lado y a otro, antes de que su mandíbula también se mueva, arriba y abajo. Por su boca habla el ventrílocuo. ¿Estará escondido dentro de la caja? La voz suena lejana, como si viajara desde los confines del presente. Pero a la mujer de la mirada sonriente debe resultarle muy familiar. Piel de armiño, el aroma de la revolución.

Salimos de nuestra posición de observadores y nos sentamos en el sofá, junto a un niño que toca un tambor, ante una niña que toca una lira. Forman parte de una banda de guerra. Una lámpara con pantalla pálida ilumina el salón de casa. Los niños sueltan los globos y mueven sus palillos musicales como si interpretaran una alegre melodía. Pero lo que nosotros escuchamos son disparos, explosiones, ráfagas, gemidos, órdenes, alaridos de angustia, tanto sufrimiento que tiñe de sangre las palabras, piel de armiño, clase media, carnaval, silencio. No tengas miedo.

Un niño negro camina hacia nosotros y me ofrece un bombo. Lo acepto, y me sumo a la banda. Las niñas ofrecen sus liras. Y los otros niños sus tambores. Marchamos disciplinadamente, sin mirar atrás, sobre el tapete estampado de cadáveres. Algunos tienen rostro, y nos responden con estupor, otros con simpatía. ¿Llevan mucho tiempo muertos? Yo caí en una emboscada del ejército. A mí me desaparecieron hace treinta años y aún me ando buscando. ¿Y usted por qué no tiene cara? ¿Quién habla por usted?

Los niños se han ido, nos hemos quedado solos. El muñeco avanza hacia nosotros con su mandíbula articulada: dame tu fusil, ya no lo necesitas. Y mientras el muñeco nos desarma, la mujer de la mirada sonriente nos ofrece su mano y nos arrastra al interior de la nube de humo. Corremos sobre el vapor, sin que nuestros pies sientan el calor del fuego ni el bochorno de la selva, nos dejamos llevar, y la música nos mece en un agradable balanceo, es tan bello que agradecemos mucho la invitación. Ella nos habla de su infancia, nos canta una canción que persiste en su memoria, y con su canción llega la noche, y aparecen las luciérnagas. Ah, es otro truco del mago. Miradlo allá. Las saca de la noche y las vuelve a su bolsillo. La niña sonríe y desde el sofá nos saluda con un pañuelo rojo. ¿Nos cantan la canción del cura guerrillero?

Súbitamente, unas presencias inquietantes nos detienen. Son tres hombres de piel oscura, cubiertos con trajes de mujer raídos y máscaras de goma. Bin Laden, La Bruja y Hugo Chávez. Percibo ahora la presencia de los látigos, amenazantes, en sus manos. Nuestros cuerpos tiemblan. Intentamos pedir clemencia. Tus padres no fueron esclavos. Tampoco esclavizadores. Te lavaste las manos con piel de armiño. No es verdad, mirad. ¿Qué quieres que miremos? Ríen. Tienes las manos blandas, se te caen. Los cueros se tensan. Esas no son mis manos. Y los músculos de los antebrazos. La piel negra, tersa, de sus hombros y sus piernas. La imagino desgarrada, la carne abierta, rojo en negro. ¿También los niños deben pasar por el látigo?

Sobre sus pelucas de colores se ilumina un cartel: si usted lo desea puede girar el botón hacia la derecha para producir el gesto que completa la acción. Y de repente los puños se relajan, las piernas se aligeran, y los tres al unísono comienzan a bailar. Es la voz quebrada de un viejo cantante la que les ha robado la violencia. El hombre canta y los matachines bailan. Me recuerdan al muñeco de ventrílocuo. Pero ellos no hablan, sólo menean la cabeza, de un lado a otro, se balancean sobre las piernas, en un hipnótico vaivén. ¿Y los látigos? Se los llevó el patrón.

Éste es un rostro sin máscara. Su expresión no deja lugar a dudas: para él la muerte es una nimiedad. ¿A cuántos mató usted? Ni me acuerdo. ¿Qué se siente al matar? Indiferencia. ¿Qué es para usted la inocencia? El sonido de una marimba. La mirada de un hipopótamo. El despertar.

Una mujer sobre tacones afilados como sables se eleva entre las matas. De su boca emanan flujos de ondas brillantes y su pelo dispara fuegos de artificio que iluminan de colores el espacio. Ya no sé dónde estamos. Sólo que los enmascarados parecen enloquecer y se lanzan sobre las cintas de colores, se enredan en ellas, se intercambian sus máscaras. ¿Dónde está Gadafi? ¿Quién se acuerda?

La mujer de la mirada sonriente también parece poseída por la furia; cambia compulsivamente su disfraz. Nosotros decidimos sumarnos a la fiesta. Los vestidos vuelan con las cintas de colores y las explosiones de papel; se amontonan sobre el tapete, hasta volverlo invisible. Bailamos y rodamos entre los globos, los trajes y las máscaras. Aquí está Chaplin. Parece Hitler. Nos hace su numerito. Y nosotros lo imitamos hasta resbalar. Allá está Timochenko. Y allá Hillary. También baila. Michael Jackson ha perdido su cuerpo, está arrugado a la espera de otro. Y el Oso. Y el Mono. Y la Leona. Y el Viejo Anónimo. Y en medio del bullicio, una máscara con cuerpo. No es de goma, fijaos, es el rostro pintado de la mujer de cejas como garfios. Se asoma entre los trajes amontonados y gatea hacia nosotros con algo en la mano. Esta tarta es para ti. Sopla. De la vela sale un chorro de fuego. Y al apagarse, los enmascarados se desploman.

Nos llega el murmullo de una memoria terrible. Nos tapamos los oídos, pero continúa acosándonos, en blanco y negro. No es una voz, es una música eléctrica, y es también un silencio intolerable. Ya no vemos al viejo músico, ni al mago. Sólo silencio eléctrico y la memoria de una danza que no queremos seguir mirando.

Por fin, recibimos una señal. Es un joven grande, de aspecto sereno. No parece tener miedo del fuego, ni de los disparos que ahora cruzan sobre nuestras cabezas. La desnudez de su torso nos da confianza. Nos miramos y nos sentamos junto a él. Abajo, la guerra. Mirad cómo se arrastran las mujeres seductoras. Mirad cómo se revuelcan los hombres vestidos de mujer. ¿Qué hace allí esa niña? Tranquila, no le harán nada, sólo están jugando. ¿Y el mago? Ja Ja Ja Ja. La magia no tiene nada que ver. Me gustaría ser maga para hacerlos desaparecer a todos, a los lobos armados, a los tigres armados, a los perros armados, y hasta los ositos blancos con armas bajo el peluche. ¿Y la policía? ¿Y el ejército? Hacen como que ya se fueron. Por arte de magia. Me gustaría ser maga. A los magos los matan. Matan a los poetas. Matan a los actores. Sólo nos queda cantar. Cantar con palabras como balas certeras. Bailar con ritmos de artillería furtiva. A mí me estalló una bomba delante, dice el  viejo músico. Mataron a mi mujer y a mis compañeros de la banda. Yo estuve perdido, durante años. Ahora tengo que cantar solo. Puedes cantar con nosotros. Pero yo no tengo tu voz. Canta con la tuya. Yo no sé cantar. Entonces ríete, me dice. ¿Cómo quieres que me ría mientras ellos continúan amenazantes? Ríete y se irán ¿No ves los cadáveres sobre el tapete? Algunos no tienen rostro. Necesitan su boca para cantar con nosotros. Ríete y reirán contigo, no hace falta lengua para reír, sólo estómago. Disfracémonos entonces. Hagamos una comedia. La comedia del patrón.

La mujer ha perdido la sonrisa, sus ojos cubiertos por gafas oscuras. Sonríe ahora su cuerpo inquieto. De sus brazos han brotado hojas de coca, también de su pelo. Y de sus tronco nuevas ramas que la vuelven frondosa. La mata salta y nos hace reír. Un hombre negro con máscara de hombre blanco nos entrega bidones de insecticida. Toma, nos dice. Y los tomamos; jugamos a perseguir a la mata entre las matas. Hay muchas matas, pero sólo una de ellas salta. Mientras jugamos, el viejo músico canta y el joven de torso desnudo ríe nombres. Nombres y más nombres. De los nombres nacen mosquitos, que se aprietan hasta formar una nube. Nos envuelven. Zumban en torno nuestro y nada parece importarles nuestras armas de fumigación. ¡Van a picarnos! ¡Echaos al suelo, con las manos en la cabeza! Ya deja por favor de reír nombres; su zumbido es más fuerte que tu risa. ¡Ya basta, por favor!

¿Quién mató a tu mujer? Fue la mata. ¿Quién mató a tus amigos? Fue el patrón. ¿Quién te robó la palabra? Fueron ellos. ¿Quiénes son ellos? Los otros. Y mira al cielo. Los que suben tan alto que creen que ninguna piedra les puede alcanzar, los que caminan sobre agujas para no mancharse de sangre, los que bailan sin mover el cuerpo, los que navegan sobre nubes blancas, los que nunca estuvieron aquí.

Ya dejadla en paz. Sólo estábamos jugando.

Alguien arroja sobre nosotros un saco de polvo. Parece sal. Nos desprendemos de los bidones, nos sacudimos el polvo y caminamos hacia una especie de locomotora, ante la cual nos esperan el mago, la niña, los matachines, la mujer de la mirada sonriente, la figura de un niño decapitado, el muñeco de ventrílocuo, el viejo músico, el joven de torso desnudo. Todos subimos a uno de los vagones y la locomotora lanza una bocanada de humo antes de emprender la marcha. ¿Vamos a hacer la revolución? Los matachines ríen. El mago devuelve con una ligera explosión de color su cabeza a la figura del niño, que sonríe impasible. A continuación levanta la cortina de la ventanilla y tras ella nos saludan los colegiales, nuevamente armados con sus instrumentos de guerra.

Están cubiertos de sal, dice el Oso. Su mano sostiene suavemente el látigo. No es más que polvo. No tendrían que haber recurrido a la sal, dice el Mono. No fuimos nosotros, aseguramos. Alguien nos la echó por encima, dijimos. Y a ustedes no les importó, porque les salvó de los mosquitos, dice la Bruja. Los mosquitos eran muy molestos. Y no teníamos jabón. Ahora tendrán que bajar de la nube, dice el viejo músico. Los niños hacen sonar sus instrumentos con un entusiasmo desconocido. Nosotros sólo queríamos bailar. La mujer de la mirada sonriente nos mira con compasión, pero sus ojos se alejan, se vuelven negros. Se aleja también el joven de torso desnudo. Y la voz del viejo músico se apaga. La mujer de tacones afilados se hace pequeña, más pequeña que la niña. A los matachines, el mago los mete en un sombrero. Y la niña agarra un bastón para dirigir la banda. Al ritmo de un son militar, giran en torno a nosotros. No conseguimos responder a sus sonrisas, nos gustaría hacerlo, nos gustaría tocar con ellos. ¿Por qué nos negamos la música?

La locomotora ruge, el humo nos envuelve. El tren se ha puesto en marcha, y nosotros no vamos en él. Los niños agitan sus pañuelos rojos, asomando por las ventanillas del último vagón. El sonido de sus instrumentos se ha vuelto inaudible.  El tren se aleja.

Otra vez nos han dejado solos.

Y cuando el humo de la locomotora se disuelve, vemos entre las vías, la foto perdida de un poeta de antaño.

Y del otro lado, nuestros rostros.

Nos miramos, perplejos.

Es como si se hubieran independizado de nuestros cuerpos.

Y descubro con espanto, que preferiríamos no despertar.

José A. Sánchez

Bogotá, 19-20 de marzo de 2016

Después de haber presenciado la representación escénica de Los Incontados, en la casa de Mapa Teatro, los días 15, 17 y 19 de marzo de 2016, en compañía de Suely Rolnik.

Para Heidi y Rolf Abderhalden, para Ximena, Jose Ignacio, Agnes, Andrés, Santiago, Danilo, Jeihhco, Julián, Santiago, Sofía, Sebastián, Lesly, Mariana, Darío, Melanie, Juan Ernesto, Sandra, Jef, Alex, Vladimir, José y Alirio.

Ver más información sobre Los incontados en la web de Mapa Teatro

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