El arte nos invita a la contemplación reflexiva, pero no con el fin de producir nuevamente arte, sino para conocer científicamente lo que es el arte. Hegel (1835: 17)
¿Cómo hacer espectáculo cuando andamos saciados de la política-espectáculo, de la publicidad-espectáculo, de la cultura-espectáculo, de la espectacularización de la vida con la consiguiente desilusión y desesperación que supone la no-ficción y la realidad político-socialeconómico- militar que impera en el planeta? Carlos Marquerie (2004b: 137)
Es posible que nunca se haya hablado tanto del arte como en nuestros días, sin embargo –o quizá por ello– entender cuál es el espacio y la función del arte en la cultura moderna no es tarea fácil, en primer lugar porque la propia evolución de los lenguajes artísticos en la contemporaneidad no ha dejado de luchar –tratando de resistir– contra esta posibilidad de definición, de encasillamiento dentro de unos parámetros predeterminados, ya sea de índole genérica o institucional. El proceso de la Modernidad estética llega con el Simbolismo y las vanguardias a un cuestionamiento radical del hecho de la representación; pero es en la segunda mitad del siglo XX cuando se da un paso más allá para problematizar el mismo hecho artístico, la posibilidad del arte en la sociedad actual. ¿Qué es el arte?, ¿para qué sirve? y ¿cuáles son sus límites? son algunas cuestiones que le asaltan a quien acude hoy a una exposición de arte contemporáneo. Podríamos comenzar pensando el arte como un ejercicio de resistencias: resistencia, en primer lugar, a sí mismo, a su determinación genérica, a su consideración oficial, cultural o institucional (aunque ya a nadie se le escapa que este comportamiento ha sido asimilado por la propia institución, lo que no impide que siga funcionando como motor de renovación); resistencia, en última instancia, al propio conocimiento del arte, al que nos invita –siguiendo a Hegel– la contemplación de la misma obra, para adentrarnos en el abismo de un misterio del que solo parece oírse la voz de un vacío, la negación de una respuesta. Ahora bien, para que la obra no quede reducida a un mero gesto formal de negación, perfectamente previsto por la dinámica institucional, es necesario que esta fuerza de resistencia se proyecte más allá del ámbito artístico; con lo cual, la pregunta inicial se traduciría en otra no menos compleja: resistir… ¿contra qué? Un movimiento se convierte en una fuerza de resistencia en la medida en que se opone a una tendencia contraria; solo se puede resistir frente a un sistema que ejerza algún tipo de poder, ya sea un poder social, económico, moral o semiótico, aunque es difícil desligar unos de otros; y un poder se practica desde alguna mayoría, no necesariamente en el sentido cuantitativo, sino sobre todo cualitativo. Aunque haya quien pueda pensar que también se resiste contra las minorías; a las minorías no se las resiste, sino que se las tolera. Resistir sería, por tanto, oponerse a alguna forma de mayoría. En otras épocas, cuando el poder tenía nombres y apellidos fáciles de leer, resultaba más sencillo resolver esta ecuación: ¿dónde se encuentran las mayorías y las minorías?, ¿cuáles son los sistemas de poder y los modos de resistencia?; pero en los tiempos que corren incluso ser minoría dentro de las grandes mayorías dominantes se ha convertido en un privilegio que exige un raro talento artístico, sobre todo por la rapidez con que una minoría pasa a ser mayoría desde una u otra perspectiva, es decir, a ejercer algún tipo de poder.
Determinar hoy cuáles son los modos más eficaces de resistencia del arte frente a los mecanismos hegemónicos que regulan los sistemas estéticos y sociales no es una tarea fácil. Este sería el reto del arte en la sociedad actual –y posiblemente también en cualquier otro tiempo–, llegar a convertirse en una suerte de minoría (cualitativa); llegar a ser una fuerza de resistencia contra modelos dominantes, no solo en el plano estético, en cuanto a la concepción artística, sino sobre todo frente a los modos de comprender la realidad y entender la historia, frente a las formas de conocimiento y de relación del sujeto con el mundo, reaccionando a sus sistemas de representación, y por tanto de jerarquización, que legitiman y sostienen las estrategias de poder. Llevando este planteamiento al campo de las ideas no estamos lejos de la práctica filosófica expuesta por Gilles Deleuze –una de las guías de este ensayo–, devenir minoritario dentro de las mayorías, llegar a ser no-poder dentro de los sistemas de poder, etnia dentro de las razas, dialecto dentro del lenguaje, femenino dentro de lo masculino, no-historia dentro de la historia, no-representación dentro de la representación; y todo ello no para consolidar una nueva minoría, etnia o dialecto, pues esto sería el punto de partida para otro sistema de jerarquización, sino para estar en constante movimiento (de oposición), atravesando los modelos establecidos, en un continuo ejercicio de metamorfosis y transformación, llegando a ser siempre otro, devenir diferencia, fuerza de resistencia contra toda síntesis unitaria o idea de totalidad, contra todo sistema de producción de sentido con pretensiones de verdad universal que reduzca la obra, y con ella la realidad y la historia, a una lectura única; no ser «A» ni «B», sino «A» queriendo ser «B», en un movimiento incesante, como una línea de fuga que solo se justifica en el proceso de su funcionamiento y que por efecto de su mismo movimiento hará visible tanto «A» como «B». De esta suerte, en el siglo XX cada arte ha tratado de ser otro, la poesía quiere hacerse realidad escénica y el teatro espacio para la música; la palabra ser sonido y el sonido grafía; la danza sueña con ser drama y el drama con devenir narrativa; la pintura se pone en escena por medio de las instalaciones y el cine quiere ser pintura en movimiento, en ese eterno retorno del llegar a ser sin serlo nunca, en los «límites de la diferencia », como dice Monegal (1998) refiriéndose las vanguardias. En otro orden de cosas, más allá de las diferencias de género, es el propio arte el que trata desesperadamente de ser realidad, mientras que la realidad se disfraza de ilusión. Esta es la última utopía del arte, su último nolugar y su primera fuerza de resistencia, el avanzar hacia un espacio liminal, hacia los límites en los que toda construcción se revela como una forma de destrucción que ilumina lo otro de la realidad, y en primer lugar de la propia realidad del arte. Es así como el arte recupera una dimensión política –tan discutida desde que Kant decretase la autonomía de la obra artística, enarbolada por la Modernidad estética–, pero sin ser en sí mismo un hecho político, sino esencialmente poético. Esta sería la lección final que se deduce del tantas veces citado fracaso de las vanguardias; sin embargo, cuando se mira el mundo alrededor, el mundo de la publicidad y las sofisticadas decoraciones (puestas en escena) que proliferan por doquier, más bien habría que pensar en el éxito abrumador de aquellas estéticas que irrumpieron en las primeras décadas de siglo.
El arte es un lugar de no realidad, y en este sentido esencialmente no político, desde el cual se reflexiona, en el mejor de los casos, sobre el funcionamiento de la realidad, es decir, sobre el espacio de la política. Este libro está centrado en el análisis de una serie de estrategias de representación muy específicas, como las desarrolladas por la narrativa de Juan Goytisolo y la dramaturgia de Miguel Romero Esteo, las poéticas del teatro posdramático de Carlos Marquerie, Sara Molina o Rodrigo García, el cine musical y de danza de Carlos Saura o la estética del director cinematográfico y artista plástico Peter Greenaway. Sin embargo, estas páginas no están escritas pensando únicamente en estos nombres; son numerosos los creadores que irán apareciendo como puntos de referencia necesarios para entender esta aproximación desde un enfoque histórico amplio, por ejemplo, Stephane Mallarmé, James Joyce, Gertrude Stein, Franz Kafka, Tadeusz Kantor, Peter Brook, Robert Wilson, Jean-Luc Godard o Lars von Trier. El objeto de este estudio no está reducido a unos autores concretos, sino que apunta al horizonte mediático en el que se han movido las artes en la cultura moderna, tratando de iluminar cada uno de los medios a partir de su especificidad material, desde la palabra escrita y dicha hasta la imagen digitalizada; reconsiderando las poéticas narrativas desde el punto de vista de la escena (de su construcción), del texto en relación con la acción, y la escena con respecto al cuerpo (también el cuerpo de la escritura) y la palabra, de la palabra y la creación poética a partir de su sonoridad, del cine con respecto a lo teatral y lo plástico. No se trata de un diálogo intertextual, que discutiría los préstamos textuales entre unas y otras obras, concebidas como productos acabados, sino de un diálogo intermediático, a través del cual unas prácticas artísticas y modos de funcionamiento se acercan a los procedimientos característicos de otras, poniendo de manifiesto el rendimiento de ciertas estrategias estéticas que surgen en el horizonte común de un período. Deleuze sostiene que dos disciplinas entran en diálogo, no cuando una reflexiona sobre la otra, sino cuando descubren en sus horizontes problemas paralelos que cada una debe resolver con sus propios medios. Aplicando esto al campo artístico, podemos afirmar que un género se relaciona con otro cuando se plantean búsquedas comunes, pero cada cual a partir de sus materiales e instrumentos específicos. De este modo, se llega a una imagen de las artes como un continuo: «No hay ningún arte que no tenga su continuación o su origen en otras artes», afirma Deleuze (1986: 26). La inclusión de medios tan diversos en un mismo estudio responde a un decidido objetivo de revisión de los lenguajes y sus modos de funcionamiento desde una mirada mediática eficaz para discutir prácticas distintas en un paisaje estético –esto es: cultural y político– común. Este volumen1, en consecuencia, irá adoptando tonalidades diversas a medida que vaya cambiando el paisaje mediático de fondo. Evidentemente, no es lo mismo la cualidad erótica de la escritura de Juan Goytisolo que la de la imagen televisiva o el arte del vídeo, ni los rituales y juegos dramáticos de Romero Esteo que las representaciones cinematográficas de Saura o Greenaway; sin embargo, todas ellas pueden entenderse como respuestas complejas a un horizonte estético definido por una misma sociedad de los medios de comunicación de masas y la cultura del espectáculo.
En el centro de este volumen se incluye un capítulo de transición, pero no por ello menos importante. En él se desvela una de las claves de la constelación de ideas estéticas desarrolladas a lo largo de estas páginas: la profunda relación entre la revolución del lenguaje poético y artístico del siglo XX y las nuevas formas de escritura escénica del teatro posdramático. Tras estos enfoques teóricos y prácticas artísticas late una significativa vocación teatral en tanto que performativa, escénica y sensorial, tesis anticipada en el Acto I de este estudio y plenamente desarrollada en el II. Esto nos había de conducir inevitablemente a revisar, aunque sea de forma tangencial, las posiciones del teatro actual. Estos planteamientos escénicos están en la base de la revolución poética del siglo XX, concebida desde un enfoque amplio que se proyecta a su vez a otras artes. Es por esto que Castin (1998), en su estudio sobre la poesía contemporánea, ilumina esta relación entre el sentido y lo sensible, entre la abstracción y lo material y físico, en última instancia, performativo: «La parole figure donc clairement, dans cette perspective, comme un corps réel, retrouvant par là toutes ses qualités performatives» (9). Si bien esta importancia de lo sensible se hace evidente cuando se revisa la trayectoria de la poesía desde el Simbolismo, lo que parece haber quedado en la sombra es la estrecha vinculación de todo ello con los nuevos caminos trazados por el teatro a lo largo de la anterior centuria. Así, cuando el autor de este ensayo continúa insistiendo en la materialidad del verbo poético, diciendo que «Plus que tout autre genre littéraire, la poésie semble s’ancrer dans la corporéité sensible d’une voix» (16), está olvidando el género dramático y la realidad escénica, el único modo de llegar a conferir realmente a la palabra otra materialidad que no sea la del trazo escrito. Este olvido de la escena teatral, frecuente tanto en los estudios de estética como en las historias de los medios, es el que me ha llevado a situar en el corazón de este recorrido, y tras los capítulos iniciales dedicados a la narrativa, la creación dramática y los medios de la palabra poética, un breve interludio donde se esbozan los comportamientos de la escena teatral, espacio por definición de la representación. Este interludio hace de transición hacia el capítulo final, dedicado al cine, previo a las conclusiones, donde se aborda el medio por antonomasia de la cultura de hoy, la televisión. Este libro, por tanto, describe un movimiento de subida y otro de bajada. El primer movimiento asciende desde la palabra escrita –la palabra narrativa y poética de Juan Goytisolo– y la palabra dicha (escénica) hasta la materialidad sonora del verbo poético, el susurro del lenguaje al que aspira el género dramático –llevado por Romero Esteo a sus cotas más altas de originalidad poética– y que a modo de utopía creadora guía también gran parte de la escritura poética del siglo XX; el segundo movimiento desciende por la vertiente de la imagen desde ese otero que es la escena inmediata, real y física del teatro posdramático, desde Kantor a Wilson y Foreman, sin olvidar la producción española de las últimas décadas, que podemos denominar bajo el marbete de teatro de la experiencia, del cuerpo y el pensamiento, hasta llegar al teatro electrónico de nuestra era, los medios de la transparencia: la televisión y el vídeo, pasando por los artificios de la imagen desplegados en el cine musical de Saura o en la teatralidad plástica y performativa de Greenaway.
En el medio queda, por tanto, esa constelación de ideas de inconfundible ascendencia escénica, como la dimensión erótica, procesual e inmediata de la comunicación artística, propuestas como líneas paradigmáticas de la Modernidad, en torno a las cuales giran estos diálogos intermediáticos. Desde este enfoque, resistir en la era de los medios implica, en primer lugar, un alto nivel de consciencia sobre la inevitable medialidad –de alguna manera, siempre espacial– de cada uno de los lenguajes artísticos. Es entonces cuando la palabra teatral, una palabra hecha carne que no existe más que en el instante efímero de su enunciación, se convierte en la palabra poética por excelencia de la Modernidad, una palabra imposible por su deseo inalcanzable de perdurar en lo fugaz, de ser presencia más allá de la representación. Aunque situadas en campos artísticos tan distantes, estas poéticas, al igual que la filosofía de Deleuze y otros pensadores coetáneos que nos acompañarán a lo largo de esta travesía, como Theodor W. Adorno, Maurice Blanchot, Roland Barthes, Umberto Eco, Michel Foucault, Jacques Derrida, Jean-Fraçois Lyotard o Jean Baudrillard, surgen como reacción a un contexto determinado de la historia contemporánea que es la segunda mitad del siglo XX. Este período conoce algunas de sus manifestaciones fundacionales entre los años sesenta y setenta, aunque siempre hubo quien supo adelantarse para mirar su presente con ojos de futuro, como Friedrich Nietzsche o Walter Benjamin. Con los años sesenta se inicia un período de enorme efervescencia cultural y artística, atravesado por múltiples corrientes teóricas, así desde el Posestructuralismo a las últimas teóricas críticas (Günther 1969; Descombes 1979; Frank 1984; Bolívar Botía 1985; Dosse 1992a, 1992b; Jay 1993), la mayoría de ellas desarrolladas en estrecho diálogo con este nuevo paisaje puesto al descubierto por la historia y teoría de los medios, un campo de trabajo impulsado igualmente en los últimos decenios (Kloock y Spar 1997; Schöttker 1999). En estos lustros se recuperan posiciones estéticas y actitudes críticas que hunden sus raíces en el Simbolismo y las vanguardias históricas; de ahí que con frecuencia la historiografía haya explicado este período como un reflejo de las vanguardias históricas que lo precedieron, una suerte de Neovanguardia o Transvanguardia, o simplemente el final de la Vanguardia como un período abierto a finales del siglo XIX (Aullón de Haro 1998), un último sarampión tras el cual se iniciaría una nueva recuperación de los realismos y un sistema de relaciones más ortodoxas entre texto e imagen, palabra y escena, sujeto y realidad, una nueva danza tras la última contradanza de la Modernidad, utilizando la imagen de Thiebaut (1996). Desde esta perspectiva histórica, este libro quiere ser una contribución a una necesaria revisión de este modelo historiográfico, que aplicado a la segunda mitad del siglo XX apenas consigue dar cuenta de su compleja especificidad; en otras palabras, no es posible reducir las corrientes artísticas más novedosas de las últimas décadas bajo una alusión a una difusa vanguardia precedida de algún prefijo que permita su reutilización una vez más. Si bien es cierto que en los años ochenta reciben un nuevo impulso las poéticas de ascendencia realista, esto no niega que en los sesenta y setenta tengan lugar, no ya los últimos coletazos de las vanguardias o su difusión comercial y más superficial, como ha sido la lectura dominante desde el difundido estudio de Bürger (1974) –ensayo que por la fecha de su redacción no podía conocer lo que había de venir después–, sino la asimilación definitiva de los presupuestos estéticos y posiciones teóricas que habían ido fraguándose a lo largo de la Modernidad y que conocieron su irrupción definitiva con las vanguardias, preparada en algunos aspectos desde el Romanticismo. Tratar de entender lo característico de la producción artística y cultural de la segunda mitad del siglo XX obliga a un desplazamiento de la perspectiva teórica, que va a hacer que incluso hablar de «realismo» tenga cada vez menos sentido, no porque deje de tener importancia el realismo como opción estética, sino porque el enfoque teórico que sostiene dicho concepto ya no es eficaz para dar cuenta de la nueva realidad cultural. Asistimos a un cambio de paradigmas culturales que ya no permite referirse a una determinada poética o estilo creativo como eje de ordenación his- toriográfico. Será necesario entonces llevar a cabo un desplazamiento de las perspectivas de análisis en busca de nuevos acercamientos que pongan de manifiesto la diferencia propia de las prácticas artísticas de las últimas décadas, en lugar de tratar de reducirlas a esquemas históricos y teóricos construidos para períodos pretéritos. A partir de los años sesenta se puede hablar de un punto de no retorno en la historia cultural de Occidente. En el ensayo Después del fin del arte, Danton (1997) sitúa en esta década este desplazamiento fundamental de las perspectivas de estudio y creación que inaugura un nuevo período. Asistimos al final de un esquema historiográfico que concluye con las vanguardias y que pudo todavía ser ordenado en función del paradigma mimético. La evolución en los modos de imitar la realidad y el grado de verosimilitud o deformación de esta permitió concebir la historia cultural como una sucesión teleológica de movimientos artísticos. En los años sesenta se abre un nuevo marco historiográfico que parece avanzar bajo el emblema del «todo es posible» o «cualquier realidad puede ser convertida en objeto de arte», lo cual no quiere decir que todo sea lo mismo. «La década de los sesenta fue una época en la que debió de parecer que la historia había perdido su rumbo, porque no había parecido nada semejante a una dirección discernible», afirma Danton (35); así ha seguido siendo básicamente desde entonces. Los recorridos que describen las obras de Juan Goytisolo, Miguel Romero Esteo o Peter Greenaway, aceptando la disparidad entre unos y otros, no pueden entenderse únicamente desde su pasado artístico, como negación de un movimiento precedente o estadio anterior, sino que exigen su reconsideración desde un presente que se prolonga a lo largo de casi cuatro décadas. Lejos de agotarse en un mero gesto de ruptura, la escritura de estos autores se precipita en un original viaje errático sin vuelta en el laberíntico entramado del zoco de la historia, callejones de tiempos y espacios, ficciones y realidades, resultado de ese momento de implosión que proyectó el armazón estructuralista por encima de sus planteamientos primeros, allá por los años cincuenta, para inaugurar los nuevos horizontes que el pensamiento y el arte iban a conocer en los últimos decenios. Esto explica que desde entonces resulten redundantes etiquetas como «arte de vanguardia» o «arte experimental», y categorías como «lo nuevo», «lo original» o «lo auténtico», pues estas son posiciones que han quedado asimiladas por el propio concepto de «arte», que actualmente no puede entenderse sino como búsqueda, experimen- tación y afán de ruptura, en primer lugar de la propia idea de arte. Este ensayo se suma, por tanto, no solo a otras aportaciones que ya han llamado la atención sobre la importancia de las líneas de renovación vigentes más allá de los años sesenta, también en España, como la denominada Neovanguardia (García Gabaldón y Valcárcel 1998), sino también a otros estudios que recientemente han planteado la necesidad de discutir las relaciones entre las posturas más renovadoras de la segunda mitad del siglo XX y las vanguardias históricas, dos períodos que sin dejar de compartir ciertas posiciones, responden a dinámicas diversas. En esta línea Foster (1996: 1-34) se pregunta en el capítulo inicial de su ensayo sobre los últimos cincuenta años «¿Who’s afraid of the Neo-avant-garde?», lo que apunta la necesidad de repensar un período –«¿Modernidad/Vanguardia/Posmodernidad?» (Cornago 2003: 40- 46)– que por su proximidad cronológica y por la transformación de ciertos paradigmas teóricos dominantes parece escapar a las etiquetas más socorridas. A diferencia de lo que ocurrió durante las vanguardias históricas, articuladas por una organización generacional y estilística en muchos casos explícita y fácil de seguir, la implosión de los discursos y corrientes a partir de los años sesenta obliga a pensar el panorama artístico como una pluralidad de poéticas en las que cada creador describe una trayectoria personal a partir de una amplia diversidad de opciones difícilmente reducibles a unas pocas tendencias. Si bien es posible analizar la relación de estas con la situación del primer tercio de siglo, asistimos ahora a un período que responde a otras dinámicas, en las que ya no resulta obvio la agrupación dentro de unos cuantos movimientos en torno a algún manifiesto o declaración de principios, como fue el caso durante las vanguardias. Estos autores miran ya con distancia –que no con indiferencia– las vanguardias como parte de un contexto histórico distinto, en el que todavía se creía en la perfección de un determinado lenguaje que debía abanderar, con un sentido teleológico y hasta mesiánico, una utopía de la transformación de los modos de entender la realidad y situarse frente a ella. Hasta los años sesenta y setenta, cuando todavía se hablaba en Europa de utopías sociales, fue posible crear ciertos marbetes que recuerdan a aquellos de las vanguardias, con los que se trató de agrupar a los creadores más experimentales de entonces, pero posteriormente estos autores han seguido evolucionando con una innovadora carga creativa, cuyo desarrollo a lo largo de varias décadas no puede ser reducido en los estrechos límites de una efímera y, a juzgar por algunas historias, casi anecdótica Neovanguardia. La fuerte personalidad artística y profunda originalidad de los casos estudiados a lo largo de este ensayo los ha situado al margen de las etiquetas empleadas por la historiografía para dar cuenta de la producción mayoritaria durante los años ochenta y noventa. Al menos en este sentido, el efecto de resistencia y devenir minoritario de estas poéticas ha surtido efecto.
El hecho de la comunicación artística y su proyección social ha de ser revisado desde este nuevo contexto cultural; lo que durante las primeras décadas de siglo era novedoso y excepcional, como el fenómeno de las masas o los grandes medios de comunicación, con su probada capacidad de manipulación y asimilación de los discursos más transgresores, ha pasado a ser la pantalla de fondo, el nuevo paisaje en el que hay que pensar el arte contemporáneo, la era de los medios. Estos han tenido un protagonismo creciente en la contemporaneidad, desde la difusión del libro y el periódico hasta la radio y el cine, pero ha sido a partir de los sesenta, con la difusión de la televisión y las tecnologías de la imagen, cuando el primer lenguaje electrónico propiamente dicho, hecho posible por el tubo de rayos catódicos, deja sentir todo su peso para imponerse como paradigma de comportamientos culturales y estéticos.
Es por esto que el último capítulo de este libro, a modo de recordatorio y giro conclusivo, está dedicado a la televisión y el vídeo, los medios de la transparencia, posteriormente impulsados en alas de la tecnología digital, pantalla de fondo y detonante de esta suerte de redistribución de unos lenguajes y prácticas artísticas que venían de atrás frente a otras de nuevo cuño. El auge de los grandes medios ha multiplicado el fenómeno de la representación, una especie de irónica democratización del derecho a mirar y ser mirado, a ocupar un escenario y desplegar nuestra pequeña representación, quedar inmortalizados en esos minutos de gloria a los que se refería Andy Warhol, satisfaciendo la pulsión escópica que caracteriza el mundo moderno. El principio empirista de Berkeley, como nos recuerda Bordieu (1996: 11) en su análisis de la televisión, adquiere una inquietante actualidad: ser para ser percibido. En este sentido, otro histórico de la escena, especialista en teatralidades sociales, como el director de teatro catalán Albert Boadella (2000: 29) afirma que esta sociedad «ha encontrado su gran caldo de cultivo en la excitación exhibicionista de las masas, aumentada hasta lo demencial a través de la explosión mediática», poniendo al día el análisis que en los años sesenta hiciera Guy Débord (1967) de la sociedad del espectáculo. Los medios que integran una cultura comparten un espacio común que los hace estar en permanente interrelación, de modo que si uno se desplaza el movimiento afecta a los demás; de la misma manera, si alguno desaparece o surge uno nuevo, los otros se ven obligados a resituarse. El paisaje mediático se asemeja a un sistema de relaciones entre elementos que están en movimiento. Puede servir la metáfora de una orquesta sinfónica en la que cada instrumento es un medio; el sonido de uno afecta a los demás, y si se añade un instrumento nuevo, se modifica la configuración global.
Dentro de este conjunto orgánico es preciso acordar con Lotman (2000: 209) que «Solo en el plano de la simplificación investigativa podemos figurarnos una historia aislada de la literatura, de la pintura o de cualquier otra especie de semiótica». En épocas tan complejas desde un punto de vista mediático como la contemporánea, es importante no perder de vista este estado de cosas en el que resuenan unos y otros lenguajes. La pantalla de fondo de esta culturaespectáculo resulta imprescindible para seguir pensando los caminos del arte en la sociedad moderna. Esto es lo que nos recuerda Carlos Marquerie al comienzo de estas líneas, ofreciendo una réplica casual dos siglos después al postulado de Hegel acerca del imperativo de pensar el arte al que remite la propia obra. Incluso para poéticas aparentemente ajenas a las modernas tecnologías, no es lo mismo escribir poesía, novela o drama antes que después de la llegada del cine y, más aún, después de que el aparato de televisión pasara a formar parte del paisaje cotidiano y hasta íntimo de cada hogar; tampoco es lo mismo hacer literatura, cine o teatro antes que después de la revolución informática y las comunicaciones por ordenador. La manera de acercarnos a la realidad y de situarnos frente a ella depende de los medios hegemónicos que configuran las formas mayoritarias de percepción y conocimiento; la idea de lo real –que es siempre una representación de– implica una jerarquía y por ende un sistema de poder. Por este motivo afirma Turner (1994: 6) en su introducción al ensayo de Buci-Glucksmann sobre las estéticas de la Modernidad, «historically, transformations in the regime of representation have been associated with revolutions in the nature of power». Los espacios sociales de la realidad y la ilusión, de la verdad y la ficción, de los sueños y realidades, no han sido constantes a lo largo de la historia. Cada cultura negocia estas economías de la realidad en función de unos intereses, fobias y atracciones, teniendo en cuenta los medios de que dispone. A partir de una determinada concepción de lo real, se despliegan las estrategias para producir de manera eficaz –creíble– la ilusión de esa realidad. Frente a una economía de lo real se construyen unos regímenes de lo ilusorio, que deben satisfacer las necesidades de los sistemas políticos en los que se insertan.
Así ha ido cambiando lo que en cada momento se considera realidad e ilusión; se modifican las relaciones entre una y otra, y los modos de recrearlas. A diferencia de otros períodos en los que la delimitación de estos espacios era más estable, la revolución mediática ha impreso un fuerte dinamismo en este juego de relaciones. La creciente perfección técnica para (re)producir la realidad y el acceso inmediato a ella por parte de la mayoría de la población en el llamado primer mundo ha favorecido el espacio de lo aparentemente real frente al campo de las ficciones explícitas, que ha visto decrecer enormemente sus posibilidades. Entre una ficción presentada como fábula, invención o engaño, y una ilusión de realidad, tan verosímil que casi parece real –más real que la realidad, diría Baudrillard–, la balanza de la Modernidad se ha inclinado definitivamente hacia este segundo polo, hacia la producción mediática de realidades. La omnipresente mirada de la cámara y su inmediata difusión a través de la televisión y, de forma aún más eficaz, por medio de Internet, convierte en espectáculo todo lo que toca. Una desatada pulsión escópica, necesidad casi pornográfica de mirar, de verlo todo de más cerca, es satisfecha por las tecnologías de la imagen, que crean unas realidades al precio de hacer invisibles otras. La realidad se transforma en espectáculo bajo el signo de la hiperrealidad, y más allá de la gramática dominante de los nuevos medios, de lo espectacular y lo extraordinario, de lo trágico y sensacional, quedan otras realidades menos visibles, más dudosas, casi irreales, o como explica Bourdieu (1996: 21): «La television devient l’arbitre de l’accès à l’existence sociale et politique». El arte, como reflejo al fin y al cabo de esta realidad, trata de salvarse –por más que a menudo intente negarlo– de la quema de sentidos, ideologías y representaciones, apelando a su condición de presencia inmediata y activa, en tanto que mecanismo que describe un movimiento, es decir, acentuando su dimensión performativa. En contraste con el paradigma mimético al que se refiere Danton (1997), el paradigma del realismo ilusionista, que responde a una aproximación teórica fundamentalmente semiótica, se alza el paradigma performativo como una de las dimensio- nes definitorias del arte occidental a partir de los años sesenta (Carlson 1996; Fischer-Lichte y Kolesch 1998; Fischer-Lichte y Wulf 2001; Cornago 2003: 21-28).
Esta estética de lo performativo se erige como pieza clave en el devenir minoritario del arte, proponiéndose como estrategia de oposición a sistemas culturales que avanzan en otras direcciones. Mientras los medios de masas apuestan por la rentabilización económica de esas ilusiones capaces de funcionar como realidades, las direcciones artísticas más comprometidas con otros modelos sociales se ven obligadas a ostentar su realidad última e irreducible, sus materiales de construcción y formas de funcionamiento, como vía última de denuncia de este complejo mecanismo mediático de sustitución y creación de realidades. En el mercado de los medios, con una realidad cotizando a la baja, es el arte quien va a asumir, en tanto que ejercicio de resistencia, una actitud de protesta, oponiendo a los grandes medios su propio funcionamiento artístico, mostrando las potencias de lo falso, los artificios de las imágenes, la perversión de los simulacros. El escenario del arte, espacio por definición del juego, el engaño y la ilusión, se desnuda para mostrar a una sociedad cada vez más virtual, más descorporeizada –cuerpo invisible de la imagen mediática–, el propio cuerpo del arte y la palabra autoinmolado en un acto de impúdico exhibicionismo. Es así como el arte vuelve a sacar a la luz lo más esencial de su comportamiento, su ser como artificio, lo que va a teñir de barroquismo toda la Modernidad (Buci- Glucksmann 1984; Calabrese 1987; Scarpetta 1988; Buci-Glucksmann y Jarauta 1993; Echevarría 1998); un barroquismo formal que no deja de ir acompañado de un imaginario igualmente barroco en torno a las ruinas de esta Modernidad fragmentaria, reformulada por Benjamin en un modelo teórico en el que se adivina el horizonte mediático porvenir y el creciente protagonismo de la mirada (Buck-Morss 1989; Bolz y Van Reijen 1993). Paradójicamente, ante la creciente espectacularización de lo real –la sociedad convertida en un teatro a perpetuidad (reality show)–, se buscan realidades en lo que antes fuera el reino de la ficción y la representación, el campo de los artificios y las artes. El gusto por lo real no se ha traducido únicamente en la potenciación de ese deseo de mirar, que ha convertido la televisión en una morbosa maquinaria de espectacularización de una realidad cada vez más ilusoria, sino que también ha dejado una honda huella en las prácticas artísticas, dominadas por ese «return of the real» al que se refiere Foster (1996). Esta sed de realidad explica fenómenos como el éxito del géne- ro documental y su demanda en la pequeña pantalla, lo que hubiera sido difícil de creer hace tan solo unas décadas2. El arte se erige en una suerte de quirófano de la realidad u «operating theater», como lo denomina el falsificador de cuadros de Vermeer en la película de Greenaway Z.O.O.; la práctica artística como un modo de experimentar con la realidad, «campo de maniobras», según Juan Goytisolo, que actúa sobre la única realidad que le queda al arte, la de sus propios materiales y la pragmática de su comunicación en el aquí y ahora de su realización. De esta suerte, se interroga este último al final de La saga de los Marx, donde se discute desde los supuestos de la propia práctica narrativa los distintos modos de representar realidades: «en una sociedad uniformada por el imperio de la imagen, qué valor literario y moral tendría poner la pluma al servicio de ésta y trazar relatos históricos como esas escenas reconstituidas en estudio de acontecimientos y crímenes sórdidos?» (200), para terminar preguntándose:
¿[…] en vez de resignarse a aceptar la escena como sierva de la tecnología, por qué no introducir los estereotipos y mediatizaciones de aquella en el ámbito de la novela, invirtiendo los papeles y subordinando las cotidianas irrupciones televisivas y sus mensajes subliminales a las reglas del campo de maniobras abierto por Cervantes? (200) 3.
El arte se rebela contra su condición de producto artístico acabado y listo para su consumo, al tiempo que se construye como acción y proceso, cuerpo y seducción. Las realidades del arte y la ilusión, del juego y la ceremonia, se hacen visibles en un acto radical de denuncia de los juegos e ilusiones de la realidad, de sus ritos y protocolos, adoptados como modelos de creación en las nuevas estrategias de representación. A pesar de la diversidad de los autores y fenómenos estéticos tratados a lo largo de estas páginas, todos ellos pueden considerarse como respuestas tan coherentes como originales a esta situación mediática, gobernada por una creciente producción de imágenes y representaciones. Se trata de creadores que se vieron en la necesidad de volver a pensar sus prácticas artísticas desde unos parámetros distintos para que estas pudieran seguir teniendo algún sentido como ejercicio de resistencia. Sus obras responden a una serie de interrogantes que hay que tener en cuenta para que el arte siga siendo algo más que un producto de consumo, el feliz cumplimiento de esa crítica social previamente pactada con las instituciones culturales y convenciones artísticas, o un mero motivo decorativo, deleite para los sentidos y el intelecto, un combinado de belleza e ingenio. ¿Qué espacio le queda al arte –pregunta que estos autores parecen compartir con Goytisolo– para seguir contando historias, creando imágenes o levantando representaciones en una sociedad saturada de historias, imágenes y representaciones? ¿Cómo puede una obra seguir ejerciendo alguna fuerza de oposición cuando el lenguaje que ha de utilizar es objeto de uso y abuso con la eficacia que solo tienen las nuevas tecnologías? Pensar el arte actualmente supone plantearse estas cuestiones, si bien no con el objeto de encontrar una respuesta correcta, sino con la finalidad de problematizar, de resistir, de estar a la contra. Antes que añadir una representación más a la historia de la cultura, de las representaciones y las imágenes, incluso si se trata de una representación crítica, el arte de hoy parece optar por hacer una representación menos, restar una representación –como diría Deleuze– a la historia de las representaciones, de los sistemas de poder; construir el espacio de un vacío, una práctica de desestabilización para desde ahí seguir resistiendo, seguir oponiéndose a cualquier forma de lenguaje mayoritario, sistema estable o modo de representación consolidado. De igual manera insiste Foucault (1966b: 68) en que «La relación moderna de la literatura es de acabamiento, lugar de un asesinato, de una destrucción», lo que puede hacerse extensible al resto de las manifestaciones artísticas como prácticas de aniquilación y despojamiento: crear la conciencia de un vacío, de una falta o carencia, pero en tanto que ejercicio de resistencia y afirmación; salir de los sistemas de significación, no para negarlos radicalmente, sino para comprenderlos y cuestionarlos desde ese afuera al que se refiere el autor de Las palabras y las cosas, pensarlos desde una actitud de resistencia, incluso o sobre todo a través del no sentido, de lo trivial, del juego y la simulación, del erotismo, la crueldad o la muerte, siempre hacia los márgenes de lo representable. El énfasis en lo artificioso, el principio del exceso o el recurso a la repetición constituyen otros tantos puntos centrales en la discusión de unas poéticas que emulan a través de estos mecanismos los sistemas sociales dominantes, sus estrategias de poder y modos de representación, igualmente excesivos, artificiosos y reiterativos. Como explica Blanchot (1955: 232): «alrededor del arte hay un pacto establecido con la muerte, con la repetición y el fracaso. El recomienzo, la repetición, la fatalidad del retorno», una idea obsesiva sobre la que ha girado la palabra y el arte del siglo XX. El arte se manifiesta como el lujo de la no realidad, alojado en el corazón de esta, un espacio del afuera desde el que problematizar, desde su mismo centro, la posibilidad del sentido, la construcción de las ideologías y las prácticas de poder. En respuesta a esta necesidad surge en el horizonte epistemológico de la Modernidad una serie de estrategias de raíz estética en torno a esta idea central de performatividad. Esta tesis –hilo conductor del presente estudio– va a dar lugar a una estética de la inmediatez, que busca la frontalidad con el espectador, enfatizar su estar-haciéndose procesual y material, volcarse sobre el momento de la percepción sensorial –características también y no por azar del medio televisivo–, en un giro autorreferencial del arte, pero también de todo el paisaje cultural e histórico de la Modernidad reflexionando sobre sí mismo. A partir de ahí la idea del cuerpo, ya sea el cuerpo físico o el cuerpo de la escritura, el cuerpo de las imágenes y la representación, se alza como el espacio de resistencia por excelencia. A las ideas de texto y representación como algo acabado le van a sustituir las de escritura y actuación como un proceso material o físico en desarrollo. Al igual que la realidad, el arte se va a asimilar al modelo de la máquina, propuesto ya por los constructivistas a comienzos de siglo y desarrollado ahora en nuevas direcciones, un mecanismo que sobre todo y en primer lugar funciona, mecanismo de destrucción y producción al mismo tiempo, práctica que se erige en acontecimiento, como suceso en el aquí y ahora inmediatos de su ser. Frente al plano temporal dominante en el pensamiento occidental, este acercamiento performativo ilumina un plano material y espacial. Hacer visible el espacio, hacer presente el cuerpo y dejar sentir la acción –el movimiento– son objetivos centrales de estas formas de resistencia en una cultura en la que el exceso de representaciones las ha hecho transparentes.
En paralelo a ciertas corrientes del siglo XX, como el pensamiento posestructuralista que inaugura la segunda mitad de la centuria, la crea- ción artística reacciona contra el nivel de abstracción de la cultura occidental; lo sensible alzándose frente a lo inteligible parece ser el grito poético de la Modernidad. Desde este enfoque performativo se trata de recuperar un entendimiento concreto y material del arte, pero también del pensamiento y la historia, una aproximación que permita liberar la realidad en tanto que acontecimiento, liberarla de lecturas previas y sentidos impuestos, al tiempo que se reivindica un acercamiento sensorial y físico tanto al arte como a la realidad. Así denuncia Romero Esteo (1979: 39) el tipo de análisis de que suelen ser objeto los lenguajes teatrales: «Ni tan siquiera se los analiza y estudia en plan general, mucho menos al detalle cuando cada uno con sus resistencias, con sus afinidades, con sus pesos específicos, con sus funcionalidades y disfuncionalidades », reivindicación transpolable al pensamiento de Goytisolo acerca de la literatura o a la posición estética defendida por Greenaway contra un cine que ha querido asimilarse a los procedimientos de la narrativa realista. En todos los casos se afirma la necesidad de potenciar un acercamiento material y procesual al arte como condición imprescindible para crear una poética desde el compromiso con una realidad histórica entendida igualmente de un modo concreto y material, desvestida de las abstracciones con las que los sistemas de significación tratan inevitablemente de disimularla al mismo tiempo que la producen. Siguiendo la Dialéctica negativa, podemos afirmar con Adorno que solo desde la apuesta por la diversidad inmediata y sensorial de lo real se garantiza su supervivencia más allá de todo sistema teórico con pretensiones de verdad o totalidad. El arte se convierte en un corrector de un pensamiento racionalista que por su propia inercia, como denunciará también Romero Esteo, ha conducido a tanto irracionalismo. En esta tesitura, con las utopías desacreditadas, los discursos culturales en alarmante inflación y el análisis de las formas en un creciente grado de abstracción, hay que entender la reconciliación del arte con su especificidad material, y a través de ella con el placer como principio de creación y mecanismo de liberación, una actitud que –si bien puede resultar comparable– ya no pasa por el gesto iconoclasta de las vanguardias y su urgencia revolucionaria. A partir de los años sesenta el discurso teórico da entrada a los principios del deseo, las pulsiones emocionales, el placer o el erotismo, términos marginados en años anteriores en favor de un pensamiento de tendencia más dogmática, explícitamente ideologizada y moralizante, que ha llegado a ser fácilmente manipula- ble por las instituciones y el discurso político oficial. Barthes (1981: 93) recuerda el giro que experimentó su trayectoria intelectual a finales de los años sesenta, movido por una necesidad de sumergirse en la materialidad de los lenguajes: «me décrocher de l’instance idéologique comme signifié, comme risque du retour du signifié, de la théologique, du monologisme, de la loi», citando la obra del propio Bertolt Brecht (en aquel momento nadie más libre de toda sospecha de indiferencia política) como guía y respaldo teórico en este camino iniciático hacia el placer del lenguaje como condición sine qua non para una práctica política del arte. Este planteamiento no supone, por tanto, el alejamiento de la realidad social o del mundo exterior a la obra, sino la resituación del fenómeno artístico en una nueva coyuntura histórica y el replanteamiento de sus estrategias con respecto a los actuales sistemas culturales y mediáticos. El principio de la transgresión o la perversión sistemática de los lenguajes, el artificio, el erotismo, el exceso o la estética de la crueldad preconizada por Artaud, se revelan como algunos de los recursos que diferencian la praxis artística, en su condición de acción revolucionaria en lo que tiene de liberadora, del funcionamiento estabilizador de la mayor parte de los sistemas sociales, como la economía, la moral o la religión. El arte se lanza a la conquista de otra realidad, inmediata, concreta y sensorial, alzando la bandera de la libertad formal, la transgresión de los sistemas y el goce de la imaginación. Son los años sesenta y setenta, la puesta en escena de la cultura y la teatralización de las artes, y teatralizar, como defiende Romero Esteo, significa en primer lugar pervertir los sistemas. En contra de lo que se pudiera pensar a simple vista y del discurso oficial dominante, estos planteamientos han adquirido en las últimas décadas una proyección artística y social que no se había conocido hasta entonces, al menos en cuanto a su difusión y aceptación. Asistimos a un movimiento tácito de renovación que consolida definitivamente las bases del actual panorama estético más allá de las posiciones alcanzadas por las vanguardias históricas; aunque esto tenga como consecuencia el peligro de su siempre rápida asimilación. Este es el contexto histórico y la discusión estética que se despliega en este ensayo como un modo de repensar la producción artística y el pensamiento de unos autores que, desde otros parámetros, han podido ser situados en los márgenes de la historia, inmovilizados bajo su condición de rarezas artísticas, de casos excepcionales. Sin embargo, la propia historia nos está diciendo que devenir minoritario es condición imprescindible, a la vez que reto insalvable, del arte como ejercicio de autocrítica desde una profunda toma de consciencia de sí mismo, de su propia realidad en tanto que medio de comunicación artístico y por ende político; la condición determinante, por tanto, del arte en la era de los medios, su irreducible propiedad mediática.
Notas
- Este libro forma parte del proyecto de investigación «La teatralidad como paradigma de la Modernidad: análisis comparativo de los sistemas estéticos en el siglo XX (desde 1880)», financiado por el programa «Ramón y Cajal» (2001-2006) del Ministerio de Educación y Ciencia. Supone la continuación de trabajos anteriores que vieron la luz en el marco de esta línea de investigación, especialmente de mi último volumen, Pensar la teatralidad. Miguel Romero Esteo y las estéticas de la Modernidad (Madrid, Fundamentos/RESAD, 2003), y de otros ensayos más breves: «La escritura erótica de la Posmodernidad: De la representación a la transgresión performativa en la obra de Juan Goytisolo» (Bulletin of Hispanic Studies, 78, 2001); «Relaciones estructurales entre el cine y el teatro: De la categoría del montaje al acto performativo» (Anales de la Literatura Española Contemporánea, 26. 1, 2001); «Umbrales neoestructuralistas del teatro posdramático: una estética de las presencias» (Gestos, 32, noviembre 2001); «Diálogos de Juan Goytisolo con el Neoestructuralismo: hacia una teoría performativa del texto» (en Rencontre avec/Encuentro con Juan Goytisolo, Montpellier, Centre d´Études et de Recherches Sociocritiques, 2001); «Diálogos a cuatro bandas: teatro, cine, televisión y teatralidad» (en Del teatro al cine y la televisión en la segunda mitad del siglo XX, Madrid, Visor, 2002).
- La televisión francesa, por ejemplo, ha pasado de 400 horas de documentales en 1991 a 2.500 en 2001, lo que ya ha sido denominado como «L’irrésistible ascension du documentaire» (Le Monde, 3.VII.2004, p. 4; Garrel 2004).
- Las ediciones empleadas de las obras de Goytisolo se detallan en la bibliografía final.