Testimonio de un artista

Soy solamente un portavoz del proyecto al que voy a referirme. Uno de sus muchos autores, uno de sus muchos actores. Este proyecto, que forma parte del trabajo que hemos realizado con Heidi Abderhalden desde hace veinte años en Mapa Teatro, vincula a un grupo muy diverso de per­sonas, artistas y no artistas, de distintos ámbitos y disciplinas. Y vincula también a una zona muy significativa de Bogotá, el Barrio Santa Inés-El Cartucho. En este lugar —hoy desaparecido del mapa de la ciudad— Mapa Teatro realizó entre el año 2001 y el año 2005 un proyecto artístico transdisciplinario: el Proyecto C’úndua. Este pro­yecto, que pone de manifiesto las estrechas rela­ciones que pueden tener el arte y la realidad, el teatro y la ciudad, la presentación y la re-presen­tación, tuvo una resonancia singular por sus ca­racterísticas e implicaciones, tanto de orden esté­tico como político, antropológico y sobre todo de orden humano, relacional. De hecho, el Proyecto C’ùndua podría inscribirse en la esfera de lo que actualmente algunos teóricos del arte llaman arte relacional[1].

En 1998 la administración distrital empren­dió un ambicioso plan de renovación urbana en Bogotá. Y para ello tomó decisiones radicales que tuvieron consecuencias importantes sobre la con­figuración urbana y social de la ciudad y, en par­ticular, de la zona centro. En ese momento el ba­rrio Santa Inés, conocido genéricamente como El Cartucho, constituía un lugar estigmatizado, car­gado no solamente de una larga y rica historia ur­bana, sino también de una infinitud de mitologías que nos acompañaron a todos; para mí el barrio Santa Inés, que apenas conocía desde mi lejano barrio del norte, fue motivo de miedos y fantasías en mi infancia: era un sitio específico del miedo —el centro de temor— de la ciudad.

El barrio Santa Inés, hoy un hueco en la me­moria colectiva de nuestra urbis, tiene una larga historia: es uno de los barrios fundacionales de Bogotá. Con la decisión tomada en 1998 de de­molerlo completamente, de hacer tabula rasa para construir en su lugar un parque, un hueco cubier­to de verde, se ha puesto fin a una parte de nuestra historia, de nuestra historia social y urbana que es, en definitiva, una historia de modos de hacer, de prácticas sociales inéditas, de historias de vida irremplazables, de inigualables historias de sobre­vivencia. El fin de la historia de una singularidad local que deviene, al desaparecer, un no-lugar, ho­mogéneo y global.

En El Cartucho, esa calle flotante bajo la cual se conoció todo un barrio, se generó lo que Giorgio Agamben denomina un campo virtual. Agamben entiende por campo virtual aquel espacio físico en el cual el establecimiento legitima un estado de ex­cepción: una porción de territorio queda entonces por fuera del orden jurídico establecido. En este campo virtual de la ciudad se organizó un modus vivendi sui generis, con sus propias leyes y sus propias reglas, bajo la mirada ciega del Estado.

Allí vivió y sobrevivió, durante décadas, una comunidad humana muy heterogénea: reciclado­res, bodegueros, pequeños comerciantes, pros­titutas, hombres solos y familias; pero también, por las condiciones económicas favorables de las múltiples formas de hospedaje y alojamiento que se desarrollaron en la zona, inmigrantes de otras regiones de Colombia, desplazados por el hambre o la violencia. Debido a ese particular estado de excepción que la caracterizaba, la zona se convir­tió en un punto estratégico de la ciudad para toda suerte de negocios y transacciones, legales e ilega­les, pero también para el desarrollo de las activida­des más ingeniosas de la economía del rebusque.

Entre los años 2001 y 2005, Mapa Teatro-Laboratorio de Artistas desarrolló un proyecto ar­tístico. En 2001, a nuestra llegada a Santa Inés-El Cartucho, el equipo de Mapa Teatro se confrontó con la visión de un paisaje urbano parcialmente devastado. La construcción de la primera fase del Parque Tercer Milenio avanzaba paralelamente a la negociación y compra de los inmuebles restan­tes. La imagen aterradora de la demolición de las casas desalojadas despertó inmediatamente en noso­tros el impulso de querer detener el tiempo y de no dejar borrar las huellas tangibles de la histo­ria. El patrimonio arquitectónico de la ciudad se desplomaba ante los ojos de sus moradores y los nuestros.

A lo largo de esta experiencia, “demoledora” en todos los sentidos del término, íbamos tomando conciencia de que cada demolición de un inmue­ble iba borrando la perspectiva de una memoria fundamental —fundacional— de la ciudad. Una memoria arquitectónica y una memoria social y cultural pero también un patrimonio intangible, constituido por una narratividad que no cuenta sino con la oralidad como fundamento de existen­cia.

Nuestro proyecto inició con una primera ac­ción artística que partía del mito de Prometeo: Prometeo Ier Acto. ¿Por qué recurrir al mito? El mito es el relato por excelencia. Su naturaleza ori­ginaria hace de él un potenciador de relatos; estos se repiten como los sueños, configurándose y des­configurándose continuamente en una estructura móvil que siempre se vivifica. Los relatos de la co­munidad eran para nosotros una parte sustancial de la arquitectura de la memoria del barrio. Una forma de resistencia ante el olvido, una posible huella entre las ruinas.

Prometeo es junto al águila, la figura funda­mental de este mito. Prometeo roba el fuego a los dioses para dárselo a los hombres. Prometeo trans­grede una ley, un acuerdo pactado entre él y los dioses, al darle el fuego a los hombres. Cuando los dioses descubren que Prometeo ha transgredi­do la regla es condenado a un exilio en el Cáucaso: allí es encadenado a una piedra donde un águila se alimenta diariamente de su hígado. A su vez, Prometeo se alimenta de las heces del águila, man­teniendo así un ciclo que hace posible la super­vivencia, tanto del águila como la suya. Tres mil años después, los dioses deciden que el castigo ha sido suficientemente largo y envían a Heracles a li­berar a Prometeo. Una vez en el Cáucaso, Heracles debe franquear el muro de hediondez que rodea a Prometeo antes de alcanzarlo para liberarlo. Esta imagen y la descripción de este lugar coincidían para nosotros con el paisaje devastado de Santa Inés-El Cartucho.

Este mito, traducido y reinterpretado por mu­chos autores de todos los tiempos, entre ellos Kafka y Gide, fue retomado por uno de los más importantes dramaturgos de nuestro tiempo: el alemán Heiner Müller. Este autor “post-dramáti­co” revisa el mito, lo actualiza pero, a diferencia de sus antecesores, lo coloca en una nueva pers­pectiva: una especie de tensión paradójica, una contradicción que hace que su fábula no puede concluir de manera definitiva y unívoca.

Escogimos la versión del mito que hace Müller porque en ella Prometeo, una vez frente a Heracles, no está muy seguro de desear su liberación. Heracles no entiende cómo Prometeo no quiere ser liberado después de tantos años y de tanto esfuerzo. Prometeo duda y señala estar acostumbrado al águila: no sabe si podrá vivir sin ella. Es en este punto, precisamente, en este turning point de la fábula que se genera el “centro de temor”[2]de la historia: Prometeo le tiene más miedo a la libertad que al pájaro.

Abandonar El Cartucho representaba para mu­chos de los habitantes la posibilidad de una libe­ración y, al mismo tiempo, un destierro. Así lle­gamos al lugar: con la intención de proponer a un grupo de pobladores del barrio lecturas posibles de este mito.

En este punto, me parece importante subrayar que el artista y el etnógrafo sostienen, desde un inicio, miradas y posiciones distintas sobre el mis­mo objeto o, en este caso, sobre los mismos suje­tos. Por lo general, un científico social llega con hipótesis que serán objeto de verificación; el artis­ta tiene, ante todo, intuiciones que le permitirán o no hacer visibles objetos, prácticas, imágenes, relatos. Aunque esta oposición puede parecer hoy un tanto reductora debido a la óptica transversal que aplican actualmente en su trabajo tanto ar­tistas como investigadores sociales, es interesante observar que la finalidad o el destino de un pro­yecto como este no hubiera sido el mismo desde la perspectiva de un “puro” investigador social.

Así, sin saber muy bien qué íbamos a hacer de todo esto y mucho menos cómo iba a terminar, nos acercamos a un pequeño grupo heterogéneo de la gran comunidad de El Cartucho, represen­tado por mujeres y hombres de distintas edades, estratos socio-económicos y procedencias. Con esta comunidad experimental llevamos a cabo, a lo largo de un año, un laboratorio de creación que tenía como punto de partida el texto escrito por Heiner Müller. Este texto funcionó tal como fun­ciona un ready made: un objeto encontrado que es sacado de su contexto para ser interpretado y re-significado por una multiplicidad de lecturas, de miradas y de gestos. A medida que el texto se leía, cada uno o iba reinventando su propio relato, reactualizando el texto original y reescribiendo su propio mito.

Al final de este laboratorio, que tomó la forma de un laboratorio del imaginario social como lo llamó Heiner Müller, se llevó a cabo una noche de diciembre de 2002 en un barrio semi-destrui­do, un acto “performativo”, una instala-acción, con la participación de un grupo de habitantes: Prometeo: Ier acto. En esta presentación de ca­rácter público, en la cual se encontraban muchas de las personas que habitaban el sector pero también otro público de la ciudad, se pusieron en escena los relatos y las narraciones visuales, sonoras y gestuales nacidas de la experiencia del laboratorio.

Un año más tarde, en otra noche de diciembre de 2003, se presentó Prometeo: 2º acto: sobre las ruinas del barrio, miles de veladoras sirvieron para delimitar nuevamente calles y paredes de al­gunas casas de antiguos habitantes. En ausencia de toda huella, habíamos propuesto a cada uno de los participantes escoger el lugar más signifi­cativo de la casa: algunos escogieron el dormito­rio o la sala, otros el baño o la cocina, según la relación que hubiesen tenido con esos espacios. Instalamos allí, en ese fragmento temporalmente re-construido de barrio, los muebles y los objetos escogidos y, allí mismo, se re-instaló cada uno de los participantes por espacio de una noche. Pequeñas acciones, individuales y colectivas, al­ternaron con proyecciones de video sobre grandes pantallas que daban cuenta de lo que había suce­dido, durante un año, tanto en sus vidas como en el barrio. Al final, el grupo de participantes, y un centenar de antiguos habitantes de Santa Inés-El Cartucho, bailaron al son de un bolero sobre las ruinas del barrio. Como cuando el dios Shiva baila sobre la destrucción: algo en la vida renace y se regenera.

La tercera acción artística de este proyecto se llevó a cabo en la sede de Mapa Teatro: una casa republicana de arquitectura muy similar a algunas de las casas del Barrio Santa Inés. La casa funcio­nó, físicamente, como una instalación y, simbóli­camente, como una metáfora del barrio: cada es­pacio activaba, a través de diferentes dispositivos de interactividad, una dimensión particular de la memoria viva de Santa Inés-El Cartucho. En el nadas que emitían, cada una, un relato particular sobre la vida del barrio. umbral de la puerta de entrada de la casa fue insta­lado el grito del “campanero”, que se activaba con el paso de los visitantes. Restos de la última casa demolida —escombros, puertas, ventanas— se en­contraban en el patio central de la casa, bajo dos proyeccciones de video enfrentadas, en las cuales esa misma casa era, al mismo tiempo, demolida y re-construida sin cesar (por la imagen editada al revés). El reciclaje, una de las principales activida­des de la economía informal de esta zona, estaba presente en otra habitación por medio de carros de reciclaje tradicionales: monitores de televisión sustitutían los objetos de reciclaje con imágenes de distintos recorridos de recicladores por la ciudad. Una balanza permitía a los espectadores controlar su peso y, al mismo tiempo, ver su equivalente en material reciclado sobre una imagen proyectada. El sonido, el olor, el tacto y la imagen de miles de botellas suspendidas en el techo de otra de las habitaciones de la casa, generaba en el visitante una experiencia sensorial y semántica, sencilla y compleja a la vez. La imagen proyectada de la fa­chada de la última casa demolida aparecía en una habitación vacía solo al transpasar el umbral de la puerta. Al ingresar por esa puerta (un hueco en la pared) a la habitación siguiente, el especta­dor entraba —literalmente— al interior de una habitación: allí se podía ver, proyectada sobre una pared, la imagen de la habitación de uno de los antiguos habitantes del barrio que la describía enumerando cada uno de sus objetos. En otra ha­bitación vacía el visitante podía percibir grietas y huecos en las paredes: al acercarse a las grietas podía escuchar relatos (sonoros) con las voces de antiguos habitantes que narraban historias rela­cionadas con sus cicatrices; al acercarse a los hue­cos podía ver esas cicatrices proyectadas sobre la pared de la habitación contigua. Al salir de allí, se encontraba en un corredor cerrado por numero­sos guacales que bloqueaban el paso. Entre estos, un monitor de televisión permitía ver la acción de reciclaje de los mismos guacales y el recorrido del reciclador por distintos lugares de la ciudad. Finalmente, el espectador ingresaba en una última habitación donde encontraba viejas radios ilumi­nadas que emitían, cada una, un relato particular sobre la vida del barrio.

La cuarta acción La limpieza de los establos de Augias se inició en 2004 con la construcción del Parque Tercer Milenio y fue realizada en dos lugares de la ciudad:  el lote del antiguo barrio Santa Inés, donde se construía el Parque Tercer Milenio, y el Museo de Arte Moderno de Bogotá. El título de la obra hace referencia nuevamente a una narra­ción mítica: Los trabajos de Herakles, uno de los cuales es La limpieza de los Establos de Augías. Esta obra, una video-sonido-instalación, enlaza en tiempo real los dos lugares, llevando al espacio del museo dos imágenes del lote en construcción: la imagen de la valla que lo encerraba y el interior del lote en proceso de construcción. En uno de los costados de la valla se instalaron doce monitores de televisión que transmitían en loop la grabación de la demolición de la última casa de El Cartucho, en el llamado callejón de la muerte. Frente a esas doce “ventanas del pasado” se construyeron tres columnas que contenían cada una una cámara. El registro directo de la cámara era transmitido, vía Internet, a la sala del Museo donde era proyecta­do, a escala real, sobre una gran pared. Otra cá­mara fue instalada en la terraza del único edificio que no fue demolido (Medicina Legal): desde allí se registraba, también en tiempo real, el proceso de construcción del parque, que era un poceso in­visible para el público de la ciudad. Había pues un ir y venir entre el lugar original del proyecto, Santa Inés-El Cartucho, y un lugar de destino público como el museo, en el marco del Salón Nacional de Artistas. Sin embargo, en ninguno de estos es­pacios se podía abarcar por completo el proyec­to. Aquellos que querían ver la transmisión tenían que desplazarse hasta el Museo y quienes querían ver el objeto real y la instalación tenían que trans­ladarse hasta el Parque. Este ir y venir entre dos espacios físicos de la ciudad implicó igualmente un desplazamiento en el tiempo: un continuo mo­vimiento entre las imágenes del pasado y las imá­genes del presente; no un ejercicio mecánico del recuerdo sino una experiencia dinámica de la me­moria, entendida esta en el sentido de Benjamin, como “constelación” de tiempos heterogéneos. Asimismo, el proyecto generó un movimiento de personas entre un lugar de la ciudad y otro: obre­ros y antiguos habitantes del barrio Santa Inés-El Cartucho visitaron por primera vez el Museo de Arte Moderno de Bogotá y visitantes usuales del Museo se desplazaron, por primera vez, al antiguo barrio Santa Inés.

También, contrario a lo que muchos pensaron, la instalación que se hizo sobre la valla con los doce monitores de televisión permaneció intacta hasta el final de la exposición: para los residentes de la zona, las imágenes tenían más valor que los objetos. La necesidad simbólica primó sobre la ne­cesidad económica.

Este fue un proyecto en construcción, como la obra, que culminó con la inauguración del parque Tercer Milenio en agosto de 2005. Con todo el material reunido desde el comienzo de las demoli­ciones en 1998 hasta la finalización de los trabajos del parque en 2005, realizamos un último proyec­to artístico: Testigo de las ruinas.

Este montaje, que combina audiovisual y per­formancia, condensa nuestra experiencia como testigos de uno de los proyectos urbanísticos más ambiciosos de la ciudad en el umbral de los dos milenios. Sintetiza nuestra opción como artis­tas confrontados a las grandes paradojas de lo real: nuestro rol testimonial. Presentado en escenarios teatrales o museales, pero también en espacios no convencionales, Testigo de las ruinas reúne en un dispositivo de cuatro pantallas en movimiento, las imágenes, los testimonios y los relatos de antiguos habitantes de la zona antes, durante y después de la desaparición del barrio Santa Inés y de la apa­rición de un no-lugar, el parque Tercer Milenio. Ante y a través de la mirada de la última habitan­te de El Cartucho, que realiza en vivo la misma acción de sus últimos años en el barrio (preparar arepas y chocolate), asistimos a la ceremonia de despedida de un episodio importante de la historia de nuestra ciudad. Este acto de despedida consti­tuye, sin embargo, un acto de resistencia frente al olvido y la desaparición de la huella. La vitalidad de esta mujer, su carcajada final en medio de la soledad del parque, son un testimonio contunden­te de la fuerza vital de los seres humanos frente al desastre producido por las arbitrariedades del poder.

El parque Tercer Milenio fue ganador del pre­mio al mejor proyecto en espacio público de la Bienal de Arquitectura en Colombia en 2006. Se trata, en realidad, del premio a un cementerio.

Notas

[1] Nicolas Bourriaud, Esthétique relationnelle, Paris, Presses du Reel, 2000.

[2] Expresión de Müller que designa el lugar en el texto donde se halla el nudo dramático.